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En uno de sus muchos viajes, Conan el cimerio se encuentra en la ciudad fronteriza de Zamboula. En apariencia una ciudad pacífica y próspera, Zamboula no tardará en revelar sus secretos: sus habitantes han realizado un pacto impío con un grupo de caníbales que campan por sus calles por la noche para llevarse a sus víctimas. Sin embargo, han topado con la horma de su zapato: cierto cimerio de afilado acero.
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Seitenzahl: 66
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Robert E. Howard
Traducción de Rodolfo Martínez
Saga
Sombras sobre Zamboula
Translated by Rodolfo Martínez
Original title: Shadows in Zamboula
Original language: English
Copyright © 1935, 2022 Robert E. Howard and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728322949
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
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—¡El peligro acecha en casa de Aram Baksh!
La voz temblaba a causa de la emoción mientras su dueño aferraba con los delgados dedos de uñas negras el musculoso brazo de Conan. Era un individuo nervioso y bronceado de alborotada barba negra cuyas ropas harapientas lo identificaban como un nómada. Parecía increíblemente menudo y mezquino comparado con el gigantesco cimerio de cejas negras, pecho amplio y extremidades poderosas. Ambos estaban en una esquina del bazar de los espaderos y, flanqueándolos, fluía el río multicolor de variopinta humanidad típico de las calles exóticas, llamativas y ruidosas de Zamboula.
Conan dejó de seguir con la mirada a una ghanesa de gesto altivo, labios rojos y falda corta que dejaba ver una buena porción de muslo con cada paso altanero, y frunció el ceño en dirección a su inoportuno acompañante.
—¿Qué clase de peligro? —quiso saber.
El hombre del desierto lanzó una mirada furtiva hacia atrás antes de responder.
—¿Quién sabe? —dijo en voz baja—. Pero hay viajeros y nómadas que han dormido en casa de Aram Baksh a los que nunca se ha vuelto a ver. ¿Qué fue de ellos? Él jura que se levantaron y se fueron al día siguiente; y sí, es cierto que jamás un habitante de la ciudad ha desaparecido en su casa. Pero nadie ve de nuevo a los forasteros, y dicen que su equipo y sus pertenencias han aparecido después en los bazares. Si Aram no los vendió tras librarse de sus propietarios, ¿cómo llegaron allí?
—No tengo pertenencia alguna —gruñó el cimerio mientras acariciaba el pomo de la espada que pendía de su cinturón—. Hasta he vendido mi caballo.
—Pero los forasteros ricos no son los únicos que desaparecen de noche en casa de Aram Baksh —parloteó el zuagir—. Ah, no; también han dormido allí nómadas pobres, atraídos por las bajas tarifas, y no se los ha vuelto a ver. En cierta ocasión, un caudillo de los zuagires cuyo hijo había desaparecido se quejó al sátrapa, Jungir Khan, y este ordenó que los soldados registraran la casa.
—¿Y qué encontraron? ¿Una bodega llena de cadáveres? — preguntó Conan en tono burlón.
—¡Nada! ¡No encontraron nada! ¡Y echaron al caudillo de la ciudad entre amenazas y maldiciones! Pero... —Se acercó más a Conan y se echó a temblar—. Pero se encontró otra cosa. Junto al desierto, más allá de las casas, hay un grupo de palmeras; y bajo esa arboleda, un pozo. Y dentro del pozo se encontraron huesos humanos, carbonizados y ennegrecidos. ¡No una vez, sino muchas!
—Y eso, ¿qué demuestra? —gruñó el cimerio.
—¡Qué Aram Baksh es un demonio! ¿Quién puede distinguir un hombre de un demonio disfrazado en esta maldita cuidad construida por los estigios y gobernada por los hirkanios, donde blancos, negros y morenos se mezclan y producen híbridos malditos de todos los colores y razas? ¡Aram Baksh es un demonio con aspecto de hombre! De noche asume su verdadera forma y se lleva a sus invitados al desierto, donde celebra un aquelarre con los otros demonios de la tierra baldía.
—¿Y por qué solo se lleva a los forasteros? —preguntó Conan con escepticismo.
—Los habitantes de la ciudad no le consentirían que matase a sus conciudadanos, pero no les importa en absoluto cuántos forasteros caen en sus manos. Eres de occidente, Conan, y no conoces los secretos de esta tierra antigua. Pero desde el principio de los tiempos, los demonios del desierto adoran a Yog, Señor de los Espacios Vacíos, y lo adoran con fuego que devora a sus víctimas humanas.
»¡Ten cuidado! Has morado durante muchas lunas en las tiendas de los zuagires y eres nuestro hermano. ¡No vayas a casa de Aram Baksh!
—¡Lárgate! —dijo Conan de repente—. Por ahí viene una patrulla de la guardia de la ciudad. Si te ven, igual recuerdan cierto caballo robado en los establos del sátrapa...
El zuagir tragó saliva y se echó hacia atrás. Se agachó y pasó entre un puesto de mercancías y la estatua de un caballo sin detenerse más que lo imprescindible para decir: «¡Ten cuidado, hermano! ¡En casa de Aram Baksh hay demonios!». Luego echó a correr por un callejón estrecho y desapareció.
Conan se ajustó el ancho cinturón y sostuvo con tranquilidad las miradas que le lanzaron los guardias al pasar a su altura. Lo contemplaron con curiosidad y suspicacia, pues llamaba la atención incluso en medio de una multitud abigarrada como la de las calles de Zamboula. Sus ojos azules y sus rasgos extranjeros lo diferenciaban de los enjambres de orientales, y la espada recta que llevaba a la cadera hacía aún más patente la diferencia.
Los guardias no lo abordaron, sino que siguieron calle adelante mientras la multitud se abría para dejarlos pasar. Eran pelishtianos; rollizos, de nariz ganchuda y barba negroazulada que se desparramaba sobre los pechos acorazados. Mercenarios contratados para realizar las tareas que los gobernantes turanios consideraban por debajo de su dignidad, y odiados por la población mestiza precisamente por eso.
Conan le echó un vistazo al sol, que empezaba a ponerse tras los tejados en terraza de las casas del extremo oeste del bazar, y, tras acomodarse de nuevo el cinturón, se dirigió hacia la taberna de Aram Baksh.
Se desplazó con zancadas de montañés por las calles multicolores en las que las túnicas raídas de los gimoteantes mendigos rozaban los khalats ribeteados de armiño de los opulentos mercaderes y el satén adornado con perlas de los ricos cortesanos. Gigantescos esclavos negros vagaban de un lado a otro, apartando a empujones a vagabundos de barba azulada de las ciudades shemitas, nómadas harapientos del cercano desierto y comerciantes y aventureros de las tierras de oriente.
La población nativa no era menos heterogénea. Siglos atrás, los ejércitos de Estigia habían llegado y habían construido un imperio en el desierto del este. Zamboula no era más que un humilde puesto comercial en aquel entonces, rodeada de un anillo de oasis y habitada por descendientes de los nómadas. Los estigios la habían convertido en una ciudad y la habían poblado con sus propias gentes, además de esclavos shemitas y kushitas. Las interminables caravanas que cruzaban el desierto de oriente a occidente y luego hacían la ruta contraria habían traído riquezas y añadido nuevas razas a la mezcla. Llegaron después los conquistadores turanios, que atacaron desde el este e hicieron retroceder la frontera de Estigia. Zamboula llevaba una generación convertida en el puesto fronterizo más occidental de Turán y estaba gobernada por un sátrapa turanio.