Segunda cita - Jackie Braun - E-Book

Segunda cita E-Book

Jackie Braun

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Beschreibung

Cam Foley estaba furioso. Lo último que deseaba aquel padre viudo en esos momentos era que una agencia le buscara pareja. Maddie Daniels, directora de la agencia matrimonial, no tenía intención de hacer que el sexy señor Foley se enfadara, pero aquel hombre tan guapo llevaba años sin salir con nadie y ella era la persona perfecta para ayudarlo. Por eso decidió que o encontraba la mujer ideal para él... o admitiría que era una incompetente. Enamorarse de su cliente no era parte del trato. Entonces… ¿por qué deseaba que las citas que le preparaba fueran un desastre?

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2002 Jackie Braun Fridline

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Segunda cita, n.º 1734 - febrero 2016

Título original: True Love, Inc.

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2002

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones sonproducto de la imaginación del autor o son utilizadosficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filialess, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N: 978-84-687-8017-7

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

CAMERON Foley estaba muy enfadado. Más que eso: estaba furioso. Y no trataba de disimularlo cuando abrió la doble puerta de cristal decorada con dos grandes corazones. Una chica joven, probablemente una estudiante, estaba sentada en la recepción que había en el interior de Amor Verdadero, S.A. Mascaba chicle y movía la cabeza al ritmo de la música que escuchaba a través de unos auriculares. Cameron le dirigió una mirada superficial mientras pasaba por delante de ella.

–¡Oiga! ¿Puedo ayudarlo en algo? –dijo la chica.

–Ya me ayudo yo solo –respondió él sin detenerse, blandiendo hacia ella el papel que llevaba en la mano.

Solo había dos puertas en el vestíbulo. Cameron se paró delante de la que tenía una placa en la que se leía Madison Daniels, Presidenta.

–No puede usted pasar así como así –gritó la recepcionista a su espalda–. Tiene que pedir cita si quiere ver a la señorita Daniels.

–Señorita –repitió Cameron en voz baja–. Por supuesto, se trata de una señorita.

La presidenta de la agencia matrimonial debía de ser una mujer mayor avinagrada cuya única diversión consistiría en meter las narices en los asuntos de los demás.

–Me verá ahora –dijo él empujando la puerta.

La única ocupante del despacho le daba la espalda. Estaba de pie mirando por la ventana, que ofrecía una visión nada inspiradora del aparcamiento. Estaban a finales de junio, y debía de hacer al menos veinticinco grados, pero ella tenía los brazos cruzados sobre el cuerpo como si estuviera muerta de frío. Cuando él entró, la presidenta se dio la vuelta con la sorpresa dibujada en el pálido óvalo de su rostro.

Cam tuvo que admitir que él también estaba sorprendido. Aquella no era la dama de mediana edad que esperaba. Madison Daniels era un bombón. Tenía el pelo negro y ondulado como una gitana y un lunar muy interesante que transformaba una de sus cejas en algo parecido a un punto y coma. Dominando el rostro, aparecían unos enormes ojos azules del color de un cielo de verano que parecían muy tristes. La sombra de unas ojeras delataba que no había dormido demasiado bien la noche anterior. Bajo el clásico traje de chaqueta con camisa que llevaba puesto, se adivinaban unas curvas no demasiado exuberantes. Cameron calculó que tendría unos veinticinco años, y pensó que parecía muy frágil. Aquella era la palabra que se le venía a la mente. Frágil. Tenía la piel blanca y delicada. Estaba claro que no pasaba mucho tiempo al aire libre, a pesar de los maravillosos lagos que atraían a tantos veraneantes hasta aquella zona del norte de Michigan. Pero él no estaba allí para sentir pena por nadie.

–He venido a decirle unas palabras –dijo entonces.

Cam distinguió un atisbo de sorpresa bajo aquella máscara de fría profesionalidad. Por alguna extraña razón, no pudo evitar preguntarse si aquellos labios tan carnosos recordarían cómo se sonreía. Y sin embargo, había algo de sentido del humor en sus palabras cuando le respondió.

–Tiene usted el aspecto de un hombre con algo más que «algunas palabras» en mente –replicó ella.

La recepcionista entró en aquel momento como un huracán, dirigiéndole una mirada furibunda a Cam sin dejar de mascar chicle.

–Lo siento, señorita Daniels. Le dije a este hombre que necesitaba una cita para entrar, pero no me hizo caso.

–No pasa nada, Lisa –dijo Madison, tranquilizándola–. No tengo nada urgente. ¿Le apetecería tomar un café, señor... ?

–Foley. Cameron Foley –contestó él–. Y no, no quiero café.

La voz de Madison le había parecido suave y ahumada, con acento sureño. Estaba claro que no había nacido en la región de los lagos.

–Lisa, por favor, no me pases ninguna llamada –le dijo Madison a la recepcionista, que se marchó no si antes lanzarle a Cam una última mirada de antipatía.

Madison Daniels se dirigió a la mesa del despacho con movimientos rígidos y un tanto torpes. Se sentó lentamente en la silla y colocó las manos encima de la mesa. Cam se fijó entonces por primera vez en las cicatrices que recorrían el dorso de su mano derecha y desaparecían tras el puño de la camisa de manga larga que llevaba puesta. Cuando ella retiró discretamente las manos y se las colocó sobre el regazo, Cam se dio cuenta de que debía de haber estado mirándola fijamente.

–¿Está usted interesado en contratar nuestros servicios, señor Foley? No llevamos mucho tiempo en el mercado, pero Amor Verdadero, S.A. cuenta en su haber con bastantes éxitos –dijo Madison mientras sacaba un sobre de color marfil del escritorio–. De hecho, acaban de invitarme a una boda.

La fragilidad de aquella mujer le había hecho olvidar momentáneamente su enfado, pero ahora volvía a reaparecer.

–Por eso estoy aquí –dijo Cameron depositando sobre la mesa el papel que llevaba en la mano–. Me gustaría saber con qué derecho mandan por correo solicitudes como esta.

Madison estiró las arrugas del papel mientras lo leía con el ceño fruncido.

–Me temo que no lo comprendo, señor Foley –dijo levantando la vista para mirarlo–. Esto no es más que una promoción, igual que la que utilizan miles de empresas. Conseguimos los nombres, direcciones y estado civil de potenciales clientes de un banco de datos, y los que están interesados nos contestan. Los que no lo estén pueden tirar el impreso de solicitud a la papelera.

–¿Y no se les ha ocurrido pensar que no todo el mundo está soltero porque quiere? –preguntó él con sorna.

–Para eso estamos aquí, para ayudar a la gente que no quiere estar sola a encontrar alguien con quien compartir su tiempo –explicó Madison–. Y puede que incluso compartir su vida.

–Señorita, no pretenderá que me crea que sus motivos son tan puros –gruñó Cameron, irritado por el tono mojigato de su discurso–. Lo que les interesa es el dinero.

Cam creyó distinguir un brillo de cólera en la calma de sus ojos azules.

–¿Está usted solo, señor Foley?

La manera en que pronunció aquellas palabras le hizo recordar a Cameron al psicólogo que había visitado una corta temporada tras la muerte de su esposa. Cameron le echó un vistazo al anillo que llevaba en la mano izquierda. Su tacto lo hacía sentirse bien. A salvo. Aquella misma mañana se lo había quitado y lo había guardado en el cajón de su escritorio. Era la primera vez en diez años que aquel anillo salía de su dedo. Todo el mundo le decía que ya era hora de continuar con su vida. Le daban el trasnochado argumento de que eso sería lo que Ángela hubiera querido para él y para la hija de ambos. Y era cierto. Antes de morir, Ángela le había hecho prometerle que mantendría abierto el corazón al amor y a un posible matrimonio. Incluso la propia hermana de Ángela lo apremiaba para que quedara con alguna mujer. Durante las últimas semanas, Cameron había comenzado a considerar la posibilidad. Tal vez tenían razón. Quizá era ya momento de meter el pie en el agua y disfrutar de compañía femenina adulta. Había veces en las que se sentía muy solo. Pero aquella mañana había llegado el correo con aquel impreso de solicitud de Amor Verdadero, S.A.¿Cómo se atrevían a calificarlo de soltero? Cam acarició el anillo que había vuelto a ponerse mientras notaba cómo la ira se apoderaba de nuevo de él, esta vez alimentado con algo parecido a la culpabilidad.

–Yo no estoy solo –replicó él entre dientes, a sabiendas de que estaba mintiendo.

–Pero es usted soltero, ¿no? –insistió ella mientras echaba mano de la solicitud que tenía en la mesa.

Él no contestó. Decir que sí sería como traicionar a Ángela, y tampoco era totalmente cierto. Madison pareció interpretar su silencio como una afirmación.

–Si es usted soltero, no entiendo cuál es el problema –continuó ella–. Nuestra empresa no está haciendo nada inmoral ni ilegal. Para nosotros, señor Foley, es usted el soltero que vive en el 4255 de Mockingbird Lane.

–No, señorita Daniels, no lo soy –gritó Cameron colocando las palmas de las manos sobre la mesa e inclinándose hacia ella–. Soy el viudo que vive en el 4255 de Mockingbird Lane y que vio a su mujer morir de cáncer tras una lenta agonía. Lo que yo soy, señorita Daniels, es un hombre que quiere mantenerse lejos de gente que, como usted, pretende ponerle precio a algo que está mucho más allá del valor monetario. Amor Verdadero, S.A. –continuó él, mofándose–. Deberían arrestarla por fraude. No tiene ni idea de lo que significa el verdadero amor. Si lo supiera, no trataría de venderlo empaquetado como si fuera una caja de cereales.

–Lo siento –murmuró Madison, poniéndose más pálida de lo que ya era–. ¿Hace mucho que perdió usted a su esposa?

–En mayo hará tres años –contestó él mientras daba un paso atrás y se cruzaba de brazos.

–Eso es mucho tiempo.

–Es una eternidad.

–¿Ha tenido alguna cita desde entonces? –preguntó ella con cautela.

–No. No tengo interés en conocer a nadie –dijo Cameron con una firmeza que no sentía–. Ya conocí a la mujer de mi vida, señorita Daniels. No puede haber otra por ahí.

A pesar de la determinación de sus palabras, aquella mujer lo miró con una tranquilidad que volvió a recordarle al psicólogo al que lo había llevado su cuñada.

–Leí que los que han amado profundamente una vez tienen más posibilidades de volver a hacerlo. ¿Quién sabe si no puede haber alguien más que lo haga feliz? –dijo Madison–. Es usted un hombre joven, señor Foley. Estoy segura de que no pretende pasar solo el resto de su vida, ¿verdad?

–Déjeme adivinarlo –aventuró él–. Usted cree que puede ayudarme a encontrar la mujer perfecta.

–Ese es mi trabajo –dijo ella arqueando una ceja y provocando que el lunar se moviera con ella–. ¿Quiere que lo intente?

–No.

–¿Por qué no? Si cree que no voy a conseguirlo, no tiene de qué preocuparse.

Aquello no era un desafío, pero se le acercaba bastante.

–¿Y usted qué gana con esto? –preguntó él entornando los ojos.

–Nada. Renuncio incluso a mis honorarios. Considérelo un gesto de buena voluntad.

Cam sintió curiosidad por saber hasta dónde podía llegar ella en su afán casamentero. Si él subía mucho la apuesta, seguro que se echaba para atrás.

–Muy bien –dijo Cam muy despacio, intentando ganar tiempo para pensar–. Pero vamos a poner una fecha. Le doy hasta el Día de San Valentín para que me encuentre una mujer con la que valga la pena quedar por segunda vez. Si lo consigue, le pagaré el doble de sus honorarios. Incluso escribiré una carta de recomendación si usted quiere.

–¿Y si fracaso?

Cam se dio cuenta de que ella no se iba a echar para atrás. Era el momento de apretar las cuerdas.

–Si fracasa, publicará un anuncio a toda página en el periódico, señorita Daniels –dijo él inclinándose hacia ella con una sonrisa de maldad–. Un anuncio en el que admita que es usted un fraude.

–Eso acabaría con mi negocio –apuntó ella mientras pestañeaba con rapidez, aturdida.

–Si usted tiene fe en su empresa, no tiene de qué preocuparse –dijo Cam, repitiendo las palabras que ella había pronunciado anteriormente.

Los labios de Madison se estrecharon, dibujando una línea recta. Cam sabía que había ganado. Ella no aceptaría, y eso le venía de perlas a él. No tenía ningunas ganas de mezclarse con mujeres desconocidas y probablemente desesperadas. Se sentía magnánimo: bastaría con que la señorita Daniels se disculpara y le prometiera solemnemente que borraría su nombre de la lista.

–Trato hecho, señor Foley –dijo ella de pronto extendiendo la mano herida.

A Maddie le encantó observar cómo Cameron Foley abría la boca con gesto de sorpresa. Abierta o cerrada, era una boca muy bonita. Tenía el labio inferior ligeramente más grueso que el de arriba, pero no había nada en sus facciones que pudiera calificarse de femenino. Cameron Foley era todo un hombre, desde la barba incipiente que asomaba por su rostro hasta los músculos bien definidos de los brazos. Le recordaba algo al actor Dennis Quaid, seguro de sí mismo, viril, y un tanto temerario. Y tremendamente sensual. Maddie se sorprendió de la inesperada marcha de sus pensamientos. Tenía la costumbre de fijarse en aquel tipo de detalles debido a su trabajo, pero aquello era algo más que una mera observación clínica. Estaba claro que había sentido una cierta atracción, pero aquello ni venía al caso ni le apetecía realmente. Maddie dejó caer la mano que le había tendido y colocó unos papeles mientras esperaba a que él recuperara la voz.

–Sí, quiero –se atrevió a decir finalmente él.

–¿Ya está practicando para la boda? –bromeó Maddie para aligerar un poco su propia mente.

–Dejemos clara una cosa –casi gritó él con furia–. No estoy buscando otra esposa. Nadie puede reemplazar a Ángela.

–Por favor, discúlpeme. Estaba bromeando, pero ha sido una broma de mal gusto –dijo Maddie en tono conciliador–. Tiene usted razón, nadie podrá ocupar su lugar en su corazón. Pero tal vez yo pueda presentarle a alguien cuya compañía le agrade, alguien con quien quiera tener una segunda cita. ¿Trato hecho?

Maddie no estaba muy segura de por qué se sentía tan inclinada a ayudarlo. Tenía mucho más que perder que él. Pero había algo en Cameron Foley que tiraba de ella. Tal vez era porque, a pesar de sus negativas, parecía estar muy solo.

Cameron se lo pensó durante unos instantes, y finalmente sacudió la cabeza en gesto afirmativo. Maddie tuvo la sensación de que, aunque fuera él quien había sentado las bases, iba a participar en el acuerdo a regañadientes.

–Estupendo –dijo Maddie mientras acercaba la silla al ordenador y lo encendía–. Necesito recopilar algo de información. Fecha de nacimiento, peso, altura, historial médico... ese tipo de cosas. Si toma asiento, podemos comenzar.

–Hoy no tengo tiempo –replicó él dando un paso atrás–. Venir a la ciudad para este asunto me ha descolocado el horario. Algunos tenemos un trabajo de verdad que atender.

–¿Mañana, entonces? –preguntó ella ignorando el insulto.

–Lo siento. Estaré ocupado –respondió Cam colocándose las manos en los bolsillos de los pantalones vaqueros.

Parecía cualquier cosa menos contrariado.

–¿Pretende usted ganar esta apuesta por defecto, señor Foley? –preguntó Maddie echándose para atrás en la silla–. Ya se que faltan casi ocho meses para el Día de San Valentín, pero no es tanto tiempo. Necesitaré al menos un par de semanas antes de tener listos su historial y su vídeo.

–Sin vídeo.

–Sin vídeo –repitió ella con cierta resignación–. Así que usted puede verlas, pero ellas a usted no, ¿es eso?

–No necesito verlas –replicó Cam sonriendo con burla–. Si es usted tan buena como dice ser, señorita Daniels, sería absurdo por mi parte no confiar en su experto juicio. Además, así no podrá reprocharme después que solo eligiera mujeres que ya sabía que no me iban a gustar.

–Claro que soy buena –le aseguró ella, luchando por evitar sonrojarse mientras él levantaba una ceja con incredulidad.

Sabía que él le estaba echando el cebo para ver si picaba, pero eso no cambiaba las cosas.

–Necesitaré recopilar más información de lo habitual, lo que significa que tendré que robarle más tiempo –continuó Maddie con toda la dulzura que fue capaz–. Tendré que saberlo todo sobre usted, señor Foley: lo que le gusta, lo que no, y todos los hábitos y pequeñas manías que suelen salir a la luz en los vídeos de mis clientes. Así que ¿cuándo empezamos?

Cam tensó los músculos de la mandíbula mientras se sacaba las manos de los bolsillos y se ponía en jarras. Miró hacia otro lado, y Maddie pensó que iba echarse atrás en el trato. Pero entonces dirigió la vista hacia ella de nuevo.

–Cuando ponga ese anuncio en el periódico, quiero que sea a todo color –dijo finalmente con una sonrisa de satisfacción–. Así se verá más. Y será más caro.

Maddie sintió ganas de poner los ojos en blanco en un gesto de paciencia. Pero semejante reacción no sería muy profesional, ni tampoco, como diría su madre si estuviera presente, propio de una dama. En cualquier caso, se dijo a sí misma que tenía que acordarse de escribir en el historial de Cameron Foley que podía ser insufrible si pensaba que tenía la razón de su lado.

–De acuerdo, pero no se dará el caso –dijo ella mientras se le ocurría de pronto una idea–. Yo también tengo una condición. En la segunda cita llevará una docena de rosas rojas e invitará a su pareja a cenar al restaurante más caro y bonito de la ciudad. Supongo que tendrá un traje, porque tendrá que llevarlo también. Así que repito: ¿cuándo empezamos?

–El jueves es el único día que puedo. A mediodía, y tendrá usted que venir a mi casa –dijo él señalando el papel que ella tenía en el escritorio–. Ya sabe dónde vivo.

Cam se dirigió a la puerta y la abrió, pero se detuvo antes de salir. Se dio la vuelta y sonrió. Ya no quedaba ni rastro del hombre ultrajado cuyo dolor lo había llevado a irrumpir en su oficina quince minutos antes exigiendo disculpas y una explicación.

–Voy a ganar –dijo con convicción.

–Si, señor Foley, va usted a ganar –repitió ella, disfrutando durante un instante de su expresión de perplejidad–. Pero no de la manera que usted cree.

Era de noche cuando Maddie llegó a su apartamento, situado en la parte alta de una tienda de souvenirs del centro de la ciudad. Hacía bastante rato que el comercio había cerrado, pero muchos restaurantes y bares cercanos seguían abiertos, y las calles estaban plagadas de turistas.

Maddie no tenía vistas sobre las maravillosas aguas del lago Michigan desde la estrecha ventana de su salón, y el único dormitorio del apartamento era más pequeño que un armario. Aquello era muy distinto a la casa en la que había crecido, y estaba también muy lejos de la inmensa finca en Grosse Pointe que más adelante había llamado hogar. Pero tenía la ventaja de ser céntrico y barato, y además podía ir andando al trabajo. No quería conducir, aunque tuviera coche, y el ejercicio era una buena terapia.

Maddie se descalzó y dejó los mocasines en el felpudo de la puerta. La luz de una lámpara que había programado iluminaba ligeramente el salón, pero el resto estaba oscuro y silencioso. Por eso prefería quedarse a trabajar hasta tarde. No tenía ninguna prisa en regresar a un apartamento vacío. A una vida vacía.

Maddie cruzó la estancia y miró esperanzada el contestador. No había mensajes. Descolgó el teléfono, marcó el número de la casa familiar y esperó. Escuchó entonces el acento sureño de la voz de su madre, Eliza Daniels.

–Hola, madre. Soy Maddie.

–Madison, qué sorpresa. Es un poco tarde. Tu padre y yo estábamos a punto de acostarnos. ¿Cómo estás, querida?

–Estoy bien.

La respuesta había salido a duras penas de los labios de Maddie. Sacudió la cabeza y volvió a intentarlo, diciendo esta vez la verdad.

–Lo cierto es que no estoy bien, madre. De hecho estoy pasando un día horrible.

–Siento oír eso –dijo Eliza con simpatía al otro lado de la línea–. ¿Es tu... «dolencia» lo que te está causando problemas?

Si no fuera porque era consciente de lo incómoda que era su relación, Maddie se hubiera reído entre dientes del discreto eufemismo que utilizaba su madre para referirse a ello.

–Estoy un poco incómoda hoy, pero eso no es lo que me preocupa. ¿Sabes... sabes qué día es hoy?

–¿Hoy? No, me temo que no.

Por alguna razón, Maddie había puesto todas sus esperanzas en esperar que su madre se acordara.