CUANDO APAGAS LA LUZ - GERMÁN VEGA - E-Book

CUANDO APAGAS LA LUZ E-Book

Germán Vega

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Beschreibung

Una paciente de un hospital psiquiátrico que visualiza su propia muerte, el extraño caso de un personaje de novela que deambula entre las carpas de una feria, el encuentro inesperado de una mujer con un ser querido o algo maligno que se esconde entre la suciedad de un trastero. Son algunas de las historias que encontrarás en este libro. Sucesos imposibles a la luz del día que se vuelven aterradoramente posibles e inquietantes en la soledad de tu cuarto, cuando apagas la luz y no puedes evitar que tu imaginación te juegue malas pasadas. Cuando apagas la luz es una colección de relatos que te transportará un poco más allá de la realidad, un poco más lejos de la cordura.

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Seitenzahl: 302

Veröffentlichungsjahr: 2022

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CUANDO APAGAS LA LUZ

Germán Vega

VEGA, Germán. Cuando apagas la luz

© obra Germán Vega

© edición 2022 Ediciones Garoé

© imágenes cubierta:

Maquetado de Ebook: CaryCar Servicios Editoriales

Corrección: Víctor J. Sanz

ISBN-Ebook: 978-84-125870-2-9

ISBN: 978-84-125870-1-2

Depósito legal:

Ediciones Garoé apoya la protección de derechos de autor.

El derecho de autor estimula la creatividad, defiende la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento, promueve la libre expresión y favorece una cultura viva. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por respetar las leyes de derechos de autor al no reproducir, escanear ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo, está respaldando a los autores y permitiendo que Ediciones Garoé continúe publicando libros para todos los lectores.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos,

http://www.cedro.org) si necesitase fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Garoé

Calle El Repartidor, 3, 3L

35400 Arucas, Las Palmas de Gran Canaria

Tlf.: (+34) 928 581 580 Islas Canarias, España

www.edicionesgaroe.com

Índice

PRÓLOGO

LAS VOCES

NOCHES DE FERIA

LA INTERVENCIÓN

SEGUIR ANDANDO

MOMENTOS

LIMPIEZA DE CHOQUE

CUIDADO CON LO QUE DESEAS

EL AUTOBÚS DE LA LÍNEA 23

EL SITIO DEL INDIO

LA CHARLA DEL MUERTO

¿POR QUIÉN DOBLA LA CAMPANA?

CUANDO APAGAS LA LUZ

A María Yuste, que aceleró el naturaldevenir de los acontecimientos.

Para quienes tienen miedo, todo cruje.

Sófocles

El mal y el miedo son gemelos siameses.

Zygmunt Bauman

PRÓLOGO

Como cualquier oficio, escribir bien requiere práctica, cierta destreza y mucha experiencia. También requiere talento. El escritor debe construir la trama como el buen ebanista construye una nueva pieza de mobiliario: tallando, ensamblando, decorando y montando las partes con sumo cuidado. No basta con contar la historia. Es preciso conseguir que el lector se sumerja en ella y la viva; que la haga suya. El escritor debe jugar con las palabras, acariciarlas, colocarlas en frases precisas para que produzcan el efecto deseado.

Escribir es un oficio apasionante. No estoy seguro de que sea el propio escritor el que elija qué quiere contar, pero sí decide cómo hacerlo. Yo escribo novelas de misterio, suspense y terror; sucesos paranormales que se mezclan con la aparente normalidad de la vida de la gente. Me han preguntado muchas veces por qué escribo sobre esas cosas, y siempre me asalta una respuesta inquietante: en realidad, yo no elijo qué escribir. Cuando me siento delante del ordenador y tecleo las primeras palabras de una historia, algo me guía. No me obligues a explicártelo mejor porque no sabría hacerlo. El caso es que siempre termino en medio de una trama de suspense y misterio en la que los sucesos paranormales tienen un peso considerable. A veces pienso que tal vez yo formo parte de una historia de ese tipo. Ya sabes, algo así como «el misterioso caso del escritor que contaba cosas extrañas».

Lo cierto es que el miedo atrae y repele a la vez. Esa es su magia, ese es su poder. Por otro lado, el orden previsible de las cosas se ve alterado continuamente por numerosos acontecimientos extraordinarios, pero nos empeñamos en negarlos o minimizar su impacto en nosotros mientras, cómodamente sentados en nuestro sillón, elegimos una película de acción, de intriga o de terror en la plataforma de pago.

Nos encanta ponernos en la piel de los personajes y pasar miedo con ellos; luchar contra esos acontecimientos extraños desde la seguridad del salón. Pero no creemos que nada de eso pueda suceder de verdad. Sin embargo, hay algunas cosas que siguen ahí afuera, acechando, y no sabemos si la próxima vez será a nuestra puerta a la que llamen.

No suelo escribir relatos. Siempre me incliné por las novelas. Pero te contaré una anécdota: nunca había participado en un concurso literario. No me llamaba la atención competir con algo tan personal, tan especial como la literatura. Sin embargo, una vez, mientras disfrutaba de unas vacaciones en el sur de Gran Canaria, probé a escribir Las voces, el relato con el que comienza este libro, con la intención de concursar en la ix Edición del Concurso de Relato Breve Dr. Pedro Zarco, organizado por el Hospital Clínico San Carlos, de Madrid. Lo hice con la idea de ver qué pasaba, de comprobar qué suerte corría mi pequeña criatura a la luz del día, lejos de la seguridad de la que podría disfrutar en el interior de uno de mis libros. Sorprendentemente, me otorgaron el premio. Un chute de adrenalina para mi ego. En mi pequeño discurso en la ceremonia de entrega —te aseguro que la hubo— solo se me ocurrió decir que muchos de los concursantes podrían haber sido ganadores del concurso. El relato Las voces cayó bien a los miembros del jurado. Eso fue todo. O al menos así lo veo yo. Reconozco que es gratificante que personas del mundo literario que no te conocen de nada valoren lo que haces, pero debo admitir que lo verdaderamente enriquecedor para mí fue la experiencia de escribirlo; y esa, señoras y señores, es la verdad de las verdades. Como suelo decir, cuando escribo nunca pienso en el lector, pero considero que he hecho un buen trabajo si el lector no puede dejar de pensar en lo que escribo.

Por su extensión, su composición, sus características especiales y la mayor simpleza en el desarrollo, la manera en la que se escribe un relato es distinta a cómo se escribe una novela. Tal vez parezca más sencillo, pero tiene una dificultad añadida: el lector debe quedarse con nosotros durante toda la historia. Esto puede parecer una obviedad, porque el relato se crea para ser leído de un tirón, pero no nos engañemos; un relato puede aburrir tanto o más que una larga novela. Y lo peor de todo es que tenemos menos oportunidades de volver a enganchar a nuestro sufrido lector una vez que se ha desconectado.

Todos los relatos incluidos en este libro nacieron de esta mente convulsa. Pequeñas historias bastardas que piden, de algún modo, ser reconocidas por su progenitor. Ellas también temen ser abandonadas por ti a mitad de su lectura. Tú y yo sabemos que es lo peor que podría pasarnos a ambos.

Espero que eso no ocurra y que leas cada relato de este libro con ávido deseo de llegar al final, solo para comenzar con la misma impaciencia e interés el relato siguiente.

Si es así, tanto tú como yo quedaremos satisfechos.

Germán Vega

Arucas, 2022

LAS VOCES

Poco después de morir, Irene fue capaz de pensar con claridad por primera vez en mucho tiempo. No escuchó ninguna voz en su cabeza y la sensación fue tan extraña como placentera. Se sintió libre, y era ese otro sentimiento que la había abandonado hacía años. Observó detenidamente su propio cuerpo tendido sobre el suelo de cerámica de la habitación 105 del hospital. Estaba tumbada de lado junto a la cama. El camisón blanco que vestía se le había quedado enredado alrededor de la cintura, dejando a la vista una buena parte de las nalgas y sus largas y delgadas piernas. Se fijó en sus manos y en la extraña forma de los dedos: parecían agarrotados, vueltos hacia las palmas, como las garras de un águila. El cabello negro, grasiento y rizado, cubría parte de la cara dándole un aspecto fantasmagórico. Irene pensó que era una suerte haberse liberado de aquel cuerpo mustio y enfermo.

Le gustaba la sensación de flotar. No se atrevió a alejarse más arriba del techo de la habitación, pero estaba convencida de que, si de verdad lo intentaba, podría abandonar el edificio y continuar ascendiendo como un globo lleno de helio. Sin embargo, prefirió esperar. En parte porque, a pesar de todo, seguía sintiendo cierta preocupación por su cuerpo físico. También tenía curiosidad por saber qué haría el personal del hospital cuando la descubriera allí, de aquella guisa. La idea era algo divertida. Y, aunque ya no tenía boca con la que sonreír, imaginar la escena merecía una amplia sonrisa.

Como si sus pensamientos tuvieran la capacidad de generar acciones, una mujer entró en la habitación y se arrodilló ante ella. Irene la veía de espalda, aun así, la reconoció: era Amanda, una de las enfermeras del turno de mañana; de anchas caderas y un vozarrón poderoso que imponía mucho respeto cuando le ordenaba tomarse las pastillas que le traía diariamente en un pequeño vaso de plástico.

La mujer gritó el nombre de alguien a la vez que giraba su cuerpo muerto y lo colocaba en posición decúbito supino. Decúbito supino era una expresión que había aprendido durante sus largas estancias en el hospital. Significaba «boca arriba», y a ella le había parecido siempre una estupidez que no lo dijeran de esa manera para que pudiera entenderlo todo el mundo. Los médicos no sabían expresarse con claridad. Se empeñaban en usar un lenguaje oscuro y complicado que les hiciera parecer importantes y eruditos, pero Irene sabía que no eran ni lo uno ni lo otro. Ni siquiera eran capaces de comprender la verdadera naturaleza de aquellas voces dentro de su cabeza. Las voces podían ser un incordio, pero al menos sabían hacerse entender.

Pronto se unió un montón de gente a la enfermera gritona. Cogieron su cuerpo inerte y lo colocaron sobre la cama. No se entretuvieron en bajarle el camisón y podía ver su vello púbico desde arriba. Sintió un poco de pudor y deseó acercarse un momento a cubrir la zona, pero decidió que era mejor no moverse de su nuevo lugar privilegiado; al menos de momento.

Otra mujer entró en la habitación empujando un carrito en el que transportaba un aparato extraño. Su pudor volvió a resentirse cuando un hombre le desabotonó el camisón y dejó a la vista sus senos, que, si bien no lucían especialmente bonitos, alguna vez fueron redondos y hermosos.

Irene observaba la escena con curiosidad. Tuvo la imperiosa necesidad de advertirles. Quería que pararan. Deseaba que abandonaran la habitación y dejaran de manosear su cuerpo. Empezaba a sentirse incómoda. Nuevamente presa de sí misma. Toda aquella gente le impedía desconectarse de aquel cuerpo muerto y seguir ascendiendo. El miedo, viejo conocido, volvió para quedarse.

El aparato extraño del carrito resultó ser un desfibrilador. Había visto su funcionamiento en algunas películas y no le gustó la idea de que funcionara esta vez. Amanda colocó las palas en el pecho y, cuando su cuerpo se convulsionó ante la primera descarga, Irene no sintió nada. Solo miedo.

No sabría decir cuánto tiempo estuvo flotando, porque el concepto de tiempo había cambiado para ella. Pero continuó un buen rato, observando la escena de su propia muerte y los intentos de médicos y enfermeros por traerla de vuelta, antes de volver a escuchar las voces.

No podía creerlo. ¿Cómo era posible que estuvieran otra vez allí? Los médicos siempre intentaron convencerla de que aquellas voces no eran reales, que solo estaban en su cabeza. «Si están en mi cabeza, son reales, inútiles», pensaba ella cada vez que escuchaba una tontería similar. Y ocurrió otra vez: sus viejas amigas volvieron para contarle lo que pasaría si las maniobras de reanimación tenían éxito.

Aquellas malditas voces eran un coñazo, aunque Irene prefería escucharlas que atiborrarse con las pastillas de Amanda y babear todo el día como un bebé. Fingir que se las tomaba era relativamente sencillo. Convencer a los médicos de que lo hacía, un poco más complicado. Eran estúpidos en muchos aspectos, pero tremendamente listos en otros.

Las voces hablaron todas a la vez, atropellándose, como si les urgiera que les prestara atención. Era difícil concentrarse en aquella situación, que era nueva para ella. Al menos, no recordaba haber estado muerta antes.

—¿Sabes qué pasará si esa zorra de Amanda te hace regresar, Irene? —preguntó una de las voces.

—Volverás a entrar en tu cuerpo físico y a sentir el dolor y la confusión —aseguró otra arrastrando las palabras para que ella pudiera entender perfectamente la gravedad de lo que le decía.

Una tercera se escuchó por encima de las dos primeras:

—Y si eso ocurre, si esa puta te hace volver, tendrás que hacérselo pagar muy caro. ¿Entiendes?

Otra descarga del desfibrilador hizo que su espalda se arqueara, separándose unos centímetros de la cama. Irene temió que esta vez fuera suficiente para hacerla regresar, pero el monitor del carrito seguía mostrando una raya continua.

—Te obligará a volver. Amanda va a conseguirlo —advirtió una cuarta voz.

Con la tercera descarga, Irene se vio atraída nuevamente al interior de su cuerpo. La sensación de malestar y de impotencia se unió a un sentimiento de odio infinito. Lo primero que vio al abrir los ojos fue la cara de Amanda. ¿Acaso tenía una sonrisa burlona de satisfacción? Las voces guardaron silencio. Irene cerró los ojos e hizo un gran esfuerzo por no llorar.

Unas semanas después de su muerte, Irene estaba sentada delante del doctor Arencibia, jefe del Servicio de Psiquiatría del hospital en el que había estado ingresada el último año. El médico mantenía el semblante serio y preocupado, y en su mirada había una mezcla de interés y compasión. Puso en marcha una grabadora después de explicarle que la conversación solo sería utilizada con fines terapéuticos. A Irene se la traían al pairo los fines. En este caso, le valían los medios. Los que ella había empleado habían resultado eficaces y estaba orgullosa de ello.

—¿Entiendes la gravedad de lo ocurrido, Irene? —le preguntó el médico desviando la vista hacia el informe abierto sobre la mesa.

—Sí —contestó ella con sinceridad.

—¿Y puedes explicarme por qué has hecho una cosa así?

Irene se pellizcó el dedo índice de la mano izquierda con nerviosismo. No elevó la vista.

—Se lo merecía. No tenía derecho a traerme de vuelta. Yo ya me había muerto. Me sentía muy bien donde estaba. —Chascó la lengua como si intentara concentrase en lo que quería decir. Miró al doctor a los ojos y bajó un poco el tono, como quien quiere compartir algo confidencial—. Por otra parte, usted y yo sabemos que nunca le importé, como nunca le importó ningún otro paciente. De hecho, lo pasaba bien haciéndonos sufrir. Se reía de nuestra situación. Era un bicho malo y le hice pagar por lo que me hizo. Usted parece un buen hombre, doctor, pero Amanda era una hija de puta.

El doctor Arencibia esbozó un amago de sonrisa. A Irene le pareció ver tristeza en su mirada. Cuando volvió a hablar, pudo entender lo que decía. Arencibia no utilizaba términos técnicos como decúbito supino.

—Afirmas que te abalanzaste sobre la enfermera Amanda López y le golpeaste la cabeza contra la pared dos veces y luego contra el suelo otras dos hasta causarle la muerte porque la semana anterior te había traído de vuelta cuando ya te habías muerto, ¿no es así?

—Así es.

—¿Y cuándo dices que sucedió eso?

—¿Cómo?

—¿Cuándo ocurrió lo de tu muerte?

Irene se impacientó.

—Mire el informe. Tiene que estar apuntado por ahí. Supongo que no reavivan a pacientes todos los días en este hospital.

El doctor se ajustó las gafas al contorno de su cara. Se apoyó en el respaldo de su sillón de cuero y cruzó las manos encima de la mesa.

—Verás, Irene. Aunque te parezca extraño, tengo que comunicarte que nunca has tenido ningún episodio de infarto o algo parecido de lo que hayamos tenido que reanimarte. Quiero decir: no se te paró el corazón. ¿Entiendes lo que te digo?

Irene abrió mucho los ojos sorprendida y retrocedió arrastrando la silla.

—¡Eso no es posible! ¡Yo sé lo que vi! —se defendió desesperada.

—Estás enferma, Irene —dijo pausadamente el médico—. Aquí todos queremos ayudarte. Amanda también lo quería. Creíste ver algo que no es real. Te lo he explicado en otras ocasiones.

Irene entendía lo que el doctor trataba de decirle, pero aquello no era posible. Ella había muerto. Estaba casi segura. Había visto su cuerpo desde arriba y había escuchado a los médicos y enfermeros. Sin embargo, dudaba. Entrecerró los ojos y esperó oír alguna de las voces mientras escudriñaba el semblante del médico. Nada en su rostro la obligaba a desconfiar. Ninguna voz en su cabeza le dijo algo al respecto. Las dudas la asaltaron angustiándola: ¿y si solo había sido un sueño? ¿Y si las voces la habían confundido para obligarla a matar a la enfermera?

Cuando Irene volvió a su habitación nueva y acolchada, y de donde no podía salir sin permiso, se sentó en el suelo, se agarró las rodillas y hundió la cabeza en sus muslos.

Sentado en su despacho, el doctor Arencibia escribió una nota en su cuaderno:

«No se le debe comunicar a la paciente Irene Rodríguez que fue víctima de un infarto. Este hecho puede agravar su dolencia y hacer más difícil su recuperación. La versión oficial, en todo caso, deberá ser que las voces que le aconsejaron acabar con la vida de la enfermera Amanda López fueron fruto de su enfermedad y no de una experiencia cercana a la muerte».

Esa misma noche, las voces volvieron a hablarle a Irene. Lo hicieron con calma, repitiendo el mismo mensaje una y otra vez:

—El doctor Arencibia te ha engañado. Él también merece morir. ¡Ocúpate!

NOCHES DE FERIA

Caía la noche. Un hombre permanecía de pie entre las carpas de la feria del libro con una novela entre las manos. Parecía asustado y cohibido, como un viajero que llega por primera vez a la ciudad y baja aturdido en una solitaria estación de tren sin saber muy bien a dónde dirigirse después. El hombre sabía que había un vigilante y no quería ser sorprendido. Acababa de verlo: era un tipo bajo y rechoncho, y no creía que fuera capaz de alcanzarlo si lo descubría y lo obligaba a salir corriendo, pero preferiría no tener que hacerlo. Solo quería disfrutar de ese momento. Nunca se había sentido tan libre, tan visceralmente vivo. Al mismo tiempo, nunca había tenido tanto miedo de que alguien reparara en su presencia. Paradojas de la vida, el mismo hombre que temía ser el centro de atención esa noche había crecido sintiéndose desesperadamente solo.

Lo llamaron Vicente. ¿No parece un nombre vulgar? Él mismo reconocía que nunca había sido de su agrado. En cuanto fue consciente de que ese era su nombre real, se llevó un buen disgusto. Pero, por desgracia, el nombre no es algo que eliges. Te viene impuesto, como el resto de las cosas: la familia en la que naces, tu aspecto físico condicionado por la genética de tus progenitores, tu personalidad, con cosas de papá y cosas de mamá… Alguien escribió en alguna parte que, en realidad, todo está dispuesto por la voluntad del creador y fue esa la primera vez que oyó hablar de él. Alguien misterioso y desconocido que movía los hilos desde un nivel superior. Un ente al que no podía ver, pero cuya esencia estaba impresa de algún modo en cada uno de nosotros. El creador nos quería a todos por igual. ¿Cómo no iba a hacerlo? Éramos obra suya y él estaba orgulloso de sus creaciones. Eso fue lo que le contaron. Y se suponía que era eso lo que estaba implícito en aquel libro que tenía entre las manos. Reparó en el ejemplar por primera vez y se maravilló al leer el título impreso en la portada. Desde su nueva posición se veía muy distinto.

Poseer un nombre vulgar no era su único castigo. Su apariencia era tosca, fea. Su reflejo en el espejo le devolvía siempre una imagen contrahecha, asimétrica, desagradable a la vista: las piernas demasiado largas y delgadas, el torso corto y ligeramente encorvado, la cabeza grande, el pelo ralo que le caía sobre la frente, los ojos antiestéticamente separados y la nariz angulosa y torcida hacia la izquierda. Su boca parecía haber sido hecha con un tajo de cuchillo sobre la carne mustia. Sus dientes amarillentos agradecían no tener muchas razones para asomarse al mundo con una sonrisa, y sus brazos, terminados en unas grandes manos, le colgaban a lo largo del cuerpo hasta casi las rodillas, como si ese creador del que le habían hablado lo hubiera construido con las partes más feas de personas diferentes. Sí, todo aquello que odiaba estaba implícito en ese libro y al parecer, también la razón de su horrible apariencia.

No tenía hermanos. Sus padres fueron su única familia. Su madre nunca tuvo mucho tiempo para algo más que no fuera vaciar la botella de ginebra. Bebía a todas horas y, tras la muerte de su padre, se prostituía para poder pagar la bebida y la poca comida que entraba en casa. Eso lo supo después. De niño la veía llegar con un hombre distinto cada noche. A veces incluso con dos. Todos le sonreían como si lo conocieran de toda la vida y mamá los abrazaba como había abrazado a su propio padre en alguna ocasión. Vicente ya no recordaba cuándo había sido la última vez.

El padre de Vicente era camionero. Trabajaba muy duro y pasaba largas temporadas en la carretera. Una noche regresó inesperadamente y encontró a mamá dormida en su cuarto junto a otro hombre, uno de aquellos extraños que olían a sudor y alcohol. Ambos estaban despatarrados sobre la cama, indecorosamente desnudos. Papá no dijo nada. Se dio la vuelta y sorprendió a Vicente allí, de pie, en la puerta de su cuarto, observándolo con los ojos como platos, muerto de miedo y de vergüenza ajena. El chico pensó que papá se enfadaría mucho. Temió que comenzara a gritar y a insultar a mamá. A lo peor, que se volviera loco y le hiciera daño. A pesar de no sentirse querido, el chico amaba a su madre. Pero, en vez de hacer algo de eso, su padre simplemente se acercó y le dio un beso en la frente. Le dijo que lo quería y abandonó la casa.

Mamá ni se enteró. Al día siguiente la vio abrir la puerta de la calle en bata, con una mano en la frente con la que intentaba paliar el terrible dolor que padecía, fruto de sus excesos con el alcohol. Maldijo en voz alta pidiendo un poco de paciencia a quien quiera que fuera que estaba aporreando la madera por el otro lado. Después la observó confusa, mientras intentaba asimilar lo que un policía de uniforme trataba de explicarle, y que él había entendido a la primera: su padre había tenido un desgraciado accidente con el camión la noche anterior. Inexplicablemente, se había despeñado por un barranco y había fallecido. No había huellas de frenado en la calzada. —Probablemente se quedó dormido al volante —dijo el policía—. Lo siento mucho —añadió—. El Señor ha tenido compasión con los otros conductores, porque podía haber invadido el sentido contrario y…

Vicente escuchaba parapetado detrás de la esperpéntica figura de su madre. El gesto y las palabras de su padre la noche anterior volvieron a su mente y el niño entendió que su padre se había quitado la vida. Supuso que el creador, o el Señor, como le había llamado aquel policía, también tenía algo que ver con eso y su incomprensión alimentó el incipiente odio que sentía hacia él.

Vicente, el niño feo que creció solo, se convirtió en un hombre que trabajaba en una pequeña librería y era aficionado a escribir novelas de terror. La librería casi siempre estaba vacía. El dueño se dejaba caer de vez en cuando, pero nunca hablaba y cuando lo hacía era solo para quejarse y amenazarlo con que cualquier día tendría que cerrar. El dueño también escribía, pero al parecer, le iba mejor que al pobre Vicente, que creía que lo amenazaba para evitar que protestara por la miseria que le pagaba.

Fue a través de los libros como aprendió a pensar por sí mismo. Pero los libros no lo ayudaron a entender por qué ese creador del que todo el mundo hablaba repartía los dones con tanta desigualdad. Sentía curiosidad por ese enorme poder del ente superior que controlaba los hilos y al que odiaba profundamente. Si pudiera, le preguntaría la razón que lo había llevado a cebarse con él, a convertirlo en un ser solitario y triste. Y fue allí, entre libros, donde Vicente descubrió la manera de calmar el odio que sentía por el creador. Dar vida a esas escenas de terror en la trastienda era una buena forma de aliviar su dolor.

A Vicente le gustaban los días en los que se celebraba la feria del libro. El lugar del evento se convertía en un espacio hermoso, lleno de gente buscando historias en las que sumergirse. Desde su posición, se preguntaba si había alguien a quien le gustaría conocer una historia como la suya. No lo creía. Cuando pensaba en ello, su mundo se tornaba gris y tenía que apartar esos pensamientos de su cabeza. No había trastienda en aquel lugar, así que su dolor se mantenía muy vivo en esos momentos.

Durante el día, la feria era un lugar luminoso, invadido por las risas de los niños y las conversaciones de los adultos; lleno de contrastes, de autores hablando de sus novelas y firmando ejemplares, de lectores haciendo largas colas para llevarse un libro firmado por su escritor favorito y disparando fotos con sus móviles, de libreros sudorosos y cansados rellenando estantes con nuevos ejemplares, ordenando cajas y vendiendo libros, de gente tomando aperitivos y cafés en los improvisados chiringuitos. La feria era un lugar de encuentro en el que estaba permitido mezclarse con cualquiera, donde desaparecían los géneros literarios, los sellos editoriales. Donde las diferencias entre los escritores grandes y pequeños se difuminaban, a pesar de que uno siempre sabía cuándo rondaba alguien famoso por la carpa central. Pero ¿acaso famoso es sinónimo de buen escritor? Vicente lo dudaba.

Aprendió a amar los libros a través de su trabajo. El creador le había dado el poder de vivir dentro de su propia historia creando otras historias, como esa imagen del espejo que refleja la misma imagen dentro de otro espejo. Esa era su realidad.

Por la noche, la feria se sumergía en un profundo silencio. La primera noche sorprendió a Vicente de pie en medio de la plaza, con todos los stands a su alrededor, como si lo observaran con curiosidad. No sabría decir cómo había llegado hasta allí y por qué todo le parecía tan raro. Decidió ocultarse entre las carpas esperando que algo sucediera y entonces supuso, con temor, que un vigilante haría su ronda nocturna para comprobar que no quedara nadie en el interior del recinto. Fue en ese mismo instante cuando lo vio. Al principio, Vicente lo observó dando vueltas entre los stands, levantando alguna de las lonas para mirar debajo buscando no sé qué, tal vez asegurándose de que nadie se escondía en el interior. Quién sabe; los jóvenes buscan cualquier hueco donde pasar desapercibidos para tener un poco de sexo. Pronto se cansó y se sentó en uno de los bancos del parque, a salvo de miradas indiscretas que pudieran delatar su falta de profesionalidad. Vicente no lo juzgó por eso. Se dijo que, seguramente, al vigilante también le pagaban una miseria por su trabajo. Al fin y al cabo, ¿quién vigila al vigilante? Si decidía echar una cabezada, no iba a ser él quien se lo impidiera. Además, eso le dejaba vía libre para recorrer la feria con total impunidad. ¿Impunidad? ¿Habría usado esa palabra un escritor de verdad? Puede que sí. Uno que conociera su historia, desde luego. Él mismo, como escritor aficionado, podía hablar de impunidad en las historias que creaba en la trastienda. Las historias dentro de la historia.

La segunda noche ocurrió lo mismo y Vicente paseó en medio de un respetuoso silencio por el centro de la zona vallada. Necesitaba experimentar aquella sensación de libertad que solo se le permitía en la oscuridad, cuando el sol daba paso a la tímida penumbra solo iluminada por las luces de las farolas de la calle.

La tercera noche se atrevió a acercarse al vigilante que, sentado en uno de los bancos, roncaba rítmicamente con la cabeza apoyada sobre el pecho. Vicente tomó asiento a su lado, miró al cielo y suspiró. Lamentaba que la noche transcurriera deprisa y el amanecer lo despojara de su derecho a sentirse vivo y lo devolviera a su mísera vida sin esperanza. En ese momento echó de menos su trastienda. Se aguantó las ganas.

Al amanecer del cuarto día, Vicente no abandonó la feria. No pudo impedir que los primeros rayos de sol lo sorprendieran acostado sobre el césped, debajo de una palmera. Ni rastro del vigilante. Se sentó y se miró las manos asombrado, como si las viera a la luz del día por primera vez. La gente empezaba a llenar el recinto y se obligó a levantarse. Un joven le ofreció el tríptico que anunciaba los eventos más importantes de la feria acompañado de una sincera sonrisa.

—¡Diviértase! —le dijo.

Vicente agradeció más el gesto que el papel de colores con nombres, fotos y fechas. Bajó la vista y su mirada se dio de bruces con el anuncio en la hoja central del folleto: «Presentación de la novela Letras de sangre, de Marcelo Santos». Acercó el papel a su cara para observar con detenimiento el rostro del escritor, pero la imagen tenía muy poca definición. Vicente memorizó la hora de la presentación: las siete de la tarde. Tenía tiempo más que suficiente hasta esa hora. Se sentó en uno de los bancos y observó con atención el trasiego de la gente. A pesar de que el bullicio se hacía cada vez mayor, Vicente solo escuchaba el sonido de las hojas de un libro al ser pasadas. Al cabo de un rato, volvió a perder la noción del tiempo.

A las seis y media de aquella tarde, el escritor Marcelo Santos se dio una ducha en la habitación del hotel en el que se hospedaba. Había acudido a aquella pequeña localidad situada donde san Pedro perdió la última de sus sandalias con la misma mala gana que a las anteriores. Su editora, una joven y ambiciosa empresaria con cara de niña buena que parecía disfrutar exprimiendo hasta el último soplo de energía que le quedaba al autor, lo presionaba para que asistiera a todos los eventos que ella consideraba importantes para promocionar su última novela. Marcelo siempre estuvo tentado de gritarle a la cara que se sentía como la gallina de los huevos de oro y que estaba harto de que lo tratara como una pieza más en el engranaje de su maquiavélica máquina de hacer dinero. Quería tomarse un respiro y creía que era justamente eso lo que merecía. Letras de sangre había batido récord de ventas y no hacía falta que estuvieran recorriendo toda la geografía de aquel bendito país para promocionar un producto que se vendía solo. Él se consideraba uno de los mejores. ¿A qué venía aquella obsesión por obligarlo a codearse con aprendices y aficionados en esas ferias de tres al cuarto que le causaban una insana repulsión? Por supuesto, no era capaz de repetir nada de eso en voz alta y accedía a los deseos de su editora por más que le pesara tener que perder el tiempo en aquellos sitios.

Odiaba las ferias, odiaba a los libreros y odiaba a los editores. Lo consideraba todo un entramado hecho a propósito para sacar hasta el último euro del talento y el esfuerzo de los escritores. Panda de sanguijuelas y vampiros ávidos de sangre fresca. También odiaba a los críticos literarios, que no hacían más que joder la marrana con sus engorrosos y pedantes comentarios que no decían nada. Cuando el viento soplaba a favor, eran unos lameculos que se sumaban al carro de la abundancia, pero cuando se percataban de una silueta que caía en el infortunio del fracaso editorial, no dudaban en abalanzarse sobre ella y picotear la herida hasta hacerla cada vez más honda. Siempre extraían demasiadas conclusiones de textos que no necesitaban de tantas palabras para ser resumidos, intentando explicar los motivos y las intenciones de los autores, como si los escritores necesitaran tener algún motivo o intención para escribir. Para Marcelo solo eran fracasados que satisfacían su propio ego escribiendo basura sobre algo que no entendían. Y, por último, odiaba a los lectores. La mayoría se quedaba en la superficie. No eran capaces de llegar al corazón de la historia. «No puedo parar de leer», decían algunos. Y Marcelo se mordía la lengua para no decirles que era eso justamente lo que debían hacer: parar, detenerse, entrar hasta el corazón mismo de la novela y empaparse allí de su esencia. Saborear su obra, captar los matices, la cadencia, el ritmo, las figuras literarias que calculadamente él colocaba de manera estratégica en el texto; gozar de los sentimientos, de las escenas, de las vidas que con tanto afán había creado para que fueran exprimidas. Entender el contexto y, al final, cerrar el libro y no poder dejar de pensar en lo que habían leído. Ni uno solo tenía esa capacidad. Nadie era capaz de explicar correctamente qué había querido transmitir él en sus obras y, obviamente, no era culpa suya, sino de la mediocridad de aquella legión de lectores que tanto apreciaba su joven editora. Pero, por suerte o por desgracia, a todo el mundo le encantaba su obra. Una mierda frustrante, la verdad.

Se vistió despacio con ropa cómoda pero no muy informal. Un pantalón vaquero, una camisa blanca de manga larga y cuello mao y un cinto marrón a juego con los zapatos. Se perfumó ligeramente y bajó al hall del hotel. Dejó la llave en la recepción y salió a la calle. No tardó mucho en coger un taxi y darle las indicaciones oportunas para que lo acercara al recinto ferial. El taxista se empeñaba en mantener una agradable conversación, pero Marcelo no se lo puso fácil. Cuando el conductor se dio por vencido y dejó de hablar, él se sumió en sus pensamientos con la mirada perdida en el mar, más allá de la carretera.

Había mucha gente y mucha expectación a su llegada. Su editora lo recibió en la entrada de la carpa en la que tendría lugar la presentación de la novela y le dedicó una sonrisa amable que a Marcelo se le antojó peligrosamente hermosa. «Ten cuidado, se dijo, no vendas tu alma tan pronto».

Presentar Letras de sangre le resultaba aburrido y decepcionante. No le apetecía explicar los supuestos motivos que lo habían llevado a escribir la novela. Tampoco responder a las típicas preguntas sin una pizca de originalidad: Marcelo, ¿cómo creas los personajes? ¿te consideras escritor de brújula o de mapa? ¿Por qué escribes ese tipo de historias? Siempre las mismas chorradas. Aun así, ya se había acostumbrado a pasar el trámite. Lo peor venía después: tener que aguantar un par de horas el desfile de insaciables lectores que ansiaban que les firmara sus ejemplares, hacerse una foto con él y contarle cosas que ni le interesaban ni le apetecía escuchar. Y así fue. Los despachó uno tras otro con una sonrisa hipócrita dibujada en su boca de labios finos, casi inexistentes.

Caía la noche. Cuando Marcelo vio marcharse al último lector tedioso, estiró las piernas y dejó su estilográfica sobre la mesa. Su editora se acercó y le dio la enhorabuena elevando el pulgar. Marcelo contestó con un ligero gesto de cabeza.

—Nos vemos en el hotel —le dijo ella con complicidad—. Nos merecemos una buena cena y un brindis. Ha ido genial.

—Claro —contestó Marcelo disimulando como pudo su hastío.

En el exterior, los libreros recogían los stands y cerraban las carpas. Sus caras reflejaban el cansancio del día. Marcelo pensó que algunos habrían tenido una buena jornada contabilizando muchas ventas, mientras que otros estarían pensando que no había valido la pena aventurarse en aquella empresa. Unos nacían con estrella y otros estrellados, ¿no? Eso decían.

—Vamos a cerrar —advirtió uno de los voluntarios desde la entrada—. Tengo que apagar la luz.

—Sí, no te preocupes —contestó el escritor—. Enseguida salgo.

El chico no respondió. Apagó las luces y él se quedó sentado en la silla con la mirada perdida sobre la mesa. No sabría decir cuánto tiempo pasó hasta que un ejemplar de Letras de sangre cayó sobre ella y lo sobresaltó. Elevó la vista y vio al hombre que lo había dejado caer: era alto, feo y delgado, y lo miraba desde arriba sonriente.

—Lo siento, amigo —dijo Marcelo sin disimular su desagrado por la presencia del extraño—. El tiempo de firmar se ha acabado.

—¿En serio? —preguntó el hombre retóricamente—. Yo creo que aún te quedan fuerzas para una última. A fin de cuentas, escribir es lo tuyo, ¿no?