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Una guerra entre naciones desgarra el continente hibóreo. Almuric se ha rebelado contra el rey Strabonus y le pide ayuda a Conan, recién llegado de allende los mares. El cimerio aceptará, pero en medio de una huida se toparán con la antigua ciudad de Xuthal habitada por una entidad misteriosa y sobrenatural cuya intervención podría cambiar el curso de la guerra. Otra trepidante aventura de nuestro cimerio favorito.
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Seitenzahl: 68
Veröffentlichungsjahr: 2023
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ROBERT E. HOWARD
Translated by Rodolfo Martínez
Saga
Conan el cimerio - Xuthal del crepúsculo
Translated by Rodolfo Martínez
Original title: Xuthal of the Dusk
Original language: English
Copyright © 2023 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728322932
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
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El desierto reverberaba en oleadas de calor. Conan el cimerio contempló aquella ardiente desolación e inconscientemente se pasó el dorso de la mano poderosa por los labios ennegrecidos. Parecía una estatua de bronce en medio de la arena, aparentemente inmune al despiadado sol, aunque su única vestimenta eran un taparrabos de seda y un cinturón ancho con hebilla dorada del que pendían una espada y un enorme puñal. En sus extremidades musculosas se veían rastros de heridas a medio curar.
A sus pies descansaba una joven con un brazo agarrado a la rodilla del cimerio, en la cual apoyaba la rubia cabeza. La piel blanca de la muchacha contrastaba con los brazos bronceados del hombre; la corta túnica de seda, sin mangas y escotada, ceñida a la cintura, más que cubrir su esbelta figura la resaltaba.
Conan meneó la cabeza y parpadeó. El brillo del sol lo deslumbraba. Cogió una pequeña cantimplora del cinturón y la agitó; frunció el ceño ante el débil sonido chapoteante.
La joven se movió cansinamente, sin dejar de gemir.
—¡Vamos a morir aquí, Conan! ¡Tengo tanta sed!
El cimerio gruñó sin decir una palabra y contempló feroz la desolación que los rodeaba, con la mandíbula adelantada y los ojos azules ardiendo salvajes bajo la alborotada melena negra, como si el desierto fuera un enemigo de carne y hueso.
Se agachó y llevó la cantimplora a los labios de la joven.
—Bebe hasta que te lo diga, Natala —ordenó.
Ella bebió a pequeños sorbos jadeantes y él no se molestó en controlarla. Solo cuando la cantimplora quedó vacía se dio ella cuenta de que le había permitido beber todo el agua que les quedaba, la poca que había.
Los ojos se le anegaron en lágrimas.
—Ay, Conan —gimió, mientras se retorcía las manos—. ¿Por qué me dejaste beber todo? No lo sabía... ¡Ahora no queda nada para ti!
—Calla. —masculló él—. No malgastes las fuerzas llorando.
Se puso en pie y lanzó la cantimplora a lo lejos.
—¿Por qué la tiras? —susurró ella.
Él no respondió; permaneció inmóvil, los dedos cada vez más cerca de la empuñadura de la espada. No miraba a la joven: sus fieros ojos parecían sondear las misteriosas brumas moradas que se veían a lo lejos.
Dotado del amor por la vida y los deseos de vivir característicos de un bárbaro, Conan el cimerio se daba cuenta, sin embargo, de que había llegado al final del camino. Aún no había alcanzado el límite de su resistencia, pero sabía que otro día bajo aquel sol implacable en aquella desolación sin agua podría con él. En cuanto a la moza, había sufrido bastante. Mejor una estocada veloz e indolora que la agonía interminable a la que se enfrentaba. De momento su sed se había aplacado; no sería compasivo dejarla sufrir hasta que el delirio y la muerte aliviaran su estado. Desenvainó la espada lentamente.
Se detuvo de pronto y se envaró. Al sur, lejos en el desierto, algo resplandeció entre las ondulaciones de calor.
Al principio creyó que era una ilusión, uno más de los espejismos que lo habían burlado y enloquecido en aquel condenado desierto. Hizo visera con la mano sobre los deslumbrados ojos y distinguió chapiteles y minaretes, y unas murallas resplandecientes. Siguió mirando con desconfianza, convencido de que la imagen se acabaría desvaneciendo. Natala había dejado de sollozar; consiguió ponerse de rodillas y siguió la mirada del cimerio.
—¿Es una ciudad, Conan? —susurró, sin atreverse a sentir esperanza—. ¿O no es más que una sombra?
El cimerio no respondió durante un buen rato. Abrió y cerró los ojos varias veces; desvió la vista y volvió a mirar. La ciudad seguía allí donde la había visto la primera vez.
—El diablo sabrá —gruñó—. Merece la pena intentarlo, en cualquier caso.
Devolvió la espada a la vaina, se inclinó y cogió a Natala en sus poderosos brazos como si fuera un bebé. Ella opuso una débil resistencia.
—No malgastes fuerzas llevándome, Conan —rogó—. Puedo caminar.
—El suelo es más pedregoso por aquí —respondió él—. Tus sandalias no tardarían en quedar destrozadas —añadió señalando el delicado calzado verde—. Además, si vamos a ir a esa ciudad, mejor lo hacemos cuanto antes, y así iremos más rápido.
La posibilidad de seguir vivo había renovado la fuerza y la resistencia de los músculos del cimerio. Recorrió a grandes zancadas la arenosa desolación como si estuviera al principio del viaje; bárbaro por encima de todo, poseía la vitalidad y la resistencia de lo salvaje, que le garantizaban la supervivencia allí donde un hombre civilizado habría perecido.
Hasta donde sabía, él y la joven eran los únicos supervivientes del ejército del príncipe Almuric, una horda variopinta y enloquecida que a las órdenes del derrotado príncipe rebelde de Koth había devastado la tierra de Shem como una tormenta de arena y había empapado de sangre las fronteras de Estigia. Con un ejército estigio a los talones, se habían abierto paso a través del reino negro de Kush, solo para ser aniquilados al borde del desierto meridional. Conan comparaba mentalmente lo ocurrido con un enorme torrente que fuera menguando gradualmente a medida que iba al sur para, finalmente, quedar seco en las arenas del desierto desnudo. Los huesos de sus componentes (mercenarios, exiliados, desheredados, forajidos) se desparramaban desde las mesetas kothias hasta las dunas del desierto.
Durante la matanza final, cuando estigios y kushitas habían caído sobre los supervivientes acorralados, Conan se había abierto paso y huido en un camello con la joven. Tras él, la tierra hervía de enemigos, y el único camino expedito era el desierto del sur. Así que se había internado en sus amenazadoras profundidades.
La muchacha era una britunia de la que Conan se había apropiado tras encontrarla en el mercado de esclavos de una ciudad shemita que habían atacado. Nadie le había preguntado su opinión, pero su nueva situación era bastante más afortunada que la de cualquier mujer hibórea en un serrallo shemita, así que la había aceptado con agradecimiento. Así había acabado compartiendo las aventuras de la malhadada horda de Almuric.
Habían huído por el desierto durante días, perseguidos con tanto encono por jinetes estigios que cuando se vieron libres de ellos no se atrevieron a dar la vuelta. Siguieron hacia adelante en busca de agua hasta que el camello murió. Luego continuaron a pie. En los últimos días, sus penalidades habían sido intensas. Conan había protegido a Natala cuanto había podido, y la ruda vida del campamento le había dado a la joven más determinación y fuerza de la habitual en una mujer; pero incluso así, estaba cerca del colapso.
El sol caía a plomo sobre la alborotada melena de Conan. Lo asaltaban oleadas de vértigo y nauseas, pero apretaba los dientes y seguía caminando inquebrantable. Estaba convencido de que la ciudad era una realidad y no un espejismo, aunque no tenía ni idea de qué encontrarían allí. Quizá los habitantes fueran hostiles, pero al menos representaba una posibilidad de seguir luchando y eso era todo lo que siempre había pedido.