Conan el pirata - Robert E. Howard - E-Book

Conan el pirata E-Book

Robert E. Howard

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Beschreibung

Después de los hechos acontecidos en el relato Un hocico en la oscuridad, Conan, disgustado por el escaso éxito conseguido en los países negros, se encamina hacia el norte y cruza los desiertos de Estigia en dirección a las praderas de Shem. Durante su viaje, la reputación que ha logrado le vale de mucho.

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CONAN EL PIRATA

Robert E. Howard

Halcones sobre Shem

Después de los hechos acontecidos en el relato Un hocico en la oscuridad, Conan, disgustado por el escaso éxito conseguido en los países negros, se encamina hacia el norte y cruza los desiertos de Estigia en dirección a las praderas de Shem. Durante su viaje, la reputación que ha logrado le vale de mucho.

Finalmente, ingresa en el ejército del rey Sumuabi de Akkharia, una de las ciudades-estado que se encuentran en el sur de Shem.

Debido a la traición de un tal Othbal, primo de Akhirom, rey loco de Pelishtia, las fuerzas akkharias caen en una emboscada y son ani-quiladas. Sólo sobrevive Conan, que sigue el rastro del traidor hasta Asgalun, la capital de Pelishtia.

La corpulenta figura cubierta con una capa blanca se volvió rápidamente, mientras maldecía en voz baja y aferraba la empuñadura de su cimitarra. Pocos hombres osaban de-ambular por las calles de Asgalun, la capital del reino shemita de Pelishtia, al caer la noche. En la oscuridad de las sinuosas callejuelas del infame barrio portuario podía ocurrir cualquier cosa.

-¿Por qué me sigues, perro?

La voz era áspera, y pronunciaba la lengua gutural shemita con acento hirkanio.

Otra silueta de gran estatura surgió de las sombras; este hombre vestía, al igual que el otro, una capa de seda blanca, pero no llevaba casco.

-¿Has dicho «perro»? -dijo con un acento que no se parecía en absoluto al hirkanio.

-Sí, perro. Me has estado siguiendo...

Antes de que el hirkanio terminara la fra-se, el extranjero se abalanzó sobre él con la rapidez de un tigre. El hirkanio intentó sacar la espada, pero antes de que pudiera desen-vainarla un enorme puño le golpeó en la cabeza. De no ser por su poderosa constitución y por la malla que colgaba de su casco, tal vez le hubiera roto el cuello. De todos modos, salió despedido y cayó sobre el empedrado, quedando la espada fuera de su alcance.

Mientras el hirkanio sacudía la cabeza tratando de volver en sí, vio a su contrincante de pie ante él, con el sable desenvainado. El forastero dijo con voz atronadora:

-¡ Yo no estoy siguiendo a nadie y no per-mito que nadie me llame perro! ¿Entiendes, perro?

El hirkanio buscó su espada con la mirada y comprobó que el extranjero la había alejado aún más de un puntapié. Tratando de ganar tiempo hasta que pudiera recuperar su arma con un salto, dijo:

-Perdóname si te he confundido, pero me han estado siguiendo desde el anochecer.

Sentí unos pasos furtivos por la oscura callejuela y de repente apareciste tú, en un lugar muy apropiado para cometer un crimen.

-¡Ishtar te confunda! ¿Para qué iba a seguirte? Me he perdido. Jamás te había visto y espero no volver a...

Un rumor de pasos hizo volverse en redondo al desconocido, que saltó hacia atrás y giró un poco para no tener que dar la espalda al hirkanio y tampoco a los recién llegados.

Cuatro cuerpos fornidos emergieron amenazantes de las sombras. La tenue luz de las estrellas se reflejó en las hojas curvas de sus sables; también brillaron sus dientes blancos y sus ojos, que contrastaban con la oscura piel de sus rostros.

Hubo un instante de silencio lleno de tensión. Luego, uno de ellos murmuró algo con el suave acento de las tierras negras:

-¿Cuál es nuestro hombre? Aquí hay dos, vestidos casi de la misma manera, y la oscuridad los hace parecer gemelos.

-Acuchillemos a los dos -repuso el otro, que sacaba media cabeza a sus fornidos compañeros-. De ese modo no nos equivoca-remos y tampoco habrá testigos.

Después de decir esto, los cuatro negros avanzaron en absoluto silencio. El extranjero dio dos saltos hasta el lugar en el que había caído la espada del hirkanio.

-¡Toma! -gritó, al tiempo que arrojaba el arma al hirkanio, que la cogió al vuelo. Luego se enfrentó a los atacantes profiriendo una maldición.

El gigante kushita y otro negro se acercaron al extranjero, en tanto que los otros dos se enfrentaron al hirkanio. El forastero, con la misma rapidez felina que ya había demostrado, saltó hacia adelante sin esperar a que lo atacaran. Una breve finta, un sonido metálico y luego un corte fulgurante que separó la cabeza del tronco del negro más bajo. El gigante negro también atacó asestando un fuerte mandoble a su oponente, que pudo cortarle en dos por la cintura.

Pero, a pesar de su tamaño, el extranjero se movió con más rapidez aún que la espada, que silbó en el aire de la noche. Se agachó con una tremenda agilidad, de modo que la cimitarra pasó por encima de su cabeza. Y

mientras estaba en cuclillas frente a su adversario, asestó un mandoble a las piernas del negro. La hoja le dio en los músculos y en el hueso. El negro retrocedió cojeando y levantó la cimitarra para atacar de nuevo, pero el extranjero dio un salto y hundió el sable hasta la empuñadura en el pecho del gigante negro. La sangre inundó el brazo del forastero. La cimitarra cayó de la mano de su temible rival, que se desplomó muerto.

El extranjero sacó la espada del cadáver y se volvió rápidamente. Entonces vio que el hirkanio se enfrentaba a los dos negros con toda frialdad y retrocedía lentamente para mantenerlos frente a él. De repente lanzó un sablazo contra el más próximo y le atravesó el pecho y la espalda. El negro soltó la espada y cayó de hinojos con un quejido. Al caer se aferró a las rodillas de su enemigo con desesperación. El hirkanio trató de deshacerse de él con un puntapié, pero fue en vano.

Aquellos brazos negros con músculos de hierro lo mantenían inmóvil, mientras el otro negro atacaba cada vez con más furia.

Al tiempo que el kushita contenía la respiración para asestar un mandoble que el inmovilizado hirkanio no hubiera podido parar, el negro oyó unos pasos precipitados detrás suyo. Antes de que el kushita pudiera volverse, el extranjero ya lo había ensartado con tal furia que la hoja de la espada le salió por el pecho, mientras le golpeaba violentamente con la empuñadura en la espalda, a la altura de los hombros. El kushita lanzó un último estertor y cayó muerto.

El hirkanio le partió el cráneo con la em-puñadura al otro enemigo y se liberó de su férreo abrazo. Luego se volvió hacia el extranjero, que extraía su sable del cuerpo que había atravesado.

-¿Por qué viniste en mi ayuda después de haber estado a punto de romperme la cabeza? -preguntó el hirkanio. El otro se encogió de hombros y repuso:

-Éramos dos hombres asediados por unos bribones. El destino nos hizo aliados. Ahora, si quieres, podemos reanudar nuestra pelea.

Me decías que yo te estaba siguiendo.

-Comprendo mi error y te ruego que me perdones -respondió el hirkanio rápidamente-

. Ahora sé quiénes eran los que me seguían.

El hirkanio envainó su cimitarra después de limpiarla, y luego se inclinó sobre cada uno de los cadáveres. Cuando vio el cuerpo del gigante, se detuvo y dijo en voz baja:

-¡Vaya! ¡Keluka el Espadachín! ¡Muy bueno ha de ser el arquero cuya flecha está revestida de perlas!

Mientras decía esto, extrajo del dedo rígido del negro un anillo pesado y muy trabajado y lo deslizó dentro de su bolsa.

-Ayúdame a deshacerme de esta carroña, hermano, para que no nos hagan preguntas indiscretas -agregó, al tiempo que levantaba al kushita muerto por los brazos.

El extranjero cogió por la ropa manchada de sangre a un par de negros y los arrastró hasta una callejuela al lado de la cual se alzaba el derruido brocal de un pozo. Los cuerpos cayeron al agua con un ruido sordo y lúgubre. El hirkanio se volvió con una suave sonrisa.

-Los dioses nos han hecho aliados -dijo-.

Estoy en deuda contigo.

-No me debes nada -repuso el otro con to-no brusco y malhumorado.

-Las palabras no sirven de mucho. Yo soy Faruz, un arquero hirkanio a las órdenes de Mazdak. Ven conmigo a un lugar más agradable, donde podamos conversar a gusto. No estoy resentido contigo por el golpe que me diste, aunque, ¡por Tarim!, todavía me retumba la cabeza...

El forastero envainó su espada de mala gana y siguió al hirkanio. Avanzaron por callejuelas sombrías y estrechas. Asgalun era un contraste de esplendor y miseria, donde los opulentos palacios se alzaban entre ruinas manchadas de humo o edificios de otras épocas. Un enjambre de suburbios se amontona-ba en torno a las murallas de la protegida Ciudad Interior, donde vivía el rey Akhirom con su corte.

Los dos hombre llegaron a un barrio más nuevo y de aspecto más respetable, donde las ventanas enrejadas casi tocaban las celosías de los balcones de enfrente.

-Ahora todo está a oscuras -gruñó el extranjero-. Hasta hace algunos días, la ciudad estaba iluminada toda la noche, desde el ocaso hasta el alba.

-Es uno de los caprichos de Akhirom. Prohíbe que se encienda un solo candil en Asgalun por las noches. Sólo Pteor sabe lo que se le ocurrirá mañana.

Se detuvieron ante una puerta de hierro que había en una arcada de piedra, a la que el hirkanio llamó cautelosamente. Una voz le pidió la contraseña desde dentro. Después de responder, la puerta se abrió y el hirkanio avanzó en la más completa oscuridad, y su compañero le siguió. La puerta se cerró a sus espaldas. Después de descorrerse una pesada cortina de cuero, vieron un corredor tenuemente iluminado, en el que había un anciano shemita con la cara llena de cicatrices.

-Un viejo soldado metido a tabernero -dijo el hirkanio-. Khannon, llévanos a un cuarto en el que podamos hablar tranquilos.

-La mayor parte de las habitaciones están vacías -gruñó Khannon, que avanzó ojeando delante de ellos-. Soy un hombre arruinado.

Los clientes temen tocar una copa desde que el rey prohibió el vino. ¡Mala gota le dé Pteor!

El forastero observó con curiosidad las amplias habitaciones que iban dejando atrás, en las que había hombres comiendo y bebiendo. La mayor parte de los clientes de Khannon era típicos pelishtios: hombres robustos y de piel oscura, con narices aguileñas y rizadas barbas negras. De vez en cuando se veía algún hombre de tipo más delgado, co-mo los que vagan por los desiertos orientales de Shem, o algún hirkanio, o algún negro kushita del ejército mercenario de Pelishtia.

Khannon, con una inclinación de cabeza, hizo pasar a los dos hombres a un cuarto pequeño. Luego extendió un par de esteras y colocó delante de ellos una enorme fuente de frutas frescas y nueces. Después sirvió vino de un abultado pellejo y finalmente se alejó cojeando y murmurando por el pasillo.

-Pelishtia atraviesa una época muy negra, hermano -dijo el hirkanio con voz cansina, mientras saboreaba el vino de Kiros.

El hirkanio era un hombre alto y delgado, pero fornido. Sus profundos ojos negros, un poco rasgados, se movían inquietos en su rostro de tez amarillenta. Debajo de la nariz de halcón se veía un fino bigote. Llevaba una capa sencilla, pero de buena tela; su casco en punta tenía adornos de plata y en la empu-

ñadura de su cimitarra brillaban algunas piedras preciosas.

Observó al hombre que tenía delante. Era tan alto como él, pero había muchas diferencias entre ellos. El otro tenía el pecho más ancho y las extremidades más robustas; te-nía la constitución de un montañés. Debajo de su kefia blanca aparecía un ancho rostro oscuro y joven, aunque cubierto de pequeñas cicatrices de antiguas batallas. Su piel era de color más claro que la del hirkanio, pero el tono bronceado de su tez se debía más a los rayos del sol que a su raza. Un leve indicio del tormentoso fuego que vibraba en su interior asomaba por sus fríos ojos azules. El extranjero tomó un trago de vino y chasqueó los labios al degustarlo.

Faruz sonrió y volvió a llenar la copa, mientras decía:

-Peleas bien, hermano. Si los hirkanios de Mazdak no fueran tan endemoniadamente recelosos de los extranjeros, serías un excelente soldado.

El otro se limitó a lanzar un gruñido.

-Y a todo esto, ¿quién eres? -pregunto Faruz-. Yo ya te he dicho quién soy.

-Soy Ishbak, un zuagir de los desiertos orientales. El hirkanio echó hacia atrás la cabeza y lanzó una estruendosa carcajada. Esto hizo que el otro frunciera el ceño y le pregun-tara:

-¿Qué es lo que te hace tanta gracia?

-No esperarás que me crea eso, ¿verdad?

-¿Crees que miento? -dijo el forastero con un gruñido. Faruz sonrió y repuso:

-Ningún zuagir habla el pelishtio con un acento como el tuyo, puesto que la lengua zuagir no es más que un dialecto del idioma shemita. Además, cuando luchábamos contra los kushitas invocaste a dioses extraños como Crom y Manannan, cuyos nombres he oído antes en boca de bárbaros del norte. No temas; estoy en deuda contigo y sé guardar un secreto.

El extranjero se levantó a medias, aferrando la empuñadura de su espada. Faruz se limitó a beber un sorbo de vino. Después de unos momentos de tensión, el forastero se volvió a sentar y dijo con cierto aire de disgusto:

-Está bien. Soy Conan el cimmerio y he pertenecido al ejército del rey Sumuabi de Akkharia.

El hirkanio sonrió mientras llenaba su boca de uvas. Sin dejar de comer, replicó:

-Jamás podrás ser espía, amigo Conan.

Eres demasiado espontáneo y abierto, sobre todo cuando estás enojado. ¿Y qué te trae a Asgalun?

-Una pequeña venganza.

-¿Quién es tu enemigo?

-Un anakio llamado Othbaal. ¡Ojalá los perros roan sus huesos! Faruz lanzó un silbido y dijo:

-¡Por Pteor que apuntas alto, hermano!

¿Sabes que ese hombre es el general de las tropas del rey Akhirom?

-¡Por Crom! Por mí, podría dedicarse a recoger basura.

-¿Y qué te ha hecho Othbaal?

-El pueblo de Anakia se rebeló contra su rey, que es aún más necio que Akhirom. Pidieron ayuda a Akkharia. Sumuabi pensó que triunfarían y que llevarían al poder a un monarca más amistoso que el que estaba en el poder, por lo que pidió voluntarios. Fuimos quinientos hombres en ayuda de los anakios.

Pero ese maldito Othbaal jugaba para ambos bandos. Dirigió la revuelta para alentar a los enemigos del rey a actuar abiertamente y luego traicionó a los rebeldes ante las tropas reales, que hicieron una carnicería entre los sublevados.

-También sabía que veníamos nosotros y nos tendió una trampa. Puesto que no sospechábamos nada, caímos en ella. Sólo yo escapé con vida, simulando estar muerto. Los demás murieron en la lucha o les dieron muerte después con torturas que sólo es capaz de imaginar la mente más refinada.

Los ojos azules del cimmerio se entrece-rraron y en seguida agregó:

-He luchado contra muchos hombres en mi vida y jamás me he vuelto a acordar de ellos, pero en este caso, juro que haré pagar a Othbaal la muerte de algunos de mis amigos.

Cuando regresé a Akkharia me enteré de que Othbaal había huido de Anakia por temor al populacho, y que había venido aquí. ¿Cómo ha ascendido tan rápidamente a una posición tan alta?

-Es primo del rey Akhirom -dijo Faruz-.

Aunque pelisthio, Akhirom es a su vez primo del rey de Anakia y fue educado en esa corte.

Los reyes de estas pequeñas ciudades-estado shemitas están todos más o menos emparen-tados, lo que hace que sus guerras sean rencillas familiares, aunque de consecuencias no menos duras y amargas. ¿Cuánto tiempo hace que estás en Asgalun?

-Sólo unos días. Los suficientes para darme cuenta de que el rey está loco. ¡Ni siquiera permite beber vino! -dijo Conan, escupien-do con disgusto.

-Debes saber algo más. Akhirom está realmente loco y el pueblo murmura a sus espaldas. Pero él retiene el poder mediante tres divisiones de mercenarios, con cuya ayuda destronó y asesinó a su hermano, que era el rey legítimo. En primer lugar, los anakios, a los que Akhirom reclutó cuando estaba exiliado en la corte de ese país. Luego, los negros kushitas, quienes, bajo el mando de su general Imbalayo, adquieren cada vez más poder. La tercera división está compuesta por los jinetes hirkanios y yo pertenezco a ella.

Nuestro general es Mazdak y entre él, Imbalayo y Othbaal hay suficiente odio, envidia y recelos como para haber iniciado una docena de guerras. Ya te habrás dado cuenta de ello esta noche.

-Othbaal llegó aquí el año pasado, cuando sólo era un aventurero sin fortuna -continúo Faruz-. Se ha elevado a su posición en parte debido a su amistad con Akhirom, y también gracias a los buenos oficios de una esclava ofirea llamada Rufia, que Othbaal ganó en el juego a Mazdak. Esta es otra de las razones por las cuales hay tan poca simpatía entre ellos. Detrás de Akhirom también hay una mujer; se trata de Zeriti, una bruja estigia.

La gente dice que ella ha vuelto loco al rey mediante pócimas que le suministró para mantenerlo en su poder. Si eso es verdad, entonces le ha salido mal la jugada, pues ahora nadie es capaz de controlarlo; ni siquiera ella misma.

Conan dejó su copa de vino sobre la mesa y miró fijamente a Faruz.

-Bien, ¿y qué va a pasar ahora? -

preguntó-. ¿Vas a traicionarme, o decías la verdad cuando afirmabas que no lo harías?

Sin dejar de dar vueltas entre sus dedos al anillo que le había quitado a Keluka, Faruz musitó:

-Tu secreto quedará bien guardado. Y hay una buena razón para ello. Othbaal también tiene pendiente una fuerte deuda conmigo. Si consigues tu objetivo antes que yo, aceptaré la derrota, pero si no logras matarlo lo haré yo.

Conan aferró con fuerza el hombro del hirkanio y preguntó:

-¿Dices la verdad?

-¡Que los barrigudos dioses shemitas me castiguen con su infierno si miento!

-Entonces, déjame que te ayude a llevar a cabo la venganza, Faruz.

-¿Tú, un forastero que no conoce las costumbres de Asgalun?

-¡Por supuesto! Pero tiene sus ventajas no conocer a nadie, pues para muchos serás más digno de confianza. Vamos, elaboremos un plan. ¿Dónde está ese cerdo y cómo podemos llegar hasta él?

Aunque no era ningún pusilánime, Faruz se arredró ante la fuerza elemental y primitiva que brillaba en los ojos del cimmerio.

-Déjame pensar -dijo-. Hay una manera si se es rápido y osado...

Algunas horas más tarde, dos figuras encapuchadas se detenían bajo un grupo de palmeras que había entre las ruinas del sector antiguo de Asgalun. Delante de ellos fluí-

an las aguas de un canal y más allá, en la otra orilla, se alzaban las enormes murallas de ladrillo que rodeaban la Ciudad Interior.

Esta era en realidad una fortaleza gigantesca que albergaba al rey, a sus nobles de confianza y a las tropas mercenarias. El acceso de las gentes comunes estaba prohibido.

-Podríamos trepar por la muralla -musitó Conan.

-De todas formas, no estaríamos más cerca de nuestro enemigo -respondió Faruz, que buscaba a tientas en la oscuridad y que de repente exclamó-: ¡Ah, aquí está!

Conan vio que el hirkanio intentaba levantar una losa de mármol.

-Se trata de un antiguo santuario en ruinas -dijo Faruz-. Pero... ¡al fin se levanta!

Alzó la enorme losa y quedó al descubierto una escalera que descendía a la oscuridad.

Conan frunció el ceño con gesto receloso.

-Este túnel -explicó Faruz- conduce, por debajo de la muralla, hasta la casa de Othbaal, que se encuentra justamente al otro lado.

-¿Debajo del canal?

-Sí. La casa de Othbaal fue antiguamente la casa de placer y diversión del rey Uriaz, que dormía en una colchoneta de plumas que flotaba sobre una piscina llena de mercurio, cuidada por leones amaestrados. Pero, a pesar de todo, el rey cayó bajo la daga enemiga. El monarca disponía de salidas secretas desde todos los rincones de sus casas. Antes de que Othbaal se quedara con la mansión, ésta perteneció a su rival Mazdak. El anakio no conoce ese secreto, de modo que... ¡adelante!

Con las espadas desenvainadas en mano, comenzaron a bajar a tientas por unos escalones de piedra y avanzaron a lo largo de un túnel horizontal, completamente a oscuras.

Conan caminaba tocando las paredes y notó que éstas, así como el suelo y el techo, estaban formadas por enormes bloques de piedra. A medida que avanzaban, la superficie de piedra se volvía más resbaladiza y había más humedad en el aire. Algunas gotas de agua comenzaron a caer sobre el cuello de Conan, y le hicieron estremecerse y jurar en voz baja. En esos momentos estaban pasando por debajo del canal. Poco después, la humedad se fue haciendo menos perceptible.

Faruz susurró algunas palabras de advertencia y se encontraron nuevamente ante otra escalera de piedra, por la que ascendieron.

Al llegar arriba, el hirkanio tocó algo. Se abrió un panel y una luz tenue los iluminó.

Faruz se deslizó por la abertura, que se volvió a cerrar después de que pasara Conan. El panel no se diferenciaba en nada de los de-más cuarterones que había en las paredes.

Se encontraban en un corredor de techo abovedado. Faruz se cubrió el rostro con la kefia y le indicó a Conan que hiciera lo mismo.

Luego, el hirkanio avanzó por el pasillo sin la menor vacilación. El cimmerio lo siguió espada en mano, mirando a derecha e izquierda.

Apartaron una cortina de terciopelo oscuro y se encontraron ante una gran puerta de ébano con incrustaciones de oro. Un fornido negro, que vestía tan sólo un taparrabo de seda, se despertó bruscamente y empuñó una enorme cimitarra. Pero no gritó; su boca abierta dejó ver un hueco cavernoso en el que faltaba la lengua.

-¡Silencio! -dijo Faruz, al tiempo que es-quivaba el mandoble del mudo.

El negro se tambaleó a consecuencia de su golpe en falso y Conan le hizo la zancadilla. El mudo cayó de bruces al suelo y Faruz traspasó el oscuro cuerpo con su espada.

-¡Así me gusta, rápido y silencioso! -musitó Faruz con una sonrisa-. Y ahora, ¡a por la verdadera presa!

Faruz tanteó cuidadosamente la puerta mientras el gigantesco cimmerio permanecía a sus espaldas con los ojos ardientes de un tigre hambriento. La puerta se abrió hacia dentro y ambos pasaron al interior de la habitación. El hirkanio cerró la puerta detrás de sí y apoyó la espalda contra la oscura madera.

Un hombre saltó del diván en el que se encontraba acostado, al tiempo que lanzaba una maldición. A su lado, una mujer se incorporó a medias sobre los cojines y gritó asustada.

Faruz se echó a reír, y dijo:

-¡Ya estamos en el cubil de la serpiente, hermano!

Conan pudo observar la escena durante una fracción de segundo.

Othbaal era un hombre alto y robusto; llevaba el espeso cabello negro recogido en una coleta sobre la nuca y su oscura barba estaba untada de aceite, rizada y recortada cuidadosamente. A pesar de lo avanzado de la hora, todavía estaba completamente vestido con un faldín de seda y un chaleco de terciopelo, bajo el cual relucía el acero de los eslabones de la cota de malla. El hombre echó mano a una espada envainada que se encontraba en el suelo, al lado del diván.

En cuanto a la mujer, no era de una belleza clásica, pero poseía un atractivo especial: tenía el pelo rojizo; cara ancha, levemente pecosa, y unos ojos castaños que centelleaban con un brillo inteligente. Sus hombros eran más anchos que los de la mayoría de las mujeres; tenía senos exuberantes y caderas llenas. Daba la impresión de una gran fortaleza física.

-¡Ayuda! -gritó Othbaal, preparándose pa-ra la acometida del cimmerio-. ¡Me atacan!

Faruz había seguido a Conan, pero de repente saltó hacia atrás volviendo junto a la puerta por la que habían entrado. El cimmerio alcanzó a oír cierto alboroto en el corredor, y luego escuchó el ruido de algún objeto pesado contra la madera. Las dos espadas chocaron en el aire, lanzando chispas y centelleando a la luz del candil.

Ambos hombres atacaron con furia y con las mismas intenciones asesinas. Pelearon en silencio durante unos instantes. A medida que daban vueltas, Conan vio, por encima del hombro de Othbaal, que Faruz había apoyado su hombro contra la puerta. Del otro lado seguían golpeando con fuerza y poco después crujió el cerrojo. La mujer había desaparecido.

-¿Puedes arreglártelas? -preguntó Faruz-.

Si me aparto de esta puerta, los esclavos invadirán la habitación.

-Hasta ahora voy bien -respondió Conan con un gruñido, al tiempo que paraba un golpe feroz.

-Date prisa, pues no voy a poder aguantar aquí mucho tiempo.

Conan atacó con renovado brío, y ahora era el anakio quien tenía que concentrarse para parar la espada del cimmerio, cuya hoja golpeaba como un martillo sobre el yunque de un herrero. La fuerza y la ira del bárbaro comenzaron a hacerse sentir. Othbaal palideció bajo su piel morena. A medida que iba perdiendo terreno, aumentaban sus jadeos.

La sangre chorreaba de las heridas que tenía en los brazos, muslos y cuello. También el cimmerio sangraba, pero ello no parecía reducir en los más mínimo la furia de su ataque.

Othbaal estaba cerca de una pared cubierta por un tapiz. Entonces, se hizo bruscamente a un lado en el momento en que Conan lanzaba una estocada. La espada del cimmerio atravesó el tapiz y golpeó en la dura piedra. En ese mismo instante, Othbaal asestó un mandoble a la cabeza de su enemigo con las pocas fuerzas que le quedaban.

Pero la espada de Conan, que era de acero estigio, en lugar de partirse como hubiera ocurrido con un sable de peor calidad, se arqueó y se volvió a enderezar. La cimitarra golpeó el casco de Conan y se deslizó hacia atrás, hiriendo al cimmerio en el cuero cabelludo. Antes de que Othbaal pudiera recobrar el equilibrio, la pesada hoja de Conan destrozó su cota de malla y le atravesó la carne para ir a chocar contra el hueso de la columna vertebral.

El anakio trastabilló y se desplomó, al tiempo que lanzaba un grito ahogado y sus entrañas se desparramaban por el suelo. Sus dedos arañaron la pesada alfombra y luego quedaron rígidos.

Conan, cegado por la sangre y el sudor, seguía hundiendo su espada frenéticamente en el cuerpo caído a sus pies, demasiado borracho por la furia para darse cuenta de que su rival estaba muerto, hasta que Faruz le gritó:

-¡Basta, Conan! Han dejado de golpear pa-ra ir en busca de un madero más grueso.

Mientras tanto, podremos escapar.

-¿Cómo? -preguntó el cimmerio mientras se limpiaba la sangre de los ojos, todavía aturdido a causa del golpe que le había abollado el casco. Se deshizo del yelmo cubierto de sangre y, al dejar al aire su negra cabellera, un torrente de sangre le cubrió el rostro, cegándolo de nuevo. Se inclinó, rasgó un trozo del faldín de Othbaal y se vendó la cabeza.

-¡Mira esa puerta! -dijo Faruz, señalando con el dedo-. ¡Ruña huyó por ahí, la muy cer-da! Si estás en condiciones, saldremos corriendo.

Conan vio una pequeña puerta situada a un lado del diván. Estaba disimulada por unas telas, pero Ruña los había desordenado al escapar, dejando, además, la puerta abierta.

El hirkanio extrajo de una bolsita el anillo que le había quitado al espadachín negro llamado Keluka. Lo tiró al lado del cadáver del Othbaal y se dirigió hacia la portezuela. Conan lo siguió, aunque tuvo que agacharse y volverse un poco de lado para poder pasar.

Se encontraron en otro pasillo. Faruz condujo al cimmerio a través de un laberinto de corredores y pasadizos, hasta que Conan sintió que estaba completamente perdido. Habí-

an dejado muy atrás al grupo principal de sirvientes de la casa, reunidos en el pasillo que se encontraba al lado de la habitación en la que yacía muerto Othbaal. Finalmente llegaron ante el panel secreto, lo traspusieron y, tanteando en la oscuridad, salieron a la silenciosa arboleda.

Conan se detuvo para recuperar el aliento y arreglarse un poco el improvisado vendaje.

-¿Cómo está tu herida, hermano? -le preguntó Faruz.

-Es sólo un arañazo. Dime, ¿por qué arro-jaste aquel anillo junto a Othbaal?

-Para confundir a los vengadores de su amo. ¡Por Tarim, tantas molestias y al final esa ramera se nos ha escapado!

Conan esbozó una sonrisa forzada... Era evidente que Ruña no consideraba a Faruz como un salvador. La imagen fugaz de la mujer le había quedado grabada en la mente.

«Una mujer así -pensó- es lo que yo necesi-taría.»

Dentro de las macizas murallas de la Ciudad Interior se estaba produciendo un hecho increíble. Bajo las sombras que proyectaban los balcones, avanzaba una figura cubierta con un velo y encapuchada. Por primera vez en tres años, una mujer recorría las calles de Asgalun.

La mujer, consciente del peligro en que se hallaba, tembló de miedo. Las piedras le hacían daño en los pies, cubiertos tan sólo por unas babuchas de terciopelo hechas jirones. Y es que desde hacía tres años se había prohibido a los zapateros de Asgalun que fa-bricasen zapatos de calle para las mujeres. El rey Akhirom había decretado que las mujeres de Pelishtia debían ser encerradas en sus casas, como reptiles en sus jaulas.

Rufia, la pelirroja ofirea favorita de Othbaal, había alcanzado más poder que cualquier otra mujer en Pelishtia, a excepción de la hechicera Zeriti, amante del rey. Y ahora, mientras avanzaba en la oscuridad, el pensamiento que obsesionaba a Rufia y la quemaba como un hierro ardiente era la certidumbre de que todos sus planes se habían venido abajo en un segundo por culpa de la espada de uno de los muchos enemigos de Othbaal.

Ruña procedía de una raza de mujeres acostumbradas a hacer tambalear los reinos gracias a su belleza e inteligencia. Apenas recordaba su país natal, Ofir, de donde había sido raptada por unos mercaderes de esclavos de Koth. El magnate de Argos que la compró y la educó como servidora de confianza había caído en una batalla contra los shemitas. Así pues, cuando aún era una frágil muchacha de catorce años, Rufia pasó a manos de un príncipe estigio, un joven lánguido y afeminado a quien ella llegó a manejar a su gusto. Luego, al cabo de algunos años, un grupo de bandoleros errantes procedentes de las míticas tierras situadas más allá del mar de Vilayet cayeron sobre la casa de placer situada en la zona norte del río Styx y mataron, incendiaron y saquearon todo lo que encontraron. La joven pelirroja, aterrorizada, fue a parar a manos de un gigantesco jefe hirkanio.

Debido a que entre los de su raza las mujeres mandaban sobre los hombres, Rufia no murió ni se convirtió en un juguete. Cuando Mazdak alistó a su banda bajo las órdenes de Akhirom de Anakia como parte del plan de ese rey para arrebatar Pelishtia de las manos de su odiado hermano, Rufia acompañó a los soldados.

A ella no le gustaba Mazdak. El cínico aventurero era frío y autoritario en sus relaciones con las mujeres, tenía un gran harén y jamás se dejaba influir en lo más mínimo.

Como Rufia no soportaba que la dominasen, no se mostró disgustada cuando Mazdak se la jugó a Othbaal y éste la ganó.

El anakio era más de su gusto. A pesar de cierta propensión a la crueldad y a la traición, Othbaal era un hombre fuerte, inteligente y lleno de vitalidad. Y lo mejor de todo es que se dejaba manejar. Sólo necesitaba un acica-te para sus ambiciones dormidas y Rufia se encargó de brindárselo. Ella lo empujó hacia arriba por los brillantes peldaños de la escalera del poder... Pero ahora lo acababan de matar dos asesinos enmascarados que parecían haber salido de la nada.

Enfrascada en sus amargos pensamientos, alzó la vista y se estremeció al ver la alta figura encapuchada que había salido de las sombras de un balcón y le cerraba el paso.

Los ojos del hombre parecían arder a la luz de la luna. Rufia retrocedió al tiempo que lanzaba un grito ahogado.

-¡Una mujer en las calles de Asgalun! -dijo el desconocido, con voz profunda y fantasmagórica-. ¿No va eso contra las órdenes del rey?

-No voy por las calles por simple gusto, señor -respondió ella-. Han matado a mi amo y huyo de sus asesinos.

El desconocido inclinó la cabeza y permaneció inmóvil como una estatua. Rufia lo miró nerviosa. En aquel hombre había algo sombrío y extraordinario a la vez. Más que un hombre reflexionando acerca del relato de una esclava que acababa de encontrar por casualidad, parecía un sombrío profeta sope-sando el destino de un pueblo pecador. Por último, el hombre levantó la cabeza y dijo:

-Ven, encontraré un lugar para ti.

Sin detenerse a mirar si ella le obedecía, el hombre avanzó calle arriba. Rufia lo siguió.

Se dijo que no podía vagar por las calles toda la noche; si la encontraba un oficial del rey Akhirom, podrían decapitarla en el acto por violar las órdenes del soberano. Tal vez aquel extraño la estuviera conduciendo hacia una esclavitud más terrible, pero Rufia comprendió que no tenía otra alternativa.

En varias ocasiones trató de hablar, pero el completo silencio del hombre la hizo permanecer callada. La actitud distante y reservada del desconocido le daba miedo. En determinado momento, Rufia se estremeció de espanto al ver unas siluetas que los seguían furtivamente.

-¡Nos siguen unos hombres! -exclamó Rufia.

-No les hagas caso -respondió el desconocido con su extraña voz.

No volvieron a intercambiar más palabras hasta que llegaron a un pequeño portal que había en una elevada muralla. El hombre se detuvo y dio una voz, a la que respondieron desde el interior. Se abrió el portal y apareció un negro con una antorcha en la mano. Ante su luz, la altura del hombre embozado que había acompañado parecía más colosal aún.

-Pero... ¡Si éste es el Gran Palacio del rey!

-dijo Rufia tartamudeando.

Por toda respuesta, el desconocido se quitó la capucha, dejando ver su pálido rostro ovalado en el que brillaban unos ojos con extraña luminosidad.

Rufia lanzó un grito y cayó de rodillas.

-¡El rey Akhirom! -exclamó.

-Sí, soy el rey Akhirom, ¡oh pecadora, mujer de poca fe! La voz profunda, que resonó como una campana, agregó en seguida:

-¡Vana y necia mujer que desobedece las órdenes del Gran Rey, el Rey de Reyes, el Rey del Mundo, órdenes que son palabra de los dioses! ¡Tú, que siembras el pecado por las calles y olvidas los mandatos del Buen Rey! ¡Vosotros, criados, cogedla!

Las sombras que los seguían se aproximaron y Rufia vio un pelotón de soldados negros, extrañamente silenciosos. Cuando los dedos de los negros aferraron su brazo, Rufia se desmayó.

La mujer de Ofir recobró el conocimiento en una habitación sin ventanas, cuyas puertas estaban aseguradas con cerrojos de oro.

Rufia vio con desesperación que su captor estaba de pie ante ella, acariciándose la barba gris, mientras sus terribles ojos parecían quemarle el alma.

-¡Oh, León de Shem! -dijo ella jadeando-.

¡Piedad!

Mientras hablaba, la muchacha se daba cuenta de la inutilidad de su súplica. Estaba de rodillas ante el personaje cuyo nombre era una maldición en boca de los pelishtios; de aquel que se decía guiado por los dioses, que había ordenado matar a todos los perros de la ciudad y había mandado que arrancasen todas las vides, que hizo arrojar al río las uvas y la miel. El mismo que prohibiera el vino, la cerveza y los juegos de azar; el que creía que desobedecer cualquier orden suya era el peor pecado que pudiese cometer un ser humano. Aquel rey loco recorría las calles por las noches disfrazado para comprobar si se cumplían sus órdenes. Rufia sintió un escalofrío al notar en sus ojos los de él, que no parpadeaban.

-¡Sacrílega! -musitó el rey-. ¡Hija del demonio! ¡Oh Pteor! -gritó, al tiempo que levantaba los brazos-. ¿Qué castigo se puede apli-car a esta endemoniada? ¿Qué horrible tortura, qué degradación y vileza serían suficientes para hacer justicia? ¡Qué los dioses me inspiren y me ayuden a tomar una decisión sabia!

Rufia, señalando el rostro de Akhirom, dijo en voz alta:

-¿Por qué invocas a los dioses? ¡Invoca a Akhirom! ¡Tú eres un dios!

El hombre se quedó inmóvil, vaciló un momento y luego profirió un grito incompren-sible. Después irguió su cuerpo y miró a la mujer. Rufia tenía el rostro blanco y los ojos muy abiertos. Si bien era una excelsa simula-dora, había comprendido en qué situación aterradora se encontraba.

-¿Qué has dicho, mujer? -preguntó el rey.

-¡Un dios se ha revelado ante mí! ¡En tu rostro, que brilla como el sol! ¡Yo ardo, mue-ro ante el resplandor de tu gloria!

Rufia hundió la cara entre las manos y se puso en cuclillas, temblando. Akhirom se pa-só una mano vacilante por los ojos y la frente.

-¡Sí! -dijo en voz baja-. ¡Soy un dios! Ya lo presentía; lo había soñado. Sólo yo poseo la sabiduría del infinito. Y ahora un mortal lo ha advertido también. Por fin veo la verdad. ¡Ya no seré un mero portavoz y servidor de los dioses, sino que yo mismo seré el Dios de Dioses! ¡Akhirom es el dios de Pelishtia y de toda la tierra! ¡El falso dios demoníaco Pteor será derribado de sus altares y sus estatuas serán destruidas...!

Inclinándose hacia adelante, ordenó con voz imperiosa:

-¡Levántate, mujer, y contempla a tu dios!

Así lo hizo ella, y no pudo menos que sentir temor ante aquella impresionante mirada algo nublada de los ojos de Akhirom, que parecía ver a la mujer por primera vez.

-Tus pecados te son perdonados -dijo el rey Akhirom solemnemente-. Y puesto que has sido la primera en adorarme, de ahora en adelante me servirás entre glorias y esplendores.

Rufia se prosternó y besó la alfombra ante los pies del rey. Éste dio unas palmadas e inmediatamente entró un eunuco, que se inclinó con gran respeto.

-Ve rápidamente a casa de Abdashtarth, el gran sacerdote de Pteor -ordenó Akhirom, mirando por encima de la cabeza del esclavo-

, y dile esto: He aquí las palabras de Akhirom, dios verdadero de los pelishtios, que pronto será el dios de todos los pueblos del orbe. Mañana será el principio de los principios. Todos los ídolos del falso dios serán destruidos y en su lugar se erigirán imágenes del dios verdadero. Se proclamará la religión única y verdadera, y serán sacrificados cien niños de las familias más nobles de Pelishtia para celebrarlo...

Mattenbaal, sacerdote ayudante de Abdashtarth, se encontraba delante del templo de Pteor. El venerable Abdashtarth estaba quieto, con las manos atadas, mientras dos fornidos soldados anakios lo tenían sujeto por los brazos. Su larga barba blanca se movía mientras oraba. Detrás de él, otros soldados avivaban el fuego encendido al pie de una enorme imagen de Pteor con cabeza de toro y unos órganos sexuales masculinos obscena-mente exagerados. Al fondo se alzaba el granziggurat de Asgalun, construcción de siete pisos desde la cual los sacerdotes leían la voluntad de los dioses en las estrellas.

Cuando las paredes del ídolo relucieron con el fuego que había en su interior, Mattenbaal dio un paso adelante y, tras desple-gar un papiro, leyó lo siguiente:

-¡Puesto que nuestro divino rey, Akhirom, descendiente de la simiente de YakinYa, fue hijo de los dioses cuando éstos bajaron a la tierra, es un dios entre todos nosotros! ¡Y

ahora yo os ordeno, fieles pelishtios, que reconozcáis y veneréis y adoréis al más grande de todos los dioses, al Dios de Dioses, Creador del Universo, a la Encarnación de la Divina Sabiduría, al rey de reyes que es Akhirom, hijo de Azumelek, rey de Pelishtia! ¡Y puesto que el malvado y perverso Abdashtarth, de corazón duro, ha rechazado esta revelación y se ha negado a venerar al verdadero dios, arrojémoslo al ruego del falso dios que es Pteor!

Un soldado abrió la pequeña puerta bronceada que había en el vientre de la estatua, y en ese momento Abdashtarth gritó:

-¡Miente! ¡El rey no es un dios, sino un mortal lunático! ¡Matad a los sacrílegos, si no queréis que el auténtico dios de los pelishtios, el poderoso Pteor, vuelva la espalda a su pueblo...!

En ese preciso instante, cuatro soldados anakios cogieron al sacerdote Abdashtarth y lo arrojaron con los pies hacia adelante por la abertura, como si fuese un leño. Sus alaridos dejaron de oírse cuando se cerró la puerta con estrépito metálico. A través de aquella misma abertura los soldados habían arrojado en el pasado a cientos de niños pelishtios, en situaciones críticas, por orden del mismo Abdashtarth. Un humo acre salió por las orejas de la estatua, mientras el semblante de Mattenbaal reflejaba una sonrisa de satisfacción.

Un estremecimiento recorrió a los presentes. En ese momento, el silencio fue roto por el grito frenético de un pastor semidesnudo y con el pelo revuelto.

-¡Blasfemo! -chilló, al tiempo que arrojaba una piedra.

La piedra golpeó al nuevo sumo sacerdote en la boca y le rompió algunos dientes. Mattenbaal se tambaleó y su barba se cubrió de sangre. La multitud rugió y avanzó lentamente. Impuestos abusivos, hambre, tiranía, ra-piña y masacres... Todo lo habían soportado los pelishtios, pero aquella injerencia en su religión era la gota que desbordaba el vaso.

Los apacibles mercaderes se convirtieron en locos furiosos y los humildes mendigos se transformaron en demonios de mirada extra-viada.

Las piedras caían como el granizo y el rugido de la multitud se volvió más ensordecedor aún. Manos como garras se aferraban a las ropas del aterrado Mattenbaal, pero los soldados anakios lo rodearon, rechazaron a la turbamulta con sus lanzas y sacaron de allí al sacerdote.

Entre el sonido metálico de las armas, apareció un grupo de jinetes kushitas, resplandecientes con sus tocados adornados con plumas de avestruz, cabelleras de león y corazas de escamas de plata; venían al galope sobre sus corceles por una de las calles que conducían a la gran plaza de Pteor. Sus dientes blancos resaltaban en sus rostros oscuros. Las piedras lanzadas por la muchedumbre rebotaban contra sus escudos de piel de rinoceronte. Arremetieron con sus caballos contra la gente propinando sablazos y atravesando los cuerpos de los asgalunim con sus lanzas. Muchos hombres cayeron bajo los cascos de los caballos. Los revoltosos termi-naron por ceder y huyeron aterrados hacia las callejuelas vecinas, dejando la plaza llena de cuerpos que se retorcían en el suelo.

Los jinetes negros saltaron de sus caballos y comenzaron a forzar las puertas de tiendas y moradas, de donde salían cargados de bo-tín. Del interior de las casas llegaban los gritos de espanto de las mujeres. Se rompió la celosía de una ventana y una figura vestida de blanco cayó en medio de la calle con ruido de huesos rotos. Uno de los jinetes, sin dejar de reír, traspasó el cuerpo con su lanza.

El gigante Imbalayo, ataviado de seda roja y coraza de acero, gritaba a sus hombres y los golpeaba con un bastón de puño de plomo para imponer orden. Los negros montaron al fin en sus caballos, dando muestras de disgusto, y se alejaron en fila tras él. Bajaron calle abajo a galope corto con cabezas humanas ensartadas en sus lanzas, como advertencia para los enloquecidos asgalunim, que los miraban desfilar con expresión de intenso odio.

Al jadeante eunuco que llevó al rey Akhirom la noticia del levantamiento, sucedió en seguida otro, [...]