Contra el silencio - Alberto Gómez - E-Book

Contra el silencio E-Book

Alberto Gómez

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Beschreibung

«El libro de Alberto es parte del camino que lleva recorriendo desde que le conocí. Transmite tantas lágrimas serenas como esperanza porque, si él ha logrado romper el silencio, ¿por qué no podemos hacerlo todos?». Cecília Borràs, presidenta de Después del Suicidio - Asociación de Supervivientes (DSAS).  La muerte de una persona querida siempre deja un vacío difícil de colmar. Si además esa muerte es por suicidio, se sobreponen a la tristeza y el dolor una serie de sentimientos que pueden ahogar a los que se quedan: culpa, angustia, rabia... Este libo parte de la experiencia íntima del autor, el deceso de su hermano Eduardo. En sus páginas, llenas de escritura personalísima, se describe con delicadeza, en nombre propio, el tránsito hasta la recuperación emocional de quien perdió por suicidio a su hermano mayor. Un relato al que Alberto suma el pesar de otras diez personas que han pasado por la misma experiencia que él. Es un grito Contra el silencio que, con mucha frecuencia, sella esta pérdida.

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Primera edición: abril 2024 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Imagen de la cubierta: Alberto Gómez Fotografía de interior: familia Gómez García Maquetación: Álvaro López Corrección: María Luisa Toribio Revisión: Ana Briz

Versión digital realizada por Libros.com

© 2024 Alberto Gómez © 2024 Libros.com

[email protected]

ISBN-e: 978-84-19999-27-6

Alberto Gómez

Contra el silencio

Un viaje por las etapas del duelo después del suicidio

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

La foto

Demasiados años

Por fin

En silencio

La mentira

La culpa

Las huellas

Y te enfadas

Las fechas

Primeros pasos

De menos

Sonreírte

Agradecimientos

La foto

 

Tendría unos quince años, tal vez. Y, fíjate, ahí está, con su brazo por encima, como un escudo, protegiéndome. Me encanta esta foto. Y me encanta recordar aquel día, aquellos años en los que tuve a mi hermano a mi lado. Por eso sigue doliendo. Pero ahora sí que puedo… Puedo tener esta foto entre los dedos sin que me tiemblen; colgarla en mi casa; hablar de él. En voz alta. Y dejarme de tanto silencio.

Demasiados años

 

«Embrujao por tu querer».

Miguel Poveda

Si acabas de empezar este libro es porque siempre me ha encantado escribir. Desde muy pequeño ya me salían de manera natural líneas y líneas que describían lo que sentía, cómo disfrutaba o cómo sufría; lo que vivía por fuera y por dentro de mi piel casi siempre morena. Por eso no me extraña que, a las pocas horas de la muerte de mi hermano, de noche y sin poder dormir, comenzase a escribir las páginas que jamás hubiera imaginado que escribiría. Ahora las releo y siento un enorme escalofrío y quizás una cierta distancia. Sí, sigo siendo el mismo, la mayoría de las aristas de mi personalidad no han cambiado. Pero hay cosas que ya no son como entonces. Ya no siento lo mismo hacia mi hermano. No, no he dejado de quererle; de echarle de menos. He dejado de odiarle. Por eso, hoyabundan la complicidad, la empatía, la admiración, cuando hasta ahora todo lo que salía de mi corazón me llevaba a un triste agujero de pena, rabia e incomprensión. Me alegra haber escrito aquella noche. Me gusta conservar aquello que escribí. Y me alegra, aún más, que las reuniones de los grupos de duelo me hayan llevado también a sentarme delante de una hoja en blanco para describir qué siento ahora, tantos años después. Para contar, para contarte, por qué llora alguien, por dentro, sin que le vean, después de perder a alguien para siempre. Sin que pudieras haberlo evitado. Sin que logres entenderlo del todo. Sin que puedas pasar página fácilmente. Y sin que deje de doler.

Esta historia tiene dos fechas que explican buena parte de todo lo que he escrito en estas páginas. El 1 de enero de 1972 nació mi hermano, Eduardo. Fue…, es el mayor de nosotros cuatro, de mis dos hermanas y de quien firma este libro. Llegó a ser guardia real y, durante muchos años, fue ese hermano que dormía en la cama de al lado. Compartimos habitación, armario, paredes para colgar pósteres —aunque yo sufriera un reparto poco equitativo— y muchos ratos de deberes, risas leyendo cómics de Mortadelo y Filemón o broncas de José María García en el transistor que sonaba cada noche. Era un hermano al que idolatraba por el carisma que poseía; por cómo se hacía con todos los chavales de una clase o un campamento; por cómo era capaz de caminar por la orilla de una playa con una camisa blanca impoluta con las mangas largas perfectamente arremangadas, por esa misma orilla que piso cada verano… y desde la que, siempre, en algún momento, miro al mar… como para agradecerle lo bien que lo pasamos… y preguntarle cómo le van las cosas… Era un hermano que hizo que se me erizase la piel en muchas ocasiones. Y con el que también me enfadé, claro. Cómo no te vas a enfadar con alguien al que admiras.

El 5 de noviembre de 2020 tuve mi primer encuentro con la gente de DSAS (Después del Suicidio. Asociación de Supervivientes). Llegué varios minutos antes de mi cita; yo, que llego tarde a casi todo. Rebosaba nervios, dudas, miedos. Pero toda esa angustia desapareció en cuanto escuché que la persona que tenía enfrente, Ll., también había perdido a un ser querido por suicidio. Todas sus palabras me sonaron. Porque delataban las mismas lágrimas y el mismo estigma, pero también un camino y un esfuerzo. Por recordarlos. Pero recordarlos con una mochila cargada de sonrisas y no con toneladas de tabú. Yo había decidido esperar veintitrés años hasta ese día. Pero lo importante fue que, después de ese primer encuentro, ese primer intercambio de palabras tan sinceras y tan dolorosas, vinieron muchos más. Sin saberlo, aquel noviembre ganaba la primera de muchas batallas contra el silencio.

1972. 2020. Y tantas cosas de por medio. Imposibles de olvidar. Como aquel 31 de marzo de 1997. Aquel maldito día. Aquel día que nunca debió existir. Aquel día que lo cambió todo.

Por fin

 

«Where the boundaries are».

Message in a bottle (BSO)

Y, de repente, te escuchas contándolo por primera vez. Como nunca habías hecho hasta ahora. Lo que sentiste. Lo que aún sientes. Cuánto te duele todavía. Cuánto le echas de menos. Por mucho tiempo que haya pasado.

¿Sabes cuando caminas, con firmeza, hacia un lugar, una cita?, ¿cuando te has preparado con tiempo para no llegar tarde?, ¿cuando sientes por todo el cuerpo pura adrenalina de las ganas que tienes de ir? Lo haces porque te sientes muy bien allí, en ese lugar al que acudes tan puntual. Porque, aunque en esa sala las manecillas del reloj suenen de manera ensordecedora, en esa sala sí que te atreves. Y, a pesar de que a veces tu voz delate nervios y pesadumbre, logras sin prisa acabar cada frase, cada idea, cada recuerdo. Porque ahí todos hablan tu idioma. Todos saben de lo que hablas. Todos notan, cada día, un arañazo en el corazón. Una grieta. Una cicatriz, sin cerrar del todo, demasiado abierta en ocasiones. La que dice que perdiste a alguien por suicidio. Ocho letras que, unidas, te llevaron a un vacío para el que no estabas preparado y del que no te atrevías a hablar. Porque cómo ibas a contar que tuviste un padre, una madre, un hermano…, pero que no murieron de las maneras en que mueren otras personas a las que sí nos atrevemos a recordar en voz alta.

La sala se llena pronto de recuerdos. Guardados. Fielmente escondidos. En secreto. Encerrados con la misma intensidad con la que aparecen los silencios. Porque hay momentos en que nadie quiere hablar. O que nadie puede hacerlo. Compartimos sonrisas, escenas de un pasado que nos inunda por momentos…, pero también sentimos el inconfundible sonido de las agujas del reloj que avanzan entre personas deseosas de los mejores abrazos. Ahí cuentas cosas, pesares, estampas que no tenías olvidadas, pero que jamás habías compartido. Sin intención de sanar o salvar a nadie. Solo escuchar, compartir, acompañar. Regalarnos unos minutos, tan necesarios, para no desmoronarnos aún más de pura tristeza. Ahí sí. Por fin.

Recuerdo mi primera vez. La primera vez que me atreví a asistir a un grupo de duelo. Hacía mucho tiempo que sabía de esos grupos de ayuda, de apoyo, para los que se quedan. Los supervivientes, como se denomina a los familiares y amigos que perdieron a alguien tras un suicidio. Pero tardé diez años en atreverme a decir que quería asistir a una sesión. Que quería probar. Aunque no supiera del todo qué era lo que iba a probar.

Aquella primera vez me moría de miedo. Y, aunque no lo sabía del todo, también me moría de ganas. Era un grupo reducido: ocho personas, tal vez nueve. Un grupo donde brotaban fácilmente las emociones, las preguntas. Y los silencios. Un grupo de pocas respuestas. Tal vez ninguna.

Tras aquella primera vez, ya no quería salir de ese grupo. Lo necesitaba. Tanto como a mi hermano, que se fue aquel maldito día de 1997. Cuando yo andaba con dieciocho añitos saltando de sueño en sueño en mi primer año universitario.

Y de repente me vi diciéndoles a unos desconocidos que no. Que no había cerrado o acabado el duelo por mi hermano Eduardo, sea lo que sea el duelo. Porque tampoco estoy seguro de si uno lo comienza en el mismo momento en el que te enteras de lo que ha pasado. Pero sí estoy convencido de que no se cierra ni pronto ni fácil. Es algo personal, intransferible y difícilmente comparable a otros pesares. Por eso esa sala se llena de silencios acumulados y lágrimas derramadas desde hace demasiado tiempo.

Después de unos segundos escuchando el avanzar de las agujas del reloj, les confesé que quería que mi hermano habitase en mí, por dentro y por fuera, con más naturalidad. Con mayor entereza. Sin que me temblase la voz como siempre que lo hacía, sin que fuera un tabú. Les dije que hay días en que le recuerdo con una sonrisa. Que otros días le echo de menos. Y que otros días duele. Que me duele, y mucho, su ausencia.

También recuerdo que nos preguntamos, precisamente, qué pensamos que es el duelo. Y que yo les contesté que es como un juego de mesa de esos en los que avanzas cuatro casillas y tal vez luego retrocedes tres; un camino con diferentes etapas, pero sin instrucciones. Y que, cuando menos te lo esperas, cuando más seguro te sientes, vas y resbalas. Te caes. Vuelves a aquel día inolvidable. Sin saber por qué. Porque para eso, maldita sea, tampoco hay respuesta.

Por último, les conté del silencio. Porque en casa de mis padres nunca volvimos a hablar de él. Tal vez nunca volvamos a hacerlo. Tal vez el pesado silencio de veintitantos años siga creciendo.

Y mira que no hubo una sola ocasión, cuando escribía aquellos días, en la que no me preguntase cómo estarían mis padres y mis hermanas. Y no, no lo hice. Preguntarles. Cómo estaban de verdad. Ni una vez.

Recuerdo que tras aquella primera reunión sentí como una pequeña brisa después de tantísimo tiempo varado, una cierta fortaleza cosechada en las dos horas que dura cada reunión, una complicidad para no sentirnos ni solos ni incomprendidos. Dicen que somos supervivientes. O valientes. Yo creo que somos tenaces. Porque llevamos dos, cinco, diez, veinte años detrás de ello. Quizás no sabemos por qué se fueron, pero estoy convencido de que vamos a seguir intentándolo. Durante dos horas. Y durante muchas más.

En esas reuniones todos los que participan se convierten fácil y lógicamente en seres imprescindibles. Porque los miras a los ojos e intuyes. Casi todo. Y cómo no voy a pensar que es encomiable que vengan, que escuchen, que cuenten, con todo lo que les duele. Porque creo que eso es lo que nos une, lo que hace que vengamos y que, aquí sí, nos sintamos con tanta entereza. Y lo que haríamos por dejar de sentirlo tanto dolor. Después de tanto tiempo.

«Las manos me temblaban. Me sudaban. Quería llorar y gritar, pero no podía. Estuve muy callada, escuchando cómo todos teníamos la misma herida. Los mismos sentimientos. Y la misma carga por sanar. Al final de mi primera reunión, obtuve la fuerza para hablar de algo de lo que llevaba diez años sin hablar, para comenzar a aceptar parte de las cosas que me habían pasado». S. lo había hablado alguna vez con su madre, pero nunca con su hermano. Unos meses después de aquella primera reunión, se atrevió.

«Lo necesitaba, estaba deseando hablar con gente que hubiera sufrido lo mismo que yo. Y sentí que me entendían. Llevaba tanto tiempo sintiéndome incomprendida que dar con el grupo fue pura medicina. Hasta entonces, siempre que lo había contado, cuatro o cinco veces, había sido desagradable, incluso inútil», me cuenta A., la superviviente más joven que he conocido hasta ahora. Aunque la edad ni sume ni reste tristezas y pesares.

«Estableces vínculos inimaginables, descubres personas que formarán parte de tu vida. Vivimos el duelo con tanto dolor y tanta incomprensión que dar con esas personas, sus palabras, sus gestos, sus miradas… te ayuda a no sentirte solo. Rompes la soledad, tu enorme soledad. Por eso nadie deja su grupo, nadie abandona», cree C., para la que un grupo de duelo también es «un entrenamiento, un conjunto de estrategias para reivindicar lo que hemos vivido. Aprendes a moverte, después de quedarte paralizada a raíz de que tu mundo haya cambiado completamente. Y aprendes a aceptarlo».

«Un grupo te ayuda a poder hablar del tema en otros espacios más complicados, menos seguros. Para mí, fue socializar mi experiencia, contar a todo un grupo la experiencia de la muerte de mi padre, comprender que tu caso no es único. Me impactó entender y ser entendido». Lo que también hizo R. por vez primera fue escuchar a otros familiares con diferentes roles. Padres. Madres. Hermanos. Vacíos todos: «Hasta entonces, yo había visto el suicidio solo desde mi punto de vista, desde el punto de vista de un hijo que había perdido a su padre. Por eso me gustó mucho, por ejemplo, conocer a personas que habían perdido a su pareja, porque me ayudó a empatizar con el punto de vista de mi madre. Con ella nunca hablábamos del tema, así que pude ponerme en sus zapatos».

Son silencios. Lágrimas. Temblores. Y voces que dudan, al verse rozadas por tanta ausencia. Pero voces que, al final, siempre suspiran con un mañana mejor. Con un final un poco más feliz. Con un corazón que no sufra tanto al acordarnos de todo lo bonito que vivimos con ellos. Con un recuerdo que nos arranque, por fin, una sonrisa. Ojalá.