Conan el cimerio - Más allá del Río Negro - Robert E. Howard - E-Book

Conan el cimerio - Más allá del Río Negro E-Book

Robert E. Howard

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Beschreibung

Trepidante relato de acción protagonizado por Conan el Bárbaro en su época más madura. Nuestro cimerio favorito regresa a su patria después de años aventuras y peligros. Sin embargo, la calma del día a día y no está hecho para el acero del espíritu de Conan, siempre sediento de acción, descubrimientos y aventuras. Pronto no tardará en volver a echar mano de su espada y embarcarse en un viaje de exploración a las temibles Marcas Bosonias, unas tierras arrasadas por una guerra fratricida a la que solo el temple del la hoja del cimerio podrá poner fin. Las escaramuzas con el salvaje pueblo picto no dejan de sucederse en tierras Bosonias y solo habrá un modo de lograr la paz: masacrar hasta el último hombre que ose levantarse en armas. Por suerte para los habitantes de esta tierra partida en dos, el acero de Conan está de su lado.-

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ROBERT E. HOWARD

Conan el cimerio - Más allá del Río Negro

Translated by Antonio Rivas

Saga

Conan el cimerio - Más allá del Río Negro

 

Translated by Antonio Rivas

 

Original title: Beyond the Black River

 

Original language: English

 

Copyright © 2023 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728322864

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

1 CONAN PIERDE EL HACHA

El silencio del sendero del bosque era tan primigenio que los pasos de los pies calzados con botas ligeras causaban un estruendo extraordinario. Así le sonaban al caminante, aunque avanzaba con la cautela obligada para cualquiera que se aventurara más allá del río Trueno. Era un joven de estatura media, con el rostro despejado coronado por una mata alborotada de pelo castaño que no confinaba ningún sombrero o casco. Su ropa era la habitual en aquel territorio: túnica áspera sujeta con un cinturón, calzas cortas de cuero y botas ligeras de ante que llegaban casi hasta las rodillas. De la caña de una bota asomaba la empuñadura de un cuchillo. El ancho cinturón de cuero sostenía una espada corta y pesada y una bolsita de cuero. No había agitación en los grandes ojos que escrutaban los muros verdes que bordeaban el sendero. Aunque no era alto, tenía una constitución robusta, y las mangas cortas y amplias de la túnica dejaban a la vista la musculatura compacta de los brazos.

Siguió adelante con paso imperturbable, aunque la última cabaña de colonos quedaba a leguas a sus espaldas y cada paso lo llevaba más cerca del siniestro peligro que flotaba como una sombra amenazante en el bosque ancestral.

No tenía la sensación de estar haciendo mucho ruido, aunque sabía bien que las débiles pisadas de sus pies calzados con botas serían como una sirena de alarma para los feroces oídos que podían estar acechando en aquella traicionera espesura verde. Su actitud despreocupada no era real, sus ojos y oídos permanecían agudamente alerta; especialmente los oídos, pues ninguna mirada podía penetrar el follaje más de unos pocos pasos en cualquier dirección.

Fue el instinto, más que cualquier aviso de los sentidos externos, lo que hizo que se detuviera de repente, con la mano en la empuñadura de la espada. Permaneció inmóvil en mitad del sendero, conteniendo la respiración sin darse cuenta, preguntándose qué había oído y si, de hecho, había oído algo en realidad. El silencio parecía absoluto. Ni chasquidos de ardillas ni trinos de pájaros. Su mirada se quedó fija por sí misma en una masa de arbustos junto al sendero, unos pasos por delante de él. No había brisa, pero había visto temblar una rama. Se le puso el vello de punta y se mantuvo quieto durante un instante, indeciso, seguro de que un movimiento en cualquier dirección haría que la muerte se lanzara hacia él desde los arbustos.

Un fuerte chasquido de rotura sonó entre las hojas. Los arbustos se sacudieron con violencia a la vez que una flecha salía volando erráticamente de ellos y se desvanecía entre los árboles del borde del sendero. El caminante siguió su vuelo al tiempo que se lanzaba sin pensarlo en busca de refugio.

Agachado tras un grueso tronco, con la espada temblando en el puño, vio que los arbustos se separaban y una figura alta entraba con despreocupación en el sendero. El caminante la observó con sorpresa. El desconocido estaba vestido de forma muy parecida a la suya en cuanto a botas y calzas, aunque las del otro eran de seda en vez de cuero. Llevaba una cota de malla oscura y sin mangas en vez de túnica, y un casco le cubría la cabellera negra. El casco ocultaba la mirada del desconocido; no tenía cresta, sino que lo adornaban un par de cuernos de toro cortos. Era un accesorio que no había fabricado ninguna mano civilizada. Como tampoco era civilizada la cara que se veía bajo el casco: oscura, cubierta de cicatrices, de ojos azules brillantes, era tan indómita como el bosque primitivo que le servía de fondo. Sostenía una gran espada en la mano derecha; el filo estaba manchado de rojo.

—Sal —llamó, con un acento desconocido para el caminante—. Estás a salvo. Solo había uno de esos perros. Vamos, sal.

El otro salió con desconfianza y se quedó mirando al desconocido. Se sintió curiosamente indefenso y pequeño al contemplar las proporciones del montaraz: el pecho masivo cubierto de hierro y el brazo que sostenía la espada ensangrentada, oscurecido por el sol y cuajado de voluminosos músculos. Se movía con la peligrosa elegancia de una pantera; tenía una constitución demasiado desarrollada para ser producto de la civilización, incluso de esa civilización limitada creada en las fronteras exteriores.

Se giró, volvió a los arbustos y los apartó. Aún no muy seguro de lo que había ocurrido, el caminante que venía del este avanzó y miró entre las hojas. Allí yacía un hombre de baja estatura, piel oscura y densos músculos, desnudo a excepción de un taparrabos de piel, un collar de dientes humanos y un brazalete de cobre. Llevaba una espada corta encajada en el cordón del taparrabos, y la mano aún empuñaba un grueso arco negro. Había tenido el pelo negro; eso era lo único que el caminante podía decir sobre su cabeza, pues sus rasgos eran una máscara de sangre y sesos. Le habían partido el cráneo hasta los dientes.

—¡Un picto, por los dioses! —exclamó el caminante.

Los ardientes ojos azules se volvieron hacia él.

—¿Te sorprende?

—En Velitrium y en las cabañas de los colonos a lo largo del camino me dijeron que esos diablos a veces cruzaban la frontera, pero no esperaba tropezarme con ninguno tan al interior.

—Estás a poco más de una legua al este del río Negro —dijo el desconocido—. Los han visto a menos de un tercio de legua de Velitrium. Ningún colono entre el río Trueno y el fuerte Tuscelan está realmente a salvo. Esta mañana encontré el rastro de este perro una legua al sur del fuerte, y lo he estado siguiendo desde entonces. Aparecí tras él justo cuando te apuntaba con la flecha. Un instante más tarde y el infierno tendría un nuevo habitante. Pero le estropeé la puntería.

El caminante miraba con ojos desorbitados a aquel gigante, asombrado al darse cuenta de que había estado siguiendo la pista de uno de los demonios del bosque y lo había matado cogiéndolo por sorpresa. Aquello implicaba una habilidad inconcebible, incluso para Conajohara.

—¿Formas parte de la guarnición del fuerte? —preguntó.

—No soy un soldado. Recibo la paga y el rancho de un oficial de la frontera, pero trabajo en el bosque. Valanus sabe que soy más útil rondando por el río que encerrado en el fuerte.

Con un movimiento casual, empujó con el pie el cadáver más hacia el interior de la espesura, colocó los arbustos cubriéndolo y echó a andar por el sendero. El otro lo siguió.

—Me llamo Balthus —dijo—. Estaba en Velitrium anoche. Aún no he decidido si tomar una parcela de tierra o alistarme en el fuerte.

—Las mejores tierras cerca del río Trueno ya las han ocupado —dijo el gigante con un gruñido—. Aún hay buenas tierras entre el fuerte y el arroyo de la Cabellera, que cruzaste hace algo más de una legua, pero están condenadamente cerca del río. Los pictos lo cruzan para incendiar y asesinar, como hizo ese de antes, y no siempre vienen de uno en uno. Algún día intentarán barrer a los colonos de Conajohara, y quizá lo consigan; de hecho, probablemente lo conseguirán. Esto de la colonización es una locura, en cualquier caso. Hay buenas tierras de sobra al este de las Marcas Bosonias. Si los aquilonios recortaran algunos de los estados de sus barones y sembraran trigo donde ahora solo se cazan ciervos, no tendrían que cruzar la frontera y quitarles las tierras a los pictos.

—Curiosa forma de hablar para un hombre al servicio del gobernador de Conajohara —señaló Balthus.

—A mí me da igual. Soy un mercenario. Alquilo mi espada al mejor postor. Nunca he sembrado trigo y nunca lo haré mientras haya otras cosas que pueda cosechar con la espada. Pero los hibóreos os habéis expandido tan lejos como os lo van a permitir. Habéis cruzado las marcas, quemado unas cuantas aldeas, exterminado unos pocos clanes y empujado la frontera hasta el río Negro, pero dudo que seáis capaces de conservar lo que habéis conquistado, y no podréis empujar la frontera más hacia el oeste. El idiota de vuestro rey no entiende lo que pasa aquí. No os envía bastantes refuerzos y no hay bastantes colonos para contener un ataque organizado desde el otro lado del río.

—Pero los pictos están divididos en clanes pequeños — insistió Balthus—. Nunca se unirán. Podemos con cualquier clan por separado.

—O incluso con dos o tres clanes —admitió el otro—. Pero, algún día, aparecerá alguien que una treinta o cuarenta clanes, como ocurrió entre los cimerios cuando los gunderios intentaron empujar la frontera hacia el norte, hace años. Intentaron colonizar la frontera sur de Cimeria; destruyeron unos cuantos clanes menores y construyeron la fortaleza de Venarium... Ya conocerás la historia.

—Así es —dijo Balthus, parpadeando. El recuerdo de aquel desastre ensangrentado era una mancha negra en las crónicas de un orgulloso pueblo guerrero—. Mi tío estaba en Venarium cuando los cimerios saltaron las murallas. Fue uno de los pocos que escaparon a la matanza. Le he oído contar la historia muchas veces. Los bárbaros salieron de las montañas como una horda rabiosa, sin previo aviso, y cayeron sobre Venarium con tal furia que nadie pudo resistirlos. Mataron a hombres, mujeres y niños. Venarium quedó reducida a una masa de ruinas calcinadas, y así sigue hasta hoy. Los aquilonios fueron expulsados de la frontera y nunca han vuelto a intentar colonizar el territorio cimerio. Pero hablas de Venarium con familiaridad. ¿Estuviste allí?

—Y tanto que sí —gruñó el otro—. Era parte de la horda que salió de las montañas. Aún no había cumplido quince inviernos, pero mi nombre ya era citado en los fuegos del consejo.

Balthus retrocedió involuntariamente, con la mirada fija. Le parecía increíble que aquel hombre que caminaba tranquilamente a su lado hubiera sido uno de aquellos demonios aulladores y sedientos de sangre que cayeron sobre los muros de Venarium aquel largo día e hicieron que las calles se tiñeran de rojo.

—¡Tú también eres un bárbaro! —exclamó sin poder contenerse.

El otro asintió, sin mostrar señales de sentirse ofendido.

—Soy Conan; cimerio.

—He oído hablar de ti.

Un nuevo interés apareció en la mirada de Balthus. ¡No era de extrañar que el picto hubiera caído víctima de su misma clase de sutileza! Los cimerios eran bárbaros tan feroces como los pictos, y mucho más inteligentes. Era evidente que Conan había pasado mucho tiempo entre hombres civilizados, aunque estaba claro que aquel contacto no lo había ablandado ni había embotado sus instintos primitivos. El temor de Balthus se convirtió en admiración al fijarse en el tranquilo paso felino y el silencio desenvuelto con que el cimerio avanzaba por el sendero. Los aros aceitados de la cota de malla no producían sonido, y Balthus estuvo seguro de que Conan podía deslizarse por la maleza más densa y el bosque más espeso tan silenciosamente como cualquier picto.

—¿No eres gunderio? —Fue más una afirmación que una pregunta. Balthus negó con la cabeza.

—Soy taurano.

—He conocido a tauranos bastante buenos en el bosque. Pero los bosonios llevan demasiados siglos protegiéndoos de las tierras salvajes a los aquilonios. Vas a tener que endurecerte.

Aquello era cierto. Las Marcas Bosonias, con sus ciudades fortificadas llenas de implacables arqueros, hacía mucho tiempo que servían a Aquilonia como pantalla contra los bárbaros exteriores. Ahora, entre los colonos de más allá del río Trueno, estaba naciendo una raza de montaraces capaz de enfrentarse a los bárbaros en su propio juego, pero aún eran pocos. Como Balthus, la mayoría de la gente de la frontera eran colonos que no estaban acostumbrados al bosque salvaje.

El sol no se había puesto, pero ya no estaba a la vista, oculto tras la densa pared del bosque. Las sombras se alargaban y se volvían más oscuras mientras los dos compañeros recorrían el sendero.

—Se hará de noche antes de que lleguemos al fuerte — comentó Conan de pasada. De pronto—: ¡Escucha!

Se detuvo en seco, medio agachado, con la espada lista, transformado en una figura salvaje de sospecha y amenaza, preparado para saltar y desgarrar. Balthus también lo oyó: un alarido salvaje que se cortó al llegar a la nota más alta. Era el grito de un hombre presa del terror o el dolor más intensos.

Conan corría por el sendero un instante después, cada paso aumentando la distancia entre él y su esforzado compañero. Balthus soltó una maldición entre jadeos. En los asentamientos tauranos tenía fama de buen corredor, pero Conan lo estaba dejando atrás con una facilidad irritante. Olvidó su exasperación cuando sus oídos fueron asaltados por el grito más terrorífico que había oído jamás. No era un grito humano; era un aullido demoníaco de triunfo atroz que parecía alzarse sobre la humanidad caída despertaba ecos en ensenadas oscuras más allá de la experiencia humana.

Aflojó el paso y la piel se le cubrió de sudor. Pero Conan no vaciló; dobló a la carrera un recodo del sendero y desapareció, y Balthus, aterrorizado y viéndose solo con aquel horrible grito del que aún resonaban ecos lúgubres en el bosque, aceleró y se lanzó tras él.

El aquilonio se detuvo trastabillando y estuvo a punto de chocar con el cimerio, que estaba inmóvil en el camino sobre un cuerpo desplomado. Pero Conan no miraba el cadáver que yacía en el polvo empapado de sangre, sino que escrutaba el bosque profundo a cada lado del sendero.