Corazones heridos - Un hombre inocente - Diana Palmer - E-Book
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Corazones heridos - Un hombre inocente E-Book

Diana Palmer

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Beschreibung

Corazones heridos Para Cash Grier, exmiembro de las Fuerzas de Operaciones Especiales del ejército de los Estados Unidos, su nuevo puesto como jefe de policía de Jacobsville suponía un gran cambio. Sin embargo, algo amenazaba con distraerlo de su trabajo: la irresistible atracción que sentía por su enemiga declarada, Tippy Moore. La actriz caprichosa con aspiraciones a estrella se había convertido de la noche a la mañana en una persona increíblemente modesta. Poco a poco Cash descubriría un espíritu afín en aquella mujer que guardaba casi tantos secretos como él. Pero justo cuando estaba empezando a pensar que Tippy podía ser la compañera ideal de su vida, una traición imperdonable se interpondría entre ellos. Un hombre inocente Gabriel Brandon había sido su héroe desde que la había rescatado de adolescente, cuando era una huérfana sola y perdida. Michelle Godrey había amado desde el primer momento a aquel misterioso texano de ojos oscuros, su ángel protector. El tiempo había pasado y ella se había convertido en mujer. Sin embargo, ¿sería capaz de espantar a los fantasmas que se interponían entre ellos? ¿Podría demostrarle a Gabriel que el suyo era un amor verdadero?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 149 - marzo 2022

 

© 2004 Diana Palmer

Corazones heridos

Título original: Renegade

 

© 2014 Diana Palmer

Un hombre inocente

Título original: Texas Born

Publicados originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2005 y 2015

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

© Harlequin, Tiffany y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

© y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-524-6

Índice

 

Créditos

Corazones heridos

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

 

Un hombre inocente

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

 

Si te ha gustado este libro…

Uno

 

 

 

 

 

Era lunes por la mañana, y no había mucho movimiento en la comisaría de policía de Jacobsville, Texas. Tres agentes estaban sirviéndose café en la mesita que había en el área de recepción. El subjefe de policía del condado había pasado por allí para entregar una orden judicial. Un vecino de la localidad estaba escribiendo una declaración contra un delincuente que acababa de llevar detenido uno de los agentes. La secretaria no estaba en su puesto.

–¡Se acabó! ¡Estoy harta! No tengo por qué trabajar aquí. Están buscando gente para el supermercado, ¡y voy a ir ahora mismo a presentar mi solicitud!

Los gritos de la secretaria hicieron que todas las cabezas se giraran. Se oyó después al jefe de policía farfullar una escueta respuesta, y a continuación el estruendo de un objeto metálico al golpear el suelo.

Al final del pasillo apareció una adolescente furiosa con el cabello corto y de punta, minifalda y una blusa con mucho escote. Sus ojos lanzaban llamaradas, y sus pendientes largos tintineaban con cada zancada que daba.

Los agentes se apresuraron a hacerse a un lado. La chica fue hasta su mesa, tomó su abultado bolso, y se dirigió hacia la puerta.

Justo cuando tenía la mano sobre el picaporte salió al pasillo Cash Grier, el jefe de policía, un hombre alto, moreno, y guapo. Su cabello, sus pantalones y su camisa estaban salpicados generosamente con posos de café, trizas de papel y un par de hojitas de Post-it, de su larga coleta pendía otra más, y en el empeine de uno de sus relucientes zapatos negros había pegado un pañuelo de papel.

–¿Es por algo que haya dicho? –le preguntó.

La adolescente, que llevaba las uñas y los labios pintados de negro, gruñó y salió dando un portazo.

A los agentes les estaba costando tanto trabajo contener la risa, que parecía que les hubiera entrado un ataque de tos. El hombre que estaba escribiendo la declaración, en cambio, no fue capaz de disimular, y prorrumpió en tales carcajadas, que tuvo que agarrarse los costados.

Cash lanzó una mirada furibunda a sus compañeros.

–Adelante, reíos. Me da igual que se vaya. Ya encontraré otra secretaria.

Judd Dunn, su ayudante, que estaba apoyado en el mostrador, lo miró malicioso.

–Ésa era la segunda desde que te nombraron jefe de policía.

–Por amor de Dios, ¡trabajaba en una tienda de alimentación antes de venir aquí! –masculló Cash, sacudiéndose el uniforme con la mano–. Si consiguió este empleo fue sólo porque su tío, Ben Brady, es el alcalde en funciones, y porque me dijo que, si no la contrataba, el Ayuntamiento no nos financiaría los nuevos chalecos antibalas que necesitamos –añadió, resoplando enfadado–. ¡Menudo pájaro! No estaría en el puesto en el que está si a Jack Herman no le hubiera dado ese ataque al corazón que lo ha hecho retirarse de la política. No tengo más remedio que aguantarlo hasta las elecciones de mayo.

Judd lo escuchó sin hacer comentario alguno, y Cash, con el ceño fruncido, siguió despotricando del alcalde en funciones.

–Estoy deseando que lleguen las elecciones, lo juro –farfulló–. Brady me pone enfermo con eso de que me saco casos de tráfico de drogas de donde no los hay, y además se niega a escuchar ninguna de mis ideas para mejorar nuestro departamento. Dicen que Eddie Cane va a presentar su candidatura contra él.

–Fue el mejor alcalde que hemos tenido –comentó Judd–. Estoy seguro de que ganará.

–¿El mejor, dices? Lástima que tengamos que esperar a mayo para votarle y echar a Brady –dijo Cash, contrayendo el rostro al tirar del Post-it pegado en su coleta–. Si se le ocurre proponer a otra secretaria para reemplazar a su sobrina, dimito.

–Pues tendrás que darte prisa en encontrar tú a una antes de que lo haga –apuntó Judd–… si es que logras encontrar a alguien en su sano juicio que quiera trabajar para ti.

–¿Y qué sugieres? –le espetó Cash–, ¿que ponga un anuncio en el periódico, para que venga una avalancha de mujeres ansiosas por estar en la misma habitación que yo, y muramos aplastados?

–Quizá deberías tomarte unos días libres y relajarte un poco –fue el consejo de Judd–. Dentro de nada llegarán las vacaciones de Navidad –añadió mirándolo fijamente–. Podrías irte a algún sitio, cambiar de aires unos días.

Cash enarcó una ceja.

–Ya cambié de aires el mes pasado, cuando fui contigo a ese estreno en Nueva York.

–Y Tippy dijo que podías volver a verla cuando quisieses –apuntó Judd con una sonrisa maliciosa. La Tippy de la que hablaba no era otra que Tippy Moore, la «Luciérnaga de Georgia», una famosa modelo que se había pasado al mundo del cine–. A su hermano pequeño le caíste bien, y aunque estudia interno en esa academia militar, seguro que vuelve a casa para pasar las vacaciones con ella.

Cash sopesó la posibilidad con cierta reticencia. Tras descubrir que la modelo no era la mujer superficial, la vampiresa que había creído que era, había empezado a sentirse peligrosamente atraído por ella. Y era que sus vulnerabilidades le resultaban más seductoras que el descarado flirteo que había empleado con él en un principio.

–Bueno, supongo que podría llamarla y preguntarle si lo de esa invitación iba en serio –dijo.

–Buen chico –dijo Judd, acercándose y dándole una palmadita en el hombro–. Puedes tomar el primer vuelo que salga para allá, y yo ocuparé tu mesa como jefe en funciones.

Cash lo miró suspicaz.

–Esto no tendrá nada que ver con ese coche patrulla con el que llevas tanto tiempo dándome la lata, ¿verdad? Hay una junta en el Ayuntamiento la semana que viene…

–La pospondrán para después de las fiestas –le aseguró Judd–. Además, jamás intentaría convencer al Ayuntamiento para que nos subvencionen un coche patrulla que tú no quieres. En serio.

Cash no se fiaba un pelo de la sonrisa deslumbrante que había en su rostro. Judd era como él: raramente sonreía, y cuando lo hacía solía ser porque estaba tramando algo.

–Y por supuesto tampoco buscaré a otra secretaria antes de que vuelvas –añadió, rehuyendo los ojos de Cash.

–Ajá, así que de eso se trata –dijo Cash de inmediato–. Tienes a alguien en mente. Piensas colocarme a alguna mujer coronel jubilada, o a otra de esas paranoicas que creen en la teoría de la conspiración, como esa secretaria que tuvimos cuando mi primo Chet Blake ocupaba el puesto que yo ocupo ahora.

–No conozco a ninguna paranoica –dijo Judd con aire inocente.

–¿Ni a ninguna mujer ex coronel?

Judd se encogió de hombros.

–Bueno, tal vez a una o dos. Eb Scott tiene una prima…

–¡Ni se te ocurra!

–Pero si no la conoces…

–¡Ni quiero conocerla! Aquí el que manda soy yo. ¿Ves esto? –dijo Cash señalando su placa–. Mi misión es lidiar con el crimen, no con mujeres mayores.

–Bueno, ésta no es mayor… exactamente.

–Contrata a una nueva secretaria antes de que vuelva, y la despediré en cuanto aterrice mi avión de regreso –le advirtió Cash–. De hecho, pensándolo bien, creo que será mejor que no vaya a ninguna parte.

Judd se encogió de hombros.

–Como quieras –dijo estudiando sus limpias uñas–, pero he oído que la hermana del comisario de urbanismo te tiene echado el ojo, y puede que le pida al alcalde en funciones una recomendación para el puesto.

Cash se sintió como un conejo perseguido por un perro de caza. El comisario de urbanismo, un hombre bueno y afable, tenía en efecto una hermana. Tenía treinta y seis años, se había divorciado dos veces, llevaba blusas semitransparentes, y pesaba al menos cuarenta kilos de más. El comisario era además el mejor dentista en muchos kilómetros a la redonda, y de todos era sabido que adoraba a su hermana. Demasiada presión incluso para un ex miembro de las Fuerzas de Operaciones Especiales del ejército de los Estados Unidos en una ciudad tan pequeña como Jacobsville.

–¿Cuándo podría empezar la ex coronel? –inquirió, apretando los dientes.

Judd se echó a reír.

–En realidad, no conozco a ninguna ex coronel que quiera trabajar para ti, pero estaré al tanto por si se presenta alguna –respondió, moviéndose a tiempo para esquivar la patada de giro que le lanzó Cash–. ¡Oye, que soy oficial de policía! Si me pegas, estarás incurriendo en un delito.

–No si lo hago en defensa propia –farfulló Cash, dándole la espalda y dirigiéndose de regreso a su despacho.

–Mis abogados se pondrán en contacto contigo –le dijo Judd con mucha guasa mientras se alejaba.

Cash le lanzó un gesto insultante por encima de la cabeza.

 

 

Sin embargo, cuando estaba a solas en su despacho, con la papelera de nuevo en su sitio, y la basura dentro y no desperdigada por el suelo, Cash se quedó pensando en lo que Judd le había dicho. Quizá tuviera razón; en los últimos días había estado un poco susceptible y tal vez unos días libres podrían ayudarlo a estar algo menos… irritable. Lo cierto era que los dos bebés que habían tenido Judd y Chrissy se habían convertido para él en un doloroso recordatorio de la vida que había perdido.

¿Y si fuera a visitar a Tippy, como le había sugerido Judd? Rory, el hermano de nueve años de la joven, lo idolatraba, y en comparación con el modo en que solía tratarlo la gente: con curiosidad, con respeto, e incluso con miedo,… sobre todo con miedo, la admiración del pequeño le resultaba inusual y agradable.

Además, el chico no tenía ningún referente masculino en su entorno, a excepción de sus amigos en la academia militar. ¿Qué podría haber de malo en que pasara algún tiempo con él? Después de todo, no tenía que contarles a Tippy ni a él la historia de su vida. Cash contrajo el rostro, recordando la única vez en la que había hablado con alguien de su pasado.

Se sentó tras su escritorio, y se sacó un listín telefónico del bolsillo. Buscó en él un número de Nueva York, levantó el auricular del inalámbrico, y lo marcó.

Esperó dos tonos, tres, cuatro… Profundamente decepcionado, iba a colgar ya, cuando de pronto se oyó al otro lado de la línea una voz suave y seductora: «En este momento no estoy en casa. Por favor, deja un mensaje y tu número, y me pondré en contacto contigo». A continuación sonó un pitido.

–Soy Cash Grier –dijo Cash.

Comenzó a recitar su número de teléfono, pero lo interrumpió aquella misma voz del contestador:

–¡Cash!

Parecía sin aliento, como si se hubiese lanzado a por el teléfono antes de que pudiera colgar. Halagado, Cash prorrumpió en una suave risa.

–Sí, soy yo. Hola, Tippy.

–¿Cómo estás? –le preguntó ella–. ¿Aún sigues en Jacobsville?

–Aquí sigo. Sólo que ahora soy jefe de policía. Judd abandonó el cuerpo de los Texas Rangers, y trabaja conmigo como ayudante –añadió de mala gana. Tippy había estado locamente enamorada de Judd, igual que él lo había estado, tiempo atrás, de su esposa, Christabel.

–¡Cuánto han cambiado las cosas! –suspiró ella–. ¿Y cómo está Christabel?

–Muy feliz –respondió Cash–. Judd y ella han tenido mellizos.

–Lo sé. Hablé con ellos el día de Acción de Gracias –le confesó Tippy–. Un niño y una niña, ¿verdad?

–Jared y Jessamina –asintió él sonriendo. Los mellizos le habían robado el corazón cuando había ido a verlos al hospital. Era padrino de ambos, pero Jessamina era su favorita, y no se esforzó siquiera por disimularlo–. Jessamina es una auténtica muñequita. Tiene el pelo negro como el azabache, y los ojos del azul más profundo. Aunque seguramente cambiarán cuando crezca, claro.

–¿Y Jared? –quiso saber ella, divertida ante esa fascinación que parecía sentir por la pequeña.

–Igualito que su padre –respondió Cash–. Jared les pertenece, pero Jessamina es mía. Así se lo dije. Varias veces –añadió con un suspiro–. Pero no me sirvió de nada, evidentemente, porque no quieren dármela.

Tippy se echó a reír. Su risa sonaba como cascabeles de plata en una noche de verano, y su voz era sin duda uno de sus mayores encantos.

–¿Y a ti?, ¿cómo te va? –le preguntó Cash.

–Estoy trabajando en una nueva película –contestó ella–, pero hemos parado el rodaje para poder pasar todos las Navidades en casa. Y no sabes cómo me alegro, porque la película tiene bastantes dosis de acción, y no estoy en forma. Tendré que entrenar más si quiero hacerlo bien.

–¿De acción, dices?

–Sí, ya sabes: volteretas, saltar de trampolines, lanzarme desde sitios altos, artes marciales… esa clase de cosas –explicó ella en un tono cansado–. Tengo cardenales por todo el cuerpo. A Rory le va a dar algo cuando me vea. Siempre anda diciéndome que ya no tengo edad para hacer esas cosas.

–¿Que ya no tienes edad? –repitió él incrédulo, pues sabía que sólo tenía veintiséis años.

–Para él soy una vieja, ¿no lo sabías? –le contestó ella–. Tendría que ir por ahí con un bastón.

–Pues no quiero ni imaginarme cómo debe de verme a mí, que te llevo doce años –dijo él riendo–. ¿Va a pasar las Navidades contigo?

–Claro. Vuelve a casa cada vez que tiene vacaciones. Tengo un piso pequeño pero acogedor cerca de la Calle Cinco en el sur del distrito East Village. Y la zona está bien: hay una librería, una cafetería… La verdad es que es un sitio muy agradable para ser parte de una gran ciudad.

–No lo dudo, aunque a mí me gustan más los espacios abiertos.

–Lo sé. No tienes que decirlo –contestó ella. Vaciló un instante–. ¿Tienes problemas o algo así?

Cash se sintió extraño.

–¿A qué te refieres?

–¿Necesitas que haga algo por ti? –insistió ella.

Cash no supo muy bien cómo debía responderle. Nadie le había ofrecido nunca ayuda.

–Estoy bien –contestó en un tono brusco.

–Entonces… ¿para qué me has llamado?

–No te he llamado porque quisiera nada –dijo, con más aspereza de la que pretendía–. ¿Tanto te cuesta creer que te haya llamado sólo porque quería saber cómo te iba?

–La verdad es que sí –admitió ella–. Cuando estuvimos filmando en Jacobsville no le caí muy bien a la gente. Y menos a ti.

–Pero eso fue antes de que dispararan a Christabel –le recordó él–. La impresión que tenía de ti dio un giro de ciento ochenta grados en el momento en que te quitaste aquel suéter tan caro que llevabas sin pensarlo dos veces y lo usaste para aplicar presión en su herida. Aquel día te ganaste la simpatía de muchas personas.

–Gracias –murmuró Tippy tímidamente.

–Escucha, estaba pensando en ir a pasar unos días a Nueva York antes de Navidad –le dijo Cash–. ¿Lo de la invitación iba en serio? Podríamos salir por ahí Rory, tú y yo.

–¡Oh, Cash, eso sería estupendo! –contestó ella al instante, muy ilusionada–. Verás cuando Rory se entere; se pondrá contentísimo.

–¿Está ahí contigo?

–No, aún está en Maryland, en la academia, y tengo que ir a recogerlo yo. No puede marcharse sin que yo vaya a por él y firme en el registro. Lo dispusimos así para evitar que nuestra madre vaya y se lo lleve para sacarme dinero –le explicó con amargura–. Sabe que estoy ganando bastante, y su novio y ella serían capaces de hacer cualquier cosa con tal de conseguir dinero para drogas.

–¿Y si fuera yo a recogerlo y lo llevará conmigo a Nueva York?

Tippy vaciló.

–¿Harías… harías eso por mí?

–Claro. Haré fotocopias de mi documentación y las enviaré por fax a la academia. Tú sólo tendrás que llamar al director y decirle que tengo tu autorización para llevarme al chico. Y Rory me reconocerá.

–Se va a poner contentísimo –repitió Tippy–. No ha dejado de hablar de ti desde que te conoció en el estreno de mi película el mes pasado.

–A mí también me cayó bien. Es un chico honesto.

–Siempre le he dicho que la honestidad es el rasgo más importante del carácter de una persona –le explicó ella–. Me han mentido tantas veces a lo largo de mi vida, que no hay otra cosa que valore más –añadió quedamente.

–Sé lo que es eso –respondió él–. Bueno, había pensado salir mañana. Dime cómo llegar a la academia militar de Rory, la dirección de tu piso, a qué hora quieres que estemos ahí… ¡y yo me encargaré del resto!

 

 

A Judd le hizo mucha gracia ver el cambio de humor de Cash y su animación después de hablar con Tippy.

–Últimamente no sonreías demasiado –le dijo–. Me alegra comprobar que no has olvidado cómo se hace.

–El hermano de Tippy está todavía en la academia, y me he ofrecido a ir yo mismo a recogerlo y llevarlo a casa –anunció Cash.

–¿Aguantará tu camioneta todo el camino hasta Nueva York? –lo picó Judd.

Cash había comprado aquella camioneta negra a un precio razonable y le daba buen servicio, pero ya no estaba para muchos viajes.

Cash vaciló, como reticente a revelarle lo que le reveló a continuación.

–Tengo un coche –le dijo–. Lo guardo en un garaje de Houston. No lo conduzco muy a menudo, pero me preocupo de mantenerlo en buen estado por si tengo que usarlo.

–¿Qué clase de coche es? –inquirió Judd–. Me pica la curiosidad.

–Pues… un coche, igual que los demás –respondió Cash, encogiéndose de hombros. Le daba vergüenza decirle qué clase de coche era en realidad. No tenía por costumbre hablar de sus finanzas–. No es nada especial. Escucha, ¿estás seguro de que podrás encargarte de todo en mi ausencia?

–He sido un Texas Ranger. ¿Tú qué crees?

Cash sonrió con malicia.

–Ya, pero éste es un trabajo duro de verdad.

Se apartó justo a tiempo para esquivar una patada bien merecida en el trasero.

–Espera y verás –lo amenazó Judd, con un brillo divertido en los ojos–. Te buscaré a la secretaria más fea al este del río Brazos.

–Te creo capaz –contestó Cash–. Bueno, al menos asegúrate de que no sea tan quisquillosa como la sobrina punki del alcalde.

–Por cierto, ¿por qué ha dimitido exactamente?

Cash exhaló un suspiro.

–La enfadó que le prohibiese tocar en el fichero. No podía decirle que era porque había metido ahí temporalmente a Mikey, mi cría de pitón, así que le dije que guardaba allí material secreto sobre avistamientos de platillos volantes.

–Y entonces fue cuando te volcó la papelera sobre la cabeza –adivinó Judd.

–No, eso fue después –replicó Cash–. Le dije que el fichero estaba cerrado con llave por un buen motivo, y que se mantuviera alejada de él. Salí un momento a hablar con uno de los chicos, y ella aprovechó para forzar la cerradura con su lima de uñas. Mikey se había salido de su jaula, y estaba encima de las carpetas cuando abrió el cajón. Pegó un chillido, y cuando volví corriendo a ver qué pasaba, me lanzó unas esposas y me acusó de haberla puesto ahí a propósito para darle un escarmiento.

–Eso explica el grito que oí –dijo Judd–. Ya te advertí que no era buena idea meterla en el fichero.

–Iba a ser sólo por hoy –se defendió Cash–. Bill Harris me la dio esta mañana y no había tenido tiempo de llevarla a casa. Si la metí ahí fue para no asustar a nadie, y luego llevármela cuando acabara la jornada. Y después de lo que ha pasado te aseguro que me la voy a llevar –añadió indignado–, porque no quiero que me la traumaticen más de lo que ya lo está.

–A la sobrina del alcalde le dan miedo las serpientes… ¡imagínate! –murmuró Judd con incredulidad.

–Sí, la verdad es que cuesta creerlo –tuvo que admitir Cash–. Con esas pintas que lleva, es ella la que da miedo.

–¿No le habrás dado razones para que nos demande, verdad? –le preguntó su amigo.

Cash sacudió la cabeza.

–Sólo mencioné que tenía al padre de Mikey en el otro fichero, y le pregunté si quería conocerlo. Entonces fue cuando dimitió –respondió sonriente–. Si despides a un empleado, el Ayuntamiento tiene que pagarles el subsidio por desempleo, pero si dimite voluntariamente no, así que le di un empujoncito para ayudarla a dimitir –añadió con una sonrisa maliciosa.

–No te tenía por un tipo maquiavélico… –dijo Judd, intentando no reírse.

–No ha sido culpa mía. Estaba encaprichada conmigo, y se había creído que si su tío le conseguía este empleo podría seducirme con esas minifaldas y esas blusas escotadas –replicó Cash irritado–. Tal vez debería haberla demandado por acoso sexual –añadió frunciendo el ceño.

–Oh, Ben Brady se habría puesto muy contento si hubieras hecho eso –dijo Judd en tono de burla.

–¿Qué quieres? Estoy harto de ser perseguido por secretarias.

–Ahora hay que llamarlas «auxiliares administrativas», no «secretarias» –lo picó Judd.

–¡Vete al cuerno!

–¿Ves?, por eso quiero que vayas a Nueva York.

–Tengo una mascota de la que cuidar –protestó Cash.

–Puedes dejar a Mikey con Bill Harris antes de marcharte. Seguro que no le importará cuidar de ella mientras estés fuera. En serio, necesitas esas vacaciones.

Cash suspiró y se metió las manos en los bolsillos.

–Por una vez estoy de acuerdo contigo –dijo, pero luego se quedó dudando–. Si llama su tío y pregunta por qué ha dejado el puesto…

–Puedes estar tranquilo. De mi boca no saldrá una sola palabra sobre lo de la serpiente –prometió Judd–. Sólo le diré que el ser acosado por una alienígena te estaba empezando a causar problemas mentales.

Cash le echó una mirada asesina y volvió al trabajo.

 

 

El día siguiente por la tarde, Cash se presentaba en el despacho del comandante en la Academia Militar de Cannae, en Anápolis, Maryland. El nombre de la escuela, aludía a la vergonzosa derrota que había sufrido la poderosa Roma a manos de Aníbal, el guerrillero cartaginés.

El comandante, Gareth Marist, no era un desconocido para Cash, ya que había servido bajo su mando años atrás durante la operación «Tormenta del desierto» en Irak.

Se estrecharon la mano como si fueran hermanos, y en cierto modo lo eran por lo que habían pasado cuando habían atravesado las líneas del enemigo. Pocos hombres habían tenido que soportar lo que ellos habían soportado. Marist había logrado escapar. Cash no.

–Rory me habló de usted sin parar durante al menos diez minutos antes de que cayera en quién era –le dijo Marist–. Pero siéntese, siéntese. Me alegra volver a verlo, Grier. Según tengo entendido, ahora está trabajando en la policía, ¿no es así?

Cash asintió con la cabeza, dejándose caer en una de las dos sillas que había frente al escritorio del hombre uniformado. Más alto que él, Marist debía de ser de su misma generación, pero ya tenía entradas.

–Soy jefe de policía en una pequeña ciudad de Texas.

–Es difícil renunciar a la vida militar –le dijo Marist–. Yo me sentí incapaz, y por eso pedí este destino, y no me arrepiento. Es un privilegio poder ayudar a moldear a los soldados del mañana. Y el joven Rory tiene un gran potencial, por cierto –añadió–. Es muy inteligente, y no se deja amedrentar por los chicos que le doblan la estatura. Ni siquiera los matones se atreven con él –dijo riéndose entre dientes.

Cash sonrió.

–Ya lo creo que es valiente. Y no se arredra en absoluto a la hora de decir lo que piensa.

–Y su hermana… –murmuró Marist, con un largo silbido–. Si no estuviera felizmente casado y tuviera dos críos a los que adoro, estaría arrastrándome de rodillas detrás de ella. Es realmente bonita, y se ve que quiere muchísimo al chico. Cuando lo trajo aquí para inscribirlo estaba muy asustada porque habían tenido problemas con su madre, pero no quiso explicarme de qué se trataba. Me mostró los papeles que le otorgaban la custodia del muchacho, y acordamos no permitir que esa mujer se acercase a él. Ni su supuesto padre –le explicó. Escrutó en silencio el rostro de Cash–. Imagino que no sabrá usted el porqué.

–Tal vez lo sepa –fue la contestación de Cash–, pero no tengo por costumbre divulgar secretos.

–Lo recuerdo –contestó Marist con una sonrisa forzada–. Era capaz de soportar la tortura y no revelar nada al enemigo. Sólo conocí a otro hombre capaz de resistir en esa clase de situaciones, y era un miembro del SAS, el regimiento aéreo de operaciones clandestinas del ejército británico.

–Estuvo conmigo –le dijo Cash–. Un tipo increíble. Volvió con su unidad justo después de que escapáramos, como si no hubiese ocurrido nada.

–También usted.

A Cash no le gustaba hablar de aquello, así que cambió de tema.

–¿Qué tal le van los estudios a Rory?

–Oh, muy bien. Está entre los diez mejores de la clase –le dijo Marist–. Y llegará a oficial, seguro –añadió con una sonrisa–. Se distingue fácilmente a los que tienen dotes de mando. Es algo que se ve muy pronto.

–Es verdad –asintió Cash. Ladeó la cabeza–. Su hermana… ¿ha tenido algún problema de tipo financiero para mantenerlo aquí? –inquirió.

El comandante suspiró.

–De momento no –dijo–, aunque por su profesión, como comprenderá, sus ingresos son bastante esporádicos. En un par de ocasiones hemos tenido que ampliarle el plazo de pago.

–Si hubiera otras ocasiones, ¿podría hacérmelo saber… sin decirle nada a ella? –le pidió Cash, sacando una tarjeta de visita de su billetera, y deslizándola por la mesa hacia él–. Considéreme como un familiar de Rory.

Marist vaciló.

–Escuche, Grier, las cuotas mensuales de este sitio son endiabladamente caras –comenzó–. Con el salario de un policía…

–Eche un vistazo al aparcamiento para ver mi coche.

–Ahí abajo hay un montón de coches –replicó el otro hombre, levantándose para ir a la ventana.

–Sabrá enseguida a cuál me refiero.

Hubo una pausa, y luego un silbido cuando Marist vio el impresionante Jaguar rojo hecho de encargo. Se volvió hacia Cash.

–¿Es suyo?

Cash asintió con la cabeza.

–Y lo pagué en efectivo –añadió con toda la intención.

Marist dejó escapar un suspiro.

–Es un diablo con suerte, Grier. Yo tengo una ranchera –le dijo. Regresó a su asiento tras el escritorio–. Por lo que veo, en las Fuerzas de Operaciones Especiales pagan bien.

–En realidad no –replicó Cash–, pero antes de ingresar en ese cuerpo estuve haciendo otro tipo de trabajos –añadió–, pero es algo de lo que no hablo. Jamás.

–Lo siento. No era mi intención entrometerme.

–Tranquilo. Ya hace mucho tiempo de eso, pero supe invertir mis ganancias, como ha podido comprobar –respondió Cash sonriendo–. Bueno, ¿qué le parece si hace venir a Rory para que podamos ponernos en camino?

El comandante comprendió que para el otro hombre la charla había terminado.

–Claro –contestó, devolviéndole la sonrisa.

 

 

Rory entró en el despacho del comandante sin aliento y colorado de entusiasmo. Dos chicos lo acompañaban, pero se quedaron mirando en el pasillo.

–¡Hola, Cash! –lo saludó Rory con una amplia sonrisa–. Es genial que haya venido a recogerme. ¿A qué hora sale nuestro tren?

–Vamos en coche –replicó Cash sonriéndole–; odio los trenes.

–Oh. Pues a mí me gustan –contestó Rory–. Sobre todo el vagón-restaurante. Tengo hambre a todas horas.

–Pararemos a comer algo antes de salir hacia Nueva York –le prometió Cash–. ¿Estás listo?

–Sí, señor. Tengo mi petate ahí fuera, en el pasillo. Mi hermana está como loca –le confesó con un placer malévolo–. Por lo que me ha dicho, debe de haber limpiado el apartamento al menos tres veces y haberles sacado brillo a todos los muebles. Creo que incluso le ha preparado el cuarto de invitados.

–Vaya. Pues se lo agradezco, pero la verdad es que me gusta tener mi propio espacio –respondió Cash–, y ya he reservado una habitación en un hotel cercano.

El comandante se rió suavemente al oírlo decir eso. No había cambiado nada. Cash Grier siempre había sido muy correcto, y no pasaría una noche en el piso de una mujer soltera aunque cien personas pensasen que no había nada de malo en ello.

–Mi hermana también me dijo que probablemente no querría quedarse con nosotros –comentó Rory, sorprendiendo a Cash–, pero quería que pensase que es una buena ama de casa. Hasta ha estado ensayando para preparar ternera Stroganoff. Judd Dunn le dijo que a usted le gustaba.

–Es mi plato favorito –admitió Cash impresionado.

Rory sonrió.

–El mío también, me alegro de que le guste.

–Bueno, ¿dónde tengo que firmar para que podamos marcharnos? –le preguntó Cash a Marist.

–Un instante –respondió el comandante, sacando el libro del registro–. Páselo bien, Danbury –le dijo a Rory.

Cash frunció el ceño al oír ese nombre. Creía que el chico se apellidaba Moore, como Tippy.

Rory se echó a reír al advertir su sorpresa.

–Moore era el apellido de nuestra abuela, y Tippy empezó a usarlo como nombre artístico cuando comenzó a trabajar como modelo.

Curioso. Cash se preguntó por qué lo habría hecho, pero no era el momento de ponerse a hacer preguntas. Firmó en el registro para poder llevarse al chico, estrechó la mano a los amigos de Rory, que parecían igual de fascinados con él, y salieron del edificio.

Rory se quedó de piedra cuando Cash apretó un botón del llavero que tenía en la mano y se abrió el maletero de un flamante Jaguar rojo.

–¿Ése es su coche? –exclamó boquiabierto.

–Ése es mi coche –repitió Cash sonriendo. Arrojó dentro del maletero el petate del chico y lo cerró–. Hala, sube y vámonos.

–¡Sí, señor! –contestó Rory al momento.

Antes de meterse en el coche se despidió con la mano de sus amigos, que estaban observándolos desde la ventana del despacho del comandante. Cuando Cash arrancó y salieron del aparcamiento, tenían la nariz pegada al cristal.

Dos

 

 

 

 

 

Antes de llevar a Rory al piso de Tippy en Manhattan, en el sur del distrito East Village, Cash paró un momento en el hotel donde había reservado habitación para registrarse y dejar las maletas.

Minutos después, aparcaban frente a la casa de pisos donde vivía Tippy. Llamaron al portero automático para que los dejara subir, y cuando llegaron arriba ella estaba esperándolos en la puerta. Cash apenas la reconoció, al verla allí de pie vestida con unos vaqueros y un suéter amarillo, y el largo cabello rubio rojizo cayéndole sobre la espalda.

Con aquel atuendo informal y sin maquillaje alguno, parecía una persona distinta de la sofisticada y deslumbrante actriz al estreno de cuya última película había ido Cash el mes anterior.

Se alisó nerviosa el cabello con una mano, y se echó hacia atrás sonriente, abriendo la puerta del todo.

–Pasad –les dijo–. Espero que traigáis hambre. He hecho ternera Stroganoff.

Cash enarcó las cejas.

–Es mi plato favorito. ¿Cómo lo sabías? –le dijo con una mirada maliciosa en sus ojos castaños.

Tippy se aclaró la garganta, y Rory intervino en su auxilio.

–También es el mío –dijo riendo–. Siempre me lo prepara para cenar el día que vuelvo a casa.

Cash se rió suavemente.

–¡Vaya manera de ponerme en mi sitio!

Tippy estaba mirando detrás de él.

–¿No traes maletas? Había preparado el cuarto de invitados.

–Gracias, pero he reservado una habitación en un hotel del centro; en el Hilton –contestó él con una cálida sonrisa–. Me gusta tener mi propio espacio.

–Oh. Entiendo –contestó ella, riéndose vergonzosa antes de volverse hacia Rory para darle un abrazo–. No sabes la alegría que me da tenerte en casa por Navidad –le dijo–. Me han dicho que has sacado muy buenas notas.

–Es verdad –asintió él.

–Y que te castigaron por pegarte con un compañero –añadió Tippy enarcando una ceja.

Rory carraspeó.

–Un chico mayor me llamó algo que no me gustó nada.

–¿Ah, sí?, ¿el qué? –inquirió ella, cruzando los brazos sobre el pecho y mirándolo sin parpadear.

Los ojos de Rory relampaguearon furiosos.

–Me llamó bastardo.

Los ojos verdes de Tippy relampaguearon también.

–Espero que ganaras la pelea.

Rory sonrió enseñando los dientes.

–Lo hice. Ahora somos amigos –dijo. Echó una mirada a Cash, que estaba siguiendo la conversación entre ambos con interés–. Ningún otro chico se había atrevido a plantarle cara. Iba camino de convertirse en un abusón, pero lo he salvado de ese terrible destino.

Cash se echó a reír.

–Bien por ti.

Tippy se echó el cabello hacia atrás.

–¿Qué tal si cenamos? –les propuso–. Hoy me he saltado el almuerzo y estoy muerta de hambre –añadió, llevándolos a la pequeña pero acogedora cocina, donde la mesa estaba ya dispuesta.

Sobre el mantel bordado había tres servicios con coloridos platos, elegantes copas de cristal y cubiertos de plata. Tippy sacó una jarra de leche del frigorífico, y llenó dos vasos.

–¿Podrías servirme otro a mí? –le pidió Cash, deteniéndose junto a una de las sillas–. Me gusta la leche.

Tippy dio un ligero respingo y se volvió para mirarlo.

–Iba a ofrecerte un whisky…

Las facciones de Cash se tensaron.

–No tomo bebidas fuertes. Jamás.

El desconcierto de Tippy no podría haber sido mayor.

–Oh –musitó aturullada, dándole de nuevo la espalda.

No había hecho más que meter la pata desde que Cash entrara por la puerta. Se sentía como una idiota. Sacó otro vaso y lo llenó con generosidad. Nunca llegaría a comprenderlo del todo, se dijo.

Cash esperó hasta que Tippy hubo llevado la comida a la mesa y se hubo sentado para tomar asiento él también. Aquella muestra de caballerosidad la hizo relajarse.

–¿Ves?, los buenos modales no tienen nada de malo –le dijo a Rory–. Tu madre debió de ser una mujer encantadora –añadió, volviéndose hacia Cash.

Él tomó un sorbo de leche antes de contestar.

–Sí, lo era –respondió, pero no elaboró aquel abrupto asentimiento.

Tippy tragó saliva. Si Cash seguía así de seco toda la noche, aquello podía ser un calvario. Christabel Gaines le había hablado en una ocasión de su pasado, de cómo el matrimonio de sus padres había sido destruido por una modelo, y según parecía los recuerdos todavía le causaban dolor.

–Rory, bendice la mesa –se apresuró a murmurar.

No le pasó desapercibida la sorpresa de Cash, pero hizo como si no la hubiera advertido y los tres inclinaron la cabeza. Sin embargo, cuando su hermano hubo terminado de recitar la breve plegaria, alzó el rostro y le lanzó una mirada divertida.

–Las tradiciones son importantes, y Rory y yo no teníamos ninguna –le explicó–, así que decidimos iniciar las nuestras, y ésta es una de ellas.

Le indicó a Cash con un ademán que se sirviera carne.

–¿Y cuáles son las otras?

Tippy le sonrió con timidez, y de pronto a Cash le pareció más joven de lo que era. No llevaba maquillaje, a excepción de un carmín suave, y el cabello, limpio y sedoso, le caía con sencillez sobre los hombros.

–Pues, por ejemplo, añadimos un adorno nuevo al árbol cada Navidad, y también le colgamos un pepinillo.

El tenedor de Cash se detuvo a medio camino de su boca.

–¿Un qué?

–Un pepinillo –repitió Rory–. Es una costumbre alemana que da buena suerte. Nuestro abuelo materno era alemán –explicó, tragando un trozo de carne con la ayuda de un sorbo de leche–. ¿De dónde era tu familia, Cash?

–De Marte, creo –respondió él muy serio.

Tippy enarcó las cejas.

–Seguro –dijo Rory riéndose.

Cash esbozó una sonrisa traviesa.

–La madre de mi madre era de Andalucía, una región del sur de España –le respondió, dejándose de bromas–, y por parte de padre tengo sangre cherokee y suiza.

–Curiosa mezcla –comentó Tippy.

Cash le dirigió una mirada especulativa.

–Vuestros antepasados debieron de ser irlandeses, o escoceses –dijo admirando su cabello rojizo.

–Eso pienso yo también –respondió ella, sin levantar la vista del plato.

–Nuestra madre es pelirroja –intervino Rory–. El color de Tippy es natural, como el suyo, pero mucha gente cree que es teñido.

Tippy tomó un buen trago de leche, y no dijo nada.

–Yo quería teñirme de morado, pero mi primo, el anterior jefe de policía, pensó que la gente pondría el grito en el cielo –les confesó Cash con un suspiro–. Y además me hizo quitarme el pendiente –añadió con indignación.

A Tippy casi se le atragantó la leche.

–¿Llevabas un pendiente? –exclamó Rory entusiasmado.

–Era sólo un aro de oro –explicó Cash–. En la época en la que empecé a llevarlo estaba trabajando para el gobierno, y el jefe que tenía era tan políticamente correcto, que llevaba una chapita en la que se disculpaba por matar a las bacterias que pisaba sin querer. Es verídico, lo juro –les aseguró asintiendo con la cabeza.

Tippy tuvo que secarse los ojos. Estaba riéndose con tantas ganas, que se le saltaban las lágrimas. Hacía años que no se sentía tan distendida, y que le estuviera ocurriendo con Cash, a pesar de que hubieran empezado con mal pie, era casi un milagro.

–Mi hermana no se ríe muy a menudo –le comentó Rory a Cash con una sonrisa maliciosa–. Y menos cuando tiene que rodar exteriores o posar al aire libre. De hecho, odia a los fotógrafos desde que uno la hizo sentarse en bikini sobre unas rocas y la picoteó un charrán.

–Aquel pájaro estúpido bajó en picado sobre mí cinco veces –le confesó Tippy–, ¡y en la última me arrancó parte del cuero cabelludo!

–Deberías contarle lo que te hicieron las palomas durante aquel rodaje en Italia –la instó Rory.

Tippy se estremeció delicadamente.

–Todavía estoy intentando olvidarlo. Antes me gustaban las palomas.

–A mí me encantan las palomas –dijo Cash sonriendo malicioso–. No sabréis lo que es un bocado delicioso hasta que hayáis comido pichón envuelto en masa de hojaldre y frito en aceite de oliva…

–¡Salvaje! –lo reprendió Tippy.

–¿Qué pasa? También como serpientes y lagartijas, no sólo palomas.

Rory estaba desternillándose de la risa.

–¡Dios, Cash, éstas van a ser las mejores Navidades de nuestra vida!

Tippy pensaba lo mismo. El hombre que estaba sentado frente a ella se parecía muy poco al hostil policía que había conocido durante el rodaje de su última película en Jacobsville, Texas. La gente del lugar definía a Cash Grier como un tipo misterioso con el que no se debía jugar, pero nadie le había dicho que tuviera un sentido del humor tan increíble.

Al advertir su perplejidad, Cash se inclinó hacia Rory y le dijo en un susurro audible:

–Está confusa. En Texas le dijeron que guardaba bajo llave en un fichero documentos militares secretos sobre platillos volantes.

–En realidad me dijeron que lo que escondías eran alienígenas –murmuró Tippy, reprimiendo una sonrisa.

–¡Por amor de Dios!, ¿cómo voy a tener escondido a ningún alienígena en el fichero? –dijo él indignado. Sin embargo, un minuto después asomó a sus ojos castaños un brillo travieso–. Los tengo en un armario de casa.

Rory se rió, y Tippy también.

–Y yo que creía que los actores estábamos locos… –comentó ella con un suspiro.

 

 

Después de la cena, Cash propuso ir a dar un paseo por Central Park. Tippy se puso un traje de chaqueta y pantalón verde esmeralda, se hizo una trenza, y dio un ligero toque de color a su rostro ovalado.

La casa de pisos de dos plantas donde vivía Tippy estaba en una calle tranquila, bordeada de árboles. En apenas una década el barrio había pasado de ser relativamente inseguro a convertirse en un área residencial de clase media. Las reformas que se habían acometido en los edificios eran notables, sobre todo en la casa de pisos de Tippy, donde sendas barandillas de hierro negro forjado flanqueaban los escalones de piedra de la entrada.

Durante su época de modelo le había sobrado el dinero, y había estado viviendo durante un tiempo en Park Avenue, pero, tras el año que había pasado apartada de la profesión, le había costado volver a conseguir trabajo, y había tenido que apretarse el cinturón. Fue entonces cuando se mudó allí, justo antes de empezar el rodaje de aquella película en Jacobsville que de repente había relanzado su carrera.

Probablemente con lo que ganaba como actriz podría permitirse algo mejor, pero se había encariñado con los vecinos, y con aquella calle tranquila en la que vivía. Bajando había una librería, justo en la esquina, un poco más allá un mercado, y también una pequeña cafetería donde servían el mejor de los cafés. Y aunque en invierno, la estación en la que estaban, los árboles habían perdido todo su follaje y la ciudad tenía un aspecto frío y gris, en primavera el barrio era un sitio realmente precioso.

El Jaguar rojo de Cash estaba aparcado justo delante de la fachada de la casa de pisos de Tippy. Cuando sus ojos se posaron sobre él, la joven no podía creer lo que estaba viendo, pero no hizo comentario alguno. Rory se sentó detrás, y ella delante, con Cash. En sólo unos minutos habían llegado.

Cuando iban caminando por la acera, pasando los bonitos carruajes que esperaban clientela, Rory le preguntó a Cash si no le preocupaba que pudieran robarle el coche.

–Creía que este lugar era peligroso –comentó.

Cash se encogió de hombros.

–Central Park es mucho más seguro de lo que solía serlo, pero si alguien intenta robármelo, tendrá que ser muy listo para burlar a mi serpiente de cascabel.

–¿Tu qué…? –exclamó Tippy, mirándose alarmada los tobillos, como si esperara encontrar un ofidio enroscado allí.

Cash sonrió travieso.

–Mi sistema de alarma. Es así como lo llamo. Tengo instalado un sistema electrónico de localización en un sitio oculto del motor. Si alguien intentara hacer un puente para arrancar el coche, o lo robara, a la policía no le llevaría más de diez minutos encontrarlo, incluso aquí en Nueva York –explicó muy ufano.

–Así se entiende que estés tan tranquilo –dijo Rory–. Desde luego, es un coche alucinante –añadió con envidia.

–Lo es –asintió Tippy–. Yo conduzco, pero en esta ciudad no resulta muy práctico tener un coche –dijo señalando con un ademán la cantidad de taxis que subían y bajaban por las calles–. Cuando alguna agencia de modelos me llamaba para un trabajo no tenía tiempo de buscar un sitio libre donde aparcar. Nunca hay suficientes. Los taxis y el metro son el medio más rápido de moverte cuando vas con prisa.

–Es cierto –asintió Cash, admirando fascinado lo hermosa que era aun sin apenas maquillaje–. ¿Dónde estáis rodando la película? –le preguntó.

–Principalmente aquí, en la ciudad –respondió ella–. Es una comedia entremezclada con una trama de espionaje. Tengo que luchar con un agente extranjero en una escena, y perseguir a un tipo con una pistola en otra –añadió contrayendo el rostro–. Apenas acabábamos de empezar el rodaje antes de este descanso por vacaciones, pero tengo cardenales por todo el cuerpo por los ensayos de las coreografías de lucha. Incluso tengo que aprender aikido para la película.

–Un arte marcial muy útil –comentó Cash–. Fue una de las primeras que aprendí.

–¿Cuántas conoces? –le preguntó Rory de inmediato.

Cash se encogió de hombros.

–Karate, tae-kwon-do, hapkido, kung-fu, y otras cuantas menos conocidas. Nunca sabes cuándo tendrás que recurrir a ellas, pero vienen muy bien para el trabajo policial, ahora que no estoy todo el día detrás de una mesa.

–Judd me dijo que trabajabas en la oficina del fiscal del distrito en Houston –intervino Tippy.

Cash asintió con la cabeza.

–Estaba especializado en ciberdelitos, pero acabó por resultarme aburrido. Quería algo menos rutinario y menos estructurado.

–¿Y qué haces en Jacobsville? –quiso saber Rory.

Cash se rió suavemente.

–Huir de mis secretarias –le confesó avergonzado–. El mismo día que llamé a tu hermana para decirle que iba a venir a Nueva York por Navidad, la secretaria nueva que tenía dimitió, y me vació una papelera sobre la cabeza –añadió poniendo mala cara y tocándose el oscuro cabello–. Todavía estoy quitándome posos de café del pelo.

Los ojos verdes de Tippy se abrieron como platos. Se detuvo, y alzó la vista hacia Cash, sin poder dar crédito a lo que estaba oyendo. No había olvidado la eficiencia con que había parado los pies al ayudante de dirección de su primera película para que no volviera a ponerle las manos encima después de que ella se hubiera quejado de las confianzas que se tomaba.

Rory estaba riéndose.

–¿En serio? –le preguntó a Cash.

–No estaba hecha para el trabajo de oficina. Era incapaz de teclear y hablar por teléfono al mismo tiempo.

–Pero ¿por qué…? –comenzó Tippy.

Cash terminó la pregunta por ella:

–¿…me vació una papelera encima? ¡Y yo qué sé! Le dije que no tocara en el fichero, pero no me hizo caso y forzó la cerradura. No es culpa mía que Mikey, mi cría de pitón, saltara fuera del cajón y se le echara encima. Asustó al pobre animal, y ahora tiene una crisis nerviosa.

Tippy y Rory se detuvieron, y se quedaron mirándolo de hito en hito. Cash suspiró.

–¿Verdad que resulta incomprensible que haya personas que se pongan nerviosas al ver una serpiente? –inquirió él filosófico.

–¿Tienes una serpiente llamada Mikey? –exclamó Tippy.

–Cag Hart tenía una pitón macho albina y se la dio a un criador después de casarse. El criador la cruzó con una hembra que tuvo una camada de preciosas crías, y yo le pedí una. Lo que ocurrió fue que, el día que me la dio, no pude llevármela a casa porque estaba de servicio, así que la puse temporalmente en el fichero, en un pequeño acuario de plástico, con agua y una rama para que trepara por ella. Y estaba tan tranquila… hasta que mi secretaria forzó la cerradura. Según parece, Mikey se había salido del acuario, y estaba encima de las carpetas.

–¿Y qué pasó? –preguntó Rory.

Cash frunció el ceño.

–Pues que le dio al pobre animalito un susto de muerte –masculló–. Estoy seguro de que tendrá secuelas por el trauma psicológico que le ha causado durante el resto de su…

–¡No, qué pasó después! –lo interrumpió Rory.

Cash enarcó las cejas.

–¿Después de que chillara hasta casi dejarme sordo y me tirara unas esposas a la cara, quieres decir?

Tippy no dijo nada; sino que se quedó mirándolo con un brillo divertido en sus ojos verdes.

–Entonces fue cuando me volcó la papelera sobre la cabeza. En fin, en el fondo ha sido un alivio que haya dimitido. Tenía el cabello corto y de punta, piercings con aros de plata en cada centímetro de piel visible, y llevaba las uñas y los labios pintados de negro. Mikey todavía no se ha repuesto del susto. Ahora ya la tengo en casa.

Tippy no podía hablar de la risa. Rory sacudió la cabeza.

–Yo una vez casi tuve una serpiente.

–¿Casi? ¿Y eso? –le preguntó Cash.

–Ella no me dejó comprarla –suspiró Rory, señalando a su hermana.

–¿No te gustan las serpientes, hmm? –dijo Cash, lanzando a Tippy una mirada maliciosa.

–No fue porque me diera miedo, sino porque Rory no podía llevársela a la academia con él, y yo no estaba en casa el tiempo suficiente como para ocuparme de ella. Pero si necesitas una secretaria, tan pronto como acabe la película que estoy haciendo, me haré un piercing en la nariz, y me cortaré el pelo y me lo pondré de punta –le dijo ella con mucha guasa.

Cash sonrió, mostrando sus perfectos y blancos dientes.

–No sé… ¿Eres capaz de mascar chicle y teclear a la vez?

–No sabe escribir a máquina, y sí que le dan miedo las serpientes… –intervino Rory malicioso.

–Ni una palabra más –lo reprendió Tippy–. Y no dejes que Cash te soborne, o le contaré cuál es tu punto débil –le advirtió.

Rory alzó ambas manos.

–De acuerdo, de acuerdo… lo siento. En serio.

Tippy frunció sus carnosos labios.

–Está bien.

–¡Mira! ¡Está allí el tipo de la gaita! –exclamó de pronto Rory, señalando a un hombre con falda escocesa que se hallaba frente a un hotel cerca del parque. Estaba tocando Amazing Grace–. ¿Me dejas dinero, Tip?

Tippy sacó un billete de veinte dólares de su monedero y se lo tendió.

–Toma. Te esperaremos aquí –le dijo con una sonrisa.

Cash siguió al chico con la mirada mientras se alejaba, y finalmente sus ojos se posaron en el gaitero.

–Toca bien –comentó.

–Rory quiere una gaita, pero no creo que el comandante lo dejara practicar en su dormitorio.

–Yo tampoco –dijo Cash, sonriendo melancólico mientras escuchaba la evocadora melodía–. Ese hombre… ¿Lo veis aquí a menudo? –le preguntó a Tippy.

–La verdad es que nos lo hemos encontrado por todo el barrio –contestó ella–. Es uno de los sin techo más agradables de la zona, y siempre que puedo le doy algo de dinero para que pueda comprarse una manta, o comer caliente. Muchos de los que vivimos por aquí le tenemos cariño. Tiene un verdadero don para la música, ¿no te parece?

–Sí que lo tiene. ¿Sabes algo de él? –le preguntó Cash, impresionado por la caridad de la joven para con un extraño.

–No mucho. Dicen que toda su familia murió, pero nadie sabe cómo ni cuándo… ni siquiera por qué. No habla demasiado –murmuró, observando a Rory tenderle el billete al músico, y recibir una leve sonrisa a cambio–. Nueva York está llena de indigentes. La mayoría de ellos tienen un talento u otro, una manera de ganar algo de dinero, y puedes verlos durmiendo entre cajas de cartón, o buscando restos de comida en los contenedores de basura –sacudió la cabeza–. Y se supone que somos el país más rico de la tierra…

–Te sorprendería ver cómo vive la gente en los países del Tercer Mundo –dijo Cash.

Tippy lo miró.

–Una vez tuve que ir a Jamaica para una sesión de fotos, cerca de Montego Bay –recordó–. Nos alojábamos en un hotel de cinco estrellas sobre una colina, con loros en jaulas y una enorme piscina, y todos los lujos imaginables, pero, en la ladera, a unos pocos metros había un poblado de chabolas hechas con planchas onduladas de hojalata en medio del fango.

Cash entornó los ojos y asintió lentamente con la cabeza.

–Yo he estado en Oriente Medio. Allí mucha gente vive en casas de adobe sin electricidad, sin agua corriente, sin ningún tipo de comodidades. Se hacen ellos mismos la ropa, se desplazan en carros tirados por burros. Nuestro nivel de vida los dejaría pasmados.

Tippy aspiró bruscamente.

–No tenía ni idea.

Cash paseó la mirada por los alrededores.

–Allá donde iba era bien recibido, y las familias más pobres insistían en compartir conmigo lo poco que tenían. En general son buena gente, gente amable –bajó la vista hacia Tippy–, aunque como enemigos son temibles.

Tippy estaba observando las cicatrices que marcaban sus recias facciones.

–El comandante Marist me contó que te torturaron –recordó quedamente.

Cash asintió, y sus ojos buscaron los de ella.

–No me gusta hablar de eso. A pesar de que ya han pasado muchos años, todavía tengo pesadillas.

Tippy lo miró con curiosidad.

–Yo también suelo tenerlas –murmuró distraídamente.

Los ojos de Cash escrutaron los suyos, intentando desentrañar el enigma que aquella joven era para él.

–Según tengo entendido, estuviste viviendo mucho tiempo con un hombre mayor que tú, un actor que tenía fama de ser el tipo más licencioso de Hollywood –dijo Cash de pronto, en un tono algo abrupto.

Tippy giró la cabeza hacia Rory, que se había sentado en un banco a escuchar al gaitero, que había empezado a tocar otra canción. Se rodeó el cuerpo con los brazos, y bajó la vista.

Cash se puso frente a ella, dejando muy poco espacio entre ellos, y Tippy se sorprendió al comprobar que su proximidad no la intimidaba. Alzó el rostro hacia él, y la intensidad que había en los ojos de Cash casi la dejó sin aliento.

–Puedes contármelo –le dijo suavemente.

Tippy no fue capaz de resistirse a aquella amabilidad en su voz. Inspiró profundamente, y comenzó a hablar.

–Me escapé de casa a los doce años. Iban a mandarme a un hogar de acogida, pero me aterraba la idea de que mi madre pudiera sacarme de allí y obligarme a volver con ella… para vengarse de que hubiera llamado a la policía después de que su novio… –se quedó callada.

–Continúa –la instó Cash.

–Después de que me violara reiteradamente –dijo Tippy con un hilo de voz, incapaz de mirarlo–. Prefería morirme de hambre antes que volver con ella, así que empecé a mendigar por las calles de Atlanta, porque no tenía otro modo de conseguir dinero para poder comprar algo de comida –contrajo el rostro al recordar aquellos días.

Las facciones de Cash estaban tensas. Por lo poco que sabía sobre su vida, había sospechado que debía de haberle ocurrido algo así.

–Se me acercó un hombre atractivo y bien vestido. Quería llevarme a su casa –cerró los ojos–. Yo estaba hambrienta, tenía frío, y estaba muy asustada. No quería ir con él, pero había tal amabilidad en su mirada… –tragó saliva en un intento por deshacer el nudo que se le había hecho en la garganta–. Me llevó a su hotel. Tenía una suite enorme, y tan lujosa que podría haber sido el aposento de un rey. Cuando pasamos dentro, se rió por lo nerviosa que estaba, y me prometió que no me haría daño, que sólo quería ayudarme. Yo estaba tan asustada que me derramé un vaso de agua por la pechera de la camisa –sonrió levemente–. Creo que no olvidaré la expresión de asombro de su rostro mientras viva. Yo tenía el cabello corto, y aunque nunca he tenido mucho pecho… y menos entonces, que era una niña, pero con la camisa mojada… –alzó el rostro hacia Cash, que estaba escuchándola atentamente–. Claro que él no estaba interesado en mí en ese sentido…

–¿Me estás diciendo que Cullen Cannon, el que tenía fama de donjuán en todo el mundo, era homosexual? –preguntó Cash atónito.

Tippy asintió con la cabeza.

–Lo era, pero lo ocultó siempre con la ayuda de amigas. Era un hombre bueno y amable –recordó con añoranza–. Le dije que no me parecía bien abusar de su generosidad, que creía que debía arreglármelas por mí misma, pero no me lo permitió. Me dijo que se sentía muy solo. Su familia no quería saber nada de él, y no tenía a nadie, así que me quedé con él. Me compró ropa, me pagó los estudios, y me protegió del pasado para que mi madre no pudiera encontrarme –se le humedecieron los ojos–. Yo lo quería –susurró–. Le habría dado cualquier cosa. Pero él sólo quería ayudarme –se rió–. Supongo que luego, cuando fui un poco más mayor y me inscribió en una escuela de modelos aquí, en Nueva York, me retuvo a su lado porque le gustaba la imagen que le daba el tener a una joven bonita viviendo con él, no sé… el caso es que seguí con él hasta que murió.

–Los medios de comunicación dijeron que fue un ataque al corazón.

Tippy sacudió la cabeza.

–Murió de sida. En el último momento sus hijos fueron a verlo, y enterraron el pasado. Al principio habían creído que estaba con él porque quería quedarme con su dinero, pero supongo que acabaron por darse cuenta de lo mucho que lo quería –le dijo sonriendo–. Cuando murió insistieron en que me quedara con su piso, e incluso se ofrecieron a hacerme una cuenta fiduciaria con parte de lo que les había dejado en herencia porque cuidé de él durante su último año de vida, pero rehusé.

–Por eso no hiciste ningún trabajo como modelo durante un año, hasta que te ofrecieron hacer tu primera película… –murmuró Cash–. Dijeron que habías tenido un accidente y que tenías que reponerte.

A Tippy la halagó que recordara aquello, teniendo en cuenta que, durante el tiempo que había estado rodando en Jacobsville, la había odiado literalmente.

–Cullen no quería que nadie supiese la verdad…, ni siquiera cuando se estaba muriendo.

–Pobre diablo.

 

–Era el hombre más bueno que he conocido en mi vida –dijo Tippy con tristeza–. Me salvó, y sigo yendo a poner flores en su tumba.

–¿Y el tipo que te violó? –inquirió Cash con crudeza.

Tippy giró la cabeza para mirar a Rory, que estaba charlando con el gaitero. La expresión de su rostro era de auténtico tormento.

–Según mi madre es el padre de Rory –dijo cuando logró recobrar el habla.

Cash aspiró bruscamente.

–Y a pesar de eso… tú lo quieres.

Tippy se volvió hacia él.

–Con toda mi alma –se reafirmó–. Mi madre sigue con ese bastardo, Sam Stanton, o más bien lo dejan y vuelven, lo dejan y vuelven… una y otra vez. Discuten, él la golpea, y ella llama a la policía, pero al final siempre vuelven. Los dos son drogadictos.

–¿Y cómo acabaste haciéndote cargo de Rory? –inquirió Cash.

–El policía que me salvó la última noche que pasé en casa de mi madre, cuando Sam me violó, me llamó un día, cuando Rory sólo tenía cuatro años. Su padre le había dado una paliza, y estaba en el hospital. Yo todavía estaba viviendo con Cullen, y me acompañó a verlo. Mi madre se quedó muy impresionada con Cullen –recordó con ironía–, y después de que le dieran el alta a Rory vino con él al hotel donde estábamos alojados, en busca de dinero. Cullen se ofreció a comprar a mi hermano, y nos lo vendió –añadió en un tono gélido–; por cincuenta mil dólares.

–Dios del cielo –masculló Cash–. Y yo que creía que lo había visto todo…

–Rory ha estado conmigo desde entonces –le dijo Tippy–. Para mí es como si fuera mi propio hijo.

–¿Y nunca te quedaste embarazada?

Tippy sacudió la cabeza.

–Fui una flor tardía. No tuve mi primera regla hasta que cumplí los quince. Qué suerte, ¿eh? –dijo con amargura, apartando de su rostro un mechón rojizo–. Una suerte increíble…

–Pero ahora tu madre quiere recuperar a Rory –adivinó Cash.

–El dinero se le acabó hace años. Ha tenido que ponerse a trabajar en un establecimiento de platos preparados para conseguir más, y no le gusta nada. Sam trabaja cuando le parece, y por lo que tengo entendido nada de lo que hace es legal. El año pasado mi abogado tuvo que darle dinero a mi madre para que nos dejara tranquilos. Me había amenazado con acudir a la prensa amarilla y decirles que estaba tratándola de un modo denigrante –dijo Tippy, resoplando y sacudiendo la cabeza–. «Rica estrella de cine permite que su pobre madre viva en la miseria mientras ella va de un lado a otro en limusina»… –añadió sonriendo con cinismo–. Supongo que puedes imaginártelo.

–En tecnicolor –asintió Cash indignado.

–Y ahora, como tú has dicho, quiere recuperar a Rory. Envió a Sam a la academia militar para que intentara sacarlo de allí, pero Rory le dijo al comandante lo que le había hecho, y lo que me había hecho a mí. El comandante llamó a la policía, pero esa sabandija escapó antes de que llegaran.

–Bien por el comandante.

–Sí, pero temo que estén planeando secuestrar a Rory –respondió Tippy–, porque saben que pagaría cualquier rescate con tal de recuperarlo. No duermo muy bien últimamente pensando en ello –añadió–. Sam tiene un primo que vive cerca de aquí, en una de las peores zonas de la ciudad, que está metido en un montón de asuntos sucios.

Cash estaba haciendo equilibrios mentales para seguirla.

–¿Y Rory siente algún tipo de cariño por su padre o por vuestra madre?