Contra el destino - Elizabeth Lane - E-Book

Contra el destino E-Book

Elizabeth Lane

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Beschreibung

Aquel lugar era como el paraíso… pero el pasado la perseguía El sueño de Ruby Denby Rumford era empezar de nuevo junto a sus hijas en Dutchman's Creek, un pueblo tranquilo y hospitalario de Colorado, tras haber sufrido durante años los abusos de su marido. Pero su pasado ocultaba un terrible secreto que amenazaba con salir a la luz y frustrar sus esperanzas de una nueva vida. El alguacil federal Ethan Beaudry tenía orden de acabar con una banda de traficantes de whisky que operaba en el idílico pueblo de Dutchman's Creek. Lo último que se esperaba era que su casera, la hermosa y enigmática Ruby, estuviera involucrada en el contrabando… y que él se viera obligado a elegir entre el deber y la pasión prohibida.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2011 Elizabeth Lane.

Todos los derechos reservados.

CONTRA EL DESTINO, Nº 488 - septiembre 2011

Título original: The Widowed Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios.

Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-721-1

Editor responsable: Luis Pugni

Epub: Publidisa

Inhalt

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Epílogo

Promoción

Uno

Dutchman’s Creek, Colorado

Mayo de 1920

De la araña de cristal colgaba un cuerpo monstruoso y patas largas y angulosas, tan grande como un medallón, a más de tres metros sobre el suelo.

Ruby Denby Rumford miró con decisión a su adversaria. Siempre les había tenido un miedo mortal a las arañas, pero no podía permitir que aquella la derrotara. Si quería atraer inquilinos a su casa de huéspedes, todo debería estar en un estado impecable. No había lugar para el monstruo.

Caminó en círculos mientras planificaba su ataque. Podría alcanzar la telaraña con la escoba, pero a saber dónde caería la araña. En su pelo, en su cara, en su blusa… Las posibilidades eran espeluznantes. La única manera de asegurarse de que la horrenda criatura no cayese sobre ella sería atrapándola.

Sobre la encimera de la cocina había una polvorienta jarra Mason provista de tapa que podría servir como trampa, pero de nada le serviría si no podía encaramarse hasta el techo. Se le escapó un suspiro de frustración al examinar las desvencijadas sillas de mimbre incluidas en el lote. Tendría que haber pagado los cuatro dólares y medio por la escalera de mano que vio en la tienda, pero la compra de aquella casa había consumido casi todos sus ahorros. Hasta que empezaran a llegar los clientes, tendría que atesorar hasta el último centavo que le quedaba.

Desplazó una silla al centro de la habitación y se subió al asiento, pero la araña seguía estando lejos de su alcance. Iba a necesitar algo más, como la caja de madera que había en el rincón. Si la colocaba sobre la silla y se subía en ella, conseguiría elevarse un par de palmos.

Colocó la caja y agarró la jarra para el duelo inminente. Podía hacerlo. Una mujer que le había disparado tres balas a bocajarro a un marido ciego de furia y ciento diez kilos de peso no debería tener problemas con una criatura más pequeña que su mano.

Hollis Rumford merecía morir. Hasta los miembros del jurado estuvieron de acuerdo cuando oyeron el testimonio de Ruby sobre los crueles abusos de su marido y las amenazas que había proferido a sus dos hijas pequeñas. Gracias al mejor abogado del estado Ruby fue absuelta por haber actuado en defensa propia, pero los acaudalados amigos de Hollis no fueron tan comprensivos, y las puertas de Springfield, en Missouri, se le habían cerrado para siempre.

Agotada y agobiada, Ruby se marchó a Europa con sus hijas. Al cabo de unos meses regresó y descubrió que los acreedores habían dilapidado los bienes de su difunto marido, dejándola a las puertas de la miseria.

Lo único que podía hacer era empezar de nuevo y jugárselo todo a una carta.

Dutchman’s Creek fue su elección más lógica. Allí se había instalado su hermano Jace, su único pariente cercano. Él y su joven esposa, Clara, estaban esperando su primer hijo y animaron a Ruby a irse a vivir a Colorado para que sus hijos crecieran juntos.

Ruby aceptó de buen grado. Conocía el pueblo de una visita anterior y se había quedado prendada con el hermoso emplazamiento entre las montañas. Siempre había estado muy unida a Clara, que era casi como una hermana para ella. Pero no tenía intención de ser una carga para nadie, y se juró que, costase lo que costase, encontraría la manera de mantenerse a sí misma y a sus hijas.

La casa de huéspedes al final de la calle principal se había quedado vacía, y Ruby lo vio como la respuesta a sus oraciones. Podría vivir con sus hijas en la planta baja y alquilar las cuatro habitaciones del piso superior para contar con unos ingresos fijos.

Sólo ahora empezaba a darse cuenta de la enorme tarea que tenía entre manos.

Clara se había llevado a las niñas a pasar una semana en el rancho. Mandy y Caro debían de estar pasándolo de maravilla montando a caballo, trepando a los árboles, dándoles el biberón a los becerros y recogiendo huevos en el gallinero.

Y su madre, mientras tanto, tenía que enfrentarse a una araña.

Jarra en mano, se subió la falda y se aupó al borde de la silla. Su hermano se había ofrecido a ayudarla con la casa, pero el orgullo impidió a Ruby aceptar su ayuda. Jace ya había hecho bastante al arriesgar su vida y libertad para protegerla tras la muerte de Hollis. Era hora de empezar a valerse por sí misma.

Contuvo la respiración y se subió a la caja. Sólo necesitaba unos segundos para llevar a cabo la tarea, pero las rodillas le temblaban peligrosamente mientras intentaba guardar el equilibrio sobre las tablillas de madera.

Vista de cerca, la araña parecía mucho más grande y horripilante. Ruby hizo acopio de valor, retiró la tapa y colocó la jarra debajo de la criatura. Si se estirara un poco más podría usar la tapa para meter a la araña en el interior de la jarra.

Con el corazón desbocado, se puso de puntillas.

De pronto, una madera se partió bajo su peso y Ruby se tambaleó hacia delante. La jarra se le escapó de la mano y se hizo añicos contra el suelo, al tiempo que ella se agarraba a la cadena de la que suspendía la araña de luces. Fue un milagro que la cadena aguantara, pero el balanceo había volcado la caja y la silla y Ruby se quedó colgando sobre el estropicio. No había mucha distancia hasta el suelo, pero si se soltaba podría caer sobre una madera astillada, una pata de la silla o una esquirla de cristal.

La telaraña estaba vacía y el monstruo podría estar en cualquier parte. Ruby estaba muerta de miedo, las fuerzas empezaban a abandonarla y no se atrevía a soltarse. Sólo había una cosa que pudiera hacer.

Gritar como una histérica.

Al alguacil Ethan Beaudry se le había asignado la misión de encontrar y detener a los traficantes de whisky, no de rescatar a mujeres en apuros. Pero los chillidos que salían de la vieja casa de huéspedes no podían ser ignorados. Saltó la valla de madera, subió corriendo los escalones y entró como una exhalación por la puerta principal.

Lo que vio lo detuvo en seco.

La mujer había dejado de gritar, pero colgaba de la cadena de una lámpara y lo miraba bajo una mata de cabellos bermejos, con unos ojos tan azules como los pétalos de una aguileña de las montañas. Tenía la blusa blanca por fuera de la cintura y la falda subida sobre unas pantorrillas bien torneadas.

La imagen era tan tentadora que a Ethan le hubiera gustado pasar unos segundos admirándola. Pero entonces ella le habló desde lo alto.

—¿Qué hace ahí parado, estúpido? ¡Deje de mirarme y bájeme de aquí!

Su voz era grave y tensa, incluso áspera.

—¿Confía en mí para agarrarla? —le preguntó en tono burlón. —¿Es fuerte? —replicó ella—. No soy precisamente pequeña.

No, no lo era. Medía al menos un metro setenta y cinco y su cuerpo podría lucir como el mascarón de proa en una embarcación. No era una mujer para hombres débiles.

Afortunadamente, Ethan no era débil.

Apartó con el pie los cristales y astillas y extendió los brazos.

—Vamos.

Ella dudó un momento, examinando la anchura de sus hombros y su metro ochenta y ocho de estatura. Uno a uno, sus dedos se fueron desprendiendo de la cadena hasta que cayó en línea recta con un pequeño chillido. Ethan la atrapó por las rodillas y ella descendió lentamente por delante de él. Unas curvas deliciosas se deslizaron sobre su cara, su pecho, su estómago y…

Ahora era él quien estaba en apuros, porque su erección había saltado como un muelle, lista para un poco de acción. Era imposible que ella no la hubiese notado.

Nada más tocar el suelo se apartó de él. Tenía el rostro colorado y los labios entreabiertos, y Ethan tuvo que sofocar la tentación de estrecharla en sus brazos y besarla hasta que sus dos cuerpos prendieran en llamas. Si lo hacía, aquella mujer le rompería la mandíbula de un puñetazo. Y además era una dama. Su ropa era sencilla, pero rezumaba estilo y calidad. Su blusa, aunque manchada de polvo, era de encaje y lino irlandés. Sus elegantes zapatos de cabritilla parecían ser europeos, y las perlas que adornaban sus orejas eran tan genuinas como su acento de clase alta del Medio Oeste.

¿Qué hacía una mujer así en aquella ruinosa casa de huéspedes donde, según los rumores, se reunían los contrabandistas? Ethan se resistía a creer que ella estuviese implicada en el tráfico de whisky, pero cosas más raras había visto.

La mujer se mojó con la lengua el labio inferior. Tenía el cutis de porcelana, pero de cerca se apreciaban unas leves ojeras. Ethan calculó que tendría unos treinta años… y muchos problemas. No llevaba anillo de casada, pero era demasiado guapa como para estar soltera. Una viuda, tal vez. Una viuda pelirroja y exuberante, con una vasta experiencia a cuestas. Enigmática, y condenadamente tentadora…

Ethan se sacudió mentalmente. Estaba allí para encargarse de un trabajo muy peligroso y debía permanecer de incógnito. No podía implicarse personalmente con nadie, ni siquiera con una mujer tan excitante como aquélla.

Pero eso no le impedía divertirse un poco.

El silencio se alargó entre ambos y pareció que el aire empezaba a chisporrotear, como antes de una tormenta de verano. Ethan carraspeó y volvió a hablar.

—¿Está bien? —le preguntó.

Ella titubeó, como si estuviera examinándose alguna herida interna. —Sí, pero creo que… ¡Oh! Todo su cuerpo se puso rígido y los ojos se le abrieron como platos. Empezó a soltar gritos ahogados y a tirarse de la blusa, haciendo saltar los botones. Ethan se tapó caballerosamente los ojos, aunque siguió lanzándole miradas furtivas de deseo y horror. O bien aquella mujer estaba en serios apuros o bien se había vuelto loca.

El último botón cedió y la mujer se quitó frenéticamente la blusa para tirarla al suelo. Ethan sintió que lo tocaba en el brazo y se giró para encontrarse con una mirada congelada.

—Si no le importa… —dijo ella con un hilo de voz—. Necesito que mire si…

La camisola de encaje y el corsé la cubrían pudorosamente, pero seguía siendo tan apetitosa como un helado de fresa. Se dio la vuelta lentamente y fue el turno de Ethan de abrir los ojos como platos.

Una araña del tamaño de Texas se aferraba a la espalda del corsé. No parecía venenosa, pero no se podía culpar a la dama por tener miedo. A Ethan tampoco le gustaban mucho las arañas.

—No se mueva —murmuró mientras levantaba la mano.

Un rápido manotazo lanzó a la araña al suelo, pero la repugnante criatura se escurrió rápidamente bajo una tabla antes de que Ethan pudiera aplastarla con la bota.

Las rodillas de la mujer parecieron a punto de ceder y Ethan se dispuso a agarrarla, pero, lejos de desmayarse, ella se volvió a poner la blusa, se abrochó los botones que le quedaban y se metió el bajo por la cintura de la falda. Habiendo recuperado la compostura, se giró hacia Ethan con una sonrisa forzada.

—No nos hemos presentado como es debido —dijo, ofreciéndole la mano—. Me llamo Ruby Rumford. Acabo de comprar este sitio y estoy en deuda con usted.

—Ethan Beaudry. Ha sido un placer ayudarla, señorita.

Le estrechó la mano y reprimió una mueca de asco consigo mismo al sentir el tacto firme y suave de sus dedos. Sólo un hombre sin escrúpulos sería capaz de mentirle a una mujer como ella. Pero eso era exactamente lo que iba a hacer.

Empezando por aquel momento.

Ethan Beaudry.

Ruby repitió el nombre varias veces en su cabeza, fascinada por su sonido. El nombre le resultaba muy apropiado para aquellos rasgos duros y atractivos, aquel cuerpo alto y delgado y aquel sensual acento sureño.

Pensó en cómo la había sujetado en sus brazos y cómo la había bajado hasta el suelo sin advertir las chispas que prendían entre sus cuerpos. Ruby entendía a los hombres lo bastante bien para saber que algunas cosas no podían evitarse. Pero lo sorprendente había sido su propia reacción al contacto. Habían pasado tantos años desde que sintió algo bueno con un hombre que había olvidado lo agradable que podía ser.

Deslizarse por el cuerpo de Ethan Beaudry le había provocado una ola de placer desde la cabeza a los pies.

Se reprendió mentalmente a sí misma. ¿En qué demonios estaba pensando? No hacía ni un año que Hollis había muerto, y lo último que necesitaba era otro hombre en su vida. Tenía un futuro que labrar y dos hijas que criar. Después de lo que había pasado no estaba lista para ser la amante ni la esposa de ningún hombre. Y tal vez nunca volvería a estarlo.

Su corazón y su alma estaban destrozados.

—Siento no poder ofrecerle nada para beber —mientras lo dijo miró hacia la puerta y Ethan captó la indirecta. Pero no quería marcharse sin conocerla mejor.

—¿Dice que ha comprado esta casa? —levantó la silla y la invitó a tomar asiento.

—Sí. Firmé el contrato hace dos días —respondió ella. Se sentó en el borde de la silla y juntó las manos en su regazo—. Lo abriré a los huéspedes en cuanto lo haya limpiado a fondo… si las arañas me lo permiten —soltó una risita nerviosa que profundizó los hoyuelos de sus mejillas.

Ethan maldijo en silencio. ¿Por qué tenía que ser tan atractiva?

—¿No tiene a nadie para ayudarla?

—No me puedo permitir pagar a nadie. Mi hermano se ofreció para venir a ayudarme, pero no quería que se sintiera obligado —se miró las manos brevemente, antes de mirarlo de nuevo a los ojos. Sus largas pestañas eran del color de la melaza—. ¿Cómo pudo oír mis gritos tan pronto, señor Beaudry? Debía de estar muy cerca de la casa.

—Por favor, llámame Ethan. Y sí, estaba pasando junto a la casa cuando te oí. Fue una cuestión de suerte.

Mentira número uno. Ethan llevaba vigilando la casa de huéspedes desde que llegó al pueblo una semana atrás. La reciente entrada en vigor de la Enmienda Dieciocho, prohibiendo la elaboración y venta de bebidas alcohólicas, había generado una epidemia de contrabandistas, delincuentes y destilerías ilegales. El Cuerpo de Alguaciles de Estados Unidos había recibido la orden de hacer cumplir la ley y detener a los delincuentes.

El sótano trasero de la vieja casa de huéspedes era, según todos los indicios, el lugar desde donde partían los cargamentos de whisky para su venta clandestina en Denver, Omaha y Kansas City. Ethan había visto huellas de neumáticos y pisadas en torno al edificio, pero aún no había pillado a nadie en el acto. No estaba allí para identificar y atrapar a los traficantes, sino al hombre que controlaba la operación.

Y eso lo llevaba a cuestionarse la presencia de aquella sugerente viuda. Si Ruby Rumford estaba allí para ofrecer un vínculo seguro entre los contrabandistas, era tan peligrosa como una cobra. Pero si había comprado la casa de huéspedes sin saber nada… que Dios la ayudase, porque corría un peligro que no podía ni sospechar.

—¿A qué te dedicas? —le preguntó ella.

Ethan había memorizado su tapadera, ideada por algún chupatintas de la oficina.

—Soy profesor de historia y me he tomado un año de excedencia para escribir un libro sobre Colorado. Este pueblo me pareció un lugar tranquilo para concentrarme en mi trabajo durante algunos meses.

Mentira número dos. Flagrante, pero necesaria.

Ella lo observó con una ceja ligeramente arqueada.

—Así que eres nuevo en el pueblo… La verdad es que no tienes pinta de profesor.

—Lo tomaré como un cumplido —se apoyó en un aparador cubierto de polvo y pensó en la mejor manera para aprovecharse de la situación—. Tengo una proposición que hacerte… El hotel donde me alojo es más caro y ruidoso de lo que me gustaría. Tú necesitas ayuda para reformar esta casa y no puedes permitirte pagar a nadie. ¿Qué te parece si te echo una mano a cambio de… digamos, alojamiento y comida gratis durante la primera semana?

Las dudas se reflejaron en el rostro de Ruby. Era fácil adivinar lo que se le pasaba por la cabeza. Él era un completo desconocido para ella y estarían a solas en aquella casa… ¿Estaría segura con él? ¿De qué manera podría afectar a su reputación?

O tal vez no estuviera pensando nada de eso y también ella tuviera sus motivos ocultos. Si Ruby Rumford sospechaba que le estaba mintiendo y quisiera atraparlo, Ethan se encontraría en un serio aprieto. Pero era un riesgo que estaba dispuesto a asumir.

—Sería un placer ayudar a una dama —añadió—. Pero algo me dice que si no aceptaste la ayuda de tu hermano, mucho menos aceptarías la mía. El trato, no obstante, sería justo para ambos. ¿No te parece?

El amplio busto de Ruby estiró la blusa al respirar profundamente.

—Podrías elegir la habitación que quieras, pero la comida sería un problema. No podré cocinar nada hasta que haya instalado la cocina.

—No pasa nada. La comida del hotel no está mal, aunque he de confesar que estoy deseando tomar una buena comida casera.

—En ese caso, trato hecho —esbozó una media sonrisa mientras se levantaba—. Vamos. Te enseñaré las habitaciones.

Lo condujo al piso superior, ofreciéndole una suculenta vista del sensual contoneo de sus caderas. Las fantasías de Ethan se desataron al ver cómo la estrecha falda de color caqui se ceñía a sus nalgas con cada paso. Se imaginó agarrando aquellos glúteos carnosos y penetrándola por detrás hasta el fondo.

¿Estaría ella dispuesta a jugar según sus reglas? ¿Sin emociones, sin promesas, sin lágrimas cuando él se marchara de su vida para siempre? Un hombre no podía estar seguro de ese tipo de cosas, pero una mujer como Ruby, tan apetitosa e independiente, debía de conocer el juego a la perfección. Al menos, él se lo pasaría muy bien instruyéndola.

Se dio a sí mismo una bofetada mental. Estaba allí para acabar con el contrabando de whisky, no para seducir a su voluptuosa casera. Y tal vez tuviera que enviarla a la cárcel si resultaba ser una colaboradora de los traficantes. Más le valdría recordarlo cuando empezara a pensar con la entrepierna.

Pero mientras tanto no había nada malo en disfrutar de la vista.

Las cuatro habitaciones eran todas del mismo tamaño y compartían el baño situado en el pasillo central. Las cañerías se habían añadido después de que la casa se hubiera construido y el resultado estaba muy lejos de ser sofisticado, pero al menos había un retrete y una bañera con agua corriente para los huéspedes. En la planta baja sólo había otro retrete y un lavabo para Ruby y sus hijas. Tendrían que bañarse en una tina o esperar su turno para usar la bañera del piso superior.

Nada que ver con la suntuosa mansión que había compartido con Hollis en Missouri. Ruby confiaba en que sus hijas se adaptaran al cambio, aunque allí al menos tendrían paz y seguridad.

Ethan Beaudry pasaba de una habitación a otra, deteniéndose para observar la vista desde todas las ventanas. Se movía como un puma, ágil y sigiloso, llenando con su poderosa presencia el espacio en el que entraba.

Desde el pasillo, Ruby intentó imaginárselo impartiendo una lección de historia a una clase llena de estudiantes. La imagen le resultaba absolutamente inverosímil, pero ¿qué sabía ella? Se había casado con diecinueve años y nunca había ido a la escuela. La idea que tenía de un profesor era la del estereotipo viejo y con gafas sobre el que había leído en los libros. No había nada que impidiera a un hombre alto y atractivo ser profesor.

De pronto volvió a asaltarla el recuerdo del breve instante que había estado entre sus brazos, aspirando su olor a cuero y sintiendo los contornos de su cuerpo fuerte y varonil. Una ola de calor se propagó por sus piernas bajo la falda.

Respiró profundamente y apartó el recuerdo de su cabeza. Era la dueña de una casa de huéspedes y él era su inquilino, nada más. Tenía que ser consciente de esa realidad en todo momento, aunque tuviera que recordárselo cada diez minutos.

A Ethan parecieron gustarle más las dos habitaciones de la parte trasera. Volvió a mirar por las ventanas y observó con interés el patio embarrado. No había nada que ver, salvo los surcos que habían dejado los carros y vehículos. Tal vez fuera el lugar escogido por los jóvenes para esconderse con sus parejas.

Según le había contado el agente inmobiliario, la casa llevaba vacía casi un año. El banco se la había quedado cuando su anterior propietario falleció sin haber pagado la hipoteca. Ruby empezaba a descubrir los secretos de la vieja casa de huéspedes, pero también ella tenía sus secretos. Tal vez con el tiempo llegara a sentir un vínculo especial con la propiedad. Tal vez, incluso, se convirtiera en su hogar.

Ethan se inclinó sobre la cama de la habitación situada más al sur y frunció el ceño al comprobar el desgastado colchón de algodón con el puño. Los muelles chirriaron al apretar. Ruby se asustó. ¿Estaría pensando en llevar allí a sus amigas? Tendría que haberse cerciorado de sus intenciones antes de aceptarlo como inquilino.

—Las camas son viejas, pero puedes cambiar de habitación cuantas veces quieras —dijo, entrando en el cuarto.

—Me quedaré con ésta —respondió él al tiempo que se enderezaba. El sol que entraba por la ventana arrancaba destellos dorados de sus ojos marrones.

—Todavía no se ha limpiado —murmuró ella, concentrando toda su atención en la pelusa de su falda. Estaba a solas con un hombre arrebatadoramente atractivo en la habitación que él acababa de asignarse. De repente no le parecía tan buena idea aquel acuerdo.

—La limpiaré yo —dijo él—. Pero necesitaré una mesa para trabajar. ¿Tienes alguna que pueda usar?

—Aquí no —respondió Ruby, quien ya había hecho una lista del escaso mobiliario—. Pero en la agencia me dijeron que había muebles viejos en el sótano. Puede que encuentres allí algo que te sirva.

—¿No has echado un vistazo?

—Aún no.

—¿Por las arañas? —le preguntó en tono jocoso.

—No he tenido tiempo.

—¿Qué te parece si bajamos ahora los dos juntos? Si ves algo que quieras, yo me encargaré de subirlo por ti.

Era una sugerencia muy razonable. La idea de entrar ella sola en un sótano oscuro e infestado de arañas le provocaba escalofríos y se había puesto cientos de excusas para postergarlo. Pero con Ethan no parecía tan espeluznante.

Lo siguió a la cocina, fijándose en el musculoso contorno de sus hombros. El pelo negro le llegaba hasta la nuca, y Ruby tuvo que sofocar el impulso de apartarle los rizos de su piel bronceada. ¿Cómo reaccionaría él si lo tocaba? ¿Lo tomaría como una invitación?

Ethan no la conocía de nada y no podía saber lo que ella le había hecho a su marido. Sólo unas pocas personas lo sabían en Dutchman’s Creek: Jace y Clara, naturalmente, y también la familia de Clara y Sam Farley, el viejo sheriff del pueblo. Ninguno de ellos revelaría jamás su secreto, pero los escándalos siempre acababan saliendo a la luz de un modo u otro. Tarde o temprano todo el pueblo lo sabría, y entonces ¿qué pensarían de ella? A Ruby ya no le importaba la opinión que pudieran tener los demás, pero sí se preocupaba por sus hijas.

Quizá debería haberse instalado en cualquier otro sitio, donde nadie supiera nada de su pasado.

Fuera como fuera, de momento tenía otras preocupaciones más acuciantes… y una de ellas estaba caminando justo delante de ella.

Ethan le había dicho que le gustaría tomar una buena comida casera, lo cual era lógico en un huésped. Sin dinero para contratar a nadie, a Ruby no le quedaba más remedio que ocuparse de la cocina ella misma.

Por desgracia, se había criado en una casa donde las comidas las preparaba un ama de llaves. Y cuando se casó con Hollis Rumford se fue a vivir a una mansión llena de criados y cocineros.

No sabía absolutamente nada de cocina. Ni siquiera sabía hervir agua.

¿Dónde demonios se había metido? La perspectiva de alojar huéspedes, preparar comidas, mantener la casa, hacer la colada, cobrar el alquiler y equilibrar las cuentas se le antojaba un desafío demasiado grande para ella.

Su sueño había sido disponer de unos ingresos fijos y un lugar para vivir con sus hijas. Pero la realidad se asemejaba más a una pesadilla. Había invertido todo su dinero en aquel caserón y se había trasladado desde Springfield con todas sus posesiones. No tenía más alternativa que quedarse y salir adelante.

Dos

La entrada al sótano estaba al fondo de la casa, junto a la cocina.

Era la clase de acceso por el que los niños se colaban en tiempos más felices, cuando la casa rebosaba de vida y actividad. Ahora, en cambio, la madera estaba podrida y combada.

No había cerrojo ni candado. Tan sólo un picaporte oxidado que aseguraba la trampilla. Cualquiera podría entrar libremente en el sótano, incluidos los contrabandistas. Ethan se había mantenido lejos de la puerta para no levantar sospechas, pero Ruby acababa de darle la excusa perfecta para echar un vistazo.

Tal vez demasiado perfecta.

—Supongo que no llevarás una linterna encima —dijo ella, inclinándose junto a su hombro. Ethan reconoció el olor de un perfume caro y corroboró que aquella mujer tenía dinero, o lo que era aún más probable, conocía a algún hombre adinerado. Pero entonces, ¿qué hacía en un lugar como ése? Ethan no podía bajar la guardia.

—Si dejamos la puerta abierta tendremos bastante luz —respondió él, girando la cabeza hacia ella—. ¿Preparada?

Ella asintió, con los ojos muy abiertos en una mueca de pura inocencia.

—Tú primero.

Ethan agarró el asa y levantó la trampilla, que cedió fácilmente y sin hacer el menor ruido. Las bisagras debían haber sido engrasadas recientemente. Con todos sus sentidos alerta, Ethan empezó a bajar por los bastos escalones de madera. Ruby lo seguía tan cerca que podía oír su respiración. Tal vez no fuese una buena idea. Aquella mujer podía estar pensando en dispararle por la espalda y dejar que su cadáver se pudriera en el sótano. O tal vez tenía a sus compinches esperando en las sombras para lanzarse sobre él.

Se maldijo por haber dejado su revólver 38 Smith & Wesson en el hotel. Un supuesto profesor de historia no tenía motivos para llevar un arma en un pueblo pequeño y a la luz del día, pero eso era antes de haber conocido a una misteriosa mujer pelirroja que parecía estar en el lugar equivocado por las razones equivocadas.

—Ten cuidado con la cabeza —se agachó bajo los cimientos de granito y se internó en las cavernosas profundidades del sótano. Las telarañas colgaban de las vigas de madera que soportaban el suelo de la casa, pero no había ninguna en la entrada. Alguien había estado allí pocos días antes.

Había un montón de muebles cubiertos de polvo apilados contra la pared del fondo, como si alguien los hubiera apartado para hacer sitio en el suelo de baldosas de barro. Pero no se veía nada más en el sótano. Si alguien había almacenado allí el whisky de contrabando, el cargamento ya había salido.

Aquello explicaría por qué Ruby le había permitido bajar al sótano.

De repente se dio cuenta de que ella ya no lo seguía. Miró hacia atrás y la vio dudando al pie de los escalones.

Por un breve instante se la imaginó subiendo la escalera a toda prisa y cerrando la trampilla para encerrarlo en el sótano. No era muy probable que se hubiese tragado la absurda historia del profesor. Ni siquiera él se la hubiera creído. Debería haberse inventado otra tapadera más convincente.

—¿Qué ocurre?

La mirada de Ruby se elevó hacia las telarañas que colgaban de las vigas. La sospecha invadió a Ethan. ¿Estaría actuando? No podía perder tiempo en averiguarlo.

—Por amor de dios, las arañas no nos molestarán si no las molestamos. ¡Vamos! —la agarró de la muñeca y tiró de ella con más fuerza de la que había pretendido.

—¡No!

Se puso a luchar contra él como un animal atrapado. Ethan le agarró el brazo con la otra mano y se lo giró para sujetárselo a la espalda, pero ella siguió resistiéndose y retorciéndose con todas sus fuerzas, jadeando por el esfuerzo.

—Escúchame, maldita sea. No hace falta que…

Se calló al encontrarse con la mirada de sus intensos ojos azules. En ellos se apreciaba una expresión de terror.

Aquella mujer había sufrido a manos de un hombre. Al parecer, de una manera brutal.

La soltó y ella se apartó con tanto ímpetu que perdió el equilibrio y cayó al suelo. Aturdida, se apoyó en los codos y le lanzó una mirada asesina entre la mata de pelo rojo que le caía sobre el rostro.

Ethan se sintió como un salvaje, de pie sobre ella.

—Lo siento, Ruby —le dijo en tono suave—. Me he puesto nervioso, pero no era mi intención hacerte daño. Nunca he agredido a una mujer.

Ella siguió desafiándolo con la mirada.

—No vuelvas a hacerlo —le amenazó con voz jadeante—. Después de la muerte de mi marido me juré que ningún hombre volvería a levantarme la mano. Y eso también va por ti… profesor.

Le escupió el título con tanto desprecio que Ethan tuvo que contenerse para no reaccionar.

—Te pido disculpas. Y te aseguro que no tienes nada que temer —extendió la mano abierta hacia ella—. ¿Me permites que te ayude a levantarte?

Ella dudó un momento, pero levantó la mano y aceptó la suya. Al principio lo hizo de manera titubeante, pero apretó los dedos cuando Ethan tiró de ella para ponerla en pie. Estaba temblando, la boca entreabierta y los ojos como platos. Ethan reprimió el impulso de abrazarla para consolarla. Era evidente que ella no quería que la tocara, de momento. Y además, que hubiera sufrido los abusos de un hombre no significaba que fuese inofensiva.

—¿Estás bien? —le preguntó él.

—Lo estaré —respondió ella con determinación. Retiró la mano y se apartó de él, tan rígida como una estaca—. Si no recuerdo mal, hemos bajado aquí a mirar los muebles.

Una vez que los ojos de Ruby se acostumbraron a la penumbra, concentró su atención en el montón de sillas rotas, cojines desgarrados y somieres desvencijados e intentó ignorar la poderosa presencia del hombre que tenía junto a ella.

Ethan le había asegurado que no tenía intención de hacerle daño. Ella quería creerlo, pero su cuerpo había reaccionado instintivamente cuando la agarró por la muñeca. Se había resistido igual que hizo con Hollis, hasta la noche en que su marido le rompió la mandíbula. Desde entonces se había limitado a apretar los dientes y aceptar su castigo… hasta el día en que Hollis fue demasiado lejos.

Aquellos diez años de palizas y abusos habían quedado grabados para siempre en su memoria, y todavía seguía despertándose en mitad de la noche por las pesadillas, temblando de pánico y empapada en sudor. Al principio pensó que el tiempo sanaría sus heridas emocionales, pero empezaba a temer que para ella no había curación posible.

—¿Cómo murió tu marido, Ruby?

Un nudo invisible le atenazó la garganta.

—¿Tienes costumbre de hacer preguntas personales?

—Normalmente no, pero tú has despertado mi curiosidad.

—Pues lamento decepcionarte, pero prefiero mantener mi vida en privado.