Corazón solitario - Michelle Douglas - E-Book

Corazón solitario E-Book

MICHELLE DOUGLAS

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Beschreibung

Josie estaba emocionada con que sus hermanos le hubieran organizado unas vacaciones… sin duda las necesitaba. El problema era que no se trataba del lugar animado que ella habría esperado, sino de una cabaña aislada en un idílico paraje australiano. El único vecino que tenía en kilómetros a la redonda era el taciturno, aunque muy atractivo, Kent Black quien, después de una tragedia familiar, había decidido apartarse del mundo. Josie no podía evitar sentir curiosidad por aquel hombre solitario cuyo corazón deseaba conquistar…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2008 Michelle Douglas

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Corazón solitario, n.º 2211 - marzo 2019

Título original: The Loner’s Guarded Heart

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1307-456-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

HOLA?

Josie Peterson se inclinó un poco para asomar la cabeza por la ventana entreabierta antes de llamar de nuevo a la puerta.

Ningún movimiento. Ningún sonido. Nada.

Mordiéndose los labios, dio un paso atrás y miró la casita pintada de blanco, con una sencilla cortina de cuadros grises en la ventana.

¿Grises? Josie suspiró. Estaba cansada del gris. Ella quería colores. Quería diversión y alegría.

Casi podía sentir el gris como un peso sobre sus hombros.

Sacudiendo la cabeza, se dio la vuelta y miró a su alrededor. El camino estaba barrido, el jardín cuidado, pero no había una sola flor que alegrase la uniformidad del paisaje, ni siquiera había tiestos. En aquel momento mataría por ver una gardenia, una rosa, algo.

Había seis cabañas en la falda de la colina, pero nada se movía. No había signos de vida. Ni coches, ni toallas secándose en el porche, ni bicicletas o balones de fútbol en los porches…

No había nadie.

Sin embargo, los jardines delanteros estaban bien cuidados. Alguien se tomaba la molestia de mantenerlos.

Si pudiera encontrar a esa persona…

O personas. Comenzó a rezar para que fueran personas.

Lo que tenía delante era un glorioso tablero de jardincitos verdes y eucaliptos a la orilla de un río que, al atardecer, parecía de plata. Sin un solo ser humano a la vista. Josie tuvo que contener el absurdo deseo de llorar.

¿Cómo se les había ocurrido a Marty y Frank enviarla allí?

«Fuiste tú quien dijo que quería paz y tranquilidad», pensó, dejándose caer sobre los escalones del porche.

Sí, pero una cosa era la paz y la tranquilidad y otra cosa era aquello.

Josie se tapó la cara con las manos. Marty y Frank la conocían lo suficiente como para saber que ella no habría querido ir a un cementerio, ¿no?

Ella no quería la clase de paz y tranquilidad que dejaba a una persona sin cobertura en el móvil.

Ella quería gente. Le gustaría tumbarse, cerrar los ojos y oír risas. Quería ver a gente riendo y viviendo. Quería…

Bueno, ya estaba bien. Aquello era lo único bueno que Marty y Frank habían hecho por ella en…

Intentó recordar, pero tenía la mente en blanco. Muy bien, no eran precisamente los hermanos más cariñosos del mundo, pero pagarle unas vacaciones había estado muy bien. ¿Iba a estropearlo criticándolos de forma tan ingrata?

Miles de personas matarían por pasar un mes en el precioso valle Upper Hunter, en Nueva Gales del Sur, sin nada que hacer.

Josie miró alrededor, soñadora. Ojalá todas esas personas estuvieran allí en ese momento.

Quitándose el polvo de las manos, se levantó. Tendría que encontrar la forma de pasarlo bien. Aunque no iba a resultar fácil.

Según su mapa, había un pueblo a unos kilómetros. Podría ir allí cuando quisiera. Allí haría amigos, pensó.

Se preguntó entonces qué tipo de personas vivirían en aquel sitio. Con un poco de suerte, la clase de personas que tomaban a un alma solitaria bajo su ala para presentarle a todo el mundo. Y, con un poco más de suerte, les gustaría charlar mientras tomaban un té con pastas.

Josie podría llevar las pastas.

Impaciente, movió los hombros y respiró profundamente el aire fresco. No reconocía los olores que llegaban a sus pulmones, tan diferentes al olor de su casa en Buchanan’s Point, en la playa.

Aquél no era su sitio, pensó.

–Tonterías –Josie intentó apartar de su mente aquella idea, pero el anhelo de volver a casa aumentaba por segundos.

Bajó los escalones hacia el camino de grava, esperando que moviéndose sus pensamientos tomaran otra dirección. Podía echar un vistazo a la parte de atrás, pensó. El hombre que le había alquilado la cabaña podría estar… plantando flores o algo así.

Deseando ver una cara amiga, Josie dio la vuelta a la casa. Necesitaba compañía, hablar con alguien. Cuando empujó la verja de madera se encontró con un jardín bien cuidado pero, de nuevo, sin flores o tiestos que rompieran la austeridad del paisaje. Y allí los setos estaban tan bien recortados como si hubieran usado una regla y un compás.

La verja estaba pintada de blanco, a juego con la casa, con el obligatorio tendedero en medio del jardín. Uno antiguo de metal como el que ella tenía en su casa. Su prosaica familiaridad la animó. Josie miró los vaqueros gastados, la camisa de cuadros y los calzoncillos que colgaban de la cuerda y decidió que su propietario debía de ser un hombre joven.

¿Por qué Marty o Frank no le habían dicho su nombre? Aunque todo había sido tan rápido… Le habían dado la sorpresa la noche anterior, insistiendo en que se fuera al día siguiente. Pero la salud de su vecina, la señora Pengilly, hizo que se marchara con un peso en el corazón. Josie se mordió los labios. Quizá debería haberse quedado…

Un gruñido hizo que se detuviera.

«No, por favor».

No había ningún cartel de Cuidado con el perro. Lo habría visto. Ella prestaba atención a esas cosas. Mucha atención.

De nuevo oyó el gruñido y enseguida vio al animal que lo emitía. Su corazón se encogió tanto bajo sus costillas que pensó que iba a desmayarse del susto.

–Perrito… –murmuró, con la lengua pegada al paladar.

El perro lanzó un gruñido como respuesta. No, no era un perrito y, aunque no parecía tan fiero como un rottweiler o un doberman, mostraba los dientes como si lo fuera. Podía imaginar lo fácil que le resultaría clavar esos dientes en su pierna…

Josie dio un paso atrás. El perro dio un paso adelante.

Ella se detuvo. Él se detuvo.

Le latía el corazón con tanta fuerza que le hacía daño. No quería apartar la mirada del perro, que bajó la cabeza y volvió a lanzar un gruñido, mostrándole los dientes.

Ésa no era buena señal. Y sabía que no le daría tiempo de llegar a la verja. El perro llegaría antes y con esos dientes…

Tragando saliva, dio otro paso hacia atrás. El animal no se movió.

Otro paso. El perro seguía inmóvil.

Josie empezó a correr y se subió al tendedero.

–¡Socorro! –gritó.

Algo rozó su cara y, nerviosa, levantó una mano para apartarlo. ¡Una telaraña! Ésa fue la gota que colmó el vaso. Josie se puso a llorar.

El perro se colocó debajo de ella y siguió gruñendo. Y Josie siguió llorando.

–¿Se puede saber…?

Una persona.

–Gracias a Dios.

«Por fin una cara amiga», pensó Josie, volviéndose hacia la voz…

Y su corazón se detuvo durante una décima de segundo.

¿Aquélla era una cara amiga?

¡No!

El perro volvió a gruñir de forma amenazadora.

–Por el amor de…

El hombre se puso las manos en las caderas. Bonitas y delgadas caderas, se fijó Josie.

–¿Se puede saber por qué demonios llora?

El hombre no parecía nada amistoso. Pero nada. El brillo de sus ojos no tenía calor alguno. Y estaba segura de que «demonios» no era la expresión que habría querido usar.

Que Dios la ayudase. No era la clase de hombre que tomaría a un alma solitaria bajo su ala.

–¿Es usted el dueño?

–¿Es usted Josephine Peterson?

–La misma.

–Entonces, sí. Soy Kent Black.

No le ofreció su mano, aunque habría sido difícil estrecharla estando agarrada al tendedero.

–Le he preguntado por qué lloraba.

En otra persona la pregunta podría haber sonado comprensiva, pero no en Kent Black. En cualquier caso, ella habría hecho otra pregunta, por ejemplo: ¿qué demonios hace colgada de mi tendedero?

–¿Por qué lloro?

Debía de pensar que era una demente.

–Sí.

–¿Por qué lloro? Pues voy a decirle por qué lloro. Lloro porque… mire este sitio –dijo, señalando alrededor–. ¡Esto es el fin del mundo! ¿Cómo han podido Marty y Frank pensar que me gustaría venir aquí?

–Mire, señorita Peterson, creo que debería calmarse…

–No, de eso nada. Me ha hecho una pregunta y yo se la voy a contestar –lo interrumpió Josie, señalándolo con el dedo como si él fuera el responsable de todo–. No sólo estoy perdida aquí, en el fin del mundo, sino colgando de un tendedero. ¡Se me pinchó una rueda mientras intentaba encontrar este sitio y luego su perro me persiguió hasta que me subí al tendedero y… y hay telarañas por todas partes!

Sabía que debía de parecer una histérica, pero no podía calmarse.

–Oiga…

–Y encima la señora Pengilly se puso mala esta mañana y tuve que llamar a una ambulancia… y enterré a mi padre hace quince días y…

La furia se esfumó. Así, de repente. Josie cerró los ojos y bajó la cabeza.

–Y lo echo de menos –terminó, en un tono casi inaudible.

Cuando abrió los ojos encontró a Kent Black mirándola como si fuera una loca. Pero ella no era una loca. Y, a pesar de los gritos, no le apetecía pedir disculpas. Aquel hombre no tenía la clase de cara que invitaba a una disculpa.

–¿Tiene miedo de mi perro?

Josie levantó una ceja. ¿Pensaba que lo de subirse a un tendedero era algo que hacía de forma habitual?

–Aunque estemos en el fin del mundo, debería poner un cartel de Cuidado con el perro para advertir a la gente.

Él se quedó mirándola fijamente y Josie se levantó un poco la camiseta. No tenía que mirar para ver la cicatriz que cruzaba su estómago. Podía trazarla con detalle hasta en sus sueños. Pero él apenas parpadeó.

–¿Cuántos años tenía?

–Doce.

–¿Y Molly le da miedo?

¿No era evidente?

Josie miró al perro. ¿Molly? No era nombre para un perro asesino. Y con Kent Black a su lado, la perra no parecía tan formidable como antes.

–¿Es una chica?

–Sí.

El perro que la había atacado era un doberman.

–Me ha gruñido.

–Porque usted la asustó.

–¿Yo? –Josie estuvo a punto de caerse del tendedero.

–Si hubiera dado un par de palmaditas, habría salido corriendo.

–Sí, seguro.

–¡Molly! –la llamó. La perra se acercó moviendo la cola y él se inclinó para acariciar su cabeza–. Túmbate, chica.

Su voz era suave, dulce. Nada que ver con el tono que usaba para hablar con ella. Cuando Molly se tumbó sobre la hierba, Josie lo entendió. Si Kent Black le hablase a ella de esa manera, seguramente también se tumbaría.

«No seas ridícula», pensó, mientras Kent acariciaba la tripita de la perra. Tenía unas manos grandes, masculinas. Pero incluso desde allí arriba podía ver que eran manos de trabajador, llenas de callos.

–Mire esto.

Ella miró y vio una cicatriz como la suya en la tripita de Molly.

–Qué horror.

–Un canalla se lo hizo con un palo.

Josie hizo una mueca de horror. ¿Cómo podía alguien maltratar a un animal indefenso? Era inhumano.

Por fin, bajó del tendedero y se puso en cuclillas para tocar a la perrita.

–Pobrecita mía –murmuró, abriendo los brazos.

Y Molly se echó en ellos como si la conociera de toda la vida.

 

 

Kent nunca había visto nada parecido. Molly siempre se escondía de los extraños. Cuando alguien la sorprendía, como había hecho Josephine Peterson, intentaba tirarse un farol gruñendo… y luego se escondía. Lo único que no hacía nunca era dejarse acariciar por un extraño.

Por primera vez en mucho tiempo, Kent se encontró a sí mismo intentando sonreír. Pero luego recordó los gritos de la señorita Peterson y volvió a enfadarse. No necesitaba una mujer allí, en Eagle’s Reach.

Una mujer que no sabía cuidar de sí misma.

Apostaría sus vacas a que Josephine Peterson siempre había tenido que depender de alguien. Y él no pensaba hacer el papel de ángel de la guarda.

Era como una ratita, poca cosa. Tenía el pelo castaño, los ojos castaños y un cuerpo tan delgado que seguramente no sería capaz de cargar con un haz de leña. Incluso su sonrisa era tímida y tentativa.

Pero cuando la sonrisa desapareció, Kent se sintió tontamente culpable.

–¿Tiene más perros?

–No –contestó él.

El recuerdo de la cicatriz de Josie hizo que apretase los puños. Cuando se levantó la camiseta para mostrársela no había sentido ternura o deseo. Pero tenía la impresión de que era algo parecido, algo a lo que no podía poner nombre.

Lo que no sabía era qué quería Josephine Peterson. Aquél no era su sitio. Ella era una chica de ciudad. Sólo había que mirar sus uñas, largas y pintadas de rosa. Eran cuadradas y tan iguales que debían de ser postizas. Y aquél no era un sitio para uñas de porcelana.

Aquél era un sitio duro, difícil.

Y no había visto a nadie menos duro y más difícil que Josephine Peterson.

–¿Está casado? –preguntó ella entonces.

Cuando Kent la miró a los ojos, algo parecido al deseo encendió su sangre, recordándole todo aquello a lo que había dado la espalda. Ahora que estaba tan cerca podía ver unos puntitos dorados en sus preciosos ojos de color chocolate.

«Llevas demasiado tiempo en estas montañas», se dijo.

Fuera cual fuera el color de sus ojos, aquélla no era la clase de mujer que a él le gustaba. A él le gustaban las rubias con buenas curvas que sólo querían pasar un buen rato. Y Josephine Peterson no parecía la clase de chica que tenía aventuras de una noche.

–No –contestó–. No estoy casado.

Y no tenía intención de estarlo. Y cuanto antes se diera cuenta ella, mejor.

–Qué pena. Habría estado bien tener a una mujer por aquí para charlar. ¿No hay nadie más que usted?

–No –respondió él, bruscamente–. Voy a buscar la llave de su cabaña.

–¿Cuál es la mía?

–Están todas vacías –Kent Black se dio la vuelta y ella prácticamente tuvo que correr para seguirle el paso–. Puede elegir la que quiera.

–Ésa –dijo Josie, señalando la más próxima.

Kent tuvo que tragarse una palabrota. ¿Por qué no elegía la que estaba más alejada?

Sacudiendo la cabeza, desapareció dentro de la casa y volvió unos segundos después con una llave en la mano.

–Gracias. ¿La cabaña tiene teléfono?

Él hizo una mueca. Odiaba a la gente de la ciudad. Llegaban allí diciendo que querían olvidarse de todo para estar en contacto con la naturaleza, pero se ponían histéricos cuando descubrían que no tenían las mismas comodidades que en su casa.

Aunque Josephine Peterson no parecía muy ilusionada por estar allí.

–Esto es el fin del mundo, ¿recuerda? ¿Usted qué cree?

–Supongo que eso es un no.

–Supone bien.

No aguantaría un mes. A ese paso, ni dos días. ¿Qué la había poseído para alquilar una cabaña en Eagle’s Reach? El anuncio que él había puesto en el periódico local no hacía falsas promesas. Desde luego, no era la clase de anuncio que atraía a personas como ella.

–Mire, señorita Peterson, parece que esto no es lo que buscaba. ¿Por qué no va a Gloucester? Sólo está a media hora de aquí. Allí encontrará un sitio más acorde a sus gustos. Incluso le devolveré la fianza.

–Por favor, llámeme Josie.

Luego se quedó callada, como si esperase que él le devolviera el favor diciendo que podía tutearlo, pero Kent no tenía intención de hacerse su amigo. La quería fuera de allí.

–Tengo que quedarme –siguió, al ver que no decía nada–. Mis hermanos me han pagado estas vacaciones.

–¿Querían gastarle una broma?

–No, qué va. Por eso tengo que quedarme. Se llevarían un disgusto si supieran que me he ido a otro sitio.

Fabuloso.

A pesar de todo, Josephine Peterson estaba sonriendo. Pero él quería resistirse. El instinto le advertía contra aquella mujer.

–¿En Gloucester habrá algún teléfono? Aquí no hay cobertura para el móvil y me gustaría saber cómo está mi vecina, la señora Pengilly.

Tímida, sí, pero podía hacer que un hombre se sintiera como un canalla.

–Yo tengo teléfono –suspiró Kent.

–¿Puedo…?

–Está en la cocina.

Ella entró a toda velocidad, como si temiera que retirase la oferta, y Kent se dejó caer sobre los escalones del porche, intentando no escuchar la conversación, intentando no oír cómo le decía a quien fuera que el valle de Gloucester era precioso, que la vista era fabulosa y que la cabaña era genial.

Irritado, se levantó y empezó a pasearse. El valle de Gloucester era precioso y la vista desde su cabaña, fabulosa, sí. Pero tenía la impresión de que no diría lo mismo sobre la cabaña.

Josephine reapareció unos minutos después, aunque Kent esperaba que hubiese estado hablando por teléfono durante una hora. Eso era lo que hacían todas las mujeres, ¿no?

–Gracias.

–¿Cómo está la señora Pengilly?

No podía creer que hubiera preguntado eso. Quizá fuera hora de tomarse unas vacaciones.

Ella sonrió.

–Su hijo Jacob vive en Brisbane, pero ha ido a cuidar de ella. Es que tiene diabetes.

–Si han estabilizado sus niveles de azúcar y le han puesto medicación, se pondrá bien –Kent dijo esas palabras con una facilidad que lo sorprendió a él mismo.

–Eso es –murmuró Josie, sorprendida–. Parece que sabe usted de lo que habla.

–Sí, lo sé.

Pero no pensaba darle más información. Ya le había dado más que suficiente.

–Vamos, la llevaré a la cabaña.

 

 

Las palabras de Kent Black sonaban más bien como: «Váyase de aquí y déjeme en paz». No, no era un hombre simpático.

Pero tenía un cuerpazo. Alto, hombros anchos, atlético. Y no era un ogro. Le había dejado usar su teléfono y le había preguntado por la señora Pengilly.

Josie trotó para ponerse a su lado, mirándolo por el rabillo del ojo. Quizá no tuviera práctica hablando con la gente. Como vivía allí, apartado de todo… pero ella estaba decidida a concederle el beneficio de la duda porque la alternativa era demasiado horrible: no tener absolutamente a nadie con quien hablar.

No, no. Josie intentó contener el miedo. A pesar de su duro exterior, Kent Black no era mala persona.

«¿En qué pruebas basas esa afirmación?», le preguntó una vocecita interior.