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Libro de terror con pesadillas, espíritus y algún ritual Con un montón de palomas muertas podría dar comienzo perfectamente el guion de una película de terror psicológico de Alfred Hitchcock, cualquiera podría pensar que es un buen comienzo. Pero no se trata de una novela o una película de Alfred Hitchcock, sino de del comienzo de Lluvia negra, una obra que hace de los personajes misteriosos, de los entes demoníacos y de la presencia del mal, el nexo de unión para que una comunidad de vecinos se enfrente al miedo y la paranoia. Sinopsis de Lluvia negra, nos adentramos en la pesadilla El macabro hallazgo de una paloma muerta en el porche de cada casa siembra la inquietud en una pacífica comunidad de vecinos de un pueblo del interior. Al mismo tiempo, la llegada de un nuevo propietario, que ocupará uno de los dúplex deshabitados, despierta la curiosidad en ellos. Muy pronto, los habitantes del residencial comenzarán a tener extraños sueños en los que conocerán mejor al recién llegado, al resto de los vecinos y a ellos mismos. Con el tiempo, los sueños irán adquiriendo mayor importancia hasta convertirse en una pesadilla colectiva de la que nadie quedará a salvo. ¿Qué libro de terror vamos a encontrar en Lluvia negra? Germán Vega nos regala la intriga de la presencia de un personaje siniestro que se convierte en un macabro nexo de unión entre los vecinos de un barrio y sus sueños. Porque el mundo onírico tiene especial peso en la historia, la comunicación mediante viajes astrales o algo parecido entre ese nuevo y tétrico inquilino y sus vecinos. Y como en toda historia que merezca la pena esas pesadillas recurrentes traen tras ellas un porqué que descubrirán de una forma u otra, conectando con la casa de los espiritus demostrando que nunca en la vida sabemos cuándo puede ser de utilidad un buen ritual. Espero que disfruten de la lectura.
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Seitenzahl: 483
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Lluvia negra
GERMÁN VEGA
VEGA, Germán: Lluvia Negra
© autor Germán Vega
© edición 2023 - Ediciones Garoé
Colección: Aranfaybo
Imágenes de portada: SafeCreative © 2305314459796
Portada composición y maquetación: María Yuste
Maquetación ebook: CaryCar Servicios Editoriales
Impreso en España, Barcelona
ISBN-Ebook: 978-84-19932-02-0
ISBN-Papel: 978-84-19932-00-6
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Para los que nunca dejaron de creer en mí.A pesar de todo. A pesar de mí mismo.
Todo hombre es como la luna: tiene una cara oscura que a nadie enseña.
Mark Twain
Aquí todos somos prisioneros de nuestra propia invención.
(Hotel California) EAGLES
Todo lo que ves es real. Todo lo que crees es real. Todo lo que sueñas es real.
Víctor Román
Nota del autor
Palomas
Vecinos
Lluvia negra
Culpable
Hotel California
Sofía
Nelson
Los vecinos del 10
La carrera de Nelson
La historia de Julia
La advertencia
Lorena y Víctor
Pacto entre caballeros
Reunión de vecinos
La concepción de María
La conversación
Cantemos
El baño de Emilia
El precio
Sueños
Jaque mate
La experiencia de Sofía
En el descampado
Jaime y Lorena
Celos
Santiago visita el número cuatro
Los niños
Explicación racional
Nadie espera la muerte
Dinero, dinero, dinero
Confidencias en el duelo
En la casa de María
Lorena
«Operación Paloma»
La experiencia de Leo y Fernando
Ajuste de cuentas
En la casa de Víctor
Julia informa al grupo
El plan de los vecinos
Acciones
En la casa del miedo
El piso superior
La batalla en el descampado
El mantra
Sorpresa
Notas
Tengo por costumbre no volver a leer un manuscrito una vez que ha sido editado. Es una especie de norma autoimpuesta para curarme en salud y no releer cada párrafo con mirada crítica, pensando que podía haber escrito algo de otro modo, utilizando otras palabras o colocando algún fragmento en otro lugar. Mejor no hablar de la posibilidad de encontrar algún error ortotipográfico que escapó a todas las correcciones y revisiones anteriores.
Sin embargo, cuando María Yuste, editora y amiga, me propuso reeditar esta novela con Ediciones Garoé, vi una magnífica oportunidad para realizar algunos arreglos en el texto.
Leerla después de tanto tiempo me produjo cierta satisfacción —siempre digo que este es el libro con el que más me he divertido escribiendo—, y aproveché la ocasión para corregir todo aquello que consideré necesario revisar. También modifiqué los capítulos 43 y 44 para desarrollar un poco más la lucha interna de cada uno de los personajes y aumentar la tensión del lector en esos momentos especiales en los que se avecina el desenlace. Y por último, no pude resistirme a la tentación de escribir un nuevo capítulo. Así que, tanto si leíste la primera novela como si no, te espera una sorpresa.
Agradezco la opinión y el consejo de lectores y escritores —mi querida amiga y colega Dulce Bermúdez entre ellos— que me confesaron lo repentino que les pareció el final de la novela original. Al parecer, algunos se quedaron con ganas de más. Les hice caso a medias, porque soy un cabezota y creo que es justamente así como quería terminar la obra, pero estoy seguro de que las modificaciones que he realizado en esos dos capítulos y la inclusión del nuevo capítulo final serán del agrado de todos los que opinaban como Dulce. Gracias también a Jorge Torres, miembro imprescindible de Ediciones Garoé y amigo personal, quien me sugirió la alucinante idea del teléfono móvil. Lo entenderás si llegas al final.
Por todo esto, la edición que tienes en tus manos es mejor que la original, publicada bajo el título de La sonrisa del mal. Cambiar el título de la obra fue otra de las ideas que me vino a la mente y te explicaré por qué: cuando escribí La sonrisa del mal, entre 2017 y 2018, Lluvia negra era el título elegido. Poco después, a medida que escribía, empecé a poner en valor las siglas REM que, como sabes, hacen alusión al rapid eyes movements, o movimiento rápido de los ojos. Lo hice por la importancia de los sueños en la historia y su relación directa con esa fase.
La obsesión con hacer esas siglas visibles de algún modo me obligó a pensar en un título alternativo en el que pudiera incluirlas, y entonces surgió La sonrisa del mal. Utilizando ese título podía resaltar la R en la palabra «sonrisa», la E en «del» y la M en «mal». Así se lo propuse a los diseñadores gráficos de Letrame Editorial y así aparece en la portada original sobre el magnífico dibujo de Javier Sosa. Sin embargo, pocos fueron los lectores que apreciaron ese juego resaltado en negro entre el resto de las letras en rojo. A pesar de todo, a mí me pareció un acierto.
Al reeditar la novela con una editorial diferente, surgieron nuevas ideas. REM seguía siendo un requisito obligado, pero lo demás ya no estaba sujeto a las siglas. Entonces Lluvia negra volvió a sonar en mi cabeza y así se lo hice saber a María Yuste que aceptó encantada. La idea de la lápida y las siglas —que además coinciden con las del nombre y apellidos de Raquel, la mujer del propietario del dúplex número ocho— fue el colofón para crear la nueva imagen de la portada del libro.
En definitiva, es la misma novela con los mismos personajes en medio de la misma trama. ¿Qué ha cambiado? El escritor ha evolucionado y esa evolución se nota en algunos pasajes del libro. Por otro lado, la portada te atrapa un poco más, es mucho más explícita que el rostro de Víctor Román y transporta al lector a ese descampado donde ocurren todas esas cosas extrañas.
Tanto la editorial como yo estamos muy contentos con el resultado y esperamos que tú también lo estés. Lluvia negra ha conseguido vestirse de bonito. Puedo parecerte un chiflado, pero he de confesar que temo que, tal como sucede en mi relato Noches de feria, alguno de los personajes de mis otras novelas se enfade y venga a pedirme cuentas si lee lo que viene a continuación. No obstante, creo que es justo que tú lo sepas: Lluvia negra sigue siendo mi niña bonita, a pesar de todo el tiempo transcurrido y todas esas novelas posteriores. Gracias por llevártela a casa con su apariencia renovada.
Arucas, octubre de 2022
María apartó la cortina y echó un vistazo a través de la ventana del salón. Un enorme camión de la empresa de mudanzas REMOVER había entrado en el residencial deteniéndose en medio de la explanada, junto a la zona de aparcamientos, con el morro en dirección a la casa. María observó los faros del vehículo y la parrilla cromada y tuvo una sensación extraña. Se ajustó el albornoz a la altura del cuello para mitigar la sensación de frío.
La puerta del conductor se abrió y un hombre ataviado con un mono azul saltó desde la cabina y se dirigió a la parte trasera. Otro coche pequeño se detuvo detrás del camión y de él salieron tres hombres más. El conductor les dio indicaciones y todos comenzaron a bajar cajas del remolque.
María curioseaba desde su puesto privilegiado. Se alegraba de que por fin ocuparan el número cuatro de la urbanización. Era el único dúplex que no estaba habitado. Desde su llegada a aquel residencial, hacía diez años, el número cuatro parecía el patito feo de la comunidad. El letrero con la inscripción «SE VENDE» pegado a la ventana del piso superior apenas se veía debido al desgaste del cartel y a la suciedad que cubría los cristales.
Entre los vecinos se había instalado el temor de que el dúplex terminara siendo morada de indigentes o de ocupas. Una vivienda deshabitada en medio de la urbanización era una amenaza para todos. Para María más que para el resto. Ella vivía en el número tres. Justo a su izquierda, el número cuatro se erguía fantasmagórico, con sus ventanas permanentemente cerradas, como los ojos de un muerto, y la hierba seca y más escasa que el pelo de un anciano. El buzón abierto y lleno de telarañas y la desconchada pintura de la valla de madera de la entrada no ayudaban a mejorar el aspecto de abandono de la vivienda. A María le parecía estupendo que alguna familia viniera a ocuparlo por fin. Era una buena noticia.
Mientras intentaba averiguar algo más de los nuevos inquilinos, un objeto tirado en su propio porche llamó su atención y por un momento apartó la vista del camión para fijarse en él. Al principio creyó que se trataba de un juguete que alguno de los niños de los vecinos había dejado olvidado, pero no estaba segura. Abrió la puerta de la calle y se detuvo en el umbral con los brazos cruzados sobre el pecho. Volvió a ajustarse el albornoz, esta vez más por pudor que por frío, aguzando la vista en dirección al objeto.
A punto de cumplir los cuarenta, su visión empezaba a jugarle alguna mala pasada. Lo notaba cuando leía, en las noches en las que su marido roncaba en exceso y ella se enfrascaba en la lectura hasta que el sueño la vencía. En esas ocasiones, las letras no aparecían nítidas ante sus ojos y tenía que retirar un poco el libro para verlas mejor.
—Presbicia —le había dicho el doctor Romero después de examinarla—. Vuelve por aquí cuando te duela el hombro. Ya sabes —le explicó entonces, alargando la mano de manera exagerada con la palma vuelta hacia él y sonriendo con malicia—, cuando ya no puedas alejar más el libro para ver con claridad.
Todavía no tenía problemas con el hombro, pero también le costaba diferenciar algunas cosas a cierta distancia. Parecía que a su problema de presbicia debía añadirle algo de miopía.
Entrecerró un poco los ojos con la intención de averiguar la naturaleza del objeto que descansaba en su porche, sin éxito.
—¿Qué coño es eso? —se preguntó a media voz.
Se acercó con precaución presintiendo unos ojos en la distancia que intentaban atravesar el albornoz, como si fueran capaces de adivinar que no llevaba puesto nada debajo. Levantó la cabeza y sorprendió a uno de los operarios mirándola con deseo lascivo. Era joven. No tanto como para ser su hijo. Tal vez su hermano pequeño. El hombre aprovechó el contacto visual para sonreírle de manera sugerente. Ella le devolvió la mirada con un claro mensaje implícito: «No tienes nada que hacer, déjalo estar». El chico lo captó. Agachó la cabeza y continuó con su trabajo.
Llegó a la altura del objeto y se acuclilló ante él. Cuando identificó lo que era, arrugó el rostro con repugnancia y se apartó un poco al tiempo que se llevaba una mano a la cara para cubrirse la boca y la nariz. El mismo frío que le había recorrido la espalda cuando miró al camión desde la casa regresó y se instaló en su nuca. Una paloma gris yacía muerta en medio de la hierba y algunas moscas revoloteaban sobre el cuerpo como los buitres alrededor del jinete herido en el desierto, en las viejas películas del oeste que daban por el segundo canal. María las apartó con un gesto, y los insectos se alejaron unos metros para insistir en su vuelo de proximidad a los pocos segundos. El zumbido que emitían la ponía de los nervios. Sentía una repulsión enfermiza hacia ellos. El ave estaba de lado y ella no tenía intención de tocarla. Se preguntaba qué era lo que había podido pasarle a aquella paloma y cómo había terminado muerta en el jardín delantero de su casa.
Varios niños que habían iniciado una carrera en bici desde el otro extremo del residencial se detuvieron derrapando uno tras otro a su altura y miraron la escena curiosos. Aun siendo miércoles, era festivo en el municipio y los pequeños no tenían clase. Todavía no pasaba media hora de las nueve de la mañana, pero ellos ya jugaban en la calle con una energía envidiable.
—¿Está muerta?
La voz de la niña le hizo levantar la cabeza. María la reconoció al instante. Era Marta, de doce años, hija de Jose, el traumatólogo del ocho, uno de los dúplex situados al otro lado de la explanada. Jose había enviudado unos meses antes de mudarse y en cuanto lo conoció, a María le pareció muy buen partido. Era bastante alto y moreno, con el pelo cargado y peinado hacia atrás. «No durará mucho tiempo viudo», se dijo entonces. Pero habían transcurrido los años y, al menos que ella supiera, Jose seguía sin pareja conocida. La única mujer que rondaba su casa era una señora mayor que atendía la cocina, la colada y la limpieza. El traumatólogo seguía siendo un viudo disponible. Un desperdicio.
Sonrió a la niña con dulzura.
—Me temo que sí, cariño.
—¿Vas a enterrarla en tu jardín?
Le hablaba un chico un poco mayor, quizás de trece o catorce años, al que no conocía. Imaginó que procedía de los bloques de viviendas frente al descampado, al otro lado de la calle.
—No, claro que no.
—Deja que nos la llevemos —pidió el niño más pequeño del grupo. A este también lo conocía. Era Raúl, el chiquitín de los vecinos del cinco, el segundo dúplex a la izquierda del suyo. Raúl tenía siete años y era un cielo. Sus padres eran buenas personas. Julia, su madre, trabajaba como administrativa en el Ayuntamiento y su marido, Ricardo, era ingeniero de algo, no recordaba. Tenían dos hijos: Lucas y Raúl. Lucas iba al instituto, era callado e introvertido. Del pequeño Raúl, sin embargo, solían comentar que era un poquito raro. A veces decía cosas extrañas, demasiado complicadas para un niño de su edad. A ella le parecía un niño encantador, siempre risueño y muy ingenioso, aunque su idea de llevarse a la paloma no parecía buena en absoluto.
—No puedo, Raúl. Llamaré al Ayuntamiento. Ellos se encargarán de recogerla.
—¿Y a dónde la llevarán? —preguntó Marta—. Seguro que la tirarán en el vertedero. Nosotros podríamos enterrarla y hacerle un funeral, como a la gente cuando se muere. A mi madre le hicieron uno, aunque yo era bastante pequeña y no lo recuerdo bien.
Si la idea de enterrarla le había parecido mala, la de hacerle un funeral le pareció macabra. Por un momento se imaginó a los chicos en el descampado enterrando a la paloma y rezando alguna oración por su eterno descanso y le dio repelús. Mejor llamaba a los de recogida de animales y terminaba con aquello cuanto antes. Además, debía darse prisa. Parecía que las moscas habían ido a buscar refuerzos y ya se congregaba un buen número alrededor del ave.
—¡Ni hablar! —le contestó a la niña al tiempo que se ponía en pie como si así impusiera su decisión con más determinación, sin darle la oportunidad a los chicos de que insistieran en el asunto—. Seguid jugando. Voy a meterla en una bolsa.
—¡Jooo! —contestaron al unísono. Después se miraron entre ellos, montaron otra vez en sus bicis y se alejaron en sentido opuesto riendo y gritando con sus voces infantiles.
María los vio alejarse por la explanada pedaleando como posesos en dirección a la hilera de casas del otro lado. Tuvo una vaga sensación de nostalgia y a su memoria acudieron aquellos años en los que ella también jugaba despreocupada con sus amigos de la infancia. Se tocó de manera inconsciente el vientre donde no había querido aferrarse ninguno de los hijos que engendró e imaginó lo maravilloso que sería verlos jugar con los chicos que se alejaban riendo contra el viento.
La herida de no poder ser madre no curaba nunca. Era como la migraña. Había días en los que se sentía muy bien y no se acordaba mucho de ello, pero en otros, los recuerdos martilleaban su cabeza con un dolor punzante haciéndole sentir aquel enorme vacío que la deprimía. En esos días necesitaba estar sola. Daba largos paseos por el pueblo y lloraba sentada en el parque hasta que pasaba lo peor de la crisis. Su angustia y su desesperanza disminuían entonces de intensidad y el dolor insoportable se convertía otra vez en punzada latente hasta que desaparecía. No. No desaparecía. Solo se escondía, agazapado, como los guepardos antes de saltar sobre su presa. Luego enjugaba sus lágrimas y volvía a ser la de siempre.
Sus embarazos eran normales, pero algo pasaba en el quinto mes. El quinto mes era un mes maldito. «No hay quinto malo», solía decir la gente. Sí que los había. Ella podía dar fe de dos quintos malísimos marcados por la muerte de sus pequeños cuyos corazones se detuvieron y la obligaron a parirlos sin vida. Imaginaba que sus niños seguían en algún lugar del universo esperando nacer, y el no haber sido capaz de traerlos al mundo era para ella un fracaso demasiado grande para pasarlo por alto.
Aun así, María no se consideraba desdichada. Su día a día se ajustaba bastante a la idea que tenía de felicidad. Pronto se cumpliría su undécimo aniversario de boda. Su marido, Álex, era un hombre bueno que la entendía y la respetaba, y aunque Dios no había querido darle esos hijos que tanto anhelaban, tenían familiares y amigos que les hacían olvidar esa otra cara triste (oscura) de la vida.
Le gustaba el lugar donde vivía. El residencial formaba una especie de n, con dos extremos cortos y el centro más largo. Los dúplex del uno al tres formaban la hilera de la izquierda. De frente y vistos de izquierda a derecha, los dúplex del cuatro al siete componían el lado más largo. A la derecha, desde el ocho hasta el diez terminaban de formar la n. En el centro, una amplia explanada hacía las veces de aparcamiento, aunque cada dúplex disponía de un garaje con capacidad para dos vehículos. Una rotonda con una fuente que nunca funcionaba, alrededor de la cual habían plantado algunas especies autóctonas, coronaba el centro de todo el recinto.
María se dirigió a la casa para buscar algo con lo que recoger el cuerpo de la paloma y meterlo en una bolsa hasta que llegaran los de la recogida de animales. Podía tirarla al contenedor de basura y zanjar el asunto, pero había oído que las palomas eran transmisoras de enfermedades y prefirió que se ocuparan los profesionales. Sería mejor así.
Entró en el dúplex y regresó con una pala metálica que usaba para trasplantar los pequeños árboles de su jardín. Recogió la paloma con una mueca de asco y temor en el rostro. Como al bicho le diera por girarse o salir volando caería muerta allí mismo. No ocurrió nada de eso. Cuando levantó al ave del suelo pudo sentirla dura como una roca incluso a través de la pala metálica. La mano comenzó a temblarle y rezó para que no se le cayera y se echara a rodar por el césped. La introdujo con cuidado en la bolsa de plástico y evitó cogerla por el fondo. La ató a conciencia y la depositó en el cubo de la basura. Se lavó las manos con la manguera que pendía de un grifo adosado a la pared del garaje y se las secó en el albornoz. Aun así, pensó que iba a necesitar una ducha. Tenía la sensación de estar sucia, muy sucia. Volvió a sentir cómo la mirada del operario recorría su cuerpo desnudo por debajo de la gruesa tela del albornoz, pero esta vez no le hizo el menor caso. «Hombres», pensó.
Subió las escaleras de la casa y entonces decidió girarse antes de entrar para echarle otro vistazo a la escena de la mudanza. El voyeur había entrado con algunas cajas en el número cuatro. Se fijó otra vez en la cabeza del tráiler. Desde su posición no podía escudriñar bien los detalles, pero juraría que la parrilla del radiador se alargaba, extendiéndose hacia los lados y hacia arriba, y los faros se hacían más estrechos y largos. El camión le dedicaba una sonrisa aterradora.
Todo sucedió en su mente, claro. Los camiones no sonríen.
—Buenos días, Santiago. ¿Ustedes también tienen un ave de esas en el porche? —preguntó Julia, la vecina del cinco, al propietario del seis, que mascullaba algo para sí, malhumorado y agachado en su césped como un jugador de fútbol al que se le hubiera desatado una de las botas. Se levantó y se giró con energía. Su lenguaje corporal dejaba claro que no estaba de buen humor.
—Buenos días por decir algo —respondió a desgana—. Por lo visto algún hijo de puta se ha divertido esta noche a nuestra costa. Ya deberíamos haber puesto las jodidas cámaras de vigilancia. Vengo diciéndolo en todas las reuniones de la comunidad desde hace tiempo. Ahora han sido palomas. Quién sabe qué coño nos lanzarán mañana.
Julia no contestó. Conocía a Santiago. No era mal hombre, pero le perdían las formas. Se limitó a mostrar media sonrisa y a abrir mucho los ojos en lo que parecía más una disculpa por haberle molestado que una señal de estar de acuerdo con él. Entró en la casa y se enfundó unos gruesos guantes de jardinería para recoger su regalito del porche.
Los vecinos se habían congregado en torno a la rotonda, en el centro de la explanada, y comentaban los extraños hallazgos de esa mañana. Los niños que jugaban con las bicis iban de dúplex en dúplex, curiosos y asombrados. Marta preguntaba si las palomas estaban muertas y Raúl pedía que les dejaran llevárselas. A la primera pregunta le seguía un sí por respuesta, a la segunda un no.
A Lorena, la jovencita del nueve, no le parecía tan grave.
—Tiene que haber sido una gamberrada. ¿No se acerca el día de los inocentes o algo así?
Enrique la miró de forma cansina.
—Eso es en diciembre, cariño —respondió mirando al suelo y sacudiéndose el barro de una de sus botas de agua en el estadal de la rotonda. Esa mañana tocaba regar el césped y se había levantado temprano. Enrique y Lorena habían ocupado el dúplex de la tía de ella, fallecida hacía siete años «soltera y entera», como le gustaba decir a su novio cuando Lorena no lo escuchaba. La tía Francisca había comprado la casa diez años atrás, pero, por alguna razón, nunca la había habitado, y a su muerte, la heredó su madre, única hermana de la difunta. Se había puesto a la venta otra vez, pero en lo que esperaban una buena oferta de algún comprador, Lorena y Enrique habían ido a vivir allí para evitar que cayera en malas manos.
Lorena parecía bastante ingenua. Enrique todavía le daba vueltas al asunto de si debía seguir con ella o era mejor salir pitando de la casa de la vieja solterona sin volver la vista. La chica no estaba mal, pero lista, lo que se dice lista, no era. Aunque, bueno, quizás mejor así. Lo peor de todo es que gastaba bastante dinero en tonterías, como ropa interior y cosas por el estilo, y hasta ese momento, el único que aportaba a la economía de la pareja era él. Sus discusiones casi siempre empezaban por algo relacionado con eso.
A Enrique le gustaba su oficio, pero tener que trabajar ocho horas diarias limpiando jardines para que su chica se gastara una suculenta parte del dinero en ropa interior y perendengues no era agradable. Esas facturas eran tan desagradables como la jodida paloma que había encontrado esa mañana delante de la puerta de la casa.
—Sea lo que sea, es muy desagradable y debemos ponerlo en conocimiento de la justicia —sentenció Jaime, el vecino del siete, como si le hubiera leído el pensamiento.
Emilia asintió con la cabeza compulsivamente. Era un gesto involuntario que repetía siempre cuando alguien le hablaba, como si quisiera dar a entender que ponía atención a lo que le decían.
—Desde luego.
Jaime y Emilia eran hermanos y vivían juntos desde que sus ancianos padres murieran. Emilia, que seguía tan soltera a sus sesenta y tres años como la difunta tía de Lorena, cuidó de ellos hasta el final, y cuando por fin parecía que podría dedicar un poco de tiempo para ella misma, su hermano mayor, al que las cosas le habían ido bastante mal en el extranjero en los últimos años, apareció en el umbral de su puerta sin previo aviso, con un par de maletas y sin un chavo en el bolsillo. Entonces, Emilia volvió a asumir su rol de cuidadora y su hermano ocupó el lugar de papá y mamá. Jaime era machista, homófobo, prepotente y pedante, y Emilia era sumisa e ignorante. El cóctel perfecto para que la relación entre dominador y dominada fuera como la seda.
A Enrique, Jaime le parecía un enterado de tres al cuarto y odiaba que la hermana asintiera a todo lo que decía, pero esta vez no pudo estar en desacuerdo con él. Llamar a la policía era la mejor idea que se le había ocurrido a aquel petardo.
—¡Cámaras! —gritó Santiago desde la puerta de su porche—. Lo he dicho mil veces, carajo. ¡Cámaras y coger a todos esos hijos de puta por los huevos!
Emilia se llevó una mano a la garganta y cruzó la otra sobre el pecho mirando a su hermano. Esta vez negó con la cabeza en señal de desaprobación. Enrique la miró con hastío. «Esta mujer podría comunicarse solo con la cabeza», pensó.
Jaime cerró los ojos y alargó la comisura de los labios hacia abajo. Consideraba acertada la idea de Santiago.
—Bueno, ¿y quién llama a la policía? —preguntó Lorena mirando a Jaime con media sonrisa en los labios.
Él la recorrió con la mirada durante unos segundos. Era una chica preciosa: morena, bajita, de pelo rizado. Llevaba un pantalón de pijama y una blusa sin mangas de color rosa palo que dejaba adivinar, como envuelta en celofán, la exquisita perfección de sus pequeños pechos. Jaime también le miró los pies. Él era un apasionado de los pies. Los de ella eran perfectos y se entregaban a la vista casi por entero, enfundados solo en unas chanclas de goma. Pensó por un momento en su juventud perdida y en algunas mujeres que compartieron su colchón e imaginó escenas prohibidas para su edad. ¡Qué bueno sería estar a solas una hora con aquella muchacha!
—Yo lo haré —contestó mientras hacía un esfuerzo por aislar sus pensamientos de su mirada.
Sin embargo, Lorena se había dado cuenta. No le molestaba que la mirara. Estaba acostumbrada a soportar la mirada de los hombres. A veces incluso se esforzaba por atraerlas. Se divertía haciéndoles sufrir un poquito. Eran tan predecibles...
Clavó en él sus ojos negros y sonrió con cierta malicia.
—Gracias, don Jaime. Es usted muy amable.
—Sin don, Lorena, sin don —contestó él sonriendo con suficiencia. Seguro de que había ganado enteros con aquella preciosidad.
No descartó nada. Hoy en día, algunas pastillas hacían milagros con las cosas que ya no funcionaban como antes.
Casi a mediodía, María salió a la calle después de haberse dado una ducha para quitarse aquella sensación de suciedad que le había dejado la experiencia de retirar de su porche al ave muerta. A lo lejos, divisó un montón de gente junto al número ocho. Un coche de la Policía local estaba estacionado a la izquierda, frente al número siete, y dos agentes hablaban con los vecinos.
Cruzó la explanada en esa dirección. El pequeño Raúl la alcanzó montado en la bici y se situó a su lado aminorando el pedaleo.
—Había más palomas como la de tu jardín, ¿sabes? —le dijo en cuanto le dio alcance.
María inclinó un poco el cuerpo hacia él y acercó el oído para indicarle que lo escuchaba, pero sin apartar la vista del número ocho. A medida que se acercaba, podía oír la voz alterada de Santiago, el vecino del seis, y la réplica conciliadora de uno de los agentes, pero todavía no entendía lo que decían.
—Ah, ¿sí? —contestó al pequeño para ganar tiempo.
—Sí, en casi todos los porches. Es una lluvia negra, de la mala.
—¿Cómo dices? —María lo miró por primera vez sorprendida por el comentario.
—¡Lluvia negra, lluvia negra, de la mala!
Raúl no esperó ninguna respuesta. Aumentó la intensidad del pedaleo y ganó terreno con facilidad. Su voz seguía sonando en la distancia, mientras repetía aquello una y otra vez con su voz cantarina.
—¡Lluvia negra, lluvia negra, de la mala!
María volvió a sentir el frío en la nuca, pero ya no tenía un albornoz que ajustarse a la piel para mitigarlo. Vestía pantalón vaquero y una camiseta para evitar la sensación de bochorno. Hacía calor, pero aquel escalofrío quemaba más que el sol.
Llegó a la altura del grupo que discutía en la puerta del porche del número ocho y distinguió a algunos de los vecinos. Estaban Julia, la madre de Raúl, Enrique y Lorena, del nueve, Jaime, el empalagoso vecino del siete, Sofía, del uno, y Santiago, por supuesto. A él se le oía en la distancia y en esa ocasión, además, podía verlo con claridad haciendo aspavientos mientras vociferaba intentando hacerse oír por encima del resto. También estaba Jose, el traumatólogo, apoyado en la valla del porche, con los brazos cruzados sobre el pecho. No podía precisar si su rostro reflejaba tristeza, cansancio o ambas cosas. Era guapo, y María se preguntó qué pasaría en ese momento por la mente de ese hombre. Lo que pasó por la suya no le gustó, y desechó sus propios pensamientos. Jose se fijó en ella y le sonrió con amabilidad, pero sin mucho afán. Ella le devolvió la sonrisa y se dirigió a Julia, que se había apartado un poco de Santiago para evitar que la dejara sorda con sus berridos histéricos.
—¿Qué ha pasado?
—Hola, María. ¿No te has enterado? ¿No encontraste una paloma muerta en tu jardín?
—Sí. La recogí esta mañana. ¿Tú también?
—Sí. Casi todos los vecinos teníamos una en el porche. Jaime ha llamado a la policía y Santiago quiere denunciar a todo el mundo.
—¿Cómo? —preguntó perpleja.
—Quiere denunciar al Ayuntamiento, a la Policía local, al alcalde, al presidente del Gobierno, y si lo dejan, a la Unión Europea.
Julia esbozó una sonrisa, pero María no estaba interesada en la perreta de Santiago.
—¿Dices que había palomas muertas en todos los porches?
—En casi todos. Alguno escapó de la broma. O a esos gamberros se les acabaron las palomas.
—Pero eso es muy raro, ¿no? ¿Se sabe quién ha sido?
—No. Y sí que es muy raro. Al parecer, anoche llovieron palomas.
María tuvo una sensación de inquietud (¡lluvia negra, lluvia negra, de la mala!).
—¡Joder! ¿Y qué va a hacer la policía?
—Pues están intentando explicarle a Santiago que hoy es festivo y no hay servicio de recogida de animales muertos.
María hizo una mueca de contrariedad. Ella misma pensaba llamarlos para que se llevaran la suya.
—¿Y entonces qué hacemos con los bichos esos? Yo la puse en una bolsa y la metí en el contenedor del jardín, pero no voy a tenerla ahí hasta mañana.
—Esa es la bronca que se tienen esos —dijo Julia señalando divertida con la cabeza al grupo de vecinos y a uno de los agentes que discutía con ellos y que demostraba tener una paciencia sobrehumana—. El policía dice que las metamos todas en uno de los cubos y que la depositemos en algún lugar seguro hasta que mañana vengan a por ellas los de la recogida de animales, pero ¿me quieres decir qué «lugar seguro» le encontramos?
—¿Y si las tiramos al contenedor de la basura? —propuso María levantando la voz para que los gritos de Santiago no le impidieran hacerse oír.
—Eso hemos dicho, pero la policía dice que no puede ser. Lo prohíben las «ordenanzas» —dijo Julia, enfatizando la última palabra al tiempo que le colocaba con los dedos las comillas virtuales.
Jose levantó la mano para pedir el turno de palabra.
—Un momento, por favor.
Su petición cayó en saco roto, porque Santiago estaba cada vez más cabreado con el policía y este parecía también a punto de perder la poca paciencia que le quedaba.
—¡Yo me las quedaré! —anunció a voz en grito.
El policía lo miró extrañado reparando por primera vez en su presencia.
—¿Perdone?
—Tengo un contenedor de basura en el jardín, como todo el mundo aquí, supongo —explicó recuperando el tono de voz normal—. Al parecer, se han encontrado palomas en todos los dúplex, ¿no?
Miró a María para confirmar que también había encontrado una en el suyo. Ella asintió.
—Bueno, pues serán diez como máximo.
—Son nueve, en todo caso —le corrigió ella—. Esta mañana han hecho la mudanza del cuatro. Tenemos nuevos vecinos. Podría asegurar que no retiraron ninguna paloma de allí.
Santiago retomó el control de sus protestas.
—¡Claro! Eso demuestra que quien lo hizo tiene que ser de por aquí, porque sabe que ese dúplex lleva cerrado toda la vida y no iba a joder a nadie tirando una puta paloma muerta en el porche. ¡Cámaras, joder! Y se acaba toda esta mierda.
El agente lo miró con desgana e intentó por una vez parecer autoritario.
—¡Cálmese, por favor!
Luego se dirigió nuevamente a Jose:
—¿Dice usted que puede quedárselas hasta mañana?
—Sí. No tengo problema en quedármelas hasta que mañana vengan a por ellas. Santiago lo miró como a un bicho raro, pero a Jose no pareció importarle.
—Bueno, si es así, creo que no hay más que discutir —concluyó el agente suspirando aliviado—. Hagan el favor de traer las bolsas para depositarlas en el contenedor del caballero. Muchas gracias, señor.
—Voy a por el cubo —dijo Jose dando media vuelta en dirección al garaje.
El resto comenzó a dispersarse y cada uno fue a buscar su bolsa con la paloma muerta. María se quedó delante de la puerta del ocho esperando el regreso del traumatólogo. Cuando volvió a asomar por la puerta, le pareció más cansado (o más triste) que antes.
—Eres muy amable —observó esbozando otra sonrisa—. Pareces cansado. ¿Has tenido mala noche?
—No es nada, gracias —contestó él quitándole importancia y sin mirarla mientras colocaba el contenedor junto a la valla—. ¿No vas a por la tuya?
María se incomodó un poco. No quería dar la impresión de ser una de esas vecinas excesivamente curiosas que quieren enterarse de la vida de todo el mundo. Lamentó haberse tomado la libertad de preguntarle.
—Sí, disculpa. Ya me voy.
—Hasta ahora —la despidió él con frialdad.
A María le molestó aquello. No sabría explicar por qué. A fin de cuentas, el traumatólogo ni siquiera era su amigo. Eran vecinos, eso era todo. Y, sin embargo, le preocupaba que aquel hombre no tuviera pareja, le entristecía que pareciera cansado a todas horas y le desagradaba que no la hubiera mirado cuando le habló, aunque no entendía por qué tenía que importarle esto último.
Se dio la vuelta y emprendió el camino a su casa en busca de la bolsa con la paloma muerta. Pensó en arrastrar el contenedor hasta el otro extremo y no sacar la bolsa hasta haber llegado al ocho con tal de no sentir el peso del bicho muerto durante el trayecto de ida. Cuando llegó al porche, ya no le pareció tan buena idea y se armó de valor para sacar el ave del fondo del cubo.
Abrió la tapa con precaución y una enorme mosca salió del interior zumbando y pasó a escasos centímetros de su cara. María profirió un grito de asco y miedo, y agitó su mano delante de la nariz. Sentía el corazón bombeando en el pecho y se odió por ser tan escrupulosa con las moscas.
Levantó la bolsa por encima del contenedor para cerrar la tapa y tuvo la sensación de que pesaba tres veces más que a primera hora de la mañana. «Debe estar llena de bichos asquerosos que se la están comiendo por dentro», pensó asqueada y su pensamiento le puso la carne de gallina.
Aceleró el paso y volvió a cruzar la explanada. A medio camino se encontró con Julia, que salía del cinco con su bolsa.
—Esto es un asco —le dijo la vecina arrugando la nariz. Menos mal que Jose ha querido hacernos el favor.
—Sí, ha sido muy amable. ¿No te parece cansado? —preguntó María, a riesgo de parecer muy interesada.
—No sé. No me he fijado. Es posible. Ya sabes cómo son las guardias en los hospitales: dejan a los médicos hechos polvo un día entero.
—¿Él hace guardias?
—Imagino que sí. Sé que estuvo trabajando en urgencias. Lo vi una vez que acompañé a mi madre con un ataque de asma. Y alguna que otra noche, cuando regreso de pasear, lo veo llegar a casa. Tiene que estar cansado de trabajar tanto y ejercer de padre y madre de esa pobre niña.
—Supongo que será eso.
Llegaron al porche del ocho, donde esperaba Jose manteniendo la tapa del contenedor abierta. Las dos mujeres depositaron las bolsas dentro. Julia lo hizo despacio, dándole las gracias al traumatólogo y limpiándose la mano en la pernera del pantalón. María casi la dejó caer desde la abertura. El sonido seco del animal al tocar el fondo del cubo le produjo repulsión. Se quedó un momento inclinada mirando el agujero negro de la entrada del depósito, hipnotizada. No levantó la cabeza, por lo que no se dio cuenta de que la blusa cedía a la altura del pecho y dejaba a la vista el sujetador negro y el nacimiento de sus senos. Julia siguió la mirada del traumatólogo, pero disimuló como pudo. La escena duró unos segundos en el que pareció que el tiempo se detenía. María inclinada sobre el cubo de la basura, enfundada en unos pantalones vaqueros y con una camiseta que le quitaba un par de años. Jose con la mirada cansada, perdida en el naciente de unos senos hermosos, y Julia recordando la pregunta que le había hecho su vecina segundos antes: «¿No te parece cansado?». Sí que se lo parecía. Aquel hombre parecía cansado y triste. Pero también alerta e inquieto. Como si intentara controlar a los demás, o tal vez controlarse a sí mismo. No sabía. Quizás sacaba demasiadas conclusiones para una escena de cinco segundos.
María se despidió de Julia y de Jose, y volvió sobre sus pasos por segunda vez en dirección a su casa. Seguía con aquella sensación de vergüenza por lo que el traumatólogo pudiera pensar de ella, pero no podía evitar empatizar con la gente y ser malinterpretada a veces por ello.
Al llegar al número cuatro, miró en dirección a la valla desconchada y se sobresaltó llevándose una mano al pecho. El corazón volvió a latirle con fuerza y la adrenalina se le disparó. Un señor mayor, de unos setenta años, quizás más, la miraba desde la entrada del porche sin pestañear, con las manos en los bolsillos. Parecía una estatua de bronce, allí parado, flaco como un galgo, enfundado en un pantalón beis de tergal que más bien parecía una falda por lo grande que le quedaba, y una camisa azul planchada a la perfección y abotonada hasta el cuello.
—¡Dios mío! Perdone, no le esperaba ahí.
El viejo sonrió. Su sonrisa pretendía ser agradable y conciliadora, pero a María le pareció inquietante y perturbadora, con aquellos dientes blancos y perfectos.
—Buenos días —dijo al tiempo que se acercaba a la valla —. Siento haberla asustado.
María tuvo un deseo irracional de salir corriendo, pero se quedó allí, clavada en el suelo como un conejo en medio de la carretera aterrado por las luces de los faros de un camión. El hombre llegó a su altura y le tendió una mano esquelética.
—Me llamo Víctor Román. Creo que vamos a ser vecinos.
Le estrechó la mano y por un momento se acordó de la rigidez y la temperatura de la paloma muerta. Aquella piel y aquellos huesos tenían el mismo tacto y estaban igual de helados.
—Hola —acertó a decir disimulando su sorpresa—. Yo soy María. Encantada, señor Román.
—Víctor, por favor.
—De acuerdo, Víctor. ¿Su señora? —preguntó al tiempo que inclinaba la cabeza en dirección a la casa. El anciano endureció el rostro y María lamentó por enésima vez tener la lengua tan larga.
—Lo siento, supuse…
El viejo pareció regresar de muy lejos y volvió a sonreír.
—No se disculpe, por favor. Perdóneme usted a mí —pidió en tono conciliador—. Perdí a mi esposa hace unos años y todavía cuesta un poco… ya sabe.
—Lo siento muchísimo.
—Bueno. El tiempo todo lo puede. Es eso lo que dicen, ¿no?
—Sí, eso dicen.
María pensó en sus hijos no nacidos y se cuestionó a sí misma. «No, señor, pensó, Hay cosas que ni siquiera el tiempo puede sanar. Hay heridas eternas».
Volvió a mirar al anciano, esta vez con mayor simpatía. Se preguntó si el pobre hombre estaría solo en el mundo, pero consideró una mala idea interesarse por ello.
—Pues, nada. Si necesita cualquier cosa, ya sabe dónde estamos —se ofreció señalando su propia casa con la palma extendida—. Mi marido y yo le damos la bienvenida.
El hombre volvió a sonreírle.
—Se lo agradezco, María. A usted y a su marido. Seguro que seremos buenos amigos, ya verá.
María pensó que quizás tendrían suerte y el vecino del cuatro resultaría ser agradable y campechano. Le preocupaba su extrema delgadez, pero parecía fuerte. Por lo menos esa fue su impresión cuando le apretó la mano. Pero algo en él resultaba extraño. No podría precisar qué exactamente.
—Que tenga un buen día, Víctor —se despidió con toda la amabilidad que fue capaz de mostrar. El viejo contestó levantando un poco la voz para que la mujer lo oyera mientras se alejaba:
—Lo tendré. Seguro. Siempre lo tengo después de la lluvia. La lluvia puede ser muy mala, ¿sabe?
María se detuvo y giró sobre sí misma. Las palabras del pequeño Raúl acudieron a su mente: «¡Lluvia negra, lluvia negra, de la mala!».
—Perdón, ¿cómo dice?
El anciano se llevó las manos a los riñones.
—La lluvia. Es fatal para mi lumbalgia. Se acerca el verano y ha dejado de llover. Supongo que a partir de ahora podremos tener días buenos. —Se llevó dos dedos a la sien en señal de despedida—. Le deseo un buen día a usted también. Ya tendremos ocasión de conversar con calma. Me gusta este lugar.
Volvió a sonreír, y en la distancia, la visión de aquel hombre menudo y pálido resultaba más inquietante. María recordó los faros del camión de mudanza y tuvo la idea descabellada de que quizás el tráiler y el nuevo vecino eran familiares lejanos. Entró en la casa y cerró la puerta. Estaba por comprarse una bufanda. El maldito escalofrío parecía decidido a instalarse de forma permanente en su nuca, como el viejo flaco y extraño en el número cuatro del residencial.
Esa noche, después de arropar a su hija, Jose preparó un whisky, se dejó caer en el sofá del salón y encendió la tele. Se descalzó y se recostó reposando la cabeza en uno de los brazos del sillón y apoyó el vaso sobre el pecho. Sintió el frío del hielo a través del cristal, pero no le disgustó. Hacía calor.
El día había sido extraño con todo aquel asunto de las palomas. La gente hacía un mundo de cosas triviales. Seguramente, algunos de los chiquillos de los bloques de vivienda al otro lado de la calle habrían querido divertirse un poco a costa de ellos. Sin embargo, los vecinos complicaban las cosas en exceso, y hacían que un suceso raro, desde luego, pero sin demasiada importancia, adquiriera dimensiones gigantescas. No dudó en ofrecerse a custodiar él mismo las dichosas palomas con tal de dejar de oír los gritos de Santiago. ¿Qué más daba dónde se pusieran esos malditos bichos hasta el día siguiente?
Hizo un poco de zapping buscando un documental entretenido y se detuvo ante la escena de una película. Era una de esas comedias románticas que le encantaban a Raquel. Cuando aún vivía, su mujer siempre trataba de convencerlo para que se quedara quietecito en el sillón viendo uno de aquellos soporíferos largometrajes sin trascendencia: Pretty woman, Algo pasa con Mary, Tienes un email, La verdad sobre perros y gatos… Él intentaba escaquearse y se inventaba mil excusas para no tener que tragarse el bodrio entero, pero ella lo miraba con aquellos ojazos negros y le suplicaba con voz de niña mimada: «Por favor, papi. Quédate un poquito, anda».
Él entonces sonreía, se sentaba diez minutos a su lado, lo suficiente como para que ella quedara otra vez abducida por la película, y después se levantaba con disimulo y se marchaba diciéndose a sí mismo que ya le dedicaría tiempo cuando terminara de ver la tele, o al día siguiente, que tenía libre. O el fin de semana. Quizás entonces podrían planear un viaje juntos. O durante las vacaciones de verano. Seguro que sí. Durante esas vacaciones dedicaría todo el tiempo a su familia. Pero un frío día de febrero una llamada acabó con todos los días, con todos los fines de semana, con todas las vacaciones.
«Su mujer ha muerto… un ataque al corazón… fulminante… lo sentimos».
Él era médico. Había trabajado en urgencias. Había visto muchísimas cosas desagradables y había tenido que comunicar algunas muertes a los familiares. Hacer eso era muy difícil, pero ponerse en el lugar de aquellas personas era mucho peor. Cuando le dieron la trágica noticia, se sintió como expulsado de casa. Alguien le daba una patada en el culo y cerraba la puerta tirando la llave. No entrarás aquí nunca más. Busca otra casa. Busca otra mujer. Busca otra vida.
Quedaba su hija, la pequeña Marta, que entonces tenía cuatro añitos. La idea persistente de tomarse una veintena de ansiolíticos y marcharse con Raquel habría sido muy buena si no fuera porque Marta seguía con él. Ella también había sufrido la terrible pérdida y, sin embargo, tras lo sucedido, se había convertido en el único pilar que mantenía en pie su maltrecha cordura.
Transcurridos los años, el dolor ya le permitía respirar, pero seguía anclado en su pecho, sumiéndolo en una permanente tristeza. Las comedias románticas seguían pareciéndole un rollo, pero lo mantenían en contacto con Raquel. Era como expiar una culpa que solo él creía tener. La culpa de no haber vivido lo importante, de haberse negado a sí mismo la posibilidad de disfrutar de la compañía de aquella magnífica mujer. De haberle robado a ella la oportunidad de tenerlo durante más tiempo. Tiempo era la palabra clave. Tiempo que seguía pasando y que ya no tenía demasiado sentido para él.
¡Culpable!
La peli de esa noche estaba llegando al final. Los protagonistas se reconciliaban después de un sinfín de enredos y malentendidos, y la vida se tornaba maravillosa y perfecta para ambos.
«Menuda mentira», pensó con los ojos entrecerrados por el sueño.
No llegó a ver los títulos de crédito. El cansancio le venció y se quedó dormido.
Nunca soñaba con Raquel. Cuando ella murió, y tras asumir poco a poco su ausencia, comenzó a tener el extraño presentimiento de que la vería otra vez. Aunque pudiera parecer una locura, temía que su mujer no se acordara de él en esos encuentros. Se cruzarían por la calle y ella no lo reconocería. O tal vez coincidirían en un semáforo, él al volante de su auto y ella de copiloto en el coche de un extraño que le besaba el cuello, ajeno a su mirada llena de asombro y horror. Muchas veces pensaba que acabaría volviéndose loco, pero nunca acudió a la consulta de un psicólogo. No creía demasiado en ellos.
A decir verdad, no creía demasiado en nada y mucho menos en que hubiera algo después de la muerte. Las personas nacían, crecían, se reproducían y morían. Se acabó. No había nada más. No soportaba a los predicadores, vendedores de humo que se dedicaban a dar falsas esperanzas a la gente ignorante, ofreciéndoles una quimera y prometiéndoles una vida eterna en un paraíso construido al gusto de cada cual. Se habían montado un buen chiringuito edificado sobre toda aquella mentira de la religión. Todo era una farsa y él sabía que no volvería a ver nunca más a su adorada esposa y, por supuesto, estaba seguro de que ella no se encontraba en ningún lugar idílico orando por ellos desde lo alto.
Solía soñar con su trabajo en el hospital, que ocupaba la mayor parte de su tiempo —el tiempo que no dedicó a su mujer—, y a veces soñaba con una casa parecida a la suya, aunque sabía que no era la suya. Se veía allí dentro y tenía la imperiosa necesidad de salir, pero no sabía cómo. Iba atravesando cortinas parecidas a los telones de los teatros, y entraba en habitaciones contiguas y oscuras en las que apenas podía distinguir nada en el interior. Se tropezaba con el mobiliario y descorría afanosamente otra cortina que solo lo llevaba a otra habitación. El final de ese sueño era siempre el mismo: terminaba encontrando una salida a la calle. Entonces la luz se hacía tan intensa que se despertaba sobresaltado.
Sin embargo, esa noche soñaba con lo que había pasado durante el día: la vecina del tres le decía que tenía mala cara y le preguntaba si estaba cansado.
—Yo podría aliviar tu dolor si tú alivias el mío —le dijo María en su sueño mirándolo a los ojos.
Solo duró un segundo. La imagen desapareció. Eso ocurre a veces en los sueños. Los personajes aparecen y desaparecen como por arte de magia. También suele ocurrir que una persona se convierte en otra y la escena sigue como si tal cosa. En este sueño, María no se convirtió en nadie. Se fue sin más y él aprovechó para hacer lo que debía.
Entró en su garaje y cogió una pala. Se dirigió al contenedor en el que estaban todas las palomas de los vecinos y la suya propia, puso la pala en el interior y cruzó la explanada arrastrándolo por el pavimento. Las gruesas ruedas del cubo evitaron que el ruido del roce con el asfalto se oyera demasiado.
Era noche cerrada y Jose no quería que los vecinos despertaran. La luz de la luna ayudaba a las farolas de la calle a alumbrar el camino. Fue derecho al descampado y caminó por encima de la tierra frente al número cuatro. Las piedras se le clavaban en las plantas de los pies y reparó por primera vez en que estaba descalzo. Se lamentó en su sueño de no haberse puesto los zapatos, pero no debía perder tiempo. Se dirigió al final del descampado, a la zona más oscura frente a la alargada sombra del dúplex desocupado (sí, ya sabía que tenía nuevo dueño, pero en su sueño seguía deshabitado, oscuro y vacío como un pozo abandonado). Dejó el contenedor a un lado. Clavó la pala con fuerza en la tierra y la empujó con el pie derecho lo que le produjo un pequeño corte en el talón. No le dolió porque en los sueños las heridas físicas no duelen. De todos modos, desistió de volver a usar la pierna y volvió a hundir la pala utilizando solo los brazos. El terreno era blando en esa parte y cedía con facilidad. Trabajaba con rapidez y pronto consiguió cavar un hoyo de dos metros de diámetro y un metro de profundidad. Fue sacando una a una las bolsas del interior del cubo y las depositó despacio, casi con mimo, en el suelo raso.
Una vez que tuvo todas las bolsas fuera, las colocó en dos hileras de cuatro y la suya en medio, junto a la fosa. La luna se ocultó tras las nubes y comenzó a llover. Unas gruesas gotas le mojaron las manos. Jose se las miró extrañado. El agua que caía del cielo era completamente negra. Sin embargo, sabía que era un sueño, así que no se preocupó en exceso. Fue colocando las palomas una a una en el agujero cavado en el suelo. Las aves no se movían, pero él las notaba calientes y podía sentir sus corazones latiendo en sus pequeños buches dentro de sus mortajas de plástico. Por un momento tuvo la extraña idea de que sembraba. Enterraba todas aquellas semillas en la tierra para que germinaran con ayuda de la lluvia negra.
Terminó de colocarlas, rellenó el hueco con la tierra blanda y lo aplanó con el lado posterior de la pala. Reunió un buen puñado de arbustos y cañas del fondo del descampado, y cubrió la zona para que nadie notara que había sido manipulada. Metió las bolsas en el contenedor y se dio la vuelta para volver a su casa. Cuando se giró, casi se da de frente con un viejo bien vestido que le sonreía bajo la luz de la luna ya liberada de las nubes.
—¿No vas a mirar la lápida de la tumba que has cavado? —le preguntó el hombre como si llevara allí todo el tiempo observando cómo trabajaba.
—No hay lápida —le contestó al viejo sin preguntarle quién era y qué hacía allí.
—Soy Víctor Román, hijo. Tu vecino del cuatro —se presentó él como si le hubiera leído el pensamiento —. Deberías hacerlo —insistió—. Tienes un mensaje del más allá.
Jose se giró muy a su pesar. Otra característica que tienen los sueños es que no puedes controlar lo que haces en ellos.
«El más allá no existe», pensó.
Junto a la fosa estaba clavado un tosco cartel de madera con unas frases pintadas en color rojo. Él no recordaba haber hecho el cartel y mucho menos clavarlo, pero esa es otra de las curiosidades de los sueños.
Se acercó para poder leer lo que decía.
«R.E.M. Nunca le dedicaron suficiente tiempo».
Jose identificó las iniciales de Raquel. Abrió mucho los ojos llenos de lágrimas y un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Le faltaba el aire y necesitaba respirar. La lluvia arreciaba y el suelo se empapaba de líquido negro. Las letras se desdibujaron al mojarse, y formaron una nueva palabra de un rojo más intenso encerrada en signos de exclamación: «¡Culpable!».
El ruido del agua al golpear el contenedor de plástico no lograba aplacar la risa del viejo que lo miraba divertido mostrando una dentadura tan blanca como la luna. Aunque llovía a cántaros, aquel hombre estaba completamente seco.
—¡Nooooooo!
Su propio grito lo despertó y se encontró acostado en el sillón del salón donde se había quedado dormido. En la tele, una joven monísima explicaba las increíbles funciones de un cuchillo eléctrico. Jose apagó el aparato con el mando a distancia y se incorporó, sentándose y llevándose las manos a la cara, meciéndose el pelo hacia atrás.
—Joder, ¡qué mierda de pesadilla! —se dijo a sí mismo en un intento de calmarse con su propia voz.
Estaba bañado en sudor y, por un momento, recordó la lluvia negra y espesa del sueño. Renunció a seguir pensando en eso e intentó levantarse para ir al baño. Un dolor punzante en el pie derecho se lo impidió. Bajó la vista y observó con sorpresa los restos del vaso roto esparcidos por el suelo. Se llevó la mano al pie y se quitó con cuidado el trozo de cristal que se le había clavado en el talón. A su mente volvió la escena de la pala y maldijo para sí. Iba a tener que limpiar el suelo antes de que Marta tuviera un accidente. El corte lo hacía cojear un poco. Cuando terminó de lavarse, curarse y recoger el resto del estropicio, se metió en la cama, pero ya no pudo conciliar el sueño.
Virginia cerró el libro que estaba leyendo para mirar a Santiago que salía del baño del dormitorio secándose la cabeza. Llevaba una toalla a la cintura y la mujer sonrió con dulzura admirando sus músculos tonificados. A pesar de estar ya muy cerca de los sesenta, Santiago se mantenía en muy buena forma. Tenía los bíceps definidos y unos pectorales envidiables para su edad; el culo prieto y bien formado y ni rastro de arrugas en el cuello. Levantó la vista y descubrió a su mujer con los ojos clavados en él y una tímida sonrisa en el rostro.
—¿Qué?
—Nada —contestó divertida—. ¿Ya estás más calmado?
—Sigo cabreado con los gamberros que tiraron esa paloma en el porche, pero también estoy enfadado con los vecinos. Parece que a nadie le importe lo que pasa en esta jodida comunidad.
Se sentó en la cama inclinado hacia ella y Virginia le ofreció los labios cerrando los ojos. Él sonrió con complicidad y la besó. Llevaban treinta años casados, pero los besos que compartían seguían siendo pasionales y sinceros.