Crímenes a la francesa - Honoré de Balzac - E-Book

Crímenes a la francesa E-Book

Honore de Balzac

0,0

Beschreibung

Una completa y apasionante panorámica de la rica tradición negro-criminal de la literatura francesa a través de sus más destacados representantes. Los relatos de esta excepcional antología, cuidadosamente elegidos y prologados por Mauro Armiño, proponen un recorrido de aproximadamente cien años —desde principios del siglo XIX hasta la década de 1920— por las más oscuras variantes de la literatura francesa: la detectivesca, la criminal, la policiaca, la judicial, el suspense, el enigma o el misterio. Junto a algunos de los grandes nombres de las letras galas  —Mérimée, Balzac, Dumas o Gaston Leroux— aparecen también los de Richepin, Lermina o Allais, menos traducidos entre nosotros pero que sin duda aportan al género una fresca visión del mundo del hampa y la vida cotidiana durante el fin de siècle y la Belle Époque. Paul-Louis Courier, Prosper Mérimée, Honoré de Balzac, Alexandre Dumas, Émile Gaboriau, Jean Richepin, Guy de Maupassant, Léon Bloy, Jules Lermina, Alphonse Allais, Octave Mirbeau, Guillaume Apollinaire, Gaston Leroux, Charles-Louis Philippe y Maurice Leblanc.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 625

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Edición en formato digital: septiembre de 2018

 

En cubierta: ilustración de The Advertising Archives,

La vie parisienne, magazine plate

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© De la traducción, edición, prólogo y notas, Mauro Armiño, 2018

© Ediciones Siruela, S. A., 2018

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17624-02-6

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Prólogo de Mauro Armiño

 

 

CRÍMENES A LA FRANCESAUna antología

 

PAUL-LOUIS COURIERCARTA DESDE CALABRIA

 

PROSPER MÉRIMÉEMATEO FALCONE

 

HONORÉDE BALZAC LA GRANDE BRETÈCHE

 

ALEXANDRE DUMAS EL ARMARIO DE CAOBA

 

ÉMILE GABORIAU EL VIEJECITO DE LOS BATIGNOLLES

 

JEAN RICHEPIN DESHOULIÈRES

 

JEAN RICHEPIN LA OBRA MAESTRA DEL CRIMEN

 

GUYDE MAUPASSANT EL BARRILITO

 

JULES LERMINA EL CUARTO DE HOTEL

 

JEAN RICHEPINLOS DOS RETRATOS

 

ALPHONSE ALLAIS¡POBRE CÉSARINE!

 

LÉON BLOY LA TISANA

 

JULES LERMINAEL ENIGMA

 

ALPHONSE ALLAISLA BÚSQUEDA DE LA DESCONOCIDA

 

OCTAVE MIRBEAULAS BOCAS INÚTILES

 

GUILLAUME APOLLINAIRE LA DESAPARICIÓN DE HONORÉ SUBRAC

 

GASTON LEROUXEL HACHA DE ORO

 

CHARLES-LOUIS PHILIPPEEL ASESINO

 

GASTON LEROUXLA CENA DE LOS BUSTOS

 

MAURICE LEBLANCEL CHAL DE SEDA ROJA

 

MAURICE LEBLANCEL HOMBRE DE LA PIEL DE CABRA

 

 

Biografías de los autores

Prólogo

Los precedentes del género policiaco, tanto para la literatura anglosajona como para el resto de las literaturas europeas, se inscriben en la Antigüedad; antecedentes remotos en tiempo y forma, desde la Biblia al folclore celta o las leyendas árabes (Las mil y una noches), pueden proponer en el protagonista de la tragedia Edipo de Sófocles un primer personaje que, encargado de descifrar un enigma, desempeña más de un papel y se convierte sucesivamente en víctima, investigador y asesino. Estos preliminares de lo que, en el siglo XIX, terminaría convirtiéndose en género autónomo cuentan sobre todo violencias y crímenes, y, en el caso de Edipo, se reúnen para convertir al personaje trágico en el primer superdetective de la historia literaria. Crímenes de los que están llenas las crónicas, aunque estas no atiendan a lo que la creación del suspense en el lector exige: un misterio que encubra al autor o a los autores, explique las causas y ofrezca un desenlace para reparar el orden social, o justificarlo a pesar de ese orden.

En el territorio que nos ocupa en Crímenes a la francesa, Francia, la literatura da cuenta desde hace siglos de delitos, fechorías y asesinatos sin fin. Que maleantes, forajidos y facinerosos terminaban en la horca ya lo cantaba el gran poeta medieval François Villon (1431-1463), que compartió malandanzas y cárceles con ciertos malhechores que robaron quinientos escudos de la sacristía del Collège de Navarre parisino con éxito; pero, varios meses después, uno de ellos se fue de la lengua y, torturado, cantó los nombres de sus cómplices, entre ellos el de Villon, que ya había huido; pese a ello su nombre no será olvidado, y riñas y pequeños hurtos harán que, más tarde, las autoridades se acuerden de los quinientos escudos robados en el Collège de Navarre, delito al que fueron sumando un homicidio anterior e indultado en la persona de un tal Philippe Sermoise, sacerdote del claustro de Saint-Benoît-le-Bétourné1. Todas las literaturas europeas vivas de la Edad Media dan cuenta de malandanzas semejantes, seguidas o no de ajusticiamientos como el cantado por Villon en su Balada de los ahorcados, o reflejados en una de las esquinas del fresco San Jorge y el dragón realizado por Pisanello (primera mitad del siglo XV) para la iglesia italiana de Sant’Anastasia de Verona. El arte pictórico europeo de esas épocas medievales pone de manifiesto a menudo tales ejecuciones por distintos métodos: empalamientos, crucifixiones, ahorcamientos, estrangulamientos, etc., como aparecen, por poner un solo ejemplo, en el pintor flamenco el Bosco.

Que el género policiaco no existiera como tal literariamente no quiere decir que su germen, el crimen, no fuera rastreado, ni que sus fieles —o infieles— perseguidores no cumplieran algunos de sus cometidos. En la Francia del siglo XVII, hay un personaje que cambia de arriba abajo el comportamiento de la ley y de la autoridad frente a los crímenes: Nicolas de La Reynie (1625-1709), a quien el primer ministro Colbert propuso para que Luis XIV le encargase resolver los problemas de orden público; el nuevo teniente de Policía organizó las tareas y el cuerpo de agentes de tal modo que se le considera el padre de la Policía Judicial francesa; fue La Reynie quien la estructuró como una institución independiente que no estaba sometida a las presiones de una nobleza y una aristocracia que había campado a sus anchas en los cenagales del crimen (así como en otros), y, con el apellido por delante, había gozado durante la Edad Media de un poder omnímodo y una considerable impunidad en sus tierras. Durante los treinta años —de 1667 a 1697— que ocupó el cargo, La Reynie trató, y consiguió en buena medida, instaurar un cuerpo policial destinado a «asegurar el reposo del público y de los particulares, a proteger la ciudad de lo que puede causar desórdenes». Fueron muchas las tareas que atendió, desde el saneamiento de París, por ejemplo, que convirtió en la urbe más limpia de Europa, hasta la vigilancia y el desarrollo de las costumbres de acuerdo con la moralidad de la época en esa materia; en su campo de atribuciones se incluyeron desde incendios a inundaciones, así como la persecución de libelos y escritos sediciosos contra el régimen o contra personajes de las altas esferas —de cuyos informes y sumarios se encargaba personalmente con rigor, intransigencia y dureza—, o como el seguimiento y vigilancia de los protestantes reacios o conversos. Pero alcanzó sus mayores logros en su consideración de la criminalidad como una lacra a extirpar, al margen de la clase social que la perpetrase. Para su represión, reguló el cuerpo policial a partir de la figura del «comisario de Policía» —se le debe la creación de ese término que ha perdurado hasta nuestros días—; repartió los cuarenta y ocho comisarios que había nombrado por los diecisiete barrios de París, exigiéndoles información diaria de las incidencias de mayor o menor peso que habían ocurrido en el casco parisino y de manera especial en los suburbios. Dado el éxito, su sistema organizativo fue ampliado, en 1697, momento de su despedida, a todo el reino, y cada departamento de Francia implementó sus mismos métodos.

Uno de los capítulos de mayor interés para el posterior género literario fue la creación de una red de espías (mouches) que, bien pagados, abarcaba todos los ámbitos de la ciudad, desde los barrios populares hasta las dependencias de los castillos y los salones, de cuyas conversaciones La Reynie tenía puntual informe. Y no solo del exterior: infiltró en las cárceles soplones (estos recibieron el nombre de moutons), que, en contacto con los malhechores detenidos en los calabozos, lograban sonsacarles la autoría de delitos cometidos por ellos mismos o por otros, y facilitaban la búsqueda de maleantes, salteadores y criminales perseguidos.

Esta forma de enfrentarse al hampa fue eficaz, sobre todo en el desmantelamiento de las Cours des miracles («Cortes de los milagros») que desde principios de siglo se habían hecho con el control de París2; las oleadas de vagabundos que, procedentes del campo y provincias, llegaban a la capital en busca de un trabajo que no encontraban, lograron organizarse durante el reinado de Luis XIII hasta el punto de crear una sociedad regida por un orden distinto y encabezada por un ragot o chef-coësre, jefe del hampa, y sus lugartenientes; en sus madrigueras suburbanas, esa «sociedad» había repartido los oficios y disponía de diversas y abundantes especializaciones para cada uno de sus miembros: el robo en sus múltiples variantes, la prostitución, el asesinato voluntario o por encargo, las riñas organizadas; disfrazados de harapos y fingiendo enfermedades recorrían la ciudad caracterizados de menesterosos con perros lazarillos, patas de palo, epilepsias y máscaras de peregrinos, o como soldados lisiados o mutilados, o como huérfanos, para practicar la mendicidad mientras ojeaban su entorno y buscaban lugares o personajes que pudieran convertirse en víctimas; una vez cumplido su horario «laboral», volvían a sus antros y escondrijos dejando en la entrada su vestimenta: de ahí el nombre de «milagro»: en cuanto cruzaban los umbrales de sus refugios, los cojos andaban, los ciegos veían, etc.

La Reynie se enfrentó a esas cortes como prioridad y no tardó en abrir boquetes en su organización arrasando las casas y entradas subterráneas de esa hampa; se considera que, durante sus treinta años al frente de la Policía parisina, logró enviar a galeras, tras haberles marcado el hombro con hierro candente, a entre 50.000 y 60.000 malhechores, mientras otra cantidad bastante numerosa era encerrada en el Hospital General, creado por la Compañía del Santo Sacramento3 para «salvar las almas» de los mendigos.

Ni este clima de criminales parisinos, ni las fechorías de grandes partidas de bandidos por la región del Sena (sobre todo) y el resto del país generaron obras literarias, pese a que, a través de la prensa, el público se apasionó con las aventuras del «capitán general de los contrabandistas de Francia» (tabaco, algodón, relojes), como se titulaba Louis Mandrin (1725-1755), que terminaría ajusticiado mediante el suplicio de la rueda; o de Cartouche (1693-1721)4, cuya ejecución en ese mismo potro de tormento fue seguida de condenas a muerte, a galeras, a destierro o a prisión de más de sesenta de los hombres de su banda; ambos malhechores se convirtieron en leyenda popular, jaleados por poemas, canciones y obras de teatro en su época, y llevados al cine en el siglo xx y en el actual. Mandrin fue visto como un bandido heroico enfrentado a la iniquidad de los impuestos reales que empobrecían al pueblo, mientras a Cartouche se le consideró un mártir del poder real y de la aristocracia. Los abundantes testimonios literarios que de ambos quedaron nada tienen que ver con sus crímenes, sino con su leyenda como víctimas del Antiguo Régimen; así pasaron a la literatura, al teatro y al cine5.

Esa sucesión de crímenes y fechorías, esa continua vigilancia y persecución policial seguida de las correspondientes ejecuciones, no dejan rastro durante el siglo XVIII en las letras, salvo un curioso caso colateral, puesto de relieve por J. A. Molina Foix, y debido a uno de los grandes del siglo, Voltaire, quien, en su largo relato Zadig o el destino (1747), reutiliza cuentos orientales para esclarecer, en primer lugar, un misterio y resolver un crimen: «Giafar al-Barmaki, visir de Harún al-Rashid, y hallar en el plazo de tres días al asesino de una persona despedazada encontrada en el río Tigris dentro de un cajón so pena de ser ejecutado»; en segundo lugar, «los tres ingeniosos príncipes son acusados del robo de un camello por haber averiguado, simplemente observando sus huellas, que el animal era tuerto del ojo derecho, le faltaba un diente, estaba cojo de una de las patas posteriores, llevaba una carga de mantequilla, y en él iba montada una mujer embarazada». Voltaire anunciaría así «la inminente aparición del relato de investigación policial como género autónomo»6.

El tipo de pesquisa que muestra Zadig o el destino tardará siglo y medio en convertirse en el sistema del género policiaco, cuando, a final del siglo XIX, varios narradores, en especial Émile Gaboriau con su comisario Lecoq, creen ingeniosos detectives que, bajo la influencia del caballero Dupin de Edgar Allan Poe, deducen de hechos objetivos, de detalles nimios, no solo el suceso en su totalidad, sino incluso los rasgos fisionómicos de los delincuentes. Prácticamente contemporáneos de estos avances literarios son los progresos en el seguimiento de la delincuencia debidos a un delincuente, Eugène-François Vidocq (1775-1857). Este aventurero condenado a galeras pasó sus años de adolescencia y primera madurez de cárcel en cárcel, de las que lograba fugarse continuamente, hasta que «sentó la cabeza» y se ofreció a la Policía de París como chivato y soplón de los delitos que habían perpetrado sus compañeros de presidio (1809). Eso le valió la libertad, un puesto en la Sûreté (la Dirección General de Policía), en la que, con Napoleón en el poder, llegó a ser primer jefe (1818). Pionero de diversas técnicas de investigación, entre ellas la de infiltrar en las bandas a antiguos condenados para descubrir criminales y delitos con mayor habilidad y en mayor número que La Reynie, consiguió con métodos poco ortodoxos tres veces más éxitos que la Policía «Legal»; se ganó así tanto la admiración como el rechazo de sus superiores políticos, que lo obligaron a dimitir en dos ocasiones. También se atrajo la aversión del mundo del hampa, que en varias ocasiones lo acusó de preparar él mismo los golpes para detener inmediatamente a los autores y colgarse las correspondientes medallas. Tras su dimisión definitiva en 1827, Vidocq se dedicó a negocios privados como la Oficina de Informaciones para el Comercio, la primera agencia de detectives del mundo, dedicada a la indagación y la vigilancia de opositores al régimen, de operaciones económicas, de adulterios, etc.

 

 

 

El desarrollo de la prensa francesa desde principios del siglo XIX permitió la incorporación, al lado de las noticias y al pie de la primera página, de novelistas de mayor o menor prestigio que escribieron narraciones, cuentos más o menos largos; el final de los episodios de cada entrega remataba «en punta», dejando en suspense la oscuridad de la trama y excitando la curiosidad de los lectores, atraídos al día siguiente al lugar de venta de periódicos o hacia el pregonero; hasta el punto de que, para seguir las aventuras de los personajes con éxito, se hicieran colas a diario para comprar, por ejemplo, el Journal des Débats cuando Eugène Sue publicaba en él sus Misterios de París. La importancia del folletón para la prensa queda demostrada por la tirada del Petit Journal, que ascendió a 400.000 ejemplares cuando, en 1868, publicó El crimen de Orcival de Gaboriau.Se produjo así una literatura —o, en la mayoría de los casos, una paraliteratura— constante, diaria, a la que se sacrificaron las mejores plumas y que generó unas características específicas que determinaron la novela de folletón: largas tramas de hilo delgado y bastante laxo, que permite la incorporación de episodios e intrigas complicadas, salpicadas de crímenes y fechorías, con multitud de personajes. Los autores más famosos se convirtieron en estrellas dotadas de una popularidad que los acompañó toda su vida gracias a la perpetuación de personajes o de tramas: Sue, Feval o Ponson du Terrail, los folletinistas más conocidos, nadaron en la abundancia, mientras Balzac, que también se adentró en ese género, se debatía entre deudas pese a su mayor calidad (o debido a ella), a su penetración psicológica y a su atinada comprensión de los movimientos sociales, características que a los antecitados importaron mucho menos o se quedaron por su falta de calidad en simple paraliteratura.

Pero la faceta más interesante del folletón para la literatura policiaca fue la cantidad de potentes personajes que prestó a novelistas como Balzac, Victor Hugo, Eugène Sue o Dumas; Balzac habló a menudo con Vidocq, y de esas conversaciones, del personaje y de sus Memorias7, publicadas en 1828, consiguió el novelista información de primera mano sobre el mundo del hampa y los hábitos de la vida en presidio; con ella Balzac va a crear una figura imponente bajo distintas identidades, Vautrin; este personaje, que aparece como esbozo en El tío Goriot y recorre de forma intermitente La comedia humana, logra su máxima expresión narrativa al convertirse en una especie de alter ego de Vidocq; como este, Vautrin fue condenado a los presidios de Tolón y de Rochefort; tras conseguir escapar, se convierte en tutor del ascenso en sociedad de varios jóvenes ambiciosos, a quienes facilita la subida por los peldaños sociales a cambio de una obediencia ciega a sus proyectos; en estas relaciones de dominación con Eugène de Rastignac y Lucien de Rubempré, especialmente, en dos de las novelas mayores del siglo, Ilusiones perdidas y Esplendores y miserias de las cortesanas, se plasma la permanente lucha contra la sociedad del antiguo condenado que hace de esos jóvenes unos instrumentos de su venganza contra una sociedad que lo condenó por un crimen que no había cometido8. También Victor Hugo utilizó elementos de la vida y las memorias de Vidocq para el Jean Valjean de Los miserables: condenado a presidio como Vidocq, Valjean termina adaptándose a la sociedad, aunque lo haría de forma muy distinta.

No fueron los únicos: Alexandre Dumas creó en Los mohicanos de París una especie de Vidocq a imitación de Balzac; lo mismo que Ernest Capendu (1826-1868),a quien se debela figura del cojo Camparini, que empieza a aparecer en Le Journal pour tous en noviembre de 1860. Zigomar, el rey del crimen, héroe enmascarado de un folletón de 164 episodios y ocho novelas (de 1909 a 1939), obra de Léon Sazie (1862-1939), se convierte en un malhechor de genio, criatura del reino del mal que prepara el camino para criminales más modernos, de manera especial para otro hampón creado entre Pierre Souvestre (1874-1914) y Marcel Allain (1885-1969): Fantomas, que terminó convertido en la figura más popular del folletón gracias a las treinta y dos novelas que ambos autores publicaron entre 1911 y 1913, y a sus cinco adaptaciones cinematográficas inmediatas (1913-1914) por Louis Feuillade. Tras la muerte de Souvestre, Allain prosiguió durante nueve volúmenes (1926-1963) con el personaje, que había heredado rasgos de sus antepasados, de Rocambole y su tutor Sir Williams, del coronel Bozzo-Corona, y de Zigomar, que encabeza la serie de los perversos modernos, enamorado de la sangre, del crimen, del pillaje, del desorden, de la anarquía, y que solo vive de los «efluvios magnéticos que se desprenden de las peores pasiones humanas». Pero en el caso de Fantomas se trata de un descendiente de los folletones del siglo precedente (igual que los citados antes), ayudado en su popularidad por las múltiples adaptaciones teatrales y, sobre todo, cinematográficas, protagonizadas por Jean Marais y Louis de Funès: tres películas entre 1964 y 1967 han permitido seguir vivo a Fantomas durante buena parte del siglo XX, acompañado de versiones para televisión9. Folletones radiofónicos, piezas de teatro, tiras cómicas, manga y toda suerte de versiones han alargado la vida del personaje, que, aunque no entre en el género policial, es un referente que justifica tanto el pasado de los folletones como la continuación a lo largo del siglo XX de los héroes del mal.

 

 

 

Aunque estas narraciones estén protagonizadas por personajes de catadura homicida, esta va más allá del simple crimen que necesite pesquisas para descubrirlo; dos títulos de Balzac se acercan bastante más a la estructura de la novela policial, con un misterio por resolver: en Un asunto tenebroso (1841), Joseph Fouché, el todopoderoso personaje de la última etapa de la Revolución francesa y de las dos primeras décadas del nuevo siglo, organiza contra Napoleón un complot en los días previos a la batalla de Marengo; la inesperada victoria del Emperador obliga a Fouché a desbaratar la conspiración mediante una maniobra tras la que resultan culpables y condenados personajes inocentes, con el ajusticiamiento de un personaje de clase baja mientras los nobles salvan el pellejo. En Maese Cornelius (1831), cuya acción se sitúa en el siglo XV, el protagonista de ese nombre, usurero y platero de Luis XI, es la génesis de un misterio que terminará desvelando el propio monarca, convertido casi en detective: el robo del tesoro de Maese Cornelius (un caso de «habitación cerrada») no tiene explicación alguna, ya que el viejo avaro vive en el fondo de una calle en una casa prácticamente amurallada. Balzac, influido en esa época por el misticismo de Swedenborg, dará con una salida tan desconcertante como insólita: el propio avaro se habría robado en estado de sonambulismo.

Si en estos relatos de Balzac no se dan las premisas para asentar una teoría del género policial, al parecer ejerció una influencia determinante en quien iba a convertirse en creador e inventor de la novela detectivesca, Edgar Allan Poe, que sitúa sus crímenes y las pesquisas en territorio francés y encarga a un francés el protagonismo de tres relatos de indagación: el caballero Auguste Dupin, investigador privado que se mueve en las revueltas aguas de la Monarquía de Julio (1830-1848): Doble asesinato de la calle Morgue (1841), El misterio de Marie Rogêt (1842-1843) y La carta robada (1844); traducidos por Baudelaire e incluidos en sus antologías de relatos del escritor norteamericano Histoires extraordinaires (1856) e Histoires grotesques et sérieuses (1864), estos tres cuentos iban a convertirse en pauta de obligado seguimiento para los narradores franceses hasta final de siglo. Este primer detective en el sentido moderno del término no es un policía, sino un analista que contempla los comportamientos humanos desde su mesa del café Procope. Poe marca las leyes del género: relato breve, centrado de manera exclusiva en el carácter detectivesco de la trama, sin las frecuentes derivas de la novela popular que mezclaba categorías distintas; y, como prescripción para el argumento, planearlo al revés, empezar por las conclusiones para seguir el hilo hasta el origen del crimen. Dupin será el patrón sobre el que cortará Arthur Conan Doyle el detective más famoso de finales del siglo XIX y primeras décadas del XX: Sherlock Holmes, acompañado por su amigo y ayudante Watson, hace su primera aparición en Estudio en escarlata (1887), que inicia una serie de cuatro novelas, además de cinco volúmenes de relatos breves cuya última entrega, Los archivos de Sherlock Holmes, apareció en 192710.

La horma del excéntrico Sherlock servirá a los narradores franceses de fin de siglo que, poco antes de mediada la centuria, han visto el desarrollo de una prensa popular que tenía en los folletones su principal instrumento de reclutamiento de lectores, y a cuyo frente figura, por una calidad literaria que le ha permitido sobrevivir en el tiempo, El conde de Montecristo (1844). Aunque a Dumas se le pueda adscribir prácticamente a todos los géneros por la profusión de sus aventuras, el género policial fue para él ajeno; sin embargo, creó un personaje que se repetirá en las novelas de investigación: el abate Faria, un sabio italiano, sacerdote y prisionero político, que desde su calabozo descubre, detectivescamente, sin más instrumentos que la ilación de ideas, las razones por las que Edmond Dantès ha sido encerrado en el castillo de If: tras abrirle los ojos a su compañero sobre los motivos de su condena y encierro perpetuo en ese presidio, le revelará el escondite de un tesoro que ha de servir al joven para financiar su venganza.

Aunque no puedan incluirse por motivos de carácter y de métodos narrativos dentro del género negro, los folletones más populares del siglo XIX, los de Eugène Sue (1804-1857), Paul Féval (1816-1887) y Pierre-Alexis Ponson du Terrail (1829-1871), están llenos de crímenes, asesinatos, delitos, fechorías y atropellos, en larguísimas y enrevesadas tramas que terminan ocupando varios volúmenes; en ningún sentido, ni lato ni estricto, pueden considerarse dentro de esa adscripción, porque incumplen todas las normas prescritas por Poe: recogen episodios de las páginas de sucesos de la vida parisina y los aliñan con una imaginación desbocada y «rocambolesca» —adjetivo creado a partir de uno de sus protagonistas más extravagantes—; el resultado es una embrollada mezcla de costumbres ciudadanas, de peripecias, venganzas, raptos, duelos, envenenamientos, presidiarios, cadáveres que resucitan, asociaciones criminales de todo tipo..., multiplicando personajes y hechos hasta la infinitud. No por ello dejan de carecer de intenciones que van más allá del entretenimiento: Los misterios de París,de Eugène Sue,es la primera novela-río que inserta en el folletón elementos de novela social por situar sus personajes en los ambientes de la miseria parisina; Sue abre el camino al folletón popular en 1842, y convierte sus Misterios en canon a seguir por los otros dos autores citados: Paul Féval traslada la acción a Inglaterra en Los misterios de Londres (1844), mientras Ponson du Terrail, autor en veinte años de doscientas novelas y folletones, crea en 1884, en Rocambole, el arquetipo del facineroso criminal que termina buscando la redención, después de pasar por el presidio de Toulon y la cárcel londinense de Newgate, al cabo de las nueve novelas que protagoniza y que lo llevan tanto a Inglaterra como a la India.

Estos tres autores de folletones retratan personajes que son antecedentes, más que de detectives posteriores, de criminales y de fechorías que los narradores coetáneos explotan; el primero de ellos, Sue, había partido de un análisis de la sociedad más baja, frente a la narración ambientada en los medios aristocráticos o burgueses que habían cultivado o cultivaban Balzac, Stendhal o Flaubert; lo había hecho muy a su pesar, porque, al principio, ese mundo le parece que «es sucio y huele mal»11; convencido por su amigo Goubaux de que debía abordar ese ambiente, Sue se desvistió de sus ropas y apariencias burguesas y, disfrazado de obrero con blusa remendada, se adentró por tabernas parisinas de mala fama para captar la atmósfera de las clases peligrosas y describir la sordidez de la miseria que lleva al hampa; pero, en la barahúnda de una acción desarrollada a lo largo de diez volúmenes, ese inicio más o menos pintoresco dentro de su realismo derivará en análisis de las clases laboriosas; desde un punto de vista social, discute a través de sus múltiples personajes temas tan diversos como la situación de las cárceles o de los hospitales, la precariedad de las condiciones laborales, los salarios de miseria, la carestía de la justicia que impide a la mayor parte de la población reclamarla... Su personaje central, Rodolphe, príncipe de un país imaginario, aboga por la justicia social en los medios obreros y se adentra en ellos dispuesto a empaparse, no solo en los códigos de la delincuencia y del pueblo llano, sino en los de todas las capas sociales que frecuenta; el papel de justiciero en busca de la verdad sirve a Sue para hacer la crítica de una aristocracia parisina que desprecia al pueblo y solo está interesada y enfangada en sus pequeñas intrigas de vanidad; ese análisis convierte a Sue en el primer autor que examina los bajos fondos, aunque en ese aspecto pueda encontrársele algún antecedente, como Frédéric Soulié (1800-1847), cuyo genio fue saludado por Victor Hugo en el momento de su temprana muerte,y su novela Las memorias del diablo (1837-1838): su protagonista, testigo de toda suerte de vicios y maldades —raptos, violaciones, crímenes, avaricias, lujurias, etc.—, traza un cuadro de los horrores de la sociedad; así como también algún seguidor de alta calidad literaria, como Balzac, cuya novela Esplendores y miserias de las cortesanas debe algo a esas Memorias del diablo; ambos novelistas se embarcan en la descripción del crimen, Balzac con más vigor, percepción psicológica y calidad; pero Las memorias del diablo sigue siendo la primera novela que describe las miserias y hace una crítica de la organización de la vida social.

Animado por el éxito de Sue, Paul Féval controló la dispersión de la trama de Sue en Los misterios de Londres (4 volúmenes); pero solo hasta cierto punto, dado que esa diseminación de episodios y aventuras colaterales resulta una de las características de obligado cumplimiento para el folletón; Féval hila a saltos una intriga a base de sorpresas, raptos, piratas, experiencias médicas, ciudad subterránea, banqueros, mendigos, pastores protestantes, sociedades secretas, etc., todo ello en torno a un personaje de la nobleza, el marqués de Rio Santo, dandy aristocrático que, al frente de una organización secreta, «Los Gentilhombres de la noche», lanza sus huestes al crimen, el pillaje y el saqueo... pero con una finalidad bienhechora: aspira a la revolución, porque, irlandés de origen, pretende emplear los bienes conseguidos en la liberación de Irlanda de la corona británica. Su descripción de la miseria londinense tiene puntos en común con la realidad social descrita por Dickens, a lo que añade una capa de misterio y secreto de los medios del hampa.

Más interés ofrece desde el punto de vista de las intrigas criminales su serie Les Habits noirs, que comienza a publicarse en 1863 en Le Constitutionnel; con este encargo a Féval, el periódico trataba de contrarrestar o conseguir el éxito del Rocambole. En volumen aparecerán, entre 1863 y 1875, ocho novelas que, a partir de un suceso verídico acaecido durante la Monarquía de Julio, rehacen la historia francesa de todo un siglo (1770-1870), siguiendo los avatares de una sociedad secreta, la de los Habits noirs, dedicada a proporcionar a la justicia pruebas para que condene a un inocente por las fechorías que esa sociedad ha cometido. La sucesión de aventuras tiene en el misterioso coronel Bozzo-Corona un genio del mal que, con el mismo nombre de generación en generación, adopta distintos disfraces y se rodea de personajes recurrentes que tratan de dejar al descubierto la maldad oculta: «La oscuridad es en el siglo XIX una envoltura que recubre todos los poderes y todas las noblezas, todas las ambiciones y todas las opulencias, todas las conquistas, todos los éxitos, todas las glorias». En medio de una dispersión de episodios que debe mucho, sobre todo en su primera parte, al Conde de Montecristo, surge una galería de personajes notables que abarcan todos los estamentos sociales; las intrigas de crímenes de este folletón social y policial se resuelven, en más de un caso, mediante un sistema de indagación y pesquisa que interesará a Gaston Leroux.

El tercer y último de los grandes folletinistas, Ponson du Terrail, consigue crear, a través de un ciclo de ocho novelas que empieza a publicar en el periódico La Patrie en 1857, todo un mundo de aventuras, también para aprovechar la estela del éxito de Los misterios de París. El ciclo, titulado genéricamente Les Drames de Paris, da vida a un personaje que, a partir de Hazañas de Rocambole, la tercera novela de esos Dramas de París, protagoniza aventuras criminales dirigidas por un genio del mal, Sir Williams, de quien Rocambole, que termina yendo a parar a presidio, llegará a ser lugarteniente tras una larga carrera de crímenes. El éxito de la serie obligó a su autor, que cansado del personaje12 lo había matado, a resucitarlo debido a las protestas de los lectores, y a iniciar nuevas aventuras en las que, a partir de 1865, con La resurrección de Rocambole, este se transforma en defensor del bien y paladín de la inocencia; y así seguirá vivo en su nuevo papel hasta la muerte de su autor, en 1871. Una multitud de aventuras secundarias, protagonizadas por el «hombre de las mil caras», dada su habilidad para el disfraz y los cambios de identidad, hacen de la serie, si no una novela policial al uso, al menos un sistema de relatos que contienen en la práctica muchos de los ingredientes que van a caracterizar en adelante al género.

Después de superar la «novela judicial» —nombre que llevó durante buena parte del siglo, y que amparó las obras de Émile Gaboriau—, el campo estaba abonado para el nacimiento de la novela policial como tal a partir de la traducción por Baudelaire de los relatos de Poe, de su caballero Dupin, y de los personajes que han venido protagonizando los folletones y sus crímenes. La paternidad del género en la literatura francesa se remite a la aparición de un investigador aficionado, el tío Tabaret, en la novela El caso Lerouge (1865) de Gaboriau; esa figura deriva enseguida en Monsieur Lecoq, comisario que sigue los métodos de su maestro Tabaret, no sin que este le reproche sus infidelidades al sistema que le ha enseñado y, de manera especial, al axioma de toda investigación: «Desconfiar de la verosimilitud». De personaje secundario en El caso Lerouge, Lecoq pasó a ser protagonista de cuatro novelas (El crimen de Orcival, El Expediente nº 113, Los esclavos de París, y, por último, Monsieur Lecoq)13, aparecidas entre 1866 y 1868. Gaboriau da forma en el personaje a todo un tipo de inspector-detective que enfrenta los casos mediante la deducción lógica y los métodos inductivos de su maestro Tabaret: bajo disfraz en muchas ocasiones, analiza sobre todo los detalles y las nimiedades de la investigación para llegar a la resolución de los crímenes; desde el primer momento, Lecoq sigue los principios indagatorios de Poe, recurriendo en sus análisis a datos lo más científicos posibles —incluida la toxicología—, y marcando unas tácticas de trabajo que Conan Doyle reconocerá como inspiradoras de los análisis de su detective Sherlock Holmes, que nace veinticinco años después; en su conjunto, Gaboriau expone y da cuenta de la penosa situación del sistema carcelario, y mezcla dos géneros, el policial y el judicial, práctica común en sus predecesores y en sus seguidores.

En la encrucijada de los dos siglos aparecen dos nuevos tipos de detectives. El primero, Joseph Rouletabille, nace de la pluma de Gaston Leroux (1868-1927), célebre sobre todo por El fantasma de la Ópera, novela en la que no figura ese joven reportero que, con su axioma de seguir de forma tajante los pasos que le prescribe el raciocinio, protagoniza ocho novelas aparecidas entre 1908 y 1923, en las que el periodista consigue ir siempre por delante de los policías más avezados. En la primera novela de la serie, El misterio del cuarto amarillo (1907), Rouletabille se adapta a un subtipo de relato: «el enigma en habitación cerrada». El cambio de siglo parece haber modificado la estirpe de los detectives: Rouletabille tiene dieciséis años y trabaja como periodista a tiempo completo en reportajes que lo llevan al descubrimiento de las intrigas criminales; dos años más tarde, en La aguja hueca Maurice Leblanc encarga las investigaciones contra Arsène Lupin a Isidore Beautrelet, unalumno de retórica y colaborador del Journal de Rouen. Hay otro hecho nuevo: en las novelas de Leroux, al lado de sus notas poéticas, a la acción se incorporan los avances científicos de fin de siglo; Gaboriau ya había integrado la fotografía a la investigación en El caso Lerouge; los nuevos policías no dudan en utilizar análisis químicos, recurren a autopsias firmadas por los forenses y tienen en cuenta el perfil psicológico del criminal tras un examen psiquiátrico.

Leroux sigue esos pasos: la trama de El misterio del cuarto amarillo transcurre en 1892, pero el novelista la escribe quince años más tarde, y aprovecha varios hallazgos, los rayos X del físico alemán Röntgen, la radiotelefonía de Marconi, el radio de Pierre y Marie Curie..., para presentarlos en estado de investigación, porque hace de su personaje, el profesor Stangerson, un precursor de la radiografía, cuyo elemento químico, el radio, no descubrirían los Curie hasta 1898. En ese cuarto amarillo, colindante con el estudio del padre de Mathilde Stangerson, a quien han robado el fruto de sus investigaciones científicas, se producen hechos que carecen de explicación: en el capítulo XV, el asesino desaparece ante los ojos del reportero por una galería gracias a un extraño fenómeno que «hasta nueva orden y natural explicación me parece que debe probar mejor que todas las teorías del profesor Stangerson “la disociación de la materia”, diría incluso la disociación “instantánea” de la materia», tema que será explicado en el siguiente capítulo.

A partir de ahora, el motivo real de la ficción ya no es tanto la revelación de los hechos criminales ocurridos, sino la forma en que el protagonista desenmaraña el misterio, un enigma que tiene mucho de dramático, colocado como está dentro del espacio cerrado de una habitación. Los razonamientos de Rouletabille resultan un juego de prestidigitación ante un crimen en principio «sobrenatural». Y prestidigitación será la palabra clave del comportamiento de Arsène Lupin, creado por Leblanc tres años antes. Ambos autores y personajes (Leroux y Leblanc, Rouletabille y Lupin) deben mucho a Sherlock Holmes, según confesión de ambos; cuando L’Illustration le encargó esa primera novela a Leroux, «me propuse hacer, desde el punto de vista del misterio, mejor que Conan Doyle, y más completo que Poe. Acepté plantear el mismo problema: un asesinato ha sido cometido en un cuarto herméticamente cerrado; lo abren, todas las huellas del asesinato están ahí; pero el asesino ha desaparecido». Y Maurice Leblanc, que se inspiró en Raffles, un criminal elegante creado en 1889 por el yerno de Conan Doyle, W. E. Hornung (1866-1921), llevará la situación al extremo haciendo que los dos personajes se encuentren en Arsène Lupin contre Herlock Sholmès (1914)14.

Poe y Conan Doyle hacen trampa, según Leroux, porque el cuarto no está absolutamente cerrado en El crimen de la calle Morgue: por la chimenea se ha colado un mono. «Yo me empeñé en no hacer trampas. El cuarto estaría cerrado como una caja fuerte, ¡y nada de doble fondo! ¡Ninguna salida!», de él no podría entrar ni salir ni una mosca, como observa Sinclair, amigo de Rouletabille y el encargado de narrar la historia. Además de confesar esas paternidades, Leroux no duda en reutilizar elementos de Estudio en escarlata, como una especie de homenaje a Doyle; desde los nombres de Rance y Stangerson al yeso amarillo en el cuarto, a la mano sangrante sobre la pared, al gato de la Mère Agenoux que remite al horrible perro de los Baskerville, etc., hasta el punto de que Rouletabille reprocha irónicamente al inspector Larsan que lo acompaña que ha leído demasiado a Conan Doyle, como «esos agentes de la Sûreté imaginados por los novelistas modernos, agentes que han aprendido su método en la lectura de las novelas de Edgar Allan Poe o de Conan Doyle». No deja de ser una constante esa remisión a personajes anteriores; Watson no tiene reparo en acordarse del caballero Dupin o del inspector Lecoq; este recurso irónico de distanciamiento no solo reconoce paternidades, sino que sitúa al referente en la ficción y afirma a los personajes propios como reales, verosímiles en comparación con los anteriores, enviados al sarcófago de lo literario. Pero a partir de ahí, y de ese homenaje o distanciamiento ficticio, Leroux da una vuelta de tuerca a la propuesta de sus predecesores: Rouletabille no hará trampas, el asesino no estaba dentro del cuarto; o, mejor dicho, también las hará, pero de otra de otra manera, para mantener la tensión del lector.

De hecho, Leroux aporta a la novela una sección nueva, sobre todo en El misterio del cuarto amarillo y en su continuación, El perfume de la dama de negro (1908): no se trata solo de una obra maestra de la novela policial15, sino de una «novela de enigma» en la que cruza ese género con otros, con la novela popular, con el folletón, y se acerca al subgénero narrativo, recogiendo la herencia de Sue de Los misterios de París: de ahí su recurso a ingredientes de dramas y melodramas, de lo fantástico, de lo sobrenatural. Envuelve en estos elementos el análisis deductivo para resolver el enigma planteado utilizando un sistema: el aquilatamiento de múltiples variaciones posibles sobre los datos que la investigación va manifestando, y que no deja de ser, además, ironía y humor sobre el realismo de las observaciones16. La socarronería de la flema británica de Sherlock Holmes se convierte en Rouletabille en travesura, en una picardía que desconcierta al interlocutor del protagonista con un lenguaje que se rebaja al registro familiar y vulgar, o se eleva a alturas poéticas, o forma galimatías absurdos sin sentido inmediato que no dejaron de agradar a los surrealistas.

Con Maurice Leblanc, la novela policial da un giro para situarse al otro lado del espejo: su malhechor no alcanza la categoría de perversión. Arsène Lupin es un virtuoso de la mistificación, un caballero del crimen, el maleante de las mil metamorfosis, los mil nombres y los mil disfraces; este «Cyrano del hampa», como lo calificó Jean-Paul Sartre, encarna a un ladrón de guante blanco, a un facineroso «bienhechor», que ayuda a los comisarios a desentrañar el misterio de los crímenes con la sorna propia de quien está por encima del aparato policial. En julio de 1905, Leblanc publica El arresto de Arsène Lupin en la revista Je sais tout, dando vida a ese caballero ladrón que protagoniza hasta 1941, fecha de la muerte de su autor, diecisiete novelas, treinta y nueve relatos y cinco piezas teatrales. Dos años después, en 1907, Leblanc recoge ocho relatos más de los publicados en la misma revista con idéntico héroe en el volumen Arsène Lupin, caballero ladrón; a diferencia de los anteriores detectives o criminales, Arsène Lupin, nacido en 1874, personaje mundano descrito con los tintes anarquizantes de la Belle Époque, ha recibido una educación esmerada, ha seguido estudios de Medicina y Derecho, es políglota, profesor de gimnasia, esgrima y boxeo, actor, entendido en bellas artes, etc., según las biografías que varios especialistas han tratado de reconstruir rastreando el conjunto narrativo de Leblanc. Con el paso del tiempo, sobre todo después de la Primera Guerra Mundial, el novelista rebaja su carácter malvado e irónicamente lo sitúa como defensor del bien público, sin que por ello mengüe su burla de la incompetencia policial —el positivismo ineficiente del inspector Ganimard— ante casos cuya resolución no es más que un juego de niños para Lupin.

El personaje tiene, desde luego, antecedentes literarios, desde los aventureros que se enriquecen de Alexandre Dumas a los protagonistas de Conan Doyle. E incluso tiene detrás un personaje real, Marius Jacob (1879-1954), que durante la Belle Époque dirigió la banda de los «Trabajadores de la noche»: ese grupo de ladrones con efracción tenía prohibido el derramamiento de sangre en sus «trabajos» y solo utilizaba como blanco individuos o domicilios pertenecientes a las profesiones que defendían el orden social, jueces, militares, el clero... Una parte de los botines conseguidos se destinaban a organizaciones anarquistas y a camaradas en apuros. Jacob amplió su campo de operaciones más allá de las fronteras francesas: planeó robos en distintos países de Europa, y, entre estos, el de la estatua de Santiago de la catedral compostelana17. Arrestado en 1903 y condenado a cadena perpetua en Cayena, será puesto en libertad tras dieciocho años de presidio. Ingenioso en sus operaciones, en ocasiones dejaba en los edificios objeto de sus robos —desde casas particulares a catedrales— notas humorísticas que firmaba con el seudónimo de Atila.

Leblanc siempre negó este referente de Jacob, seguro sin embargo para los investigadores de Arsène Lupin, de la misma forma que negó conocer en aquella época la existencia de Conan Doyle; pero los datos confirman lo contrario, pues fue el editor Pierre Lafitte quien, ante el éxito del detective inglés, le pidió «algo parecido a lo que en el Strand Magazine había conseguido tan gran éxito gracias a Sherlock Holmes». Leblanc solo admitió, además de una influencia determinante de Poe, sus lecturas juveniles, entre las que figuran autores que van de Fenimore Cooper a Gaboriau, pasando por Balzac, «cuyo Vautrin me impresionó mucho». Lupin interpreta y resuelve misterios o incluso asuntos políticos contemporáneos, como los casos de corrupción que acompañaron la construcción del canal de Panamá, con un considerable número de políticos e industriales franceses implicados durante la Tercera República por haber dilapidado los ahorros de cientos de miles de pequeños inversores (El tapón de cristal); o el caso conocido como «la herencia Crawford»: Frédéric Humbert, hijo del ministro de Justicia en 1882, y su esposa Thérèse, consiguieron embaucar durante veinte años a bancos y particulares del mayor nivel económico con el señuelo de una supuesta herencia de un multimillonario americano (La caja de caudales de la señora Imbert); pero también se vuelve hacia el pasado para resolver incógnitas históricas como El collar de la reina, que, destinado a la reina María Antonieta, tiene por propietaria a la condesa de Dreux-Soubisse, y que le desaparece de la noche a la mañana: el misterio terminará siendo descifrado por un Arsène Lupin que en ese momento solo cuenta seis años de edad; o La condesa de Cagliostro, supuesta descendiente del aventurero italiano Joseph Balsamo, conde de Cagliostro (1743-1795); esta mujer, traidora y asesina, habría aprovechado el secreto de la larga vida de su antepasado para alcanzar los ciento seis años de edad; la trama relaciona a Lupin con la condesa y resuelve los cuatro enigmas que el conde habría dejado escritos en un espejo de la celda de la fortaleza de San Leo, condenado por la Inquisición a muerte, pena conmutada luego por la cárcel a perpetuidad. Leblanc da una vuelta de tuerca en este relato a un personaje y a una historia que ya había interesado a Dumas —Joseph Balsamo, El collar de la reina, La condesa de Charny—, a Gérard de Nerval, a Thomas Carlyle, a Goethe y a Schiller, a Tolstói, y cuya historia ya se había llevado a la pantalla cinematográfica en 1910 y en 1918, antes de que Leblanc publicara en 1924 su relato.

 

 

 

Entre 1920 y 1940 se produce la conocida como Âge d’or de la ficción policiaca, con autores como Agatha Christie, Dorothy Sayers, G. K. Chesterton, John Dickson Carr, Ellery Queen, Rex Stout, Raymond Chandler, Dashiell Hammett, por solo citar a los escritores de lengua inglesa más conocidos con anterioridad a la Segunda Guerra Mundial. Varios de esos autores utilizan el género para dar cuenta de la realidad de su país, sobre todo los norteamericanos. Hammett, por ejemplo, traza un mapa de la corrupción política y policiaca, del gansterismo, de la época de la prohibición del alcohol, etc. Esa «edad de oro» del whodunit, variante anglosajona de la novela de enigma, clausura por un lado el tipo de detectives y policías que, aproximadamente hasta entonces, había florecido en la narrativa francesa, más inclinada a la novela de suspense. A partir de esas décadas, también se produce un vuelco en el terreno galo, con una inclinación decidida a la novela negra: Jean Amila, Léo Malet, André Héléna, etc., inauguran una etapa distinta y posterior a la que, en Crímenes a la francesa, recogemos.

Esta antología de relatos que podríamos calificar de criminales, detectivescos, policiacos, de suspense, de enigma y misterio, etc., abarca prácticamente algo más de un siglo, sin pretensiones, como es lógico, de exhaustividad, dado el volumen de publicaciones que aparecieron durante el siglo gracias al desarrollo de la prensa y del libro. Arranca con un texto de 1807, la Carta desde Calabria de Paul-Louis Courier,para concluir en el «último representante» del género tal como se practicó, con ciertas evoluciones, durante el siglo XIX: Maurice Leblanc, justo antes de que en las décadas citadas, a partir de 1920, se imponga la novela negra. He seleccionado, junto a los grandes nombres, de Mérimée a Balzac, de Dumas y Maupassant a Gaboriau, de Apollinaire a Gaston Leroux, a unos escritores que, calificados de menores y apenas traducidos al castellano, van cayendo en el olvido: pero narradores como Richepin o Lermina, como Allais o Charles-Louis Philippe, aportan al género judicial y policial de la época percepciones no solo personales, sino una visión diferenciada sobre las costumbres de fin de siglo y la Belle Époque, sobre la vida cotidiana de París especialmente, mostrando la forma en que la evolución de la ciencia detectivesca se adecua al mundo del hampa para descubrir ingeniosamente la verdad, y devolver a los malhechores al mundo del orden, que tanto el detective como el policía representan18.

 

MAURO ARMIÑO

 

 

 

 

 

 

 

1La carta de remisión de pena data de enero de 1456, cuando Villon tiene «veintiséis años, aproximadamente». (Todas las notas son del traductor).

2 En Los miserables, Victor Hugo ofrece una visión muy poco histórica de la mayor «corte de los milagros» de París, el feudo de Albi: lo sitúa a finales del siglo XV,cuando, de hecho, las «cortes» como tales nacieron al filo de la centuria siguiente.

3 Esta asociación secreta católica, que vigiló con severidad las costumbres de los parisinos, se ensañó con mendigos, vagabundos y prostitutas recluyéndolos en el Hospital General; a pesar de su nombre, no tenía ninguna función médica (los enfermos de cualquier tipo iban a parar al Hôtel Dieu, sobre todo); aunque su intención falsamente declarada era retirarlos de las calles, darles trabajo y «salvar sus almas», el Hospital General no tardó en convertirse en prisión forzosa; de hecho, fue un sistema de penalización de la pobreza que pronto se extendió por Europa, España incluida (Michel Foucault, Histoire de la folie à l’âge classique, 1964, y Surveiller et punir. Naissance de la prison, 1975; de ambos títulos hay traducción española en Fondo de Cultura Económica y Siglo XXI respectivamente). Esa Compañía del Santo Sacramento, protegida por la reina madre Ana de Austria en los inicios del reinado de Luis XIV, se convirtió en blanco de los ataques de Molière en ElTartufo. Sobre esa Compañía y el papel que jugó en la prohibición del Tartufo puede verse mi prólogo a la edición de esta pieza (Espasa, 1994).

4 Louis Dominique Garthausen (1693-1721), llamado Cartouche y también Bourguignon, asoló París al frente de su banda durante la regencia de Felipe de Orleans. Delatado por Gruthus du Châtelet, uno de sus lugartenientes, fue apresado el 14 de octubre de 1721; su personalidad causó sensación en París durante dos semanas: en la mazmorra fue visitado por el Regente, por las primeras damas de la corte y por los cómicos de la Comédie-Française, que iban a interpretar su vida en los escenarios; el 27 de noviembre fue ejecutado en la rueda en la Place de Grève; el tormento no había servido para que confesase nada; pese a ello, se apresó a trescientas cincuenta personas relacionadas con él el 14 de octubre de 1721; entre ellas, personal del séquito de Louise-Élisabeth, Mademoiselle de Montpensier, hija del Regente, nieta de Luis XIV, princesa de Asturias y reina consorte de España; casada con doce años, por las combinaciones políticas de los Borbones franceses y españoles, con el efímero heredero del trono; con un trastorno límite de la personalidad, la joven, que también padecía bulimia, vio morir enseguida de viruela a su esposo, Luis I, a los diecisiete años de edad, tras siete meses y dieciséis días de reinado (del 5 de enero al 31 de agosto de 1724). Parte de este episodio constituye el núcleo de la novela de Chantal Thomas L’Échange des princesses (2013), adaptada al cine por el también novelista Marc Dugain en 2017.

5 Desde Alexandre Dumas (Chroniques de la Régence, 1849)a Gaston Leroux (La Double vie de Théophraste Longuet, 1903), pasando por Marcel Schwob (La leyenda de los mendigos. «La banda de Cartouche. La última noche», 1891), o varios filmes, entre los que sobresale Cartouche (1962), de Philippe de Broca, con Jean-Paul Belmondo y Claudia Cardinale como principales intérpretes.

6El cuerpo del delito. Antología de relatos policiacos clásicos, de J. A. Molina Foix, pág. 11 de su prólogo (Ediciones Siruela, 2015). Zadig o el destino puede verse en mi edición de los Cuentos completos de Voltaire (Ediciones Siruela, 2015).

7 Eugène-François Vidocq, Mis memorias, epílogo y traducción de David Cauquil (Editorial Libros del Silencio, 2012).

8 Vautrin reaparece, aunque no con el importante papel que desempeña en esos dos títulos, en novelas como El tío Goriot o El diputado de Arcis, además de protagonizar una obra de teatro que Balzac estrenó el 14 de marzo de 1840 con el título de Vautrin; Frédérick Lemaître (1800-1876), gran actor de la época especializado en melodramas de crímenes y en protagonistas de carácter terrible (el Ruy Blas de Victor Hugo, el Kean de Dumas, el Hamlet de Shakespeare), se caracterizó para parecerse a Vidocq; pero en el rostro del personaje se vio además una réplica del rey Luis Felipe, por lo que la pieza fue prohibida al día siguiente del estreno. Después, ha subido a las tablas varias veces en los siglos XX y XXI.

9 Encargadas por la televisión francesa a directores de prestigio como Claude Chabrol o Juan Luis Buñuel, que llegó a firmar tres entre 1979 y 1992.

10 Además de dos textos paródicos que no se incluyen en el canon, a los que hay que sumar tres obras de teatro.

11 En carta a Prosper Goubaux (1795-1859), colaborador en varias obras de teatro tanto de Sue como de Alexandre Dumas.

12 Más tarde, también Conan Doyle se cansará de su investigador, al que tendrá que resucitar en «La casa deshabitada» (El regreso de Sherlock Holmes, 1903-1904), tras una «muerte» ocurrida en lucha con el profesor Moriarty en las cataratas suizas de Reichenbach, según relata «El problema final» (Las memorias de Sherlock Holmes).

13 En español hay edición reciente de El crimen de Orcival, trad. de Eva María González Pardo (Editorial dÉpoca, 2015); y de El expediente 113, trad. de Rocío Agudo (Editorial Signo, 2002).

14 La idea de ese encuentro, con sus nombres, llegó a oídos de Conan Doyle; ante las protestas por el uso del detective inglés, Leblanc se limitó a intercambiar las iniciales de nombre y apellido.

15 Lo reconoce Agatha Christie a través de su detective Hércules Poirot en Los relojes (1963): «Un verdadero clásico que me satisface por completo. Con qué lógica se lleva. Recuerdo haber leído críticas diciendo que se olía el procedimiento. Pero es falso, querido, totalmente falso [...] no, a todo lo largo de la intriga la verdad está ahí, subyacente, embozada en palabras pertinentes. Cuando los tres hombres se encuentran en el cruce de los tres corredores, se debería haber comprendido todo... una verdadera obra maestra».

16 Desde el título de la saga, Las aventuras extraordinarias de Joseph Rouletabille, que no deja de recordar Viajes extraordinarios de Jules Verne, y cuyo personaje Phileas Fogg (La vuelta al mundo en ochenta días) da la impresión de servir de pauta a Rouletabille. Al final, este decide cruzar el Atlántico durante dos meses y medio para reaparecer justo en el momento en que va a iniciarse el proceso del crimen. Para Leroux, la novela policiaca era un subconjunto de la novela de aventuras.

17 No será esta su única relación con España: Jacob participó en la campaña internacional para impedir que el anarquista español Buenaventura Durruti, detenido en 1926 en Francia, fuera extraditado; durante la guerra civil, apoyó en 1939, en Barcelona, a la confederación anarquista CNT, pero no tardó en regresar a Francia convencido de que la división entre sus miembros y sus enfrentamientos con secciones de la FAI cegaban cualquier posibilidad de futuro político. Durante la Segunda Guerra Mundial, Jacob fue de los pocos anarquistas (sobre todo, un grupo de españoles exiliados) que participaron en la Resistencia. Entre las biografías que se han dedicado a este interesante personaje, las más recientes se deben a Jean-Marc Delpech: Alexandre Jacob, l’honnête cambrioleur. Portrait d’un anarchiste (1879-1954), 2008; y Voleur et anarchiste. Alexandre Marius Jacob, 2015.

18 Al final del libro (pág. 329) se incluyen las biografías sumarias de los autores seleccionados, en alguna medida desconocidos para el lector español.

CRÍMENES A LA FRANCESAUna antología

PAUL-LOUIS COURIERCARTA DESDE CALABRIA

A Madame Pigalle19,

en Lille

 

Resina, cerca de Portici, 1 de noviembre de 180720

 

Sus cartas son escasas, querida prima; hace bien, porque me acostumbraría y no podría pasarme sin ellas. De veras, estoy furioso: sus cumplidos no me calman. ¡Desde hace tres años solo me ha escrito dos veces! En verdad, querida Sophie... Pero ¿cómo?, si la riño, no me escribirá usted más. La perdono, por tanto, temiendo lo peor.

Sí, desde luego le contaré mis aventuras buenas y malas, tristes y alegres, porque me ocurren de unas y de otras. Dejémonos hacer, prima, se os darán de todas clases. Es un verso de La Fontaine; pregúntele a Voisard. Dios mío, va a decirme usted, ya hemos leído a La Fontaine, sabemos lo que es el Cura y el Muerto21. Bueno, perdón. Así pues, iba diciendo que mis aventuras son diversas, pero todas ellas curiosas, interesantes; agradará oírlas, e imagino que todavía más contarlas. Es una experiencia que haremos algún día al amor de la lumbre. Hay suficiente para todo un invierno. Tengo con qué entretenerla, y por consiguiente agradarla, sin vanidad, todo ese tiempo; con qué enternecerla, hacerla reír, darle miedo, hacerla dormir. Pero, en cuanto a escribirle todo, ¡ah!, de verdad, está usted de broma. La señora Radcliffe22 no bastaría. Sin embargo, sé que no le gusta que le nieguen nada; y como soy complaciente a pesar de lo que digan, aquí tiene, mientras tanto, una primera muestra de mi historia; pero es negra, tenga cuidado. No lea esto al acostarse, porque soñaría con ello, y por nada del mundo quisiera haberle provocado una pesadilla.

Viajaba yo cierto día por Calabria. Es un país de gente malvada que, en mi opinión, no quieren a nadie y odian sobre todo a los franceses. Sería demasiado largo decirle por qué; basta con que nos odian a muerte, y que uno pasa muy mal el tiempo cuando cae en sus manos. Tenía por compañero a un joven de una cara... palabra, como ese señor que vimos en Le Raincy23; ¿se acuerda?, y quizá todavía mejor. No digo esto para interesarla, sino porque es la verdad. En esas montañas los caminos son precipicios, nuestros caballos marchaban con mucho esfuerzo; a mi compañero, que iba delante, un camino le pareció más practicable y más corto y nos perdimos. Ocurrió por culpa mía; debía confiar en mi cabeza de veinte años. Mientras fue de día, buscamos nuestro camino a través de los bosques; pero cuanto más buscábamos, más nos perdíamos, y era noche cerrada cuando llegamos cerca de una casa muy negra. Entramos, no sin recelo, pero ¿qué otra cosa podíamos hacer? Allí encontramos a toda una familia de carboneros sentada a la mesa, a la que nos invitaron desde la primera palabra. Mi joven amigo no se hizo de rogar: y ahí nos tiene comiendo y bebiendo, él por lo menos, pues yo me dedicaba a examinar el lugar y el aspecto de nuestros anfitriones. Nuestros anfitriones tenían desde luego caras de carboneros; pero la casa... usted la habría tomado por un arsenal. No había más que escopetas, pistolas, sables, cuchillos, machetes. Todo me desagradó, y enseguida vi que yo también desagradaba. Mi compañero, en cambio, era de la familia, reía, hablaba con ellos; y por una imprudencia que yo habría debido prever (pero, ¡cómo!, si estaba escrito...), dijo desde el primer momento de dónde veníamos, adónde íbamos, quiénes éramos; ¡unos franceses, imagíneselo, en casa de nuestros más mortales enemigos, solos, extraviados, tan lejos de todo socorro humano! Y además, para no omitir nada de lo que podía perdernos, se las dio de rico, prometió a aquella gente lo que quisieron por el gasto y por nuestros guías del día siguiente. Habló por último de su valija, rogando encarecidamente que tuvieran mucho cuidado de ella, que se la pusieran en la cabecera de la cama; no quería, según dijo, otra almohada. ¡Ah, juventud, juventud, qué de lamentar es vuestra edad! Creyeron, prima, que llevábamos los diamantes de la corona; y lo que había en aquella valija que tanto le preocupaba eran las cartas de su amante.

Acabada la cena, nos dejaron; nuestros anfitriones se acostaban abajo, nosotros en la cámara de arriba donde habíamos cenado; un camaranchón elevado de siete a ocho pies24