La baba celestial - Regina Salcedo - E-Book

La baba celestial E-Book

Regina Salcedo

0,0

Beschreibung

La baba celestial ha caído desde el cielo y llegado a la Tierra, formando hermosas tormentas almibaradas en el cielo. Sin embargo, pronto la humanidad se acostumbra a su presencia y deja de apreciarla. Jules Frost, periodista encargado de cubrir el fenómeno e investigarlo, verá en peligro su carrera y su vida debido a la ignorancia humana. Una interesante reflexión vital en clave de ciencia ficción que no dejará a nadie indiferente.-

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 359

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Regina Salcedo

La baba celestial

 

Saga

La baba celestial

 

Copyright © 0, 2022 Regina Salcedo and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726983579

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

«Cuando el viejo Ra se quedó dormido,

la diosa Isis aprovechó para robarle

un poco de la baba que le resbalaba

por el rostro y, mezclándola con barro,

pudo crear una serpiente letal».

Relato Mitológico Egipcio

«No somos libres.

Y el cielo se nos puede caer encima».

Antonin Artaud

LA BABA CELESTIAL

«Buenos días, amigos y seguidores de La extraña actualidad. Soy Jules Frost para la YZB. Como todos sabéis, hoy se cumplen cinco años del primer avistamiento de La Baba Celestial o, como la llaman los científicos, el AFTUM, y para grabar este reportaje conmemorativo nos hemos trasladado hasta esta preciosa playa, en la isla de Tasmania, Australia, donde hace escasas horas se ha encontrado el cadáver de un calamar gigante envuelto en esta mucosidad extraterrestre que aún no hemos logrado descifrar. Una extravagante tarjeta de felicitación para que no nos olvidemos de ella, ¿no os parece?».

Me giro a la derecha, meto tripa y camino hasta el animal, que entra en escena para ocuparlo todo durante unos impactantes y viscosos segundos. Me acuclillo a su lado y mis rodillas emiten un crujido que confío en que no recoja el micrófono. Según el guion sugerido por Robles, en este punto debería palmear la blanca cabezota del cefalópodo —la única parte del cuerpo que no está enredada con mucosa ambarina—, pero paso de hacerlo.

«Fijaos qué locura de bicho. ¿Cuánto medirá? ¿Cinco..., seis metros?

Si ya de normal la aparición de una de estas esquivas criaturas que habitan en lo más profundo de nuestros océanos suscita sorpresa y curiosidad, encontrar una de ellas aprisionada por esta sustancia alienígena, que hasta el momento solo hemos visto originarse en las capas altas de la atmósfera, resulta un desafío, un enigma sin precedentes. ¿Cómo ha ocurrido algo tan extraordinario? ¿Sucedió antes o después de que el calamar encallase en la playa? Es difícil de discernir, dado que, por lo que hasta ahora hemos visto, siempre que la Baba gotea, se disuelve al contacto con el agua y, en tierra, como mucho, permanece treinta minutos antes de desvanecerse. Y, pese a todo, aquí sigue, resistiéndose a soltar su presa. Está claro que es diferente y, por tal motivo, las autoridades han restringido el paso y nos han aconsejado no tocarla. ¿Ha matado esta peculiar Baba Celestial, que hasta hoy creíamos inofensiva, al calamar? ¿Ha sufrido algún tipo de mutación? ¿Debemos empezar a preocuparnos?

Demasiadas preguntas que hacen que, más que de una tarjeta de felicitación, quizá debamos hablar de otra retorcida adivinanza lanzada a nuestro intelecto. Es como si el universo nos dijera: “Eh, pardillos, aquí va esto, por si no teníais suficiente”».

Vuelvo a ponerme en pie con un pretendido movimiento enérgico, aunque siento un par de pinchazos en las corvas y estoy a punto de perder el equilibrio. Genial idea la de tenerme en cuclillas, Robles. Doy unos pasos entumecidos hacia la cámara cuidando de no tapar al monstruo protagonista.

«Los expertos que se ocupan del asunto, miembros del prestigioso Centro de Investigación del AFTUM de Melbourne, dicen que es pronto para aventurar una explicación, si es que llegan a encontrarla, señalan. No hay constancia siquiera de que, en los últimos días, se hubieran formado nubes de Baba en la zona. De lo que yo estoy seguro es de que teorías al respecto van a llover a miles en las redes, y solo espero que ese estimulante ejercicio de imaginación no acabe generando otra avalancha de bulos malintencionados. Pero, vaya, después de cinco años en esta aventura, ver eso sería más asombroso que contemplar la estampa que tengo aquí delante.

Dicho esto, amigos y amigas de lo desconocido, os reto a urdir vuestras propias hipótesis y a mandárnoslas a nuestra dirección habitual. En el próximo programa comentaré las tres más inspiradas, y los seleccionados ganarán un viaje patrocinado por Raijin Airlines.

Así que, venga, dadle al coco de una manera sana y productiva. Si la verdad nos rehúye, aprovechemos al menos para divertirnos. Quién sabe, tal vez sin saberlo, algunos os estéis aproximando a la respuesta y podáis arrojar algo de luz a las investigaciones de nuestros esforzados científicos.

Desde la salvaje Tasmania se despide Jules Frost para la YZB.

Hasta la próxima».

La cámara se centra en lo redondos y vacíos ojos del calamar y yo quedo fuera de plano. Es hora de soltar la última chorrada pretendidamente off the record, y me pregunto si alguien se traga todavía este estúpido teatrillo. Es más, me pregunto si alguien sigue viendo mis reportajes hasta el final. Procuro que el desencanto que me invade, fortalecido por un monumental jet lag, no contamine mis palabras.

«Oye, Robles, ¿cuántas raciones crees que se podrían sacar de este bicharraco?»

—Y... ¡corten! —anuncia ella tras apagar la cámara—. Estupendo. Aunque no le has dado las palmaditas. Podemos repetir esa parte, son solo dos frases.

—Ni lo sueñes. Solo el olor me está provocando arcadas.

—¿Vas a entrevistar a algún otro biólogo? Ahora es buen momento, todavía no han terminado de almorzar.

—Hazlo tú, ¿vale? Estoy molido y fijo que a ti te prestan más atención —le contesto mientras le guiño un ojo.

Me da la impresión de que, por un momento, está a punto de mandarme a la mierda, pero luego se lo piensa y responde levantando un pulgar. Sé que no es justo, pues ella está tan agotada como yo tras casi dos días de aeropuertos, vuelos, autobuses y taxis, pero la verdad, ahora mismo mis ganas de pillar la cama son mayores que las de cumplir con mi trabajo.

Mi estúpido trabajo.

No puedo creer que lleve cinco años viviendo de esta mierda.

¿De verdad han pasado cinco años? Joder.

Y pensar que al principio sentí que me había tocado la lotería...

Menuda lotería envenenada.

¿Cómo es eso de que dios o el diablo nos castiga concediéndonos nuestros deseos? Lo leí en un calendario, en el dentista, no recuerdo la frase exacta, pero vaya, que no puede ser más cierto.

Y es obvio que la cadena también está hasta el gorro de mantener con vida a este enfermo terminal al que no se atreven a desenchufar del respirador. No hay más que ver el hotel que me han buscado. Esta merma descarada de estrellas se me antoja demasiado similar a una cuenta atrás que está a puntito de concluir. Acepto que no habrá sido fácil encontrar un alojamiento en condiciones en el culo del mundo, pero este cuchitril a las afueras del pueblo, en frente de una gasolinera abandonada donde se amontonan los hierbajos y la basura… Madre mía, si parece un fumadero de crack.

En fin, así están las cosas, afrontémoslo: conforme decrece la audiencia, decrecen también mi caché, mi reputación y mis expectativas de futuro.

 

Arrojo a la mesilla de noche la llave del hotel, con su aparatoso llavero redondo de plástico —nada de tarjetas electrónicas—, y me tiro vestido sobre la cama, cubierta por una colcha color café que ya debía de resultar hortera y anticuada en los años setenta. Son las once de la mañana, no me conviene dormir, pero me caigo de sueño. Me siento como el calamar gigante que acabo de dejar varado en la orilla. Noto una ola de empatía hacia el pobre diablo: a los dos nos ha enredado bien la puta Baba Celestial para jodernos la vida.

Cuando hace dos días me dieron la noticia, casi me alegré por una fracción de segundo. Casi. Pensé que esta historia reviviría el interés del público; de hecho, seguro que lo hace durante un par de programas, pero enseguida pensé: «¿Y qué si lo hace, Frost? ¿Acaso te apetece prolongar la agonía? ¿No sería mejor acabar con todo de una vez?».

Durante mucho tiempo recé para que la maldita Baba empezara a soltar engendros que succionaran cerebros y desatasen un puto apocalipsis alienígena de película. Se iban a enterar entonces los que aseguran que estoy encasillado y acabado... No obstante, a estas alturas, únicamente rezo para que ese jodido moco desaparezca de escena y yo pueda recuperar mi carrera. Cuesta admitirlo, pero me conformaría con volver a dar el tiempo al final de las noticias. Mis sueños de saltar a la gran pantalla se han ido por el desagüe. Firmaría sin rechistar simplemente por dejar de ser el tío de la Baba Celestial, el pregonero del acontecimiento extraterrestre más insulso de la historia, tanto que ya solo alcanza para que los adolescentes hagan memes sobre él (conmigo incluido, claro).

Igual de lo que se trata es de dejar de rezar y de tomar las riendas, ¿no crees?

Eres un puto cobarde.

Soy un puto cobarde.

Percibo un cosquilleo en la pantorrilla, por debajo de las bermudas, supongo que todavía llevo pegada arena de la playa. Echo la mano para limpiármela y descubro que se trata de algo más grande y más vivo. Suelto un grito asqueado; es una repugnante cucaracha roja del tamaño de un mechero. Dios. Por nada en el mundo dormiría en este sitio.

Al cuerno con todo. Hoy mismo hablo con Sanders y tiro la toalla.

Tengo ahorros suficientes para aguantar hasta que me salga otra cosa.

Seguro que pronto verán que les he hecho un favor. Si no cancelan el programa, es solo por estos cinco largos años que llevamos esperando a que pase algo. Cerrar significa reconocer que la apuesta ha salido mal, que hemos perdido el tiempo y el dinero como idiotas. Y luego está ese pérfido miedo supersticioso que nos susurra cada noche: «¿Y si justo cuando renuncias a vigilar desde tu fortaleza aparecen los bárbaros por el horizonte y son otros soldados recién llegados los que te arrebatan la gloria? ¿Qué cara de gilipollas se te quedará entonces?».

Yo he tenido ese lacerante pensamiento aguijoneándome el cráneo durante años, hasta que me di cuenta de la trampa, del absurdo. Hasta que me convencí de que esa puta Baba Celestial (deberían haberla llamado Broma Celestial) no iba a hacer nada de interés, nada, al menos, que compense inmolar tu vida profesional en su maldita hoguera. Asimilarlo fue como superar una adicción al juego, como alejarte de la máquina tragaperras que llevas horas calentando justo cuando presientes que va a escupir el premio gordo.

La descomunal cucaracha que he catapultado al suelo corre por la moqueta en busca de refugio. ¿Eso que le sale del trasero es un puto aguijón? No voy a pisarla ni muerto, y menos llevando unas finas chanclas de goma.

Necesito ducharme con urgencia y echarme litros de desinfectante, pero no aquí.

 

Estoy recogiendo mis cosas cuando suena el móvil. Por un instante pienso que va a ser Sanders respondiendo a mi imprudente invocación mental, y un escalofrío serpentea por mi columna. Pero no, es Robles, dice que algunos biólogos del Centro van a salir a rastrear la zona en un barco científico y que estamos invitados a acompañarlos. Imagino que a los pobres no les va mucho mejor que a nosotros con este asunto de la Baba, y que toda la publicidad que podamos brindarles les vendrá de perlas.

Pues se van a joder. Si hubiesen hecho algún avance en todos estos años, me lo plantearía, pero es precisamente por culpa de su maldita incompetencia por lo que me encuentro estancado y pudriéndome en una playa recóndita y olvidada del mundo, metafórica y literalmente.

Que les den por culo.

—Paso. No voy a salir a navegar para hacer el imbécil. Tendrán que encontrar a otro que les cubra el paseo. Voy a acostarme hasta que llegue la hora de ir al aeropuerto.

—He hablado con Sanders y dice que lo hagamos, que tenemos que tirar del rollo del calamar todo lo que podamos, que es nuestro clavo ardiendo.

—¿Has hablado con Sanders? ¿Sin consultármelo? —Me indigno, aunque sé que no tengo razón, pero es que Robles acaba de hacerme la puñeta a base de bien.

—Mira, señor Jules, si no haces tu trabajo, allá tú, pero no te mosquees si yo hago el mío.

Siempre que me llama por mi nombre artístico —del que se burló a los tres minutos de haber empezado a trabajar para mí— es porque está enfadada y quiere recalcarlo. Lo cierto es que comprendo que haya actuado a mis espaldas, era la única forma que tenía de continuar con el reportaje. Aun así, me gana la mala hostia.

—Eres una pesada. No sé qué piensas que vas a lograr con este paripé, aparte de malgastar el dinero de la cadena. Me temo que no llevas el tiempo suficiente como para darte cuenta de que, aquí, lo mejor es limitarse a cumplir la papeleta. Eres la cuarta cámara que pasa por el programa, ¿eso no te dice nada?

—Quizás no lo hayan dejado por la razón que tú crees...

Me arroja esta indirecta preñada de malicia y cuelga sin despedirse.

Bien. El viajecito en barco va a resultar de lo más entrañable.

Joder, aunque sea por edad, esta pipiola recién salida de la facultad debería mostrarme más respeto.

Que podría ser su padre, coño.

¿Podría ser su padre? ¿Sí?

Sí.

Felicidades, Frost, acabas de conseguir deprimirte aún más.

Decido no seguir removiendo el estiércol; sin embargo, mi cabeza, como acostumbra, va por libre y no deja de roer ese último hueso ponzoñoso que le han lanzado.

¿Entonces ya es vox populi que los cámaras y productores que han abandonado el programa en los últimos dos años lo han hecho porque estaban en desacuerdo con mí, digamos, filosofía de trabajo?

¿De verdad te sorprende?

Joder, pensaba que la peña era más discreta y profesional, pero se ve que han estado rajando de lo lindo.

Qué asco. Y qué hipócritas. Estoy seguro de que lo de mi supuesta desidia (o derrotismo, como dijo uno de esos fariseos antes de pirarse) no es más que una excusa para echarme a mí el muerto, mucho mejor que admitir que no querían hundirse conmigo en el mismo barco.

Hablando de barcos... Tengo una hora para encontrar un hotel, ducharme con lejía y llegar hasta el puerto; mejor no pierdo el tiempo pensando en esas ratas desagradecidas.

 

Está claro que no escarmiento. Cuando Robles ha dicho que se trataba de un barco científico, se ha dibujado en mi imaginación uno moderno y sofisticado, pero lo que tengo delante de mis ojos es una montaña de chatarra flotante que da miedo tocar si no has untado las tostadas del desayuno con mermelada antitetánica. Seguro que, si esto hubiera ocurrido en Europa, los del Centro del AFTUM de Noruega nos habrían recibido con un superyate de lujo.

—Parece que vayamos a salir a pescar gambas con Forrest Gump —le recrimino a Robles, como si fuera culpa suya, que lo es, al menos en parte.

Me dedica una mueca despectiva y me fijo en la cara de cansada que tiene. Ni siquiera los mechones lilas de su largo flequillo consiguen encenderle el rostro.

Está a punto de darme pena.

Hasta que subo a bordo y el capitán, un tipo alto cuya cara recuerda a una de esas esculturas gigantes de la Isla de Pascua, nos comunica a todos que será una breve travesía de seis horas. Adiós a nuestro vuelo de la tarde. Luego sigue hablando de corrientes marinas, coordenadas probables, avistamientos de ballenas jorobadas y no sé qué más historias que me importan un carajo. Hace un calor infernal en esta oxidada lata metálica donde todo refulge y echa fuego. En cuanto pillo un hueco en su monocorde verborrea, pregunto dónde está la cafetería y me voy para allá. Sé que con este desplante acabo de ganarme la antipatía de toda la tripulación, que me contempla indignada, y que alguno ya estará murmurando la típica capullada de: «Con lo majo que parece en la tele...».

Pues que les folle un calamar gigante.

 

En el estrecho, pero alargado, comedor hay una cafetera eléctrica con algo de café tibio en ella, y tres mesas de madera con agujeros para colocar los vasos y que estos no se caigan con el embate de las olas.

Confío en que tengamos buena mar y yo no termine vomitando el café antes de que se asiente en mi estómago. No he tenido tiempo de pasar por una farmacia para comprar alguna pastilla, y soy de los que se marean hasta mirando girar un molinillo de papel.

Al poco aparece Robles; el capitán moái ha debido de concluir su discurso, o bien le ha dado una lipotimia.

Se sirve el resto del café y se sienta frente a mí.

—Esto es una locura, ¿no? —exclama refiriéndose a los agujeros de la mesa.

La observo con verdadera admiración mientras ella saca su móvil para hacer una foto que, en menos de un segundo, estará en diez redes sociales diferentes adornada con caritas y cartelitos parpadeantes.

¿Cuántos años tendrá esta criatura? Tal vez es aún más joven de lo que imaginaba.

Me trago la respuesta irónica que latía ya en la punta de mi lengua y me limito a asentir. Y entonces, la inocente muchacha me lanza un disparo a bocajarro.

—Oye, ¿tú siempre has sido así de borde o es que estás atravesando algún tipo de crisis de la mediana edad? Te has portado fatal con esa gente. Ni siquiera te has quedado a presentarte.

—Sabes que soy tu jefe, ¿verdad? —Es lo único que soy capaz de contestar al tiempo que empiezo a preguntarme si no será la hija de algún pez gordo de la cadena y yo el único idiota que no está al corriente.

—¿Vas a despedirme por decir que te has pasado tres pueblos?

—Pues a lo mejor. Tú de lo que te estás pasando es de lista. No tengo intención de entablar amistad con unos tíos a los que voy a perder de vista en unas horas.

Ni se inmuta. No me queda más remedio que alabar sus ovarios. Yo a su edad no me habría atrevido a hablarle así a un superior, por mucha razón que creyese tener.

Fijo que es sobrina de Sanders, o tal vez una hija ilegítima a la que conviene tener contenta.

—La verdad es que no te has perdido nada —reconoce—. En resumen: vamos hacia el sur y, si el radar muestra algo, harán una inmersión en el sumergible. Se llama Bob. Deberías decirlo en el reportaje, es gracioso, realmente tiene cara de Bob.

Quizá sea pariente de algún jefazo, pero lo cierto es que le gusta su trabajo y lo hace bastante bien. No sé cómo no está harta de este tema. En fin, lleva solo dos meses, ya veremos la energía que le queda cuando pase diez rompiéndose los cuernos para encontrar algo sabroso que ofrecer a los espectadores sobre la insípida Baba Celestial.

—Oye, Ewan —me dice, más seria, mientras se coloca los mechones morados tras unas orejas cubiertas de aritos de colores—, siento haber hablado con Sanders sin contar contigo. Sabía que, si te preguntaba, te ibas a negar en redondo. Y esto puede ser importante. Tú mismo lo has afirmado esta mañana, aunque se diría que no te crees ni tus propias palabras.

Sopeso durante unos segundos si dejarlo correr o abrirle mi corazoncito y explicarle que hace tiempo que no hago más que soltar memeces para contentar al público. Doy otro trago a mi amargo café helado.

—No me hagas mucho caso, tengo un mal día. Has hecho bien en hablar con él. Quién sabe, a lo mejor, encontramos uno de esos bicharracos. ¿Sabes que hasta ahora no se ha visto ninguno vivo?

—¿Y no crees que podamos descubrir algo sobre la Baba? Joder, el calamar estaba envuelto en ella, es lo más raro que ha pasado en cinco años.

Debo admitir que eso es cierto y que, quizá, no me he detenido a considerar el alcance del asunto realmente en serio. Estoy tan harto y desencantado que he perdido la perspectiva. Desde hace demasiado tiempo, lanzo mierda por la boca sin escuchar ni dar crédito a nada de lo que digo. Parezco uno de esos vendedores de coches que cantan de memoria las alabanzas de sus vehículos mientras están pensando en la partida de cartas del domingo.

Pero quizá esta vez no se trate de un poco de calderilla de esa que suelta la máquina tragaperras para mantenerme pulsando los botones. Joder, tal vez estemos viendo salir el verdadero premio gordo y yo no me he enterado.

De pronto, me entran ganas de contagiarme de la ilusión de Robles, de sentirme como cuando tenía su edad y me parecía que el futuro me reservaba algo grande. Me da un poco de vergüenza ceder a este impulso infantil, pero qué cojones, estoy en un barcucho en mitad de la nada. Si acabo haciendo el ridículo, aparte de ese puñado de biólogos que ni conozco ni me importan, ¿quién va a enterarse?

—Es verdad, perdona. Te prometo que a partir de ahora voy a estar en esto al cien por cien.

Me mira con un nuevo brillo en sus ojos castaños. Muy bonitos, por cierto.

—¿Sabes? Cuando me dijeron que iba a entrar a currar en La extraña actualidad, con el famoso Jules Frost, casi me da un ictus. Yo estaba en primero de carrera cuando hiciste aquel mítico editorial sobre la Baba Celestial, joder, me lo ponía a todas horas para motivarme. Hasta me leí seis veces Stalker, era tan ignorante entonces que ni la conocía. Una pasada de novela. Bueno, no hace falta que te lo repita, todo el mundo te felicitó por esa genial analogía. Fue lo único sensato que se dijo en esos días, cuando toda la peña se creía en la obligación de hallar la verdad absoluta. Tu discurso fue una auténtica ducha de humildad.

Mierda, ¿por qué ha tenido que salir con eso? Mi breve entusiasmo acaba de enfriarse tanto como mi café. Siento la tentación de pincharle el sueño diciéndole que la comparación no fue cosa mía, que tuve la buena suerte de toparme con una estudiante de filosofía muy perspicaz y cultivada, y el buen tino de robarle su idea, sobre la que estuvo divagando largo y tendido cuando terminamos de darnos un revolcón en su cuarto de la universidad. Nunca la volví a ver ni le di las gracias por apropiarme de su teoría.

Otra que andará por ahí echando pestes sobre mí.

Lo más irónico de todo es que ni me he leído entera la novela, me conformé con buscar los fragmentos en los que se menciona esa extraña gelatina extraterrestre vagamente similar a nuestra Baba Celestial, y aquello de que somos como animalillos en el bosque tratando de dar sentido, sin éxito, a los restos de un incomprensible picnic que, tanto en la ficción como en la realidad, nos viene demasiado grande.

Dios, cómo he llegado a odiar ese maldito libro. Ni queriendo podía haber sido más oportuno eligiéndolo. Incluso hubo mal pensados que apuntaron que yo sabía que era la novela de culto de Seth Meyers, que fue el que rescató mi perorata en su Late Night y dijo que era el meteorólogo con más fundamento de EE. UU. y que, en adelante, solo se informaría del asunto conmigo.

A partir de ahí todo fue un no parar. En un mes ya contaba con mi propio show en la YZB para poder dedicarme de lleno a seguir el desarrollo del fenómeno alienígena. Lástima que el fenómeno decidiera entonces no volver a mover un puto dedo.

Puto Meyers. Putos hermanos Strugatski.

Maldita estudiante de filosofía de la que ni recuerdo el nombre. Debería haberme limitado a disfrutar de una buena noche de sexo.

—Eh, Ewan, ¿estás bien? A ver, que te estaba haciendo un cumplido...

—Sí, es que me estoy mareando.

Ahora me mira con suspicacia.

—¿Tú no dijiste hace poco que tu sueño era comprarte un velero y dar la vuelta al mundo navegando en solitario? ¿Dónde fue, en el Vanity Fair?

Vuelve a sacar su móvil con funda de escamas doradas. Le ahorro la búsqueda.

—Fue hace un año, en el Men’s Health, y era mentira, una de esas chorradas que se dicen para quedar bien. Odio los barcos.

Pese a tener mi confesión, ella sigue tecleando con la rapidez de una araña que envuelve su presa. Es algo que me pone malo y que, por desgracia, cada vez hace más gente a mi alrededor. Por lo visto, un testimonio de primera mano no es suficientemente válido si no se corrobora con la información irrefutable de Internet.

Suelta una carcajada sin dejar de observar la pantalla.

—Ay, madre, si saliste en la portada. No la había visto. Esto es de un hetero-cutre apabullante. ¿De verdad aceptaste el reto de la revista para ponerte así de cachas?

Hasta ahora me había sentido muy orgulloso de esa foto.

—No tuve que hacer nada. Siempre me ha gustado cuidarme. —Me interrumpo antes de añadir un delator «¿es que no se nota?». En su lugar, pregunto—: ¿Podemos dejarlo ya?

—Bueno, me alegra que la pavada del velero fuera una trola, me llevé una decepción cuando lo leí.

—Para ser periodista, confías demasiado en lo que dice la prensa.

—Touché —me responde señalándome con un dedo—. ¿Te parece si vamos fuera a que te dé el aire y de paso preparamos el reportaje? Podemos empezar hablando de Bob. Del sumergible —aclara tras verme enarcar una ceja—. Se me han ocurrido un par de comentarios que molaría incluir.

Me levanto y la sigo hasta cubierta mientras decido que lo mejor va a ser dejarle hacer todo lo que proponga. No tengo cuerpo para presentar batalla.

«Este simpático sumergible tripulado, llamado Bob, será el encargado de bajar a investigar si el radar finalmente descubre alguna pista sobre el misterio del calamar envuelto en Baba Celestial. El capitán del barco y reputado biólogo, Cho Dong-gun, nos ha informado de que es un vehículo especialmente diseñado para explorar simas marinas y que es capaz de descender a una profundidad de seis mil metros. No está nada mal para este pequeñín, ¿eh?»

—Corten —me interrumpe Robles—. Se te ha olvidado añadir lo de Fondo de Bikini.

—No lo dirás en serio. No es mi estilo, sonaría falso.

—Joder, pero si está a huevo: se llama Bob, es amarillo, viaja al fondo del mar…

Me cruzo el micro bajo el sobaco y meto las manos en los bolsillos. Por ahí sí que no paso. Ella suelta un bufido de resignación, baja la cámara y busca algo en el amplio bolso que ha dejado sobre un contenedor cercano. La veo extraer un rotulador negro, después se acerca hasta el sumergible, que cuelga de una grúa sujeto por gruesos cables a un metro del suelo, y le quita el capuchón.

—Eh, no estarás pensando en escribir nada ahí.

Demasiado tarde, en cuatro rápidos trazos ha alumbrado un dibujo de Bob Esponja debajo de la escotilla lateral. Confío en que no sea tinta permanente.

—Tranquilo, seguro que se va en un par de inmersiones — me confirma mientras regresa a su posición—. Ahora vamos a repetir la toma. Si no quieres referirte a él, por lo menos que esté presente, en plan subliminal y eso. Me ha quedado monísimo. De pequeña me encantaba y lo dibujaba por todas partes.

—¿Siempre tienes que salirte con...

De repente, el barco pega un frenazo inexplicable y brutal, y ambos salimos disparados hacia adelante. Bob, quizá como venganza por el reciente ultraje, me propina una embestida que hace que me tiemblen hasta los empastes. Al segundo, noto la sangre tibia corriéndome por la cara desde el centro de la frente. Robles, por no soltar la cámara, ha aterrizado de bruces sobre cubierta llevándose un buen golpe en el mentón. Se escuchan numerosos estruendos y gritos a lo largo del barco y, por último, un petardazo que intuyo procede de los motores y que no pinta nada bien.

En cuanto recupero el equilibrio, corro hacia mi compañera para tenderle la mano. No parece tener nada roto.

—Pero... ¿qué hostias? —dice mientras se frota el golpe—. Joder, Ewan, menudo tajo, se te ve hasta el hueso. Vamos a la enfermería.

Yo también me llevo una mano a la frente y cuando la retiro empapada en sangre, debo correr para vomitar por la borda. Entre mi mareo previo, la violenta sacudida y el cabezazo, no estoy para resistir una escena tan gore.

 

En la enfermería, donde hay otros tres heridos leves, me limpian el corte y me dan cuatro puntos de sutura por las bravas, sin anestesia local ni gaitas. Creo que el enfermero que me atiende también me tenía ganas por mi falta de respeto ante su capitán. No voy a darle la satisfacción de quejarme, así que aprieto los dientes y aguanto el remiendo fingiéndome imperturbable.

—Ewan, estás poniéndote más blanco que el calamar de la playa. ¿No debería tumbarse? —le pregunta Robles al matasanos con un tono maternal que no me ayuda precisamente a mantener mi gallardo papel.

—Estoy bien —replico—. Es solo que he perdido algo de sangre.

 

El capitán Cho nos convoca a todos en cubierta y desde el puente, armado con un modesto megáfono, nos informa de que las hélices están bloqueadas. Van a mandar a un buzo a comprobar qué ha ocurrido, aunque seguramente se hayan quedado enredadas en un puñado de Saccharinas japonicas, explica, unas algas kilométricas que forman espesos bosques bajo las aguas.

Robles me pega un codazo y levanta su cámara para indicarme que debemos cubrir la operación. Le pregunto si al menos se me permite ir a cambiarme de camiseta o, más bien, a intentar limpiármela, pues no he traído ropa de repuesto.

—Déjala así —contesta ella, resuelta—, estás muy sexy; seguro que a las marujas cuarentonas les pone verte con la camisa blanca empapada en sangre, bien pegadita y transparentándose. Hasta parece hecho adrede.

Es el cumplido más hiriente que me han regalado nunca. En fin, me consuelo diciéndome que, cuando tenía su edad, yo también pensaba que alguien de más de cuarenta era ya un vejestorio con un pie en la tumba. Aunque, desde luego, habría tenido el detalle de no escupírselo a la puta cara. La espontaneidad, de facciones tan similares a las de la falta de educación, está sobrevalorada hoy en día.

 

No me siento cómodo grabando de esta guisa, pero soy un profesional y consigo sonar tan natural y confiado como de costumbre.

Una vez Robles apaga la cámara, ambos nos apoyamos en la borda para vigilar el trozo de mar por el que ha desaparecido el buzo, y amenizamos la espera especulando sobre lo que ha podido suceder.

—Pensaba que el radar permanecía encendido de forma continua —apunto al cabo de un rato.

—Eso creía yo también, pero igual no lo habían encendido todavía o quizá las algas no aparecen en pantalla... Luego se lo preguntamos a Cho.

 

Pasados veinte minutos, el buzo regresa a bordo ayudado por sus compañeros. Robles no pierde un segundo y graba el ascenso hasta cubierta. Y menos mal que lo hace, porque la imagen, sin duda, acabará apareciendo en todos los informativos del mundo. Señores, me digo a mí mismo con una satisfacción que no sentía hacía mucho, tenemos una señora exclusiva.

Mi satisfacción, no obstante, es poca comparada con la que resplandece en la cara de Robles. Me echa una intensa mirada de suficiencia que, pese a todo, no puede evitar rubricar con un engreído «te lo dije».

Y es que nuestro amigo el buzo, un australiano veinteañero llamado Mark Wyler cuya blanca sonrisa pronto se hará muy popular, ha regresado portando una considerable madeja de Baba Celestial.

—Hay una maraña impresionante ahí abajo —informa a la tripulación en cuanto se desprende de la máscara—. Tendré que bajar unas cuantas veces para poder limpiar las hélices. Y luego habrá que reparar la derecha, que está hecha trizas. La otra no he alcanzado ni a verla.

Robles y yo nos miramos y chocamos las manos en un gesto triunfal que, por lo que sea, el resto de la tripulación no acoge con el mismo agrado.

Uno de los científicos, provisto de guantes de látex, se acerca hasta Mark, toma la muestra gelatinosa y la guarda en una especie de nevera portátil de acero que cierra al instante y lleva al laboratorio del barco.

Son las tres de la tarde y el día avanza azul y luminoso como una promesa.

 

Volvemos a la cafetería para empezar a preparar a fondo el reportaje del año. Nuestras cabezas echan más humo que los motores recién quemados de la nave. En un principio, me inquieto porque no es mi forma habitual de trabajar, pues siempre preparo mis editoriales a solas, con tiempo de sobra para salir por ahí a pegar la hebra hasta que doy con alguien que suelta algo que me inspira.

Valiente eufemismo.

Cállate.

De todos modos, enseguida me relajo porque Robles apenas me deja meter cuña. Ella solita está elaborando el guion y escribiendo todo el texto. Y resulta brillante; es al mismo tiempo divertida, aguda y culta. Me basta con rematar sus frases haciendo que parezca que realmente colaboro. Está tan excitada que mi maniobra cuela, y hasta alaba mis obviedades con francas miradas de aprobación. Me digo a mí mismo que debo cuidar bien a esta chica. Es un verdadero filón, si consigo manejarlo con sutileza. Para cuando se dé cuenta de mi jugada, puedo haberle sacado unos cuantos programas memorables y, si juego bien mis cartas, quién sabe, incluso negociar con la cadena un nuevo programa, uno de entrevistas, por ejemplo, que no esté condenado a la extinción. Tengo la edad y el perfil perfectos para conducir un late night show. Sé que lo bordaría.

Pero antes debo asegurarme de algo.

—Oye, Robles, ¿puedo hacerte una pregunta un tanto personal? En confianza, prometo que quedará entre nosotros. —Ella me mira intrigada y me indica que continúe—. Algunos rumorean que te enchufaron en el programa porque eres la hija ilegítima o la sobrina de algún jefazo de la cadena. Ya sabes, se te ve tan joven...

—¡Qué mal nacidos! —explota con sus pálidas mejillas encendidas—. ¿Y tú también lo crees?

—A mí me da lo mismo. Eres una operadora de cámara muy competente. Y podrías convertirte en una magnífica productora. Bueno, de hecho, has estado haciendo ese trabajo desde que llegaste, te sale de forma natural. Era simple curiosidad, disculpa si te he molestado.

El cumplido hace efecto. La gatita se traga la pastilla enterrada en la sabrosa albóndiga. Su gesto se suaviza.

—Mi padre es electricista, y mi madre profesora de autoescuela. Entré en la YZB porque les impresionó mi currículo. Fui la primera de mi promoción. ¿Contento?

Mucho más que contento, la verdad. Le dedico una sonrisa reconciliadora y continuamos trabajando mano a mano.

Pronto llegamos a un punto inevitable: hablar con el capitán Cho. Es obvio que conmigo no va a mostrarse muy afable, así que quedamos en que lo haga a ella. A cambio, yo me acercaré al laboratorio para ver si los cerebritos tienen algún resultado.

—Ah —concluye en un tono casual de lo más impostado—, de paso también voy a hablar con Mark para prepararlo un poco. A él lo tienes que entrevistar sin falta, evidentemente. Es la pieza principal de la noticia.

Evidentemente. No es preciso que me lo recuerde, así que tanta aclaración me hace sospechar que está deseando reunirse con el rubiales con pinta de surfista.

¿Celoso?

No diría yo tanto. Una leve sacudida en el ego. Constatar que he dejado de ser objetivo de veinteañeras. Por otra parte, reconozco que tampoco a mí me interesan ya demasiado; la brecha generacional crece tan deprisa en estos tiempos que me produce vértigo y una pereza inmensa. Claro que para echar un polvo tampoco es preciso ponerse a comentar las series finlandesas que lo están petando en Netflix o las últimas stories de los influencers de moda.

Sin embargo, con Robles tendría que hacerlo. Anda que no le gusta hablar.

A todo esto, ¿cómo cojones se llama Robles?

Escuché su nombre el primer día, pero enseguida todos empezamos a llamarla por su apellido y ahora ya me da apuro preguntar.

De pronto, mi mente esboza una escena íntima donde le arranco el sujetador diciéndole: «Vaya, Robles, qué rica estás...».

Apuesto a que me soltaría una hostia como un pan.

Otro motivo para no pensar en ella de esa forma.

Lo malo del asunto es que ya no voy a poder parar hasta que recuerde su puto nombre. Es algo que me ocurre siempre en estos casos. Confío en que la reunión con los del laboratorio me lo saque de la cabeza.

 

Pero resulta que los del laboratorio (una científica japonesa, seca y enérgica como un látigo, y un joven neozelandés rubio y con gafas de culo de vaso de esas que ya no se ven por el mundo) todavía no pueden decirme nada interesante.

Ante mi cara afligida, mi zurcido de Frankenstein y mi camiseta de víctima de una masacre zombi, el miope se apiada un tanto y me arroja unas migajas.

—Los componentes son los de siempre, pero en diferentes proporciones. Y hay otro elemento que estamos estudiando ahora mismo.

—Entonces, sí que hay algo nuevo.

—Obviamente. Pero aún no podemos adelantar nada.

—¿Cuánto calculas que tardaréis?

El tipo mira a su compañera y esta, escalpelo en mano, toma rápidamente las riendas. Está claro quién es la que corta el bacalao.

—Mañana por la mañana ofreceremos los resultados definitivos.

—Mañana por la mañana, ¿dónde?

—Aquí, claro. ¿No lo ha comunicado el capitán? Va a llevarles lo suyo arreglar la avería. Es probable que, al final, tengan que acudir los guardacostas a remolcarnos.

—Genial. ¿No se les puede decir que vengan ya?

—Imposible. Dentro de un par de horas vamos a tener una bonita tormenta justo encima de nosotros. No podemos pedirles que se arriesguen a salir si no es imprescindible.

—Esto mejora por momentos.

 

Llevo tres cuartos de hora en el comedor y ni rastro de Robles. Está siendo muy minuciosa preparando su entrevista con el surfista. Me dedico a mirar mi correo en el móvil.

Todo morralla.

No lo hagas.

Solo un poco, para pasar el rato.

Escribo mi nombre en el buscador. Reviso las entradas. Nada nuevo de interés.

Espera, aquí hay algo. Revista digital New TV. Ni me suena.

«Jules Frost en la próxima entrega de El paraíso de las tentaciones».

Pues primera noticia, oiga. Otro clickbait de mierda. ¿Ese no es el concurso al que van parejas de subnormales hormonados a ponerse los cuernos? ¿Y qué pintaría yo ahí?

Pincho en el enlace y leo el resto de la escueta y falsa crónica:

«El popular programa está barajando la idea de realizar una edición especial donde los participantes serán tentados, en esta ocasión, por celebridades de la pequeña y la gran pantalla. Algunos de los nombres en el candelero son los de Jules Frost, Andy Suárez y Elisabeth Tony».

No conozco a ninguno de los otros dos supuestos candidatos, lo cual no es muy buena señal.

Déjalo ahí, Frost. No sigas.

Un par de comentarios nada más.

Marylaland55

@Marylaland55

Seguir

 

¿Paraíso de las tentaciones o de las

aberraciones? Deberían cambiarle

el nombre al menos

 

JacobCaddy44

@JacobCaddy44

Seguir

 

Yo lo cambiaría por El Infierno de las viejas glorias.

Puf, qué lamentable, espero que lo reconsideren.

Esos no tentarían ni a un preso cumpliendo la

perpetua

 

Cintyadesantarosa433

@Cintyadesantarosa433

Seguir

 

Pues Frost todabía tiene un polvaso

Dios te bendiga, cintyadesantarosa, a pesar de tu horrible ortografía. Espero que no seas una de esas marujas jubiladas de las que hablaba Robles.

Mejor lo dejo aquí.

No debería haber caído. Me doy asco. No sé por qué me hago esto.

Eres patético.

Vuelvo a sentir un bolo ácido en la garganta que me recuerda esa balsa de hiel que reposa precariamente en mi interior, dándome a veces la ilusoria sensación de que todo está en orden, y que es mejor no agitar para no despertarla.

Te lo advertí.

Mi incipiente fantasía de presentar un late night tiembla como un espejismo a punto de desvanecerse bajo el sol del desierto.

—¿Qué es eso? —tintinea una voz a mi espalda—. ¿En serio? ¿El paraíso de las tentaciones?

Coloco el móvil bocabajo sobre la mesa, me giro y me encuentro con la sigilosa niñata de flequillo lila, que acaba de darme un susto de muerte.

Joder.

—¿A ti no te han enseñado que no hay que espiar a la gente?

—Perdona, Ewan, es que tienes puesto un tamaño de letra que se ve desde Oklahoma. Se me han ido los ojos. Lo siento.

—Da igual —contesto tratando de recuperar la compostura—. Es una patraña que no sé de dónde se han sacado.

—Menos mal... Ese concurso es lo puto peor. De verdad que no entiendo cómo puede estar petándolo tanto. Bueno, sí, es que la gente es gilipollas.

Se sienta frente a mí y, antes de que pueda preguntarle cómo le ha ido con sus tareas, vuelve a la carga con el tema.

—Ahora en serio, si realmente te llamasen para participar, ¿te apuntarías?

Dios, qué pesada es y qué fácil juzgar desde una posición lejana y segura, cuando se tiene todo el futuro por delante. En fin, para qué discutir, sé lo que quiere oír, así que mejor aprovecharme de ello.

—Todavía me queda algo de dignidad. Vaya pobre concepto tienes de mí.

—Eh, no —se disculpa de inmediato—. No me malinterpretes. Tú estás a otro nivel. Eres el puto Jules Frost. Si fueras a ese concurso, al menos levantarías el listón.

¿Es un vacile o me está haciendo la pelota?

Porque si es así, eso me da más miedo que sus zarpazos.

—Bueno, ¿qué noticias traes del capitán? ¿Ya te ha dicho que vamos a pasar aquí la noche?

—Sí, se supone que lo va a anunciar durante la cena. También me ha dicho que el radar estaba encendido, pero que no detectó nada, lo cual es bastante extraño. Han estado revisándolo por si había algún problema técnico, pero no parece que se trate de eso.

—¿Normalmente son capaces de detectar los bosques de algas?

—Eso mismo le he preguntado yo —responde con el orgullo de una alumna aplicada que ha hecho bien sus deberes—. Y sí, el radar está preparado para ello, y dada la cantidad de Baba con la que nos hemos topado, debería haber aparecido en el monitor, aunque la señal fuera débil.

—Está claro que esta Baba Marina no es como su colega de ahí arriba.

—Eh, ese es un buen nombre: simple y preciso. Lo apunto. ¿Los del laboratorio no te han dicho nada al respecto?

—Dicen que hasta mañana no tendrán resultados, pero que sí, que hay un elemento nuevo en la composición.

—Joder, esto es fascinante —afirma mientras se mordisquea las uñas—. Me da que estamos ante algo gordo de cojones. ¿No estás alucinando?

No debería despegarme de Robles ni para mear. Es una animadora nata y, en estos momentos, reconozco que necesito un equipo entero para subirme la moral.

—Alucino en colores, sí.

¿Eso se sigue diciendo? Por la mirada incrédula que me lanza, deduzco que no. Cambio de tercio y le pregunto qué tal le ha ido con el buzo.

—Bien, he grabado la conversación para que puedas preparar mejor las preguntas, ahora te paso el audio. En cuanto mañana nos den los resultados del análisis, podremos montar el reportaje entero. El tío tiene desparpajo, creo que va a dar bien en cámara. Además, es de los que disfrutan adornando las historias.

—Nuestro hombre perfecto —le digo sonriéndole con complicidad.

Se sonroja un poco.

—Bueno, no sé si perfecto, lo dejo en un siete y medio.

—Un siete aquí es como un diez en condiciones normales. Yo, en tu lugar, aprovecharía.

A las seis de la tarde nos llaman para cenar, aunque yo apenas puedo salir del camarote que me han dejado usar para echarme un rato después de haber vomitado varias veces. El mar, de color acero, ha empezado a picarse y unas nubes como rocas se están apiñando en un cielo cruzado por los rayos. Seguro que William Turner habría encontrado este tormentoso paisaje de lo más romántico y sugerente.

Cuando llego a cubierta dando tumbos, veo a un grupo de unas cinco personas señalando hacia arriba y murmurando agitadamente. Levanto la vista y comprendo qué es lo que los tiene tan ensimismados.