Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
En el año 832 de la Era Radiante, Anewa Hök, astrofísico de profesión, observó estupefacto y aterrorizado cómo el cuerpo de una mujer se precipitaba desde la vorágine y caía en el mar. Ima ha viajado por accidente a Geb, un lugar en un universo paralelo que, aunque similar el nuestro en apariencia, está repleto de magia, misterio y criaturas que recuerdan a los humanos sin serlo. Ima busca la manera de regresar a casa, pero no será nada fácil, pues en el camino se ganará enemigos y tendrá que sortear numerosos obstáculos. Pero también conocerá a seres dispuestos a colaborar en su misión y descubrirá el secreto de la creación de Geb.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 534
Veröffentlichungsjahr: 2022
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Regina Salcedo
Prólogo de Carlos Bassas del Rey
Saga
Coser una vorágine
Copyright © 2020, 2022 Regina Salcedo and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726914597
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
Lo viejo. Lo nuevo
Escribo este prólogo desde mi desconocimiento de las reglas de un género, el Fantástico, en el que, como escritor de novela negra, soy apenas un grumete.
Quizás sea mejor así.
No me son, en cambio, desconocidos del todo los mecanismos del arte de contar historias, de su Historia [la fantástica Historia del Arte de Contar Historias], y es desde ese puerto —mucho más seguro para un marinero inexperto como yo— desde el que tecleo estas líneas previas a Coser una vorágine.
Toda novela de ficción [aun me pregunto si dicha construcción constituye un doble pleonasmo] narra una gran peripecia y, por tanto, esconde un misterio, y para comenzar a construirla, necesitamos dos elementos fundamentales: un personaje y un conflicto. Después vendrán la trama y la estructura, y, por supuesto, unas cuantas cosas más, que son las que acaban por definir y calificar al propio texto, su calidad.
Todo esto y más está en esta aventura.
Coser una vorágine es la historia de una gran serendipia. En ella, Regina Salcedo nos propone, al modo del Homero-Odiseo más tradicional, una travesía [marina] cuyo objetivo es el regreso al hogar de Ima, su protagonista. Conecta así la autora con una tradición épica clásica en la que el viaje —alambre que todo lo sujeta— tiene siempre un doble empeño para el héroe de forja: regresar a Ítaca, pero, sobre todo, conocerse —de ahí el empeño kavafiano de alargarlo el máximo número de millas posible.
Anewa, astrofísico de Geb, planeta que se asemeja a la Tierra pero vive inmerso en una época dispar —mientras que esta se encuentra en pleno siglo xxiv, Geb transita por el año 832 de la Época Radiante—, ha logrado coser una vorágine mediante la técnica del shuitnebo, un agujero de gusano en el espacio-tiempo por el que Ima se verá succionada desde el mismísimo Foro Romano al gebiano atolón de Nïisk, perteneciente a los Choisi, la dinastía que gobierna Continente, su país más poderoso.
A partir de ese instante, el lector irá descubriendo la realidad de ese nuevo mundo —amenazado por su propia profecía de destrucción, de salvación— junto a la protagonista: las criaturas que lo pueblan —los Lapurrak, los Hanta, los Chaya, los Enlaces, las Intuitivas…—, con sus Habilidades especiales, así como sus reglas, leyes y equilibrios de poder. Un mundo regido por una gran madre, la «Mente Eterna», en el que la colisión de la «Gran Máquina», dividida en 496 fragmentos tras el impacto, marcó el inicio de una realidad ahora amenazada.
La mente de Salcedo juega con muchos de los elementos clásicos de un género que nace sin nacer, sin saberlo —acaso sea más prudente decir que hunde sus raíces— en la antigua mitología, en los orígenes del propio arte de contar historias, a los que añade elementos nuevos, juega con la hibridación —de géneros y de subgéneros— y se divierte de una forma especial con el lenguaje, con la multiplicidad de términos pertenecientes a lenguas tan dispares como el euskera, el finés o el japonés…
Todo es viejo y todo es nuevo en esta historia. Todo nos remite a algo, desde la magia de los orígenes del mito —oráculos, leyendas y profecías—, pasando por el cuento —semillas mágicas y quimeras—, hasta la ciencia ficción y el empleo de artefactos como el dispositivo Sensei implantado en la protagonista, lo que la convierte en una especie de mujer-máquina, en un ser humano de última generación. Porque en eso se basa en gran parte este oficio, en una tradición que se renueva historia a historia, libro a libro; en una contaminatio que recorre generaciones con el único objetivo de reivindicar un género injustamente denostado a lo largo de los años.
Tras todo lo dicho, querido lector, no me queda otra cosa que hacerte una advertencia final: Coser una vorágine carga con una maldición, la de atraparte sin remedio; la de no dejarte escapar mientras te adentras en su lectura y acabas conectado a la mente de esa diosa primigenia —a veces amable, a veces severa, a veces amarga— llamada Literatura. Porque esa es la misión del libro que tienes entre las manos: contar bien una buena historia.
Carlos Bassas del Rey Escritor
Para Antonio Torrubia, el ariete más infatigable y generoso.
Para todos los lectores que creen haber llegado hasta este libro por puro azar.
Para toda mi familia, incluido el santo perro.
Para mis amigas, esa otra familia imprescindible.
—Pónganse los traductores —ordena la guía llevándose a la nuca el diminuto dispositivo biomecánico.
Ima amaga una mueca de disgusto y suspira. Su hijo la mira inmediatamente con desaprobación e inquietud, como diciendo: «¿No irás a dar la nota, verdad?» Así que Ima, a la que aquel chisme obsoleto siempre le recuerda a una asquerosa garrapata, se coloca el artefacto en el cuello sin hacer comentarios. El bicho electrónico corrige la localización y se desplaza, pespunteando la piel con sus frías patitas, un poco más abajo, justo hasta el nacimiento de la espalda. Entonces, Ima nota el leve pinchazo, no doloroso, pero sí sumamente desagradable. Mira a su alrededor y advierte la evidente diferencia entre los usuarios de su edad (todos con un gesto de fastidio o amarga resignación en el rostro) y los adolescentes como su hijo, que se colocan el invasivo traductor como si fueran unos simples auriculares de los que ella solía usar en su infancia.
Está claro, se dice, que es imposible conseguir una «experiencia nostálgica» totalmente fiel a la original y, ya que ha sido idea suya contratar una visita vintage con guía humana como las de épocas remotas, mejor no quejarse de los precarios métodos y de aquellas inevitables incongruencias.
A los quince minutos, su hijo ya se ha aburrido de la visita. Ahora, piensa Ima, alegará que tiene hambre o que le duele la cabeza para pedir irse de allí.
—Tengo que ir al baño, ¿podemos largarnos ya? —dice Onni.
Ima le lanza a su marido una mirada solícita para que se haga cargo del niño. Su marido también está harto de ver ruinas, así que quedan en reunirse dentro de un par de horas en una cafetería cercana.
Una vez sola, Ima puede disfrutar con tranquilidad de su paseo por el Foro Romano.
En un momento dado, la guía señala hacia un lateral de la vía Sacra y explica lacónicamente, con menos pasión de la que seguramente pondría una máquina, que allí cerca, en un extremo, está el pozo que se construyó sobre la vorágine; un agujero que, según la leyenda, apareció en Roma en los primeros tiempos de la República y que empezó a tragarse todo a su alrededor. La guía no aclara más sobre el tema y prosigue con la visita. Nadie objeta nada al respecto, pero Ima se queda intrigada.
Cuando por fin concluye el recorrido, la guía les da tiempo libre para merodear por el Foro a su aire y, al igual que los numerosos gatos callejeros que también pululan por allí, la mayoría busca una piedra al sol donde dejarse caer. Ima vuelve de inmediato hasta el austero pozo. Curiosamente, ningún turista parece interesado en ese montón de piedras dispuestas en círculo que no levanta ni un metro del suelo. Desde luego, comparado con todo lo demás, es lo menos atractivo del emplazamiento, algo en lo que nadie repararía si estuviera en mitad de una calle.
Ima activa con una leve caricia el invisible Sensei injertado en su muñeca izquierda y solicita datos sobre «la vorágine del Foro de Roma». Al instante siente cómo la información resuena en su cabeza. Después, se le pide permiso para la instalación neurológica a largo plazo e Ima accede con una orden oral. Su hijo seguramente la reprendería por llenarse «la mollera con spam», pero la verdad es que aquella historia le parece de lo más sugerente. Ya se hará una limpieza de hipocampo cuando regresen a casa; ahora ya no resultan tan prohibitivas.
La leyenda cuenta que todos los esfuerzos de los romanos para detener la destructora vorágine fueron en vano. Hasta que el oráculo anunció que únicamente se cerraría si le ofrendaban lo más preciado que tuviese el Imperio. Entonces, el soldado Marco Curcio afirmó que lo más valioso eran la fuerza y el coraje de la juventud de Roma y, sin pensarlo un momento, se arrojó con su caballo hacia el insaciable agujero, salvando así de la aniquilación no solo a su país, sino al mundo entero. Aquel diabólico sumidero se cubrió con un lago que bautizaron con el nombre del héroe.
«Yo ya no serviría para cerrar esa cosa», se dice Ima con un deje de amargura. «Y menos en aquella época, entonces sería considerada una anciana».
Sacude la cabeza y también esos estériles pensamientos autocompasivos y mira con atención el interior del pozo que está tapado con tierra. Esas anécdotas extrañas; la morralla a la que se refiere su hijo y que normalmente los demás ignoran, son las que más le gustan y atraen a ella. Siempre ha sido así. Tiene un talento especial para quedarse con la información superflua, colateral, la que luego no sirve para nada… Por eso se hizo antropóloga.
Se pregunta de dónde surgiría una historia semejante. Porque toda leyenda parte siempre de un hecho real. ¿Se abriría allí, en el centro de Roma, uno de esos extraños socavones que aparecen súbitamente tragándoselo todo? ¿Engulliría a un joven y noble Marco Curcio? ¿Era aquel relato una manera de poner un lenitivo y feliz final a un incomprensible desastre natural?
Esos colapsos de tierra repentinos son realmente espeluznantes, reflexiona Ima sin dejar de examinar el pozo. No es de extrañar que en aquella época generasen relatos desmesurados.
Mientras medita en todo esto le parece que algo, una ligera onda, ha barrido el interior del pozo desde el centro hacia el exterior. Parpadea y mantiene los ojos cerrados un instante; ha estado observándolo fijamente durante demasiado rato. Pero la vibración sigue allí cuando vuelve a mirar. Es más, parece estar intensificándose. ¿Un terremoto? ¿Un nuevo hundimiento de tierra a menor escala? No puede creer lo que ocurre. Y su marido y su hijo están ausentes, como siempre que ve alguna cosa extraordinaria. Luego, cuando se lo cuente, le dirán que es una exagerada. Decide activar el modo grabar de su Sensei. La vibración sigue cambiando, ahora se desplaza generando una espiral que cada vez va más rápida. Ima se inquieta, quizá debería marcharse, pero el extraño fenómeno no parece superar las paredes del pozo.
De repente, la espiral, sin dejar de girar, comienza a hundirse por el centro, como si fuera un filtro de café, e Ima nota un ligero viento agitando su melena de puntas azuladas. Es un viento que procede, sin ningún tipo de duda, del interior del antiguo pozo. Varios envoltorios de bioplástico dispersos por la calzada de piedra son aspirados por él. Está ganando fuerza. Ima mira a su alrededor, ¿en serio no hay nadie presenciando aquello? Siente que ella misma está siendo atraída hacia la espiral y empieza a preocuparse. Ya ha grabado bastante, mejor alejarse y avisar a alguien de lo que sucede.
Sin embargo, cuando trata de moverse, no consigue despegar los pies del suelo. Es como si también hubiera algo tirando de ellos. Le da vergüenza gritar pidiendo socorro; seguro que todo se queda en una tontería, como que están haciendo obras en el metro o incluso nuevas excavaciones arqueológicas. Se agacha, deja su bolso a un lado y se pone en cuclillas para ver si así puede oponer más resistencia. Pero esta estrategia resulta ser una decisión fatal porque, al hacerlo, el viento succionador, que también ha aumentado, consigue desestabilizarla por completo. En un segundo, cae hacia adelante y es absorbida por la vorágine sin que nadie aparentemente se haya percatado del incidente.
Pocos segundos después, a este lado de nuestro universo, la espiral se estabiliza, la boca de tierra se cierra y todo regresa a la normalidad.
En el año 832 de la Era Radiante, el astrofísico Anewa Hök observó conmocionado, todavía incrédulo y temblando ligeramente, cómo un cuerpo se precipitaba hasta el mar desde la vorágine, situada en el firmamento a unos ocho metros sobre su cabeza, no muy lejos de donde él se encontraba esperando.
—Rápido, Tama, recupéralo.
Tama, el hijo de Anewa, se lanzó al agua y nadó hasta el lugar del impacto. Entonces se sumergió y, tras bucear un par de metros, agarró el cuerpo que se hundía a gran velocidad en aquella oscuridad verdinegra. Una vez en la superficie, consiguió arrastrarlo con esfuerzo hasta la barca.
—Es una mujer —constató Anewa.
Tama, todavía sofocado, advirtió la sutil agitación en la voz de su padre. Era la primera vez en quince años que lo veía realmente alterado. Y no era para menos; durante varias generaciones, su familia, como la de tantos otros astrofísicos, se había dedicado a investigar y perfeccionar la técnica del shuitnebo y parecía que, después de tanto empeño y entrega, Anewa había conseguido superar con éxito todos los obstáculos. Por fin había «cosido en el cielo» un agujero certero, justo en el lugar en el que deseaba hacerlo. Porque coser una vorágine era algo relativamente sencillo —su gente hacía ya un par de siglos que había descubierto cómo llevarlo a cabo—, lo complicado era realizarlo con exactitud. Las «puntadas» que se daban desde este mundo no acarreaban mayor dificultad, lo espinoso era ver y acertar por dónde salían, qué parte del tejido del espacio-tiempo colindante plegaban, perforaban y unían al agujero original. Debido, de hecho, a este inconveniente, todos los astrofísicos destinados a esta tarea desarrollaban sus investigaciones en el remoto atolón de Nïisk, donde no vivía nadie, aparte de aquellos solitarios investigadores. Esta necesidad había quedado patente cuando uno de sus antecesores generó una vorágine que arrojó sobre su país un asteroide que arrasó una zona de cientos de kilómetros cobrándose además numerosas víctimas. Sin embargo, lo que más miedo le daba a Anewa era toparse accidentalmente con uno de los millones de agujeros negros que componían la zona oscura del universo. Había técnicas para detectarlos, claro, pero aun así, esa posibilidad resultaba aterradora.
Anewa, en un intento por recuperar la templanza, se puso en cuclillas al lado de la mujer, todavía inconsciente, y le examinó las manos por ambos lados. Nada. No había ni llevaba en ellas nada extraordinario. «Eso habría resultado demasiado fácil», se dijo con resignada ironía. Lo único reseñable era un curioso y alargado tatuaje en tinta negra en el interior de la muñeca izquierda compuesto de finas líneas y puntitos; probablemente un símbolo tribal o decorativo, aunque quizá sí que se trataba de una señal, de una marca significativa.
En fin, meditó Anewa tras ajustarse las redondas gafas que se le habían desplazado hacia la punta de la aguileña nariz, fuera lo que fuera, su misión había concluido. No era capaz ni de imaginar cómo iba a afectar aquello a su vida, ni a la de Tama. Se daba cuenta, ahora que lo había logrado, de que, en realidad, nunca se había permitido creer que podría conseguirlo.
De todos modos, se apremió a sí mismo, lo que en ese momento correspondía era llevar a la mujer al barco que la estaba esperando y comunicar a palacio el éxito de la operación; aquella extranjera era demasiado importante y peligrosa como para no ponerla a buen recaudo de inmediato.
—Tama, dame el suero para que se lo inyecte.
El chico iba a replicar que la mujer no parecía amenazadora, pero al final no objetó nada y se limitó a sacar la jeringuilla del estuche que tenía a su lado. Sabía que no valía la pena discutir con su padre.
Ima fue trasladada hasta Lorient en un rápido bergantín y, una vez en palacio, encerrada en una celda, especialmente diseñada para ella, que llevaba centurias aguardándola.
Cuando por fin dejó de actuar el suero que le habían administrado durante días, la mujer abrió los ojos y lo primero que constató —aparte de hallarse tumbada sobre un precario camastro— fue que tenía las manos esposadas a la espalda con unas recias argollas. Una amarga descarga de miedo y adrenalina le subió desde el estómago dejándola sin aliento y poniéndola en pie de un salto. No podía andar metida en nada bueno si estaba encadenada y en lo que parecía una cárcel, una cárcel verdaderamente grande y antigua. Se esforzó por recordar y, poco a poco, los últimos acontecimientos regresaron a su mente. Si no se equivocaba, aquel pozo en el Foro la había succionado como una boca, igual que su hijo hacía con los flanes de gelatina. Esa fue la imagen que le vino a la cabeza.
Se preguntó si las autoridades italianas la habrían detenido por haber destruido patrimonio histórico. Podía ser, pero ¿era necesario esposarla como si fuera una peligrosa terrorista? Quizá, se dijo, el hundimiento del pozo había ocasionado serios daños, quizá incluso humanos, y creían que ella lo había provocado intencionadamente. Entonces, se acordó de la grabación que había hecho y suspiró aliviada. En cuanto alguien apareciese, le diría que tenía pruebas para demostrar su inocencia.
Lo que no acababa de explicarse era porqué tenía la impresión —era lo último que recordaba vagamente— de haber caído al agua; aunque sus ropas ya no estaban mojadas. Tal vez, aventuró, en el fondo del pozo todavía quedaban restos del lago que había habido allí mismo, el Curcio, puntualizó satisfecha. Eso debía de ser; el lago no había desaparecido, sino que había quedado oculto en un nivel subterráneo (lo cual también podía explicar las causas del derrumbe).
Bien, las piezas del puzle comenzaban a encajar y su corazón redujo sus pulsaciones gradualmente. ¿Pero cuánto tiempo habría pasado?, volvió a alarmarse de pronto. Su marido y su hijo, ¿estarían al corriente de lo ocurrido? Tenía que llamarlos de inmediato.
En ese momento se abrió la recia puerta metálica y reluciente situada a unos cinco metros frente a ella. Un hombre alto, de mediana edad y porte altivo, vestido con un largo y espeso abrigo de piel blanca que le llegaba hasta las rodillas y que contrastaba con su negrísima cabellera, entró en la espaciosa celda circular custodiado por los que parecían ser sus guardaespaldas: un hombre y una mujer jóvenes y atléticos armados con algo similar a los antiguos trabucos que Ima había visto en los museos y en los archivos de historia. Sus ropas también eran muy estrafalarias y coloridas, pero en fin, se dijo, se encontraba en Italia y ella no estaba muy al día en cuestiones de moda ni de armamento.
Antes de que pudiera decir nada, el hombre del abrigo, se dirigió a ella:
—Ye schastliv de voir eich voi bod wach.
Ima lo miró sin comprender. Aquello no sonaba al italiano antiguo que había utilizado su guía. Intentó llevarse la mano a la nuca para comprobar si el traductor seguía allí, pero no pudo hacerlo a causa de las esposas. Se concentró en percibir aquella parte concreta de su cuerpo y constató que el frío aparato continuaba insertado en su piel; ¿quizá no funcionaba debido al golpe? Entonces, como si este hubiera notado que lo reclamaban, empezó a emitir en su mente, pero no exactamente una traducción, sino un mensaje desconcertante en finés, la lengua materna de Ima: «Disculpe las molestias, el idioma que acabo de registrar no se encuentra almacenado en la base de datos. Si desea que se active el “modo asimilación” y se proceda a analizar, descifrar e incorporar el nuevo idioma, por favor, facilite más escuchas».
Ima no tuvo más opción que contestar al hombre en spanglish, la lengua más internacional y hablada del mundo:
—Perdone, ¿qué ha dicho? Mi traductor no le ha entendido.
En la cara del hombre se dibujó un gesto de frustración y enojo. La mujer, situada tras él, le dijo algo y luego, el otro joven también añadió un comentario. Pronto los tres estuvieron absortos en una conversación privada e incomprensible para Ima.
«Incorporación terminada» —anunció mentalmente el traductor en un momento dado de la charla.
«Bien —contestó Ima mentalmente articulando cada palabra con suma claridad para que el aparato detectase que se trataba de una orden consciente—, procede por favor a enviar el nuevo idioma a mi dispositivo Sensei —y tras unos instantes, cuando la orden hubo sido ejecutada, volvió a ordenar—: Activación mental 7.2: Sensei, almacena la información que acabo de mandarte en mi memoria a largo plazo».
Ima sintió una fugaz corriente de energía subiendo desde su brazo izquierdo hasta su cerebro, como un escalofrío eléctrico y, de pronto, los sonidos incoherentes de aquellos desconocidos que seguían discutiendo se volvieron palabras inteligibles para ella. Aquella lengua extraña ya estaba incorporada a su memoria y podría comunicarse sin problema.
Normalmente se mostraba reacia a estas «asimilaciones instantáneas», pues era de los pocos que aún defendían lo que se conocía como «aprendizaje de valor», es decir, un aprendizaje tradicional realizado por medio del trabajo y el esfuerzo personal. Sus partidarios sostenían que la asimilación instantánea estaba atrofiando la mente de los jóvenes, que ya no se molestaban en aprender por sí mismos mediante sus propios medios y capacidades. Pero, en fin, se dijo: «A momentos desesperados, medidas desesperadas».
—Disculpen, señores —pronunció en el recién estrenado idioma paladeando su sonoridad como si cada vocablo fuera un caramelo de un desconocido sabor—, ya he solucionado el problema. ¿Pueden decirme, por favor, dónde me encuentro y por qué estoy detenida?
Los tres personajes se giraron hacia ella y la observaron sorprendidos. El hombre del abrigo fue el primero en recuperar la compostura y, tras dar un par de pasos en su dirección, pero sin acercarse demasiado a Ima, se presentó:
—Soy Loïck de Choisi, líder de la familia suprema de Continente. Me alegra comprobar que habla nuestra lengua, por un momento hemos temido no poder comunicarnos con usted. ¿Se encuentra bien? Sufrió una caída considerable.
—¿Continente? —repitió Ima, confusa. Tal vez el precario traductor no había podido hacer un trabajo satisfactorio al cien por cien en tan poco tiempo—. ¿Se refiere usted a Europa?
—Ya, claro, perdone, todavía no está al corriente de su nueva situación. Verá —dijo el hombre mientras daba otro discreto paso hacia ella y le dedicaba una enigmática sonrisa—, nuestro reputado astrofísico, Anewa Hök, experto en la técnica del shuitnebo, ha creado una vorágine que ha plegado momentáneamente nuestro universo con el suyo y que la ha absorbido a usted hasta aquí. Es decir, ya no se encuentra en su mundo, sino en otro contiguo y, en cierto modo, reflejo del suyo.
Ima parpadeó unos instantes y luego soltó una carcajada.
—Vale, ya entiendo, esto es una de esas «aventuras simuladas» que se han puesto tan de moda. Seguro que ha sido cosa de mi hijo. Me había dicho que estaban muy bien hechas, pero he de reconocer que no me imaginaba semejante despliegue de realismo. Solo espero que no se haya gastado una fortuna, esto debe de ser carísimo...
El hombre que decía llamarse Loïck la miró con cierto desconcierto e impaciencia. Quizá había llegado el momento de dejarse de sutilezas e ir al grano. Ya había esperado bastante como para andar perdiendo más tiempo en explicaciones. Si la extranjera no le creía era su problema. Levantó el brazo derecho hasta la altura de su cabeza y luego lo soltó con fuerza describiendo un amplio arco, como si estuviera abofeteando a alguien. Entonces, Ima sintió en su cara un violento sopapo que casi la tiró al suelo. Cuando se recuperó, vio que su nariz estaba sangrando. El lado izquierdo de su rostro le ardía intensamente.
—Mira, mujer —dijo Loïck en tono áspero y olvidando ya todo trato formal—, no he venido aquí para esperar a que tú asimiles tus nuevas circunstancias. Quiero respuestas. Si no, tendré que sacártelas a golpes. Dime, ¿cuál es el poder que has recibido? Y mucho cuidado con utilizarlo contra mí. No dudaré en aniquilarte en cuanto hagas el mínimo gesto amenazador.
Loïck levantó la mano, la apoyó en el aire a la altura de su cabeza y unas huellas dactilares aparecieron, como por arte de magia, en medio de la nada. Ima comprendió que delante del hombre había un muro transparente que ella no había percibido antes y que los separaba a ambos.
Ima entendió también que aquello no podía tratarse de un sofisticado juego virtual encargado por Onni, lo cual, por otra parte, tampoco significaba que fuera a creer los estrambóticos desvaríos de aquel loco. Aun así, estaba claro que este no bromeaba.
—¿Poder? ¿De qué habla? Creo que se ha equivocado, de verdad, debe de ser un malentendido. Y si se trata de dinero, tampoco es que seamos precisamente ricos, pero si es lo que quiere, le transferiré de inmediato todos mis ahorros.
Loïck cerró el puño derecho, lo retrajo hacia su cuerpo y lo descargó con energía hacia adelante, otra vez en el aire, como si hiciera una kata. De forma simultánea, Ima, al otro lado del muro invisible, recibió en el estómago un tremendo impacto que la arrojó hacia atrás, dejándola sentada sobre el camastro. Durante un rato se quedó doblada sobre sí misma experimentando un dolor atroz. Se le saltaron las lágrimas. No tenía aliento para hablar. Pidió mentalmente a su Sensei un inhibidor para el dolor y una evaluación de daños: este le comunicó que no había ninguna lesión.
—A ver, entiéndeme, desde luego que no eres especial —dijo Loïck sonriendo con desprecio—, cualquier individuo de tu mundo me serviría igualmente. Tu poder, según los cálculos realizados por los hombres más sabios de este mundo, se genera por el hecho de haber descendido a un universo-espejo de nivel inferior. Lo que no sabemos es cómo va a manifestarse. Y quizá —meditó el hombre—, tú tampoco has tenido tiempo de descubrirlo… Está bien —concluyó—, te dejaremos un día para averiguarlo. Después seguiremos con la charla. Y recuerda: por tu propio bien, no intentes ninguna estupidez.
Una vez en el exterior de la celda, Loïck se dirigió hasta su despacho y allí, en la puerta, despidió a su guardia personal: Madeleine y Sylvan.
Sentado en una elegante butaca, a un lado de la caldeada habitación y mirando por la alargada ventana con una copa de brandy en la mano, se encontraba Pierrick, su hermano mayor.
—¿Qué tal ha ido? ¿Has obtenido resultados? —preguntó este volviéndose hacia él.
—Bueno, de momento es pronto para eso, necesita tiempo para encajar la situación. Parece que ni ella sabe aún cuál es su potencial —contestó Loïck mientras se despojaba del grueso abrigo.
—Tal vez sea mejor así —indicó Pierrick con astucia—, si el vaticinio es correcto y «tiene en su mano poder para decidir el destino del mundo», puede que convenga que lo descubra poco a poco, de modo que nos dé tiempo a anticiparnos y a utilizarlo adecuadamente antes de que lo domine por completo y pueda volverse en nuestra contra.
Loïck asintió en silencio. Su calculador y pragmático hermano estaba en lo cierto. Tendría que controlar las desmesuradas ansias que sentía de utilizar el poder de la extranjera para que aquella legendaria capacidad se pusiera a su entero servicio.
—No estés de morros, hermano —dijo con guasa Pierrick advirtiendo el gesto ceñudo de Loïck—, hoy celebraremos un banquete sin parangón en honor del que muy pronto será dueño y señor de toda Geb.
Debido al impacto causado por aquella repentina información, Makh perdió la oportunidad de escabullirse por la puerta y se quedó atrapado en el despacho de Loïck, oculto tras un elegante sofá de cuero situado a la derecha del cuarto y casi pegado a la gran librería que cubría por entero aquella pared. Por suerte, Loïck se había apoyado en un lateral de su gran mesa de trabajo para charlar con su hermano, justo en el lado opuesto de la habitación.
Eso le pasaba por no haberse ceñido al plan, se reprendió Makh; otra vez su curiosidad lo había metido en un lío. Si lo pillaban allí no le darían opción ni de inventarse una excusa y acabaría, o bien en una celda de por vida, o bien directamente ejecutado. La familia Choisi, líder suprema de Continente durante generaciones, no se andaba con tonterías.
Al cabo de unos diez minutos, los dos hermanos abandonaron el despacho. Makh reconoció el chasquido de la cerradura de la puerta al cerrarse con llave.
Tocaba salir por la ventana. Se asomó con precaución. Cinco pisos más abajo, en los geométricos y pulcros jardines de palacio, había desplegadas varias patrullas de soldados que vigilaban todo el perímetro. Lo más acertado sería escapar por los tejados.
Estaba saliendo al alfeizar cuando se acordó de aquella extraña mujer que Loïck había capturado y que él había descubierto por casualidad. Si como acababa de oír, estaba destinada a controlar el destino del mundo, no podía dejar pasar la ocasión de arrebatársela a los Choisi, aunque aquello iba muchísimo más lejos de su misión original. Bibek iba a matarlo…
Makh se escabulló por la primera ventana que encontró abierta en aquella misma planta, llegó al pasillo y, tan ligero como un fantasma, se deslizó hasta los niveles inferiores donde se hallaba la celda de la mujer, evitando fácilmente a todos los guardias y criados con los que se cruzó por el camino. La llave ya la había robado del despacho de Loïck, quien la había guardado en una caja fuerte antes de marcharse con Pierrick. Todavía le resultaba increíble que la gente confiase sus pertenencias más valiosas a aquellos artefactos tan rudimentarios y sencillos de manipular. Él llevaba burlándose de ellos desde los siete años.
Una vez dentro de la celda, se acercó al panel que controlaba el muro transparente y el sistema de alarmas, y, en un par de minutos, descifró la contraseña que lo abría y cerraba; se trataba, una vez más, de un mecanismo similar al de una caja fuerte, sofisticado pero igual de vulnerable. Después, tras desbloquear con una ganzúa las argollas de acero de la aturdida prisionera, le indicó que había ido a salvarla, y esta aceptó su palabra de buen grado; cualquier cosa sería mejor que quedarse allí.
No era lo que había pensado hacer en un principio, pero Makh tuvo que resignarse a tomar el mismo camino por el que se había colado en palacio: la red de alcantarillas.
Por su parte, Ima continuaba desconcertada y no sabía muy bien qué pensar de la repentina aparición de aquel muchacho de pelo rubio y grandes ojos azules vestido como un criado de otros tiempos y que, al menos, parecía inofensivo. ¿Realmente quería ayudarla o se trataba de una trampa? Fuera como fuera, no tenía nada que perder y quizás, lejos de aquellos muros, consiguiera por fin cobertura para comunicarse con los suyos. Lamentó no haber invertido más dinero para actualizar su comunicador con el nuevo sistema de entrelazamiento cuántico, de esa forma, no habría tenido ningún obstáculo para contactar con ellos instantáneamente, aunque de veras se hallase en otro mundo o en el mismísimo infierno. Onni tenía razón, estaba hecha una anticuada.
Conforme avanzaban por los lúgubres pasillos subterráneos, se quedó maravillada ante la extrema agilidad y sigilo de su guía, que sorteaba y noqueaba a los guardias con una elegancia y eficacia pasmosas. Era como si estuviera ejecutando un perfecto baile largamente ensayado. Pronto estuvieron en el extenso laberinto de las cloacas.
Media hora más tarde, emergieron por una alcantarilla a un repugnante callejón de suelo adoquinado y pegajoso. Apestaba a basura descompuesta y a orines, aunque ellos olían todavía peor. Makh le indicó a Ima que se detuviera. Después, movió ligeramente una montaña de palés de madera y los dos se colaron por un angosto agujero abierto en la pared del edificio. Aparecieron en un sótano de aspecto desolado, luego subieron por unas viejas escaleras, en las que se cruzaron con varias ratas de buen tamaño, y por último, entraron en una buhardilla equipada con unos pocos muebles. Por las estrechas claraboyas del tejado se colaba la luz anaranjada del atardecer. Una figura se acercó hacia ellos desde el fondo e Ima lanzó un grito ahogado.
—Llegas muy tarde, ¿quién es esta mujer? ¿Por qué cojones grita?
—No he tenido más remedio que retrasarme para rescatarla —contestó Makh a su interlocutor—, resulta que es alguien que la familia Choisi ha estado esperando durante siglos, así que no me he resistido a aguarles la fiesta. Si no he entendido mal, resulta que viene de un mundo paralelo. Las misteriosas investigaciones en Nïisk debían de ser para eso.
El extraño personaje asintió varias veces en un claro intento por asimilar aquella inesperada información. Makh prosiguió muy excitado con las explicaciones:
—Creen que ella podrá hacer realidad un vaticinio que asegura que tiene en su mano el destino del mundo. A mí no me parece muy poderosa, la verdad… Si ha desarrollado una de las Habilidades, todavía no ha dado muestra de ello, aunque Pierrick dijo que igual necesitaba un tiempo para aclimatarse y descubrir su potencial.
—Si puedo apuntar algo —se atrevió a intervenir finalmente Ima, que todavía no podía apartar los ojos de aquel ser cubierto por un denso pelaje rojizo y con aspecto de lémur homínido que tenía plantado delante—, me parece que todo esto es un enorme error. De verdad que yo no poseo ningún poder ni habilidad especial. Quizá lo de la vorágine interdimensional sea cierto, pero me temo que ese augurio en el que ellos creen debe de haber sido malinterpretado. Yo, desde luego, no me trago esas memeces, es algo tan primitivo y absurdo. Parece el argumento de una mala novela.
—La familia Choisi no perdería su tiempo ni sus recursos en seguir un vaticinio infundado —objetó Makh—, sin duda se habrán asegurado antes de comprobar que provenía de una vidente fidedigna.
—Vidente fidedigna —repitió Ima irónica—, eso es un completo oxímoron; una contradicción absoluta.
Sus compañeros la miraron sin entender. ¿Por qué iban a ser aquellos términos irreconciliables? Todo el mundo sabía que había gente que desarrollaba la Habilidad de la Premonición. Era cuestión de tener talento y comprometerse con el duro adiestramiento en la Logia correspondiente. Quizá, pensó Makh, el escepticismo de la mujer se debía a que procedía de otro mundo. Ciertamente, habría que darle muchas explicaciones, pero lo primero era lo primero.
—Bueno, ya hablaremos de todo esto. Ahora deberíamos presentarnos, darnos una buena ducha y comer algo. Mi nombre es Takhiany Makh, pero todos me llaman Makh, y este es mi compañero, Bibek.
De pronto, el Sensei de Ima le hizo mentalmente un comentario al respecto:
«Makh significa “tripas” en mongol, y Takhiany, “pollo”. Es decir, este individuo se llama “Tripas de pollo”. Al parecer, este nuevo idioma es una aglomeración de más de cincuenta lenguas, aunque algo alteradas».
Ima abrió los ojos, sorprendida; no era habitual que su Sensei se activase por sí solo para darle información no solicitada. En realidad, pensó, no lo había hecho nunca (aparte de para cuestiones médicas puntuales). Tal vez, meditó, se debía a la interconexión que ella había establecido antes con el traductor. De hecho, los datos que le había ofrecido eran más propios de este. Pensó que si Onni pudiera verla ahora le restregaría un «ya te lo dije» bien merecido por haber defendido que no valía la pena realizar una descarga neuronal de la biblioteca de idiomas terrestres; si lo hubiera hecho, habría podido prescindir de ese obsoleto traductor adicional. Por si las moscas, decidió desinstalarse el pequeño aparato en cuanto estuviera a solas.
Vio que sus estrambóticos anfitriones la miraban con curiosidad por el largo silencio, así que improvisó una respuesta:
—«Tripas de pollo», vaya, ¿es un nombre muy popular por aquí? Yo tengo uno bastante más soso; Ima. No significa nada —mintió para no entrar en explicaciones que pudieran dar a entender que trataba de alardear del suyo.
—Es un nombre disuasivo —comentó Bibek mientras su amigo le lanzaba una dura mirada de reprobación que él ignoró de todos modos—, en el pueblo de Makh, como en muchos otros, les ponen a los bebés nombres desagradables para demostrarle a la muerte que no merece la pena que se los lleve. Si superan la primera infancia, cosa que no hacen demasiados, sus padres les dan un nombre adulto normal.
—¿Y por qué él sigue llevándolo si no se ha muerto? —preguntó intrigada Ima, que ya había estudiado creencias semejantes en otras culturas antiguas de la Tierra.
—Porque es un cabezota supersticioso —contestó Bibek— y además…
—Ya está bien —interrumpió tajante Makh—, no creo que sea el momento de discutir este tema, personal, por otra parte. Démonos una ducha y comamos algo, estoy hecho polvo.
—No quisiera ser grosera —se aventuró a preguntar Ima a Bibek—, pero ¿por qué pareces un lémur, es algún tipo de disfraz holográfico?
—¿Es que no hay Haarig en tu mundo? —preguntó a su vez el aludido, que no había entendido del todo la pregunta.
Ima negó con la cabeza.
—Bueno, tampoco es de extrañar…, somos una de las razas que surgieron tras «La Colisión» —continuó explicando el joven—, humanos que sufrieron varias alteraciones hace unos quinientos años y por las que, en nuestro caso, volvimos a desarrollar el pelaje y la cola vestigial, o sea, el puto coxis. No hay mayor misterio.
Ima asintió con la mayor impavidez posible y trató de apartar la mirada de la larga cola anillada que se movía en la espalda de aquel extraño ser, no quería ofenderlo, pues este había pronunciado aquella última frase con un ligero tono desafiante. Entendió que sería mejor no seguir indagando, aunque se moría de ganas por hacerlo. Se sentía como dentro de un sueño o una alucinación y esperaba despertar en su cama en cualquier momento; esa era la única razón por la que todavía no había sufrido un ataque de ansiedad.
Cuando Ima se hubo acostado, tras haberse aseado y tomado una frugal cena, Makh y Bibek aprovecharon para hablar en privado sobre sus asuntos.
—Bueno —dijo Bibek, sentado a la desvencijada mesa de madera con un vaso de vino barato entre sus peludas manos—, ¿y cómo ha ido la misión? Con todo este jaleo todavía no me has dicho si lo has conseguido.
Makh metió su mano en un bolsillo del chaleco que llevaba bajo la chaquetilla y extrajo un tenedor de postre hecho de plata.
—Los informes no se equivocaban —dijo a su compañero—. Aquí la tienes: nuestra pieza número veinte, no está nada mal.
—Está bien camuflada la hija de puta. Mira los arañazos, las mellas, sin duda ha sido usada mucho tiempo como un vulgar cubierto.
—Sí, si no fuera por tu bendito mdogo-receptor habría sido muy difícil de encontrar. Y más vale que la guardaban en un cajón en las cocinas de los criados; lo de colarse en el palacio ha sido lo más temerario que hemos hecho hasta ahora.
—Venga, no seas modesto —comentó Bibek—, sabes que serías capaz de robarle los calzoncillos al mismísimo Loïck en mitad de un discurso.
Makh, a quien incomodaban los halagos, cambió de tema radicalmente, aunque sabía que ese asunto tampoco iba a ser fácil.
—¿Qué vamos a hacer con ella?
—No lo sé. Lo de traerla contigo por fastidiar a los Choisi ha sido una estupidez mayúscula. Perdona que te lo diga, pero eres imbécil. Si se queda con nosotros, todo el jodido ejército de Continente se nos va a echar encima, lo cual no va a facilitarnos precisamente las cosas… Alguna vez deberías pensar lo que haces por un puto momento.
—Bueno, lo hecho, hecho está. Ahora no podemos abandonarla a su suerte.
—¿No? ¿Y por qué no? Si esa mierda de augurio es cierta, tenemos en nuestras manos un marrón de la hostia.
—¿Crees que ese Anewa del que hablaban podría devolverla a su mundo?
—Supongo que sí —concedió Bibek con desgana—. Pero no va a ayudarnos voluntariamente, a no ser que lo secuestremos y le obliguemos a hacernos el favor.
Ambos sonrieron con amago sarcasmo ante semejante ocurrencia descabellada.
—Tenemos que pasarle la pelota a alguien competente —dijo al cabo Bibek mientras se acariciaba la lanuda barbilla —, aunque no sé a quién…Cualquier gobierno al que se la encomendemos terminará por utilizarla con el mismo propósito. Todos los políticos son la misma escoria. En cuanto esté en su poder, intentarán usarla para expandirse… Ni siquiera me fio de la Insurgencia. Aunque, en fin, tampoco es problema nuestro.
—Yo tampoco me fio —ratificó Makh, pensativo y, tras un breve lapso, añadió—. ¿Y si buscamos en Xatarov a otro astrofísico? Es allí donde tienen su principal escuela, ¿no?
Bibek lanzó un juramento y, tras cagarse en la vida, en la suerte y en los malditos huesos de su compañero, asintió a regañadientes.
—Creo que, de momento, es nuestra mejor opción. Así nos alejaremos de aquí y podremos buscar más piezas por aquella zona. Deberíamos partir mañana mismo. Oye —añadió entonces Bibek—, ¿tú te fías de ella?
—Umm —dudó Makh, que como ladrón y embaucador instruido tenía buen ojo a la hora de calar a la gente—, me parece que es una buena persona y que realmente lo único que desea es regresar a su mundo, pero me da la impresión de que no nos lo está contando todo, aunque, por otro lado, es perfectamente comprensible, dada su situación. También ella estará evaluando hasta qué punto puede confiar en nosotros.
—¿Qué habéis averiguado? —disparó impaciente Loïck a sus dos lugartenientes en cuanto se colocaron tras el escritorio de su despacho.
—Creemos que se trata de un Cercatore, un Hanta más concretamente, pues un vulgar ladrón habría aprovechado para robar objetos de valor. Además de a nuestra prisionera —aclaró Sylvan—, no se ha echado nada en falta, lo que es muy típico de su modus operandi. Pueden pasar meses hasta que alguien se dé cuenta de lo que han sustraído. Ya sabe, monsieur, podría tratarse incluso de una simple pinza de tender.
—¿Pero por qué un Cercatore se arriesgaría a cometer semejante locura? ¿No es más lógico pensar que se trata de algún agente enemigo o bien de algún miembro de la Insurgencia?
—Es lo lógico y lo primero que hemos pensado, pero mi intuición me dice que es uno de esos irritantes Ricercatori —afirmó secamente Madeleine.
—Con el noventa y cinco por ciento de fiabilidad de Madeleine, más el cinco por ciento que aportan los indicios que hemos encontrado, podemos dar un cien por cien de veracidad a esta teoría —concluyó Sylvan.
Loïck sabía de sobra que, llegados a ese punto, no había nada que discutir. Madeleine era una Intuitiva de máximo nivel. Se había graduado en su Logia con un ochenta por ciento de precisión, cosa que había ocurrido en contadas ocasiones a lo largo de toda la historia de aquella Habilidad. Y en tan solo unos años, desde que terminara su preparación, había ascendido hasta un noventa y cinco por ciento, lo que la situaba entre las Intuitivas más certeras del mundo. Por eso Loïck la tenía a su servicio personal. Aun así, prefirió no dejar ningún cabo suelto.
—¿Cuáles son exactamente esos otros indicios?
Madeleine apenas tensó sus labios un momento, pero Loïck la conocía desde que era niña y supo que le había molestado la pregunta; la joven era muy susceptible ante el hecho de que cuestionasen sus capacidades, pero también era fría y orgullosa, y por nada del mundo exteriorizaría su malestar ante él.
—Una de las criadas —explicó esta en tono cortante— afirma que vio a un muchacho en las cocinas del servicio y que cuando le preguntó quién era, él le contestó que un nuevo aprendiz a cargo de la gobernanta, la señora Muin. Ella le creyó porque, efectivamente, el ama de llaves lleva semanas diciendo que quiere un nuevo ayudante para la cocina. Hemos preguntado a esta si había contratado a alguien y ha dicho que no. El chico no debía de superar la veintena, era muy rubio y de ojos azules. Tenía acento de las islas del sur.
—Pues si de verdad se trata de un Hanta seguro que esos datos no nos son de gran utilidad —objetó Loïck.
—Bueno —rebatió Madeleine— es cierto que seguramente no será ni rubio ni de ojos azules, ni tampoco del sur, pero es muy probable que sea joven. La vejez es fácil de fingir, pero no así la juventud.
—¿Y por qué uno de esos rateros osa desafiar a la máxima autoridad del país llevándose a una prisionera de una celda de alta seguridad?
—Intuyo —remarcó la joven— que fue algo completamente fortuito. Hemos rastreado el camino que tomó para huir y este llega hasta las cloacas. Bien, puede ser que, cuando se coló por aquella zona, nos viera entrar en la celda y escuchara nuestra conversación. Entonces, se dio cuenta del gran valor que tiene la prisionera y decidió sacar tajada vendiéndola a otro gobierno. Después, se deslizó en el despacho tras nosotros, abrió la caja fuerte, robó la llave de la celda, desactivó el muro y huyó con la mujer.
—O sea: coser y cantar. Bien —resolvió Loïck tras levantarse y pasear un rato por la lujosa habitación—, para empezar voy a tomar dos medidas. La primera va a ser ejecutar al jefe de seguridad y la segunda es que voy a decretar una ley de efecto inmediato por la que todos los Ricercatori serán declarados criminales y podrán ser detenidos desde mañana mismo. Explicaremos el motivo de dicho cambio y anunciaremos que si delatan al culpable de este grave delito contra el gobierno se les otorgará una amnistía extraordinaria, siempre que juren además abandonar dicha actividad.
—¿Vamos a contar que se han llevado a un prisionero de semejante importancia?
—Por supuesto que no, Sylvan —contestó Loïck, impaciente—. Solo contaremos la parte del allanamiento y del ataque a nuestros soldados. No nos conviene llamar la atención sobre la extranjera. Desde mañana a primera hora quiero a toda la guardia de la ciudad deteniendo hasta el último Cercatore que encuentren;incluidos los Lapurrak, trabajen para quien trabajen. Luego, Madeleine, tú te encargarás personalmente de los interrogatorios.
Esa misma tarde los ciudadanos de Lorient, capital de Continente, fueron los primeros en enterarse de la nueva ley que acaba de entrar en vigor. A ninguno le pilló por sorpresa una decisión tan repentina y drástica de su caprichoso Líder, era algo habitual en él, pero sí les chocó el contenido de la misma. Desde el surgimiento de los Ricercatori, hacía ya más de cuatro siglos, todos los gobiernos habían tolerado a este colectivo dedicado a buscar las piezas dispersas de «La Gran Máquina». De hecho, el primer grupo de Ricercatori había sido bautizado y formado bajo las órdenes del respetado monarca de Liosh. Actualmente, tan solo en alguna isla lejana del oeste, este movimiento se consideraba ilegal (las atrasadas islas del oeste, siempre temerosas y llenas de supersticiones, sostenían que «La Gran Máquina» caída desde el cielo era en realidad una máquina de destrucción; un arma que un demonio enemigo había mandado para devastar Geb y que, por suerte, los dioses habían derribado a tiempo). Esta teoría, además, se veía reforzada, según ellos, por la abominable aparición —poco después del advenimiento del artilugio en lo que se llamó «La Colisión»— de las primeras mutaciones en personas que derivaron en muy pocas generaciones en nuevas razas humanoides, como la de los Haarig.
En el resto del mundo, las opiniones se dividían entre los que creían justo todo lo contrario (que era una máquina prodigiosa, un regalo enviado a Geb por seres superiores que querían ayudar a su desarrollo) y los que pensaban que simplemente había sido un mero accidente y que el artefacto —desde luego de una cultura más avanzada y desconocida— debía de haberse desviado de su ruta, o bien se había averiado y había terminado desintegrándose en la atmósfera gebeana. Según el país que fuese, este colectivo de buscadores de piezas gozaba de mayor o menor simpatía y tolerancia, aunque estaba claro que ningún padre deseaba que su hijo o hija terminase dedicándose a tan incierto oficio.
En los primeros años, tras la caída de «La Gran Máquina», se desató un verdadero furor, y medio mundo se lanzó a buscar las piezas diseminadas por el planeta. Una prestigiosa vidente de la época, que luego se convertiría en la primera directora de la Logia de las Intuitivas, concretó que en total eran 496. Sin embargo, los esfuerzos de esta Logia por encontrar cada una de ellas fueron en vano. Había algo que eludía sus mentes.
Para terminar de complicar la situación, las piezas entraron en lo que luego se denominó «modo camuflaje», tomando la apariencia de meros objetos cotidianos, totalmente anodinos a simple vista. Este hecho contribuyó a dispersarlas todavía más, pues al ser confundidas con simples enseres, la gente las adquiría, se las llevaba y las intercambiaba sin saber lo que en realidad eran. Entonces, la fiebre buscadora remitió igual de rápido que había surgido y, durante mucho tiempo, el tema fue olvidado. Hasta que ochenta años después, un físico Haarig llamado Otto Sousa descubrió que los objetos emitían una resonancia en una frecuencia única y diseñó un dispositivo capaz de determinar, tras golpearlos, si un objeto era real o una pieza camuflada. Esto volvió a animar a unos cuantos a reemprender la búsqueda, pero ya sin el amplio seguimiento popular anterior pues, aún con la ayuda del Detector de Sousa, encontrar las piezas suponía una verdadera odisea.
Los Ricercatori (Cercatore en singular),se convirtieron en un colectivo formado casi exclusivamente por irreductibles soñadores o por gente desesperada, parecía no haber término medio. Los que se lanzaban a esta misión porque no encontraban otra salida mejor en sus vidas formaron pronto un grupúsculo especial que recibió el nombre de Lapurrak, que se dedicaba a robar a los demás Ricercatori las piezas que estos habían reunido. Luego, las vendían al mejor postor. Muchos de ellos trabajaban para importantes coleccionistas. En cuanto a los soñadores, que se afanaban por indagar, encontrar y seguir pistas para dar con las piezas, pasaron a formar un grupo conocido con el nombre de Hanta o cazadores.
—Hemos sido unos capullos —se lamentó enojado Bibek, que manejaba en popa el timón de su vieja barcaza con una mano mientras con la otra fumaba un arrugado cigarrillo.
Makh, de espaldas a él y vestido con la ropa típica de los marineros de la zona, asintió con un gesto preocupado sin dejar de observar cómo, tras ellos, empequeñecía la costa de Lorient a un ritmo que se le antojó desesperadamente lento.
—No pensé que las consecuencias fueran a ser tan rápidas ni tan drásticas. Menos mal que aquí apenas nos conocen. Esos cabrones han desatado una auténtica caza de brujas.
Oyeron entonces el golpeteo de un puño en la puerta de la alargada cabina que ocupaba casi por entero la cubierta de la nave. Al parecer, Ima quería hablar con ellos. Bibek le hizo un gesto con la barbilla a Makh para que fuera a ver.
—No —dijo Makh nada más entrar en la cabina—, todavía no puedes salir, aún no estamos lo suficientemente lejos.
—Vale, pero al menos, ¿puedes contarme qué planes tenéis? Todavía no me habéis dicho nada. Oye —añadió Ima observando el rostro del joven—, ¿es cosa mía o tu pelo y tus ojos se están aclarando?
—Lo de mi pelo blanco es por el efecto secundario de las Anuenue —explicó Makh—. Son plantas cuyas semillas tienen la propiedad de colorar todo el vello corporal. Hay mucha variedad de tonos y es menos agresivo que un tinte. El color desaparece en unas horas si no se siguen tomando. Llevo usándolas tanto tiempo que ya ni recuerdo de qué color era mi verdadero pelo. En cuanto a los ojos, estos son los míos —sonrió el joven apuntando a sus ojos grises—, ayer llevaba ventosas de color. Por cierto, tú también deberías cambiarte el pelo, ese tono azul es demasiado llamativo.
Ima aceptó de buen grado la respuesta, pero no se quedó satisfecha, pues aquella contestación acababa de suscitarle miles de nuevas preguntas. No obstante, recordó cuál era su prioridad y volvió a interesarse por su destino.
—Nos dirigimos a Xatarov, una isla donde se encuentra la escuela más prestigiosa de astrofísicos de Geb. Quizá allí encontremos a alguien que pueda devolverte a tu mundo.
Ima, como si se tratase de una repentina nausea, hizo un tremendo esfuerzo de voluntad y volvió a tragarse aquel agrio sentimiento de irrealidad y vértigo que pujaba por salir de sus tripas desde su llegada a aquel mundo. Era la única forma de poder continuar con la conversación. Si sucumbía a él, muy probablemente acabaría sufriendo una crisis nerviosa. Y no podía permitirse tal cosa. De momento, había decidido que lo aceptaría todo sin rechistar y, cuando aquella locura pasase y ella estuviera a salvo, ya tendría tiempo de analizar y comprender. Era como en los viejos tiempos, cuando Onni y ella jugaban en el cuarto de simulaciones y ella aceptaba completamente su avatar sumergiéndose en la historia hasta que la función terminaba.
—¿Y cuánto nos va a llevar llegar hasta allí? —preguntó tragando saliva.
Makh se dirigió hasta una desordenada estantería en el interior del camarote y tomó un pergamino que desenrolló sobre la mesa ante la que se había sentado la mujer.
—Este es un mapa del hemisferio norte de Geb. Estamos aquí, saliendo de Continente, y nos dirigimos hacia aquí —indicó el joven señalando con el dedo una pequeña isla casi en la esquina superior derecha del mapa—. Si el tiempo nos acompaña, puede que lleguemos en unas tres semanas.
Ima observaba el mapa casi sin ver. De nuevo las dudas y objeciones se precipitaban en su mente como frutos caídos en el bosque tras una tormenta, y debía centrarse en escoger, de entre todos ellos, los únicos que podían aportarle verdaderos nutrientes, es decir; las preguntas que podían ayudarla a avanzar, cosa que, sumando además su curiosidad innata, le resultaba realmente difícil de realizar. Recordó las palabras con las que solía amonestarla un antiguo profesor suyo de la Universidad cada vez que hacía una exposición oral: «Señorita Virtanen —le decía—, no divague y vaya al meollo, merodea usted más que un oso hambriento».
Por culpa de aquel viejo había tenido que aguantar durante varios años el mote de Kontio (un eufemismo que se utilizaba en la mitología finesa para referirse al oso; tótem sagrado por excelencia cuyo nombre no debía pronunciarse en voz alta y que significaba «habitante de la tierra»). Era un mote típico de los estudiantes de primer curso de Antropología, a quienes les gustaba hacer ostentación de sus recién adquiridos conocimientos. Y lo cierto es que al final le había tomado cariño tanto al mote como a aquel animal errabundo. Tras pensar mucho en ello, había llegado a la conclusión de que en el mundo existían dos clases de personas: las que van directas hacia una meta determinada —como la leona cazadora que se lanza hacia la manada de ñus—, y las que, como ella, merodean embelesadas por los bosques hasta que algo se cruza en su camino y entonces deciden que aquel bien podría constituir un jugoso objetivo.
En esas reflexiones se hallaba cuando, de pronto, su Sensei volvió a activarse y a ofrecerle información no solicitada. No pudo evitar dar un respingo en su asiento.
«He estado haciendo reconstrucciones hipotéticas sobre este mapa y parece bastante probable que sea el resultado de una tremenda atomización de una orografía muy similar a la de nuestro planeta. Si se fija, el país llamado Continente, encaja bastante bien con lo que sería el centro de Europa, hasta Rusia, si lo despojamos de todas las penínsulas e islas como España, Italia, Reino Unido y demás. Mire».
Entonces el dispositivo proyectó en la mente de su dueña unas imágenes en las que este proceso de desintegración iba desarrollándose paulatinamente.
«Calculo que si continúo este proceso inverso de reconstrucción, obtendré una geografía análoga a la de la Tierra. ¿Desea que complete la operación?»
—¡No! —soltó en voz alta una enfadada y aturdida Ima.
Makh la miró también sobresaltado. De nuevo la mujer parecía haber quedado completamente abstraída en sus pensamientos. Se preguntó si sufriría algún tipo de demencia quizá debida a la conmoción de su violenta llegada. Era como si estuviera en otro lugar hablando con los espíritus.
—¿Te encuentras bien?
Ima volvió a dudar. ¿Debía hablarle a Makh de su Sensei? No sabía explicar por qué, pero algo le decía que era mejor mostrarse prudente a aquel respecto. Por lo que había visto hasta el momento, la tecnología de aquel mundo era también muy diferente a la del suyo y, desde luego, muchísimo más atrasada. Pero, sobre todo, Ima se cuestionaba si no sería mejor desactivar el dispositivo de forma permanente, algo que prácticamente resultaba impensable en condiciones normales. Salvo por alguna avería puntual que se solucionaba enseguida, no había necesidad de prescindir de aquel instrumento que era parte de su cuerpo casi desde que nacían y de ella, en particular, desde hacía varias décadas. Sería como tener que amputarse un miembro, tal vez peor, se dijo, pues, de poder elegir, casi preferiría que le arrancaran un dedo o una oreja.
Después de haberse quitado el traductor la noche anterior, había confiado en que el posible problema de interferencia entre ambos sistemas ya se habría resuelto.
Trató de tranquilizarse argumentando lo que le habían enseñado desde pequeña: que un Sensei estaba diseñado y programado para cuidar y asistir a su anfitrión y para que le fuera del todo imposible dañarlo o actuar ajeno a la voluntad de este. Era como pensar que, de pronto, tus piernas, pudieran decidir por su cuenta llevarte hasta el borde de un precipicio y luego saltar.
Sin embargo, pensó inquieta Ima, también había que considerar que se hallaba en una situación completamente inverosímil en la que ya empezaba a poner en duda todo lo que sabía y había creído hasta entonces.
Hizo un severo esfuerzo por regresar al presente.
—Disculpa, Makh, desde que he llegado hay veces que se me va un poco la cabeza… Estaba pensando en otra cosa y me he sobresaltado. Esta situación me supera. El plan me parece bien, solo que no había considerado la idea de permanecer tanto tiempo aquí.
En cuanto Makh subió a cubierta, Ima resolvió ocuparse de aquel apremiante asunto. Activó su Sensei mentalmente y le preguntó por qué le estaba dando información no solicitada.
«Tras valorar la situación, he decidido que, a pesar de que las probabilidades de que estemos realmente en otro universo son ínfimas, pues hace tiempo que se descartó la teoría de los multiversos, lo más conveniente para su seguridad es actuar como si fuera cierto y, por tanto, tomar un papel más activo; al menos hasta que logre deducir qué es lo que está ocurriendo. Si usted quiere que restaure el protocolo anterior, lo haré de inmediato».
Ima suspiró aliviada. Aquella explicación la dejaba algo más tranquila.
«¿Y no has pensado que he podido volverme loca?» —preguntó sintiéndose muy rara por estar manteniendo una conversación de esa índole con su hasta entonces aséptico e impersonal dispositivo sanitario y de información.
«He realizado un escaneo exhaustivo de su cerebro y no he detectado ningún daño neurológico. Además, soy capaz de percibir y recopilar información del mundo por otros canales independientes a los suyos, como bien sabe, incluso cuando usted no se encuentra “operativa”. Todo lo que ha experimentado hasta ahora es completamente constatable».