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Excelente compilación de tres obras del afamado escritor Robert E. Howard en la que encontramos algunas de las historias más divertidas y aventureras de Conan el cimerio: "Coloso negro", "Sombras a la luz de la luna" y "Sombras a la luz de la luna". Brujos que despiertan de un sueño milenario dispuestos a conquistar el mundo, huidas a la desesperada para escapar de poderosos brujos, secretos impíos que oculta la jungla, lujuria, poder y aventura, son algunos de los elementos que encontraremos en esta interesante compilación de historias de la primera etapa de Conan el cimerio. En ella veremos a un Conan joven, alocado, que se deja llevar por sus impulsos y que está en camino de convertirse en el héroe que todos conocemos y adoramos.
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Seitenzahl: 167
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Robert E. Howard
Translated by Rodolfo Martínez
Saga
Conan el cimerio - Sombras a la luz de la luna (compilación)
Translated by Rodolfo Martínez
Original title: Sombras a la luz de la luna (compilación)
Original language: English
Copyright © 2023 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728476659
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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El retumbar de los tambores y la fanfarria de los grandes cuernos elaborados con colmillos de elefante resultaban ensordecedores, pero en los oídos de Livia aquel clamor no era más que un murmullo apagado, sordo y lejano. Tumbada en un camastro dentro de la gran cabaña, pasaba del delirio a la semiinconsciencia. Sus sentidos no percibían apenas los sonidos y movimientos del exterior. Toda su atención, confusa y embotada, estaba centrada en la imagen desnuda y retorcida de su hermano y en la sangre que le corría por los temblorosos muslos. Siluetas negras se recortaban con claridad implacable contra un pesadillesco fondo de formas oscuras entrelazadas, y el aire se estremecía con un estertor, mezclado y entretejido obscenamente con el susurro de una risa diabólica.
No era consciente de sí misma, de aquello que la separaba del resto del cosmos. Se ahogaba en un abismo de dolor, como si ella no fuera más que dolor cristalizado y manifestado en la carne. Yacía sin pensar ni moverse mientras los tambores redoblaban, los cuernos resonaban, las voces bárbaras entonaban cantos siniestros, los pies marcaban el ritmo contra el duro suelo y las palmas batían frenéticas.
Al cabo, la conciencia fue volviendo poco a poco a su mente paralizada. Sintió un vago asombro al comprobar que no tenía ningún daño físico. Aceptó el milagro sin experimentar agradecimiento. No parecía importante. De forma mecánica, se sentó en el camastro y miró a su alrededor, aturdida, mientras sus extremidades se movían indecisas, obedeciendo al despertar de los centros nerviosos. Posó unos pies descalzos y nerviosos en el suelo de tierra batida; sus dedos tiraron de forma espasmódica de la exigua camisola que era su única indumentaria. Le pareció recordar, como si hubiera contemplado la escena desde fuera, que hacía mucho tiempo unas manos bastas le habían arrancado el resto de la ropa, y que se había puesto a llorar de miedo y vergüenza. Le pareció sorprendente que algo tan nimio le hubiera causado tanto dolor. La magnitud de las atrocidades y las indignidades, como todo lo demás, era relativa después de todo.
Se abrió la puerta de la cabaña y entró una mujer negra, una criatura esbelta como una pantera, con un cuerpo flexible que brillaba como el ébano pulido. Solo llevaba una tira de seda, alrededor de las cimbreantes caderas. El blanco de sus ojos, que giró con expresión taimada, reflejaba la hoguera del exterior.
Llevaba un plato de bambú con comida: carne humeante, gachas, batatas asadas y barritas del duro pan nativo, además de una jarra de oro batido llena de cerveza yarati. Lo posó todo en el camastro, pero Livia no le prestó atención. Estaba sentada en el otro extremo de la cabaña, apoyada contra la pared cubierta de esteras de bambú. La joven negra dejo escapar una risa maligna y mostró los blancos dientes, los ojos ardientes de desprecio. Luego siseó una obscenidad y realizó un gesto de burla más grosero aún que sus palabras, tras lo cual dio media vuelta y salió de la cabaña. Había más insolencia en el bamboleo de sus caderas de la que habría sido capaz de expresar verbalmente una mujer civilizada.
Ni las palabras de la moza ni sus actos rozaron la superficie de la conciencia de Livia. Todas sus sensaciones se enfocaban aún hacia el interior. La intensidad de sus imágenes mentales convertía el mundo visible en un paisaje irreal poblado de sombras y fantasmas. Comió y bebió de modo mecánico, sin saborear.
También de forma mecánica, se incorporó por fin y cruzó la cabaña con pasos inestables, para asomarse por una grieta entre los bambúes. Un cambio brusco en el timbre de tambores y cuernos despertó alguna parte recóndita de su mente y le hizo buscar la causa sin voluntad perceptible.
Al principio no comprendió nada de lo que veía; todo era caótico y sombrío, lleno de siluetas que se movían y se entremezclaban, se retorcían y giraban, bloques negros sin forma definida recortados contra un borroso resplandor rojo sangre. Poco a poco, los objetos y los movimientos recuperaron sus proporciones normales y supo que contemplaba a un grupo de hombres y mujeres que se movían alrededor de las hogueras. La luz roja arrancaba destellos de los adornos de plata y marfil; manojos de plumas blancas cabeceaban hacia el resplandor. Los cuerpos desnudos se contorneaban y se detenían, como siluetas talladas en oscuridad y ribeteadas de carmesí.
Sobre un escabel de ébano, rodeado de gigantes con tocados de plumas y ceñidores de piel de pantera, reposaba una figura rechoncha, abismal, repulsiva, un grumo de negrura en forma de sapo que apestaba como la encharcada selva putrefacta y los inmundos pantanos. Las manos gordezuelas de la criatura reposaban en su prominente barriga. Su nuca era un rollo de grasa negra que parecía empujar hacia delante la cabeza picuda. Como ascuas en un tronco negro, los ojillos brillaban a la luz de la hoguera con una vitalidad que desmentía el aspecto apoltronado del grueso cuerpo.
Cuando la joven clavó la vista en aquella imagen repelente, su cuerpo se tensó como si la vida volviera a ella de pronto. Ya no era una autómata sin mente, sino un recipiente colmado de vida y cubierto de piel trémula, ardiente, punzante. El dolor se disolvió en un odio tan intenso que se convirtió a su vez en dolor. Se sintió fuerte y frágil a la vez, como si su cuerpo trocará en acero, y notó como el odio de su interior fluía casi tangible en la dirección de su mirada, tanto que le pareció que, por fuerza, el objetivo de tal emoción debería caer fulminado.
Pero si Bajujh, rey de los bakalah, sintió alguna incomodidad a causa de la concentración de su cautiva, no dio muestras de ello. Siguió atiborrando hasta el límite su boca de batracio con puñados de gachas de un recipiente que una mujer arrodillada sostenía a su lado. Alzó la vista de pronto y contempló el amplio pasillo que crearon sus súbditos al echarse hacia atrás.
Livia se dio cuenta vagamente de que iba a llegar alguien importante por aquel pasillo flanqueado por un muro de sudorosa humanidad, a juzgar por el clamor estridente de tambores y cuernos. En efecto, alguien apareció.
Un grupo de guerreros en fila de a tres avanzaba hacia el escabel de ébano, una apretada fila de plumas ondeantes y lanzas brillantes que se desplazaba a través de la multitud. A la cabeza de los lanceros de ébano iba una figura cuya visión sobresaltó violentamente a Livia. El corazón se le detuvo y luego volvió a latir, acelerado. Aquel individuo resaltaba con nitidez sobre el fondo oscuro. Llevaba pieles de leopardo y un tocado de plumas, igual que sus seguidores, pero era blanco.
La forma en que avanzaba hacia el escabel de ébano no era la de un peticionario o un subordinado, y un tenso silencio se hizo a su alrededor mientras se detenía frente a la figura reclinada. Livia pudo sentir la tensión, aunque apenas adivinaba qué estaba pasando. Bajujh siguió sentado un momento, con el corto cuello estirado, como una rana enorme. Luego, como si lo obligase la tranquila mirada del recién llegado, se puso en pie sin dejar de menear grotescamente la cabeza rapada.
La tensión se rompió al instante. Un clamor salió de la masa que se apretujaba alrededor y, a un gesto del guerrero blanco, sus guerreros humillaron las lanzas y se postraron ante el rey Bajujh. Fuera quien fuese, Livia estaba segura de que aquel individuo era alguien respetado en las tierras salvajes, o Bajujh no se habría puesto en pie para recibirlo. Y respeto, en aquel caso, significaba poder militar. La violencia era lo único que respetaba aquella gente feroz.
Después, Livia ya no pudo apartar los ojos de la grieta de la pared de la cabaña. Los guerreros del extranjero blanco se mezclaron con los bakalah, y se unieron al baile y la fiesta entre grandes tragos de cerveza. Él mismo, junto a algunos de sus lugartenientes, se sentó junto a Bajujh y los bakalah principales y, cruzado de piernas en la estera, comió y bebió hasta hartarse. Lo vio hundir las manos en las ollas, como los demás, e introducir el morro en la jarra de cerveza de la que también bebía Bajujh. Se dio cuenta de que se le brindaba el respeto debido a un rey. Como no tenía escabel, Bajujh renunció al suyo y se sentó en la estera junto a su invitado. Cuando llevaron otra jarra de cerveza, el rey de los bakalah apenas la probó antes de pasársela al blanco. ¡Poder! Toda aquella cortesía ceremonial apuntaba al mismo sitio. ¡Poder, fuerza, prestigio! Livia se estremeció de emoción mientras un plan empezaba a tomar forma en su cabeza.
Siguió contemplando al hombre blanco con una intensidad dolorosa, memorizando hasta el último detalle. Era alto. Pocos de los gigantescos negros lo sobrepasaban en estatura o corpulencia. Se movía con la flexibilidad relajada de una enorme pantera. Cuando la luz de la hoguera cayó sobre sus ojos, estos ardieron con un fuego azul. Altas sandalias cubrían sus pies, y del amplio cinturón colgaba una espada en una vaina de cuero. Su aspecto era extraño y desconocido para Livia; nunca había visto a nadie igual. Pero no intentó clasificarlo en ninguna raza humana: le bastaba con que fuera blanco.
Pasaron las horas y, poco a poco, el rugido de la fiesta se aplacó a medida que hombres y mujeres caían en un sueño ebrio. Por último, Bajujh se puso en pie, tambaleante, y alzó las manos, no tanto para indicar que se había acabado el banquete como para reconocer su derrota en aquel concurso de glotonería. Tropezó, pero su séquito lo recogió y se lo llevó a dormir la mona a la cabaña real. El hombre blanco también se puso en pie, como si la enorme cantidad de cerveza que había trasegado no le hubiera hecho el menor efecto, y los caudillos bakalah que aún podían tenerse en pie lo escoltaron a la cabaña de invitados. Desapareció en su interior, y Livia vio que una docena de sus guerreros se apostaban alrededor, lanza en ristre. Evidentemente, el extranjero no estaba dispuesto a correr riesgos pese a la amistad de Bajujh.
Livia echó un vistazo al poblado, que parecía un apocalipsis negro, con el suelo cubierto de cuerpos ebrios y despatarrados. Sabía que guerreros en plena posesión de sus facultades montaban guardia en el exterior de la boma, pero los únicos hombres despiertos que vio en el poblado eran los lanceros que rodeaban la cabaña del blanco…, e incluso alguno de ellos cabeceaba agarrado a la lanza.
Con el corazón martilleando en el pecho, se dirigió hacia la parte de atrás de su cárcel y cruzó la puerta, sin despertar al guardia que le había puesto Bajujh, que roncaba sonoramente. Se deslizó como una sombra de marfil por el espacio que separaba su cabaña de la del extranjero, y gateó hacia la parte trasera. Un gigantesco negro montaba guardia en cuclillas, pero el tocado de plumas le rozaba los muslos. Pasó furtivamente a su lado y se acercó a la pared. Había estado cautiva en aquella cabaña al principio, y sabía que en la pared había una estrecha abertura oculta por una esterilla, fruto de su ridículo e inútil intento de fuga. La encontró, se puso de lado y contorsionó el delgado cuerpo hacia el interior mientras apartaba la esterilla.
El resplandor de las hogueras iluminaba débilmente el interior de la cabaña. Mientras volvía a poner la esterilla en su sitio oyó que musitaban una maldición. Una mano la agarró por el cabello, la arrastró por la abertura y la lanzó al suelo.
Sobresaltada, trató de hacer acopio de valor, se apartó los mechones desordenados que le caían por los ojos y alzó la vista hacia el individuo que la contemplaba desde lo alto, con el asombro pintado en el rostro curtido y surcado de cicatrices. Llevaba la espada en la mano y los ojos le brillaban como carbones, aunque no estaba claro si a causa de la furia, la sospecha o la sorpresa. Dijo algo en un idioma que ella no entendía; no era la lengua gutural de los negros, pero tampoco contenía sonidos civilizados.
—¡Por favor! —suplicó—. ¡No tan alto! ¡Van a oírte!
—¿Quién eres? —preguntó él. Hablaba el ofíreo con acento bárbaro—. ¡Por Crom, nunca pensé que encontraría una mujer blanca en esta condenada tierra!
—Me llamo Livia —respondió—. Bajujh me tiene cautiva. ¡Por favor, oh, por favor, escúchame! No puedo seguir aquí mucho tiempo; debo volver a mi cabaña antes de que me echen en falta.
»Mi hermano… —Se interrumpió con un sollozo y luego siguió—: Mi hermano era Theteles, y pertenecíamos a la casa de Chelkus, científicos y aristócratas de Ofir. Mi hermano obtuvo un permiso extraordinario del rey de Estigia para ir a Jeshatta, la ciudad de los magos, a estudiar sus artes, y yo lo acompañé. Solo era un muchacho, más joven que yo… —Se le quebró la voz. El extranjero no dijo nada, pero la miraba con ojos llameantes y el ceño fruncido e inescrutable. Había en él algo indómito que la asustaba y le hacía sentirse nerviosa e insegura—. Los kushitas atacaron Jeshatta —siguió—. Nos acercábamos a la ciudad en una caravana de camellos; nuestra escolta huyó y nos dejó a merced de los atacantes, que nos llevaron. No nos causaron daño alguno y nos hicieron saber que hablarían con los estigios para pedir un rescate por nosotros. Pero uno de los jefes quería todo el rescate para sí y, con los suyos, nos sacó del campamento una noche y huyó al sureste con nosotros, hasta la frontera de Kush. Allí los atacó una partida de bakalah que los degolló. Nos trajeron a Theteles y a mí a este cubil de salvajes… —Se echó a llorar, temblorosa—. Esta mañana han mutilado y descuartizado a mí hermano delante de mí… —Se ahogó y cerró los ojos ante el recuerdo—. Tiraron su cadáver a los chacales. No sé cuánto tiempo he pasado desmayada…
Le fallaron las palabras y alzó la vista hacia el rostro ceñudo del extranjero. Devorada por una furia enloquecida, cerró los puños y empezó a golpear el enorme pecho, que lo notó tanto como el zumbido de una mosca.
—¿Cómo puedes quedarte indiferente como una bestia? — gritó en susurros—. ¿Eres un animal, como esos otros? Ay, Mitra, y yo que pensaba que había honor en el corazón de los hombres. Ahora sé que todo el mundo tiene su precio. ¿Qué sabes tú de honor, piedad o decencia? Eres tan bárbaro como los demás; aunque tu piel sea blanca, tu alma es igual de negra.
»No te importa lo más mínimo que un hombre blanco haya sido descuartizado por esos perros negros, ni que una mujer blanca sea su esclava. Sea, pues.
Se apartó de él, jadeante, transfigurada por la emoción.
—Te daré un precio. —Se abrió la túnica y mostró los pechos marfileños—. ¿No soy hermosa? ¿No soy más deseable que esas perras del color del hollín? ¿No soy un botín deseable? ¿Es que una virgen de piel blanca no es un premio suficiente para ti? ¿No merece la pena matar por mí?
»¡Mata a ese perro negro de Bajujh! ¡Quiero ver su maldita cabeza rodar por el suelo ensangrentado! ¡Mátalo! ¡Mátalo! — Golpeó un puño contra otro, llevada por el arrebato—. Luego, tómame y haz lo que quieras. ¡Seré tu esclava!
Él no dijo nada. Se quedó mirándola como un enorme ídolo cejijunto de matanza y destrucción, con los pulgares en el cinto.
—Hablas como estuvieras en posición de entregarte — respondió al fin—, como si el regalo de tu cuerpo tuviera el poder de estremecer las naciones. ¿Por qué iba a matar a Bajujh para conseguirte? En esta tierra, las mujeres son más fáciles de obtener que los plátanos, y lo que quieran o dejen de querer no importa. Tienes una idea demasiado elevada de ti misma. Si te deseara, no tendría que luchar con Bajujh por ti. Preferiría entregarte antes que enfrentarse a mí.
Livia jadeó. Todo el fuego que la animaba se desvaneció, y la cabaña giró a su alrededor. Se tambaleó y cayó al camastro hecha un ovillo. Una confusa amargura le mordió el alma cuando asumió lo desesperado de su situación. La mente humana se agarra con tenacidad a las ideas y valores que conoce, incluso en entornos y situaciones desconocidos y opuestos a aquellos en los que tales ideas y valores tienen sentido. Pese a todo lo que Livia había experimentado, seguía suponiendo que el consentimiento de la mujer era determinante en el juego que proponía, y se había quedado paralizada ante la constatación de que nada dependía de ella. No podía controlar a los hombres como si fueran peones; ella era el peón.
—Me doy cuenta de que es absurdo suponer que ningún hombre de este extremo del mundo actúe según las reglas y costumbres de otras partes —murmuró con voz apagada, apenas consciente de lo que decía, limitándose a articular los pensamientos que cruzaban su mente. Aturdida ante el último giro de su destino, se quedó allí tirada hasta que los dedos de hierro del extranjero se cerraron alrededor de sus hombros y la hicieron incorporarse.
—Me has llamado bárbaro —dijo con severidad—, y sin duda lo soy, gracias a Crom. Si hubierais viajado escoltados por hombres de las tierras del norte, en vez de blandengues civilizados de culo gordo, no serías esclava de ese cerdo negro. Soy cimerio y me llamo Conan, y vivo del filo de mi espada. Pero no soy un perro que vaya a dejar a una mujer blanca en las garras de un negro. Aunque los tuyos me llaman salteador, jamás he forzado a una mujer en contra de sus deseos. Las costumbres pueden variar de un país a otro, pero si un hombre lo es de verdad, puede imponer las suyas allí donde vaya. ¡Y ningún hombre me ha llamado débil jamás!
»Aunque fueras vieja y arrugada como una arpía, te apartaría de Bajujh simplemente por el color de tu piel.
»Pero eres joven y hermosa, y he visto mujerzuelas negras hasta el hartazgo, así que jugaré a tu juego, aunque solo sea porque tus intenciones encajan en parte con las mías. Vuelve a tu cabaña. Bajujh está demasiado borracho para ir a verte esta noche, y yo me ocuparé de que esté atareado mañana. Y mañana por la noche será la cama de Conan la que calientes, no la de Bajujh.
—¿Cómo lo harás? —El cuerpo de la joven se estremecía, lleno de emociones encontradas—. ¿Esos son todos tus guerreros?
—Son más que suficientes —gruñó—. Son bamulas, hasta el último de ellos, criados a las ubres de la guerra. He venido a petición de Bajujh. Quiere que participemos en un ataque conjunto a los jihji. Esta noche hemos celebrado un banquete, pero mañana negociaremos. Cuando haya acabado con él, estará negociando en el infierno.
—¿Vas a romper la tregua?
—Las treguas en este país están hechas para romperlas —respondió hosco—. Él va a romper la suya con los jihji. Y en cuanto los hubiéramos masacrado, habría intentado acabar conmigo a la primera oportunidad. Lo que sería la traición más taimada en otras tierras, aquí se considera sabiduría. No me he abierto camino hasta ser el caudillo de guerra de los bamulas sin aprender unas cuantas de las lecciones que enseña esta tierra negra. Vuelve a tu cabaña y duerme; no es ya para Bajujh para quien preservas tu belleza, sino para Conan.