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Confesiones de una princesa Hollyn Saldani, heredera al trono de Morenci, quería escapar de las obligaciones de su cargo durante unas semanas y recuperar lo que una vez había tenido: libertad y a su primer amor. De modo que volvió a la isla Corazón, donde había pasado los veranos cuando era una niña y donde podía ser ella misma. El tiempo no había cambiado la isla pero sí al chico al que conoció allí. Nate Matthews era ahora un hombre adulto que dirigía su propio resort en la playa… y que estaba decidido a demostrarle lo extraordinaria que podía ser una vida normal. Falso amor El exitoso magnate y playboy Thomas Waverly no era un hombre fácil de manejar. Pero ¿qué podía hacer cuando su "frágil" abuela lo miraba con ojos melancólicos y le pedía que se casara "antes de que muera"? El chantaje emocional era el más efectivo. Thomas tenía que encontrar una falsa prometida… ¡y rápido! Elizabeth Morris estaba buscando la forma de salvar su organización benéfica, así que aceptó cuando le ofrecieron una generosa suma a cambio de fingir un compromiso. Pero cuando el novio era tan atractivo, la línea entre fingir y enamorarse de verdad era muy fina…
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Seitenzahl: 348
Veröffentlichungsjahr: 2019
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 488 - octubre 2019
© 2011 Jackie Braun Fridline
Confesiones de una princesa
Título original: Confessions of a Girl-Next-Door
© 2012 Jackie Braun Fridline
Falso amor
Título original: The Pretend Proposal
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiale s, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1328-733-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Confesiones de una princesa
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Falso amor
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
HOLLYN Elise Phillipa Saldani siempre hacía lo que se esperaba de ella. Siendo la primera en la línea de sucesión al trono del pequeño reino europeo de Morenci, había sabido desde niña cuáles eran sus obligaciones y las había seguido al pie de la letra. Y por eso su chófer la miró como si estuviera hablando en un idioma extranjero cuando le dijo:
–Llévame al aeropuerto, por favor.
–¿Al aeropuerto, Alteza? –repitió Henry.
Hollyn se arrellanó en el lujoso asiento de la limusina, alisándose la falda. Aunque su corazón latía acelerado, respondió con su característica serenidad:
–Sí, al aeropuerto.
El chófer enarcó una espesa ceja.
–¿Vamos a buscar a algún pasajero antes de ir al concurso anual de jardines? La reina no me había dicho nada.
No, por supuesto. Su madre no lo había mencionado porque Olivia Saldani no sabía nada sobre el cambio de planes.
–No vamos a buscar a un pasajero –Hollyn se pasó la lengua por los labios.
No habría vuelta atrás cuando pronunciase las palabras. Una vez que emitiera el edicto, se cumpliría su voluntad.
–Vas a dejarme allí.
Henry se aclaró la garganta.
–Perdone, Alteza, debo haberla oído mal.
–No, me has oído perfectamente –a pesar de los nervios, Hollyn sonrió–. Tienes tan buen oído ahora como cuando me pillaste intentando conducir el Bentley con mi prima Amelia, a los dieciséis años.
–Sus risas las delataron, Alteza.
Ella suspiró.
–Llámame Hollyn.
Pero no había sido Hollyn en muchos años. Ni para Henry, ni para la gente que trabajaba en el palacio ni para los ciudadanos del pequeño país sobre el que reinaría algún día. Para ellos, era la princesa Hollyn, hija del rey Franco y la reina Olivia, la primera en la línea de sucesión al trono y, según los rumores, prometida con el hijo de uno de los empresarios más ricos del país.
El sentido del deber. Hollyn lo entendía y lo aceptaba, pero eso no significaba que le gustase. O que no deseara a veces ser una persona normal, con una vida normal.
Holly.
El apelativo cariñoso con el que la llamaban cuando era niña al otro lado del Atlántico. Hollyn se permitió a sí misma el lujo de recordar al chico que la llamaba así. En su recuerdo, era un chico de ojos castaños, siempre alegres, y una sonrisa que hacía asomar dos hoyitos en sus mejillas.
A los quince años, Nathaniel Matthews había sido un chico sorprendentemente seguro de sí mismo y decidido a marcharse de la isla Corazón, llamada así porque tenía la forma de ese órgano, en cuanto tuviese oportunidad. Aunque a ella, la pequeña isla entre Canadá y Estados Unidos cruzada por el lago Huron, un lago de agua salada, le parecía un paraíso.
Hollyn había pasado cinco veranos en la isla, viviendo en el anonimato y adorando cada minuto de aquella vida de libertad. Ni recepciones ni galas a las que acudir. Nada de serias cenas de Estado o aburridas fiestas donde todos los ojos estaban clavados en ella.
–El aeropuerto –repitió–. Hay un avión esperándome.
No era el avión de la familia real sino un jet privado que había alquilado para aquel viaje.
Por el retrovisor, Hollyn vio que Henry fruncía el ceño y su perpleja expresión le pareció enternecedora y nostálgica. Recordaba ese mismo gesto de preocupación de los días en los que le enseñaba a conducir por la carretera que rodeaba el palacio. Después, Henry y ella reían como locos de sus aventuras; aventuras que habían incluido un encuentro con un tronco infestado de avispas, por ejemplo. Pero era más que dudoso que aquel día terminase con la misma alegría.
–Me marcho, Henry.
–Su madre no me ha dicho nada.
Hollyn volvió a estirarse la falda. Estaba deseando quitársela y ponerse algo menos formal.
–Ella no lo sabe.
De nuevo, Henry frunció el ceño.
–Pero Alteza…
Hollyn cerró los ojos un momento, sintiéndose tragada por una vida que muchas jóvenes consideraban un sueño. Pero para ella, al menos últimamente, era una pesadilla.
–Llámame Hollyn. Por favor, Henry, llámame Hollyn.
El chófer, que se había detenido en un semáforo, se volvió para mirarla.
–Hollyn.
A pesar de sus esfuerzos por mantenerse firme, los ojos de la princesa se llenaron de lágrimas.
–Necesito unas vacaciones, Henry. Solo unos días, una semana como máximo, para estar sola. Mi vida ha sido decidida por mí desde que nací y ahora, con las presiones para que acepte la proposición de Phillip… por favor.
Tal vez fueron sus lágrimas lo que hizo que Henry asintiese con la cabeza. Después de todo, era famoso por su estoicismo.
–Al aeropuerto entonces.
–Gracias.
–¿Pero qué voy a decirle a Su Majestad?
Hollyn respiró profundamente mientras intentaba reunir valor para desafiar a su madre. Nadie retaba a Olivia Saldani sin esperar una venganza.
–Le dirás que yo te he ordenado que me llevases al aeropuerto y le darás una carta en la que explico mi decisión y mi paradero. También le doy instrucciones para que no te culpe a ti por nada.
Henry asintió con la cabeza.
–Lo haría de todas formas, ya lo sabes.
Sí, era cierto, lo sabía.
Sus ojos se encontraron en el espejo retrovisor.
–Gracias, Henry. Sé que es una imposición.
El hombre se encogió de hombros, echándose la gorra hacia atrás.
–Nunca has sido una imposición para mí, Hollyn.
Eso la emocionó, pero no había tiempo para sentimentalismos. Habían llegado al aeropuerto y Henry condujo la limusina hacia una entrada privada, reservada para la familia real y personas de gran importancia, donde nadie podría verlos. Aunque algún fotógrafo había logrado saltar la barrera de seguridad en más de una ocasión.
Hollyn contuvo el aliento, pensando: «hoy no, por favor, hoy no» mientras Henry sacaba el equipaje que había guardado en el capó sin que el chófer se diera cuenta: tres maletas de diseño cuyo contenido apenas podía recordar porque las había hecho a toda prisa.
Pero no iba a necesitar mucho donde iba. Ni vestidos de fiesta ni ostentosas joyas o tiaras. Incluso los zapatos eran opcionales.
–Espero que encuentres lo que buscas –se despidió Henry, dándole un abrazo de padre, aunque el suyo no era dado a muestras de afecto, ni en público ni en privado.
–En este momento lo que necesito es un poco de tranquilidad.
–Entonces, eso es lo que te deseo. ¿Me escribirás?
Hollyn esbozó una sonrisa.
–No estaré fuera tanto tiempo. Una semana como máximo.
Henry permaneció serio.
–Llámame si necesitas algo.
–Claro que sí.
Una hora después, mientras se acomodaba en uno de los sillones del lujoso jet, pensó en esa conversación.
Un poco de tranquilidad.
En su caso, era como pedir la luna. Pero con la mayoría de los paparazzi ocupados cubriendo el concurso anual de jardines, tal vez podría marcharse sin ser vista. Se preocuparía de lo demás una vez que llegase a su destino.
Nate estaba sentado en el embarcadero de su casa, terminando una hamburguesa que había comprado en el pub local y disfrutando de una cerveza bien fría cuando vio una avioneta Cessna planeando sobre el lago Huron.
Menuda tarde para aterrizar allí, con ese viento.
Incluso en las relativamente protegidas aguas del lago, las olas golpeaban la playa con fuerza. Los meteorólogos habían avisado de que habría tormenta antes de medianoche y los habitantes de la isla, especialmente los que vivían cerca de la playa, estaban preparados. Tormentas como aquella no eran inusuales en verano y la gente con sentido común estaba ya en sus casas, sus avionetas y barcos sujetos con gruesas maromas en los cobertizos o en los muelles.
¿Cómo se le ocurría a Hank Whitey volar cuando había aviso de tormenta?
Hank era un aventurero. La semana anterior, por ejemplo, se había tirado un farol durante su partida de póquer semanal llevando una mano paupérrima. Pero, en general, no se arriesgaba con la avioneta porque era su medio de vida.
Nate entró en su casa, dejó la cerveza sobre la encimera de la cocina y volvió a salir. Además de sentir curiosidad, estaba seguro de que Hank iba a necesitar que alguien le echase una mano.
Cuando llegó a la playa, la avioneta había pasado sobre el resort de su propiedad para amerizar frente a su casa. En un día soleado, podría haber amerizado allí sin el menor problema, pero aquel día sería imposible. Las olas moverían la avioneta como si no pesara más que un barco de papel.
Hank era un piloto experimentado, aunque a veces su buen juicio en otros asuntos fuera cuestionable. Pero con el viento empujando la avioneta hacia las rocas del faro, hacía falta mucha experiencia y habilidad para guiar la Cessna hacia la playa.
Nate esperó hasta que apagó el motor y las hélices dejaron de dar vueltas antes de quitarse los zapatos para lanzarse al agua. Las olas hacían que fuera difícil mantener el equilibrio y su pantalón corto se mojó en un segundo. La puerta de la avioneta se abrió y Hank lanzó un grito de júbilo, totalmente apropiado en esas circunstancias.
–¡Has tenido mucha suerte de llegar vivo! –gritó Nate.
–¡No sabes cuánto me alegro de verte!
–Yo también me alegro, Hank. ¿Se puede saber cómo se te ha ocurrido volar hoy?
La puerta del pasajero se abrió entonces y una mujer, bellísima y asombrosamente tranquila en aquellas circunstancias, le sonrió
–Me temo que la culpa es mía. Estaba deseando llegar y le ofrecí al señor Whitey el triple de su tarifa habitual.
Su acento hizo que Nate frunciera el ceño. Él conocía esa voz… y conocía esa cara. A pesar de los años que habían pasado, lo supo inmediatamente. El rostro ovalado, la nariz delicada, un par de labios perfectos y unos ojos tan azules como las aguas del lago Huron…
Holly.
Se le encogió el estómago mientras volvía atrás en el tiempo, cuando era un adolescente feliz, sin preocupaciones, viviendo su primer amor… antes de que le arrancaran brutalmente el corazón.
–¿Holly?
–Ha pasado mucho tiempo, ¿verdad?
Cuanto tuvo el descaro de sonreír, Nate apretó los dientes. Después de tantos años seguía sintiéndose traicionado.
–¿Por qué has venido? –le espetó.
La sonrisa de Holly desapareció.
–Necesitaba unas vacaciones.
Nate podía leer entre líneas. Quería normalidad, anonimato.
Eso era lo que su abuela estadounidense había buscado al insistir en que Holly pasara los veranos en la isla cuando era niña. Desde los diez a los quince años, Holly y su abuela habían llegado allí la segunda semana de junio y se habían quedado hasta la segunda semana de agosto, en el bungalow más grande y más privado de la isla, propiedad de sus padres.
Se habían hecho amigos cuando ella tenía diez años y él doce. Pero cuando Holly tenía quince y él diecisiete, quién podía llegar antes nadando a la balsa de madera en el centro del lago no era lo que más los interesaba.
–¿Unas vacaciones? –repitió Nate–. ¿Y para eso has estado a punto de matar a Hank? Bueno, claro, tus deseos son órdenes.
–Yo podría haber dicho que no –le recordó Hank, sin duda perplejo por el enfado de su amigo.
Nate también estaba un poco perplejo. Esa furia, esas emociones, pertenecían al pasado y, sin embargo, no pudo evitar añadir:
–Nadie le dice que no a una princesa, Hank.
El otro hombre pareció desconcertado y Holly lo miró, desesperada.
–Soy una mujer normal, Nate.
El viento seguía soplando con fuerza y las olas empezaban a ser amenazadoramente altas. Y Nate decidió no replicar, aunque sabía que nada en ella era normal. Él sabía que no lo era incluso antes de conocer su verdadera identidad.
–Échame los brazos al cuello –le dijo.
–¿Perdona?
Perversamente, Nate disfrutó al ver que lo miraba con los ojos como platos. «¿Nerviosa, Alteza?», hubiese querido preguntar. Le gustaría saber que estaba tan alterada por su encuentro como él.
–Yo te llevaré en brazos hasta la playa. Imagino que esos bonitos zapatos tuyos no deberían mojarse.
Los zapatos eran unas bailarinas rojas con un lazo y Nate podía imaginar lo que costaban. En su mundo serían algo normal, como el traje de lino blanco. En el suyo, aquel era un atuendo de domingo. Si esa era la ropa que había llevado para mezclarse con la gente de la isla, iba a llamar tanto la atención como si llevara una bandera roja.
–Muy bien, de acuerdo –Holly levantó la barbilla.
Nate recordaba aquel gesto desafiante de su infancia; lo hacía cada vez que él la retaba a hacer algo.
–Date prisa. Tengo que ayudar a Hank a amarrar la avioneta.
–No voy a quedarme –dijo el piloto–. Tengo una partida de cartas esperándome en Michigan. El primo de Gerald ha vuelto… juega de pena, pero apuesta como un tahúr de Las Vegas.
–No puedes irte –insistió Nate–. Una misión suicida es suficiente por hoy. Puedes dormir en mi casa.
Hank inclinó a un lado la cabeza.
–¿Tienes cerveza fría?
–Sí, claro.
El piloto se encogió de hombros.
–Bueno, me has convencido. El primo de Gerald va a quedarse todo el fin de semana, así que puedo desplumarlo mañana. Mientras tanto, te desplumaré a ti.
Nate alargó los brazos hacia Holly y ella, sonriendo tímidamente, le echó los suyos al cuello.
Le gustaba demasiado tenerla así, su cuerpo pegado al suyo. Nate recordaba a la niña que había sido: flaca y de piernas larguísimas. Pero esa no era la mujer que tenía en brazos. Aunque seguía siendo delgada, en esos años había engordado… en los sitios adecuados.
Se dirigió hacia la playa a toda prisa, deseando llegar a un sitio seguro para soltarla. ¿Para liberarse de ella? Hasta aquel día se había creído libre de Holly, pero empezaba a maldecir su arrogancia. Porque Holly siempre había estado ahí, en su cabeza.
Caminaba a grandes zancadas, tal vez demasiado rápido dado el estado del mar y el peso de la mujer que llevaba en brazos. Pero sus hormonas lo empujaban tanto como las olas. Se golpeó un pie contra una piedra del fondo y consiguió mantener el equilibrio durante un segundo… para perderlo cuando se golpeó de nuevo con otra piedra.
–¡Nate!
Holly se agarró a su cuello como si quisiera estrangularlo mientras él se balanceaba de un lado a otro, intentando recuperar el equilibrio. Pero era demasiado tarde. El impulso y las olas se confabularon contra él y, por fin, cayó al agua de bruces con su carga. Los dos hacían pie pero acabaron empapados, el pelo de Holly pegado a su cara. Una lástima por los zapatos que tan caballerosamente se había ofrecido a salvar y que seguramente estarían estropeados, como el traje de lino.
Había esperado que Holly se enfadara, incluso que le echase una regañina. Después de todo, era una princesa. Y él no era más que el propietario del resort Haven, un pequeño aunque bien atendido resort en una isla perdida.
Pero lo que Holly hizo fue echarse a reír. Una risa alegre, feliz.
–Muy bien, Nathaniel. Sí, estupendo, lo has hecho de maravilla –sin dejar de reír, le ofreció su mano para ayudarlo a salir del agua. Parecía la niña que tanto disfrutaba gastándole bromas años antes…
Nate se sentía como un idiota, pero eso no evitó que tomase su mano. O que riera con ella mientras se apartaba el pelo de la cara. La situación era divertida, aunque fuera a expensas suyas.
Tras ellos, Hank también estaba riendo y Nate lanzó un bufido. Su reputación estaba por los suelos. A menos que tuviera suerte y la tormenta tirase algún poste de teléfonos o cerrase la taberna a la que solían ir, la noticia del «accidente» correría por la isla antes de que anocheciera.
–Lo siento mucho, he perdido pie –se disculpó–. Además, has engordado desde que éramos niños.
Holly le dio un empujón.
–Un caballero no le dice esas cosas a una señorita.
Aunque sabía que estaba bromeando, esas palabras hicieron que Nate se pusiera serio. Ella era algo más que una señorita, era una princesa. Y, de repente, recordó las diferencias entre ellos.
–Será mejor que vaya a echarle una mano a Hank.
Apenas tardaron quince minutos en llevar la avioneta hasta la playa para amarrarla al muelle. Por si acaso, usaron el tronco de un cedro como ancla. La Cessna no iría a ningún sitio a pesar de la tormenta y Nate esperaba poder decir lo mismo sobre el resto de los botes y yates amarrados en el puerto.
Mientras tanto, Holly esperaba pacientemente en la playa, calada hasta los huesos y temblando de frío, pero sin quejarse como él había esperado.
Cuando sacaron su equipaje de la avioneta, Nate hizo una mueca.
–¿Cuánto tiempo piensas quedarte aquí?
Ella se encogió de hombros.
–Tal vez una semana.
–Una semana, ¿eh?
Él podría guardar todo lo necesario para una semana en una bolsa de viaje, especialmente en aquella época del año.
–No sabía lo que iba a necesitar –se justificó ella.
Por un momento, Nate olvidó que estaba hablando con una princesa. Era sencillamente Holly.
–Pantalones cortos, camisetas, un par de zapatillas de deporte, tal vez un chubasquero, un jersey y un bañador. Eso es todo lo que necesitas.
–Llevo todo eso en las maletas… y algunas cosas más.
–Ya veo.
El contenido de todo su armario cabría en esas maletas de diseño, pero Nate decidió no decir nada. Después de todo, él conocía a las mujeres y sabía que la expresión «llevar lo esencial» tenía un significado diferente para ellas.
Una de las maletas tenía ruedas, aunque no servirían de mucho en la arena, pensó mientras tiraba de ella.
–¿Dónde te alojas?
Holly sonrió.
–Había pensado ocupar el bungalow que solía alquilar mi abuela. El de tus padres.
–Mis padres ya no están.
–¿Han muerto? –exclamó ella, sorprendida.
–No, no, están retirados –le aclaró Nate–. Se fueron a Florida hace cuatro años.
Cuando él volvió a la isla, después de haber trabajado en el mejor hotel de Chicago.
–¿Y el resort?
Normalmente, a Nate le producía gran satisfacción decir que era suyo y que lo había ampliado considerablemente desde que sus padres se retiraron. Pero estaba hablando con la princesa Hollyn y dudaba que eso la impresionara.
–Ahora yo soy el propietario.
–Ah, vaya –murmuró Holly–. Yo esperaba poder alquilar el bungalow.
–Lo siento, en este momento todo está ocupado. No sé si queda alguna habitación libre en toda la isla.
Dado que la isla Corazón estaba muy al norte, los hoteles no se llenaban hasta después del cuatro de julio, el Día de la Independencia, pero aquel año el buen tiempo había llegado antes de lo previsto y la gente estaba dispuesta a tomar el ferry que salía de Michigan para pasar unos días tomando el sol.
–Debería haber llamado por teléfono –murmuró ella–. ¿Crees que podría alquilar alguna casa? Me encantaría que estuviera en la playa, por supuesto, pero aceptaré lo que haya.
–Ahora mismo no se me ocurre ninguna. Y con esta tormenta, imagino que todo estará cerrado hasta mañana. Ya conoces la isla, las calles se quedan vacías a partir de las ocho.
Imaginaba que se habría acostumbrado a lujosas fiestas, con listas de invitados importantes y la mejor cocina del mundo. Sin embargo, no parecía molesta por la idea de que no hubiese vida nocturna en la isla.
–Sí, me acuerdo –respondió, con una nostálgica sonrisa.
Según ella, había ido allí para tomarse unas vacaciones pero en Europa había balnearios mucho más adecuados para una princesa que una isla alejada de todo, con turistas de clase media buscando buena pesca, bonitos paisajes y un ritmo de vida tranquilo.
Hank llegó a su lado entonces con la última de las maletas.
–No se preocupe, señorita. En casa de Nate hay sitio para los tres. Puede dormir aquí esta noche –le dijo, esperando que Nate corroborase su afirmación.
¿Y qué podía decir él? La noche tranquila en casa que había imaginado una hora antes no incluía dos invitados. Sabía por experiencia que Hank roncaba como un marinero borracho. Y también sabía que era Holly quien lo mantendría despierto.
HOLLY no sabía qué hacer. La invitación de Nate había parecido forzada y eso le dolía. Aunque no había esperado que la recibiera con los brazos abiertos. De hecho, ni siquiera había esperado volver a verlo. Recordaba lo decidido que estaba a marcharse de la isla para vivir en una gran ciudad…
Pero su enfado era palpable aunque, por un momento, cuando acabaron en el agua, le hubiese recordado al joven guapo que aceleraba su pulso cuando era una adolescente.
Aunque rechazar su oferta era muy tentador, debía ser pragmática. En la isla no había muchos hoteles y tendría suerte de encontrar una habitación libre, de modo que lo siguió por la playa.
Al día siguiente podría volver a Michigan si hacía falta, pero esa noche necesitaba un sitio en el que dormir. Estaba cansada del viaje en avión y el vuelo en la avioneta la había dejado con el estómago encogido. No debería haberse arriesgado, especialmente siendo tan tarde, sin tener reserva y con una tormenta a punto de estallar. Y no solo había arriesgado su vida sino la del piloto. Algo que Nate se había apresurado a comentar.
Pero, pensara lo que pensara, ella no era una persona egoísta; sencillamente, la desesperación hacía que actuase de forma irreflexiva.
Y las imperfecciones de su plan, hecho a toda prisa, estaban quedando cada vez más claras. Debería haberlo organizado mejor antes de hacer las maletas para cruzar el Atlántico, pero lo único que pensaba cuarenta y ocho horas antes era que tenía que irse de Morenci.
Se acercó a Nate y miró su serio perfil. No se alegraba de verla, evidentemente. Pero eran sus propias emociones lo que la sorprendía. No estaba segura de lo que sentía al volver a verlo.
Una vez, pensó… pero luego sacudió la cabeza. Era una tontería recordar esos sueños tan irreales porque eran sencillamente imposibles.
De nuevo, sintió que la garra del destino apretaba su corazón. No había manera de escapar. No del todo al menos, aunque esperaba encontrar allí un respiro durante unos días.
Holly dejó escapar un suspiro.
No esperaba que nadie lo oyera con el ruido del viento pero Nate se volvió para mirarla.
–¿Te ocurre algo?
–No.
–¿No? –repitió él, enarcando una ceja.
La expresión irónica y el tono incrédulo fueron una sorpresa para Holly. En su país nadie se atrevía a cuestionarla… bueno, salvo su madre, que solía regañarla por cualquier cosa. Holly debía ser perfecta o al menos dar la ilusión de que lo era.
Curiosamente, siendo Nate, le hacía gracia. Prefería que la tratase como a una igual, aunque estuviera enfadado.
Poco después llegaron a su casa, una edificación de dos plantas que Holly recordaba bien y donde los padres de Nate siempre la habían recibido con los brazos abiertos para merendar o para ver la televisión los días de lluvia. Su madre era increíblemente tolerante cuando llegaban llenos de arena y con los bañadores mojados. Por fuera parecía la misma casa de antes, aunque el porche estaba reformado.
Hank subió los escalones y se quitó los zapatos antes de entrar, dejando a Holly y Nate en la puerta.
Pero la actitud de Nate no era precisamente amistosa.
–Sé que es una imposición –empezó a decir Holly, incómoda.
–No pasa nada –murmuró Nate, quitándose las zapatillas empapadas.
–Te pagaré lo que me digas.
–Solo es una noche, Holly… Hollyn… Alteza… ¿cómo debo llamarte?
–Holly, como antes.
Quería ser Holly otra vez. Esa era la razón por la que había ido hasta allí.
Nate asintió con la cabeza.
–Insisto en que te quedes, como mi invitada.
Esas palabras la habrían tranquilizado si no las hubiera dicho con los dientes apretados. Pero cuando iba a replicar, Nate se quitó la camiseta empapada.
Y Holly tragó saliva. De niña siempre había admirado lo guapo que era Nate. Entonces era delgado, fibroso y no tan alto. Ahora debía medir un metro noventa. Había crecido y, evidentemente, hacía ejercicio porque un hombre no tenía un estómago tan plano por accidente.
–Tu turno.
Ella lo miró, sin entender.
–¿Perdona?
–Los zapatos. Si no te importa, prefiero que te los quites aquí.
Nate sonrió mientras dejaba la camiseta mojada sobre la barandilla del porche. Estaba disfrutando de su incomodidad, evidentemente.
Holly se miró los pies. Los zapatos que Nate había intentado salvar con su caballeroso comportamiento no solo estaban mojados sino cubiertos de arena.
–A tu madre nunca le importaba que entrásemos con los zapatos llenos de arena.
–Sí le importaba, pero era demasiado amable como para decirlo. Además, ahora es mi casa y yo pongo las reglas.
–Lo entiendo –murmuró Holly. Lo que no entendía era que fuese tan antipático con ella.
Después de quitarse los zapatos, entró con él en la casa. Hank ya se había puesto cómodo en el sofá y estaba viendo un partido de béisbol con los pies sobre la mesa de café, una botella de cerveza en una mano y el mando de la televisión en la otra.
Holly no sabía mucho sobre el pasatiempo favorito de los estadounidenses, pero siempre le había gustado la voz de los comentaristas explicando las jugadas.
Ese sonido la hacía sentir nostalgia. Como la casa, aunque los muebles eran ahora más masculinos que los de la señora Matthews.
Los objetos decorativos y las cosas de la cocina habían desaparecido. Así como las cortinas de encaje y el sofá tapizado con una tela de flores. Ahora, en el salón había una enorme pantalla de plasma, un estéreo, un sofá de piel marrón y algunos cuadros, sobre todo paisajes, que parecían de gran calidad.
Nate debió notar la dirección de su mirada.
–Rupert Lengard –le dijo–. Me gustaría que fuesen originales pero son simples reproducciones.
–Son preciosos –comentó Holly, señalando uno de ellos–. Esa parece la isla a la que solíamos ir en canoa.
Se fingían náufragos e incluso habían intentado hacer una casa sobre un árbol, como la familia Robinson de los cuentos, pero era difícil llevar suministros en la pequeña canoa, de modo que se conformaron con una casita hecha de palos y trozos de madera que encontraban en la playa.
–La isla Horn –asintió Nate–. Lengard pasó un par de veranos aquí y visitó las islas de alrededor. Todos los cuadros que compré son escenas locales.
–Me gustaría comprar alguno para llevármelo a casa.
–Sus cuadros no son precisamente obras de Picasso o Renoir.
Holly torció el gesto. Nate parecía pensar que solo le interesaban las obras de los viejos maestros y decidió sacarlo de su error.
–Mi gusto es un poco más moderno. Como tú, compro arte, sean reproducciones u originales, porque me gustan, no por su valor económico.
Nate asintió con la cabeza, ligeramente avergonzado, mientras se volvía hacia el sofá.
–¿Necesitas algo, Hank? –le preguntó, burlón.
Al piloto, concentrado en el partido, le pasó desapercibido el sarcasmo.
–¿Tienes algo de picar? ¿Nachos, almendras, palomitas?
Holly tuvo que esconder una sonrisa.
–¿Quieres nachos?
Hank apartó la mirada de la televisión, con gesto esperanzado.
–Sí, por favor.
–Pues los venden en la taberna del pueblo. Tráeme unos para mí también, ya que vas –replicó Nate, usando la rodilla para bajar sus pies de la mesa antes de volverse para tomar las maletas–. Ven conmigo, Holly, voy a enseñarte tu habitación.
Ella lo siguió por la escalera pero se quedó parada en la puerta.
–¿Esta no era tu habitación?
Aunque ella no había pasado mucho tiempo allí. Sobre todo cuando se convirtió en adolescente porque su abuela se lo tenía prohibido.
Y, aunque los dos eran adultos ahora, se sentía extrañamente incómoda. Seguramente porque Nate iba con el torso desnudo y ella estaba… cansada. Realmente cansada.
–No, ya no. Ahora duermo en el dormitorio principal. Cuando mis padres se fueron reformé la casa y añadí un cuarto de baño, así que el del pasillo es tuyo… bueno, tuyo y de Hank. Tendréis que compartirlo.
Nate dejó las maletas en el suelo y abrió las ventanas un poco. El viento movía las cortinas, llevando con él el aroma de los cedros y el humo de las chimeneas. Holly recordaba ese aroma de los veranos que había pasado allí y la nostalgia la hizo sonreír. Esa noche se encenderían muchas chimeneas si la temperatura seguía bajando.
Pero cuando miró a Nate, su sonrisa desapareció. Holly no tenía frío, todo lo contrario. Incluso con la ropa mojada solo tenía que mirar esos músculos bien definidos para desear abanicarse.
Nate era una de las pocas personas con las que había podido ser ella misma, lo cual era irónico, pensó, ya que Nate no conocía su verdadera identidad.
–Hay mucho viento –comentó.
–La tormenta.
–Sí, la tormenta –asintió él. Se miraron el uno al otro en silencio durante unos segundos–. Puedes cerrar las ventanas cuando quieras. Solo las he abierto para airear un poco la habitación porque huele a cerrado. No se usa mucho.
Holly apenas podía respirar, pero no tenía nada que ver con que la habitación oliera a cerrado sino con la mirada de Nate. Era una mirada especulativa y discretamente interesada… y pensó entonces que debía tener un aspecto horrible. Con el traje mojado, el maquillaje inexistente y el pelo… Holly levantó una mano para tocárselo y se le engancharon los dedos en los nudos.
–Está bien así.
Él no parecía convencido. De hecho, estaba sacudiendo la cabeza.
–La verdad es que deberías dormir en la habitación principal. Estarías más cómoda allí.
–No hace falta. Aquí estaré perfectamente.
–Pero no es a lo que tú estás acostumbrada.
–No importa, Nathaniel –replicó ella, usando su nombre completo.
–Eres una princesa –dijo Nate entonces.
Holly se cruzó de brazos.
–Lo dices como si fuera una enfermedad contagiosa.
–No, no, lo que quería decir es que estás acostumbrada a algo mejor que esto. De hecho, estás acostumbrada a algo mejor de lo que yo puedo ofrecerte.
–Nate…
Antes de que pudiera terminar la frase, él estaba en la puerta, con la mano en el picaporte.
–Te dejo para que te arregles un poco –dijo, sin mirarla–. Ya hablaremos de la habitación más tarde.
La puerta se cerró y Holly se quedó mirándola durante unos segundos.
¿Qué había ocurrido? En menos de media hora, Nate había pasado de estar enfadado y hasta un poco indignado para luego mostrarse casi avergonzado. Aquel no era el Nathaniel Matthews que ella recordaba.
Años antes, Nate era orgulloso y hasta arrogante a veces. Estaba decidido a conquistar el mundo y Holly admiraba su convicción de que podría ser lo que quisiera, hacer lo que quisiera e ir a cualquier parte sin darle explicaciones a nadie.
Durante un tiempo, incluso había empezado a pensar como él. Pero entonces volvió a Morenci y su madre le dejó bien claro que se habían terminado las excursiones y los días felices.
–Ya no eres una niña, Holly. Tienes casi dieciséis años y es hora de que cumplas con tus obligaciones. Tienes que empezar a actuar como una princesa.
Sus sueños infantiles habían sido aplastados.
¿Pero por qué habría cambiado Nate de planes? ¿O era simplemente que se había hecho mayor? Después de todo, era un crío cuando se conocieron.
En fin, una cosa estaba clara: aunque hubiera muchas cosas que le resultaban familiares, el hombre que acababa de salir de la habitación era un total desconocido.
Nate se puso ropa seca y bajó a la cocina para sacar una botella de cerveza de la nevera.
¿Qué pensaría Holly de él?, se preguntó mientras tomaba un trago. Seguramente que se había vuelto antipático e irascible. Desde luego, no había sacado la alfombra roja para recibirla.
Holly estaba acostumbrada a alfombras rojas, cenas de Estado, galas y probablemente desfiles en su honor. Y él la había tirado al agua cuando intentaba llevarla a la playa…
Aun así, Holly se había reído y en ese momento había visto a la niña que recordaba. La chica que al principio había sido su compañera de pesca y más tarde, ya de adolescente, lo había mantenido despierto y desconcertado durante esas noches de verano.
Ahora era una mujer bellísima. Y estaba durmiendo bajo su techo. Y aunque sus padres estaban a miles de kilómetros disfrutando de su dorado retiro en Florida y no podían actuar como carabinas, Holly seguía sin estar a su alcance, como no lo había estado cuando era un adolescente y tenía las hormonas enloquecidas.
Hank entró entonces en la cocina. Bueno, sí tenían una carabina después de todo, pensó. Y Nate no sabía si sentirse agradecido o no.
–¿Dónde está Holly? –le preguntó, sacando otra cerveza de la nevera.
–Arriba, seguramente cambiándose de ropa.
–No sabía que os conocierais. No me lo dijo mientras la traía hasta aquí.
–En realidad, apenas nos conocemos –Nate se encogió de hombros–. Pasamos juntos algunos veranos cuando éramos niños pero hace años que no nos veíamos, así que no sé mucho sobre ella.
Eso no era cierto del todo porque lo único que tenía que hacer para saber de ella era mirar en Internet o comprar una de esas revistas en las que solía aparecer la futura reina de Morenci. Pero Holly y Hollyn Saldani no le parecían la misma persona. Hasta aquel día.
–Me suena su cara –dijo Hank entonces.
Nate decidió no revelar el secreto de Holly. Primero, porque el piloto era famoso por no saber guardar un secreto. Y segundo porque ella había dado a entender que había ido allí para estar sola. Además, lo último que Nate necesitaba era que la isla se llenase de paparazzi y de curiosos. Eso sería malo para el negocio.
«Mentiroso», le dijo una vocecita. Pero decidió no hacerle caso.
–Es una chica muy guapa, parece una modelo –respondió, encogiéndose de hombros.
Hank pareció satisfecho con esa respuesta pero seguía sintiendo curiosidad.
–¿De dónde es? Sé que no es estadounidense porque he notado cierto acento… aunque no sé de dónde.
De nuevo, en lugar de mentir, Nate decidió ser ambiguo:
–Es europea, pero su familia solía venir aquí de vacaciones.
Frunció el ceño después de decir eso. ¿Era su abuela con la que solía ir de vacaciones a la isla o una gobernanta? Seguía habiendo tantas preguntas sin contestar sobre la chica que había sido su primer amor… y una completa extraña a la vez.
El piloto pareció aceptar la explicación. Por supuesto, era fácil contentar a Hank, que solo esperaba cerveza, un sitio donde dormir y un buen partido en televisión, si la tormenta no los dejaba sin luz.
Nate pensó que ese era el final de la conversación hasta que su amigo dijo:
–Es una chica muy guapa. Y muy generosa, no te puedes imaginar lo que me ha pagado para que la trajese aquí.
–Estabas arriesgando tu vida –le recordó Nate.
El otro hombre soltó una carcajada.
–Tal vez, pero ninguna de mis exesposas piensa que mi vida valga demasiado.
–Bueno, es fácil ser generoso cuando no has tenido que hacer nada para ganar el dinero que llevas en la cartera.
–¿Está forrada?
Nate se encogió de hombros.
–Su familia lo está. Son ricos de toda la vida.
Literalmente, su dinero y su pedigrí habían ido pasando de generación en generación durante siglos.
–¿Es soltera?
–Que yo sepa, sí –respondió Nate.
Aunque, según los rumores que circulaban por los medios, Holly estaba a punto de comprometerse. La primera vez que lo oyó en un programa de televisión se sintió enfermo. Era una reacción absurda, por supuesto, como lo era su reacción al verla aquel día.
–Rica, guapa y soltera –dijo Hank, lanzando un silbido–. ¿Crees que tengo alguna oportunidad?
–Lo siento, amigo –respondió Nate–. Me parece que no está a tu alcance.
–¿Y tú qué?
Nate estudió la botella, pensativo. Le había ido bien en la vida. De hecho, estaba contento con lo que había conseguido.
Después de graduarse en la universidad de Michigan había ido a Chicago para trabajar como ayudante del gerente en uno de los mejores hoteles de la ciudad.
Sus padres se sentían orgullosos de él, aunque estaba clara su desilusión porque no había querido hacerse cargo del resort familiar. Pero le habían dado su espacio, dejando que hiciera lo que quisiera y, después de cuatro años en Chicago, Nate se dio cuenta de que echaba de menos la isla. Echaba de menos las tranquilas mañanas con sus espectaculares amaneceres sobre el lago Huron y la calma de la vida allí. Cuando se marchó, estaba seguro de que quería vivir en una gran ciudad, con todo lo que eso significaba. Y lo había conseguido: decadente vida nocturna, un carísimo ático sobre el puerto, trajes de diseño, restaurantes de cinco tenedores.
Todo había sido estupendo durante un tiempo, aunque se sentía más como un turista que como un residente. Pero lo había pasado bien haciéndose un nombre. Le gustaba escuchar los halagos de su jefe y las predicciones de que pronto subiría en la escala profesional, incluso hasta llegar a ser gerente del hotel.
Pero entonces sus padres habían anunciado que se retiraban y pensaban vender el resort porque querían irse a vivir a un clima más cálido. Nate se había quedado perplejo. Sabía que tarde o temprano se retirarían porque los inviernos en la isla podían ser brutales, pero pensarlo y hacerlo eran dos cosas bien diferentes.
Cuando eso ocurrió tuvo que enfrentarse con la realidad: no le gustaba vivir en Chicago. Era una gran ciudad en la que había todo tipo de actividades, pero no era para él. Y no quería que nadie más que él dirigiera el resort que sus abuelos habían levantado en los años cincuenta.
De modo que volvió a casa, no con el rabo entre las piernas sino seguro de haber tomado la decisión acertada. Y nunca había lamentado haber vuelto. Al contrario, estaba encantado con los cambios que había hecho para modernizar la propiedad.
El embarcadero y la oficina estaban en buenas condiciones, de modo que se había dedicado a renovar los bungalows a medida que se lo permitían sus ingresos. Había cambiado los muebles e incluso había colgado cuadros de una pintora local especializada en paisajes. No eran tan buenos como los de Lengard pero complementaban la moderna decoración.
El año anterior había instalado Wi-Fi y televisión por cable y se había asociado con una pareja local para ofrecer excursiones guiadas por el norte de la isla, donde había todo tipo de fauna salvaje, incluyendo algunas especies de aves protegidas, de modo que el resort llamaba la atención de naturalistas y personas que querían disfrutar de una vida sana.
Los inviernos eran muy tranquilos; solo los turistas más recalcitrantes se aventuraban a ir allí, pero Nate estaba haciendo planes para atraer senderistas y, por eso, había comprado un par de hectáreas de terreno en las que pensaba construir más bungalows.
Sus padres estaban impresionados con los cambios y el negocio iba viento en popa. No solo para el resort sino para toda la isla, gracias a una campaña de marketing conjunta. El presidente de la Cámara de Comercio local, Victor Montague, no estaba contento porque él tenía otras ideas pero aparte de él, todo el mundo estaba satisfecho con los resultados.
Sí, Nate estaba orgulloso de lo que había conseguido. Y por eso lo irritaba mirar alrededor y preguntarse qué pensaría Holly de su sencillo estilo de vida.
–¿Nate? –la voz de Nathan lo devolvió al presente–. ¿Hay algo entre Holly y tú?
–No –respondió él–. Definitivamente, no está a mi alcance.
Holly estaba bajando la escalera. No había sido su intención escuchar la conversación de los dos hombres pero hablaban en voz alta y la casa era pequeña…
¿No estaba a su alcance?
En fin, podía entender que Nate pensara eso. No era la primera persona que se portaba como si ella fuera una extraterrestre. Muchos de sus amigos de la infancia habían empezado a tratarla con deferencia cuando por fin entendieron que algún día sería la reina de Morenci. Y eso la había hecho sentir tan sola, tan increíblemente sola.
–Así son las cosas –le había dicho su madre–. Te tratan de manera diferente porque eres diferente. Eres especial, Holly.
Ella no quería ser especial. Quería tener amigos; amigos de verdad que no le dieran la razón a todas horas y que no la dejaran elegir siempre la película que iban a ver. Amigos a los que pudiera confiar sus secretos sin temor a verlos publicados en las revistas.