Cuéntalo (versión española) - Robyn Gigl - E-Book

Cuéntalo (versión española) E-Book

Robyn Gigl

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Beschreibung

"Uno de los mejores thrillers del año". Mystery Scene. Hace cuatro meses William E. Townsend Jr., el hijo de un senador republicano de Nueva Jersey fue asesinado en un motel de mala muerte, cerca de Atlantic City. Sharise Barnes, una prostituta trans de diecinueve años, está detenida y todo indica que es la culpable. Erin McCabe es abogada defensora criminalista y este caso es el más importante de su carrera. Sabe que defender a Sharise pondrá al desnudo su propia vida. Pero como mujer trans, siente que nadie mejor que ella podrá defenderla y salvarla de la pena de muerte. ¿Qué hacer cuando no importa lo que hagas y la justicia no responde? Después de todo, él era el hijo de un senador y ella es una prostituta trans negra. La abogada y activista Robyn Gigl aborda las complejidades la comunidad LGTB+, la raza, el poder y la discriminación en  Cuéntalo , un sobrecogedor thriller legal, en una trama de corrupción política e injustica, con una protagonista inolvidable que, como la propia autora, es una abogada transgénero. "Robyn Gigl nos ofrece un thriller legal tan adictivo como una droga, uno de esos libros que de 'solo un capítulo más' te mantienen leyendo hasta altas horas de la noche. De actualidad y de ritmo rápido". Kevin O'Brien, autor  best seller de TheNew York Times.

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CUÉNTALO

ROBYN GIGL

Traducción: Carmen Bordeu

“Robyn Gigl nos ofrece un thriller legal tan adictivo como una droga, uno de esos libros que de ‘solo un capítulo más’ te mantienen leyendo hasta altas horas de la noche.De actualidad y de ritmo rápido. Gigl presenta un nuevo tipo de heroína con la abogada Erin McCabe: es brillante, ingeniosa, un poco vulnerable y completamente única”.

—Kevin O’Brien, autor bestsellerde The New York Times.

“En su primera novela, Robyn Gigl hace un trabajo notablemente eficaz al combinar un emocionante thriller con la historia personal de su protagonista: muestra lo bueno y lo malo que contiene la transición de género.Los prejuicios, la discriminación y los sentimientos de desconexión, que conllevan la pérdida de amigos y familiares, se describen con todos sus matices. Es uno de los mejores thrillers del año”.

—Jay Roberts, Mystery Scene.

“Cuando leí la breve descripción de Cuéntalo supe inmediatamente que era una de esas novelas que no podía dejar pasar: a una prostituta se la acusa de asesinar al hijo de un senador republicano. Como si su situación no fuera ya crítica, es una mujer trans afroamericana. Robyn Gigl escribe un excelente thriller, en el que todo el tiempo tememos lo peor, aunque deseamos un final feliz”.

—Lucila Quintana, editora.

Título original: By Way of Sorrow

Edición original: Kensington Publishing Corp.

Derechos de traducción gestionados por Sandra Bruna Agencia Literaria, SL

© 2020 Robyn Gigl

© 2021 Trini Vergara Ediciones

www.trinivergaraediciones.com

© 2021 Motus Thriller

www.motus-thriller.com

España · México · Argentina

ISBN: 978-84-122992-6-7

Índice de contenido
Portadilla
Citas elogiosas
Legales
Cuéntalo
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Agradecimientos
Si te ha gustado esta novela...
Robyn Gigl
Sinopsis
Manifiesto Motus

Para Jan. Desde nuestro primer baile hace tantos años, tu estrella ha permanecido inamovible en mi firmamento. Gracias por compartir las aventuras de la vida conmigo. Con amor.

Para Tim, Colin y Kate. Gracias por ser quienes sois. Sois las tres mayores alegrías de mi vida.

PRÓLOGO

17 de abril de 2006

SUS OJOS MARRONES ESTABAN MUY abiertos, el estupor de haber sido apuñalado todavía se reflejaba en las pupilas dilatadas. Sharise se quitó de encima el cuerpo desnudo y sin vida, que cayó con pesadez de la cama al suelo y quedó tumbado de espaldas.

“Mierda”, pensó, y respiró con fuerza. “Tengo que salir de aquí. No. No tengas prisa, no te desesperes. Son las dos de la mañana, nadie lo echará de menos durante unas horas”.

Se inclinó sobre su brazo para poder mirar por el borde de la cama. El cuerpo yacía en un charco de sangre sobre la barata alfombra de motel color mostaza. “Maldito hijo de puta. Te lo has buscado tu solo, cabrón”. Apartó la vista y contempló su propio cuerpo cubierto de sangre. Las náuseas no le avisaron, se dobló sobre el costado de la cama y añadió una última indignidad al cadáver.

Temblando, se desplazó hasta otro lado de la cama y bajó los pies al suelo. Esperaba poder ponerse de pie, que las náuseas disminuyeran. Apoyó una mano en la pared para estabilizarse y caminó a tientas hasta el baño, donde encontró el interruptor y el inodoro justo en el momento en que vomitó otra vez, sujetándose las trenzas africanas con la mano derecha para protegerlas del contenido de su estómago y del agua turbia del retrete. En medio de los jadeos y las arcadas, su mente retrocedió a cuando era pequeña y su madre se sentaba a su lado y la consolaba durante esa terrible experiencia. Dios, qué bien le vendría tener a su madre en este momento, pero habían pasado cuatro años y no había marcha atrás posible.

Cuando ya no le quedó nada más que expulsar, se acostó sobre el frío suelo de baldosas. Le temblaba el cuerpo y lo único que quería era quedarse quieta. Finalmente, la realidad de lo que había hecho empezó a calar en su conciencia y supo que tenía que ponerse en movimiento.

Se arrastró hasta la ducha y observó cómo la sangre se arremolinaba antes de escurrirse por el desagüe. Su mente intentaba desesperadamente idear un plan. Sus huellas dactilares estarían por todo el cadáver y por toda la habitación, sin mencionar que probablemente podrían obtener su ADN del vómito, que no tenía intención de limpiar. La habían detenido suficientes veces para saber que los de Homicidios encontrarían una correspondencia en el sistema antes de que se les enfriara el café. Así que no solo tendría que desaparecer de algún modo, también tendría que evitar que la arrestaran para el resto de su vida, algo poco probable dada su ocupación y, sobre todo, porque su foto policial estaría en todos lados.

Encontró su vestido en un rincón de la habitación y se lo puso sin ropa interior, que dejó en el baño, empapada en sangre. Se sentó en el borde de la cama y se subió la cremallera de sus botas de gamuza sintética hasta los muslos. Se miró en el espejo, sacó el pintalabios del bolso y se lo volvió a aplicar. El único otro maquillaje que tenía era máscara de pestañas, pero decidió no volver a usarla por ahora.

¿Por qué diablos este chico blanco había tenido que elegirla a ella? Encontró su cartera en el bolsillo de los pantalones: William E. Townsend, hijo, veintiocho años, según su carné de conducir. “Genial”, pensó mientras revisaba sus cosas, uno de esos tipos que no usaban efectivo. Además de los cincuenta dólares que ya le había dado, solo tenía otros treinta en la cartera, ni siquiera suficiente para pagar lo que él quería. Sharise tomó el dinero y la tarjeta de crédito del Bank of America. Luego encontró el teléfono móvil, lo abrió y se desplazó a través de los contactos. “¡Maldito idiota!”. Allí, debajo del nombre “BOA”, estaba el número PIN. Con eso conseguiría los trescientos, pensó.

Buscó las llaves del BMW en el bolsillo delantero de los pantalones y volvió a mirar el móvil. Las dos y cuarenta y cinco. No estaba muy segura de dónde estaba, pero sabía que no muy lejos de Atlantic City. Tal vez todavía pudiera recoger algo de ropa y llegar a Filadelfia antes de que se hiciera de día. Allí podía deshacerse del automóvil y coger un tren a Nueva York. Todo parecía poco probable, pero no se le ocurría otra opción.

Estudió la escena y evaluó la alternativa de llevarse la navaja. En realidad no tenía demasiada importancia que la encontraran. Si alguna vez la atrapaban, no tendrían ninguna dificultad en encerrarla. Sería mejor llevársela, decidió, por si acaso.

Se acercó al cuerpo tirado en el suelo. El rostro del joven ya estaba pálido, la sangre que le había provisto de color ahora formaba un charco debajo de él. Las manos todavía aferraban la navaja que sobresalía de su pecho. Sharise le aflojó las manos para retirarla; luego la lavó en el fregadero y la guardó en su bolso.

Hora de marcharse. Apagó todas las luces y colgó el cartel NO MOLESTAR en la puerta. Con un poco de suerte, estaría en Nueva York antes de que encontraran el cadáver. Y con mucha suerte, el hecho no transcendería más allá del informativo local. Respiró hondo y dejó la habitación.

CAPÍTULO 1

ERIN NO HABÍA ESTADO EN esa sala del tribunal desde hacía más de cinco años. Muchas cosas habían cambiado desde entonces. Sonrió mientras se abría paso por el pasillo y pensaba en todo el tiempo que había pasado ahí diez años atrás, recién salida de la universidad de Derecho, como asistente legal del juez Miles Foreman. Había aprendido mucho ese año observando a los abogados en la sala, tanto a los buenos como a los malos. Y también había aprendido mucho del juez Foreman, algunas cosas buenas y otras malas. Hoy esperaba vérselas con las malas. Podía lidiar con eso. ¿Qué otra opción tenía?

—¿Te has vuelto loca, Erin? —preguntó Carl Goldman con los ojos muy abiertos, mientras ella tomaba asiento junto a él. Carl representaba al coacusado del cliente de Erin.

Erin dejó caer su bolso, que hacía las veces de portafolio, sobre su asiento y esbozó una sonrisa atenta.

—No estoy segura de a qué te refieres, Carl.

—Foreman se va poner como loco. ¿Por qué presentaste esta moción? No solo se va a desquitar con tu cliente, sino que va a crucificar al mío.

—¿Tu cliente puede plantear una defensa?

Carl la estudió mientras intentaba establecer la conexión.

—No. ¿Pero qué tiene que ver eso con tu moción para que Foreman se abstenga?

Erin rio.

—Mi cliente tampoco puede plantear una defensa. Lo que significa que, en algún punto, tendré que conseguirle el mejor acuerdo extrajudicial posible. He oído todas las grabaciones de las escuchas, y estás en la misma situación. ¿Correcto?

—Sí, ¿y?

—¿Quién dicta las sentencias más severas de este país?

—Foreman —respondió.

—Exactamente. Necesitamos un juez que juzgue este caso por lo que es, un simple caso de juego, no de crimen organizado ni lavado de dinero. Nuestros clientes tendrían que recibir una sentencia de un par de años a lo sumo, no los ocho o los nueve que Foreman va a querer imponerles. Y mientras él tenga el caso, no hay ninguna razón para que la fiscalía sea razonable, porque Foreman no lo será cuando llegue el momento de dictar la sentencia.

—¿Pero cuáles son los fundamentos?

La sonrisa de Erin era ligeramente malvada.

—Foreman es homófobo.

Carl se quedó mirándola fijamente.

—¿Qué diablos tiene que ver eso? Mi cliente no es gay. ¿El tuyo lo es?

—No, Carl —Erin meneó la cabeza—, mi cliente no es gay. No se trata de él. Se trata de mí.

Carl la miró sin parpadear y su rostro fue adquiriendo una expresión confusa mientras la observaba de arriba abajo. Erin llevaba un traje sastre azul marino con una blusa de seda blanca escotada que acentuaba sus pechos y una falda varios centímetros por encima de las rodillas. Calzaba unos zapatos con tacones de diez centímetros y estaba maquillada a la perfección. Con su cabello cobrizo y esas pecas dispersas sobre el puente de la nariz, normalmente aparentaba ser mucho más joven que sus treinta y cinco años. Le parecía más que irónico que con frecuencia le dijeran que tenía el aspecto de una chica común y corriente.

—Pero no pareces gay —aventuró, finalmente.

Erin ladeó la cabeza.

—¿Y cómo es exactamente alguien que es gay? ¿No te parezco lo bastante masculina? Además, ¿quién ha dicho que…?

La interrumpió la entrada del secretario del juzgado.

—Todos en pie.

El juez Miles Foreman emergió de la puerta que conducía de su despacho al estrado y contempló la sala de audiencias repleta.

—El Estado contra Thomas —anunció, sin siquiera disimular su enfado.

Erin y Carl se acercaron a la mesa de asesores legales, donde ya se encontraba apostado Adam Lombardi, el asistente del fiscal. Quienes no lo conocían, al ver su tez olivácea, el cabello negro azabache peinado hacia atrás con gomina, la nariz patricia y sus elegantes trajes solían confundirlo con un abogado defensor muy caro. Pero la reputación de Lombardi como un fiscal de primera categoría era merecida, y él no daba señales de querer cambiar de lado.

—Comparecientes, por favor —agregó Foreman sin levantar la vista.

—Adam Lombardi, ayudante del fiscal por el Estado, señoría.

—Erin McCabe por el acusado Robert Thomas. Buenos días, señoría.

—Carl Goldman por el acusado Jason Richardson, señoría.

Foreman levantó la vista y se bajó las gafas para poder mirar por encima de ellas. A Erin no le pareció que el juez hubiera envejecido en los cinco años desde la última vez que ella compareció en su sala de audiencias o, para el caso, en los diez años que ella llevaba siendo su ayudante, pero eso no era un cumplido. Calvo, de expresión severa a tono con su aspecto, Foreman siempre había parecido diez años mayor. Ahora, a los sesenta y cinco, por fin aparentaba su edad.

—Tomen asiento todos, excepto la señorita McCabe. —Cogió un fajo de papeles y los sacudió en el aire—. Buenos días a usted —comenzó—. ¿Le importaría decirme qué es esto, señorita McCabe?

Erin sonrió con cortesía.

—Supongo que es la moción que he presentado, señoría.

—Por supuesto que lo es. ¿Quiere explicarme el significado de esta moción?

Erin sabía que había una línea muy fina entre provocar a Foreman y que él la declarara en desacato.

—Desde luego, señoría. Es una moción para que se abstenga del caso.

—¡Ya sé lo que es! —explotó—. Lo que quiero que me diga es de dónde saca usted la temeridad para cuestionar mi imparcialidad.

La respuesta irrumpió de inmediato en la mente de Erin: “Debe ser genético, probablemente lo he heredado de mi madre”.Pero optó por algo más seguro.

—No estoy segura de entender, señoría.

—¿Qué es lo que no entiende, señorita McCabe? Me está pidiendo que me aparte del caso, pero no ha presentado ninguna declaración jurada para fundamentar su moción. Lo único que dice aquí es que desea presentar una declaración jurada para que yo la examine en privado, en mi despacho. Si tiene algo que decir sobre mí, le sugiero que lo haga en público para que conste en actas.

Erin lo miró y trató de evaluar cuán cerca de la línea se encontraba.

—No creo que su señoría quiera que yo haga eso.

Foreman dejó caer con fuerza los papeles sobre el estrado. Apoyó ambas manos y se inclinó hacia delante.

—¿Y usted, quién se cree que es para decirme a mí lo que quiero o no quiero? O se expresa para que conste en actas o desestimaré su moción. ¿Soy claro? —Hizo una pausa—. Señorita McCabe —agregó luego con énfasis.

Erin exhaló con lentitud.

—Muy bien, señoría. Para que conste en actas, hace diez años estaba yo trabajando como asistente legal suya. Durante ese tiempo, su señoría actuó en una causa llamada McFarlane contra Robert DelBuno. DelBuno era, por supuesto, el fiscal general en ese momento. Supongo que su señoría recuerda el caso, ¿verdad?

Foreman le lanzó una mirada furibunda.

—Recuerdo el caso —replicó, con un tono de preocupación en su voz.

—Ya suponía que así sería, señoría, porque esa causa involucró un desafío constitucional a las leyes de sodomía de New Jersey, leyes que su señoría defendía, pero que posteriormente fueron revocadas en apelación. Ahora bien, su señoría sin duda recordará que el señor McFarlane estaba representado por…

El ruido del martillo de Foreman la interrumpió en seco.

—Quiero a los abogados en mi despacho inmediatamente. ¡Ahora! —el juez saltó de la silla, bajó con paso airado los tres escalones y atravesó la puerta que llevaba a su despacho.

Adam Lombardi siguió a Erin.

—Más vale que tengas algo bueno, Erin —le advirtió—. Porque de lo contrario, necesitarás dinero para la fianza, y pronto.

Ella le sonrió. Adam era un tipo decente, que solo hacía su trabajo. Si fuera por él, pondría un acuerdo extrajudicial equitativo sobre la mesa.

—No va a pasarme nada. Pero si algo sale mal, intercede por mí ante el alguacil, ¿quieres?

—Claro. Trataré de conseguirte una celda con una buena vista.

—Te lo agradeceré —respondió ella mientras los tres entraban en el despacho.

Foreman se paseaba de un lado a otro detrás de su escritorio, todavía con la toga puesta. Se detuvo el tiempo suficiente para recorrer con la vista a su antigua asistente legal.

—Usted… —comenzó—, tiene mucho valor para atacarme así. Mi fallo en la causa McFarlane fue revocado, sí. ¿Y qué? Muchos fallos son revocados todos los días. Este es un caso de juego, no de prostitución. ¿Qué tiene que ver el caso McFarlane con esto?

Erin le tendió un documento.

—Señoría, esta es la declaración jurada que quería que revisara en su despacho. Lo hice de ese modo para que pudiera examinarla en privado y luego decidir si desea hacerla pública.

Foreman se inclinó hacia delante y le arrebató los papeles de la mano; luego tomó unas gafas de lectura de su escritorio y empezó a leer. Su rostro comenzó a enrojecer casi de inmediato. Cuando terminó, miró a Erin con desdén.

—Estas son mentiras, mentiras despreciables. Jamás dije las cosas que usted me atribuye. ¡Jamás! Debería declararla en desacato por escribir estas acusaciones difamatorias. Tal vez un par de días en la cárcel del condado le refresquen la memoria. ¿Qué le parece eso, señorita McCabe?

Erin sabía que lo tenía en su poder. Desde luego, era la palabra de él contra la de ella, pero estaba segura de que él no querría que nada de esto saliera a la luz.

—Señoría, he hecho todo lo posible por evitar que mis recuerdos de sus comentarios sobre Barry O’Toole, el abogado del señor McFarlane, consten en actas. Con mucho gusto entregaré copias a los asesores legales, si así lo desea. Y por supuesto, si me declara en desacato, tendrá que hacer constar mi declaración jurada en actas.

Foreman le arrojó los papeles, que cayeron inofensivamente sobre el escritorio.

—Fuera de mi despacho —masculló. Pero cuando los tres ya empezaban a salir, llamó a Erin.

Ella se detuvo y se volvió hacia él.

—¿Sí, señoría?

—Usted es peor que O’Toole, ¿sabe? Al menos él nunca mintió sobre quién era.

Erin lo observó, era obvio que estaba furioso.

—Señoría, diez años atrás un hombre a quien considero uno de mis mentores jurídicos me dijo que la mayor responsabilidad de un abogado era hacer lo correcto para un cliente. Me dijo que, aun cuando un juez estuviera en desacuerdo con mi posición, un juez siempre debería intentar respetar el hecho de que lo estaba haciendo por mi cliente. He intentado hacer honor a ese consejo y he puesto siempre el interés superior de mis clientes por encima de la reacción de cualquier juez. Al igual que yo, y tal como lo demuestra esa declaración jurada, ese mentor no es perfecto. Y, dada mi condición, pensé que era probable que mi cliente se viera perjudicado por ciertos prejuicios. No obstante, aun cuando mi mentor no sea perfecto, siempre lo respetaré por la ayuda y la orientación que me prestó cuando trabajé para él. —Dejó que las últimas palabras quedaran en el aire, con la esperanza de que él se convenciera de su sinceridad—. ¿Algo más, señoría?

Foreman recogió los papeles de su escritorio. Con lentitud, los fue rompiendo en pedazos.

—Esto es lo que pienso de su declaración jurada, señorita McCabe —dijo, con evidente desprecio—. Y si debo entender su pequeño discurso como una disculpa, no la acepto. Salga de aquí y no se moleste en volver. Me aseguraré de abstenerme en cualquier causa en la que usted esté involucrada, porque jamás podría ser justo con usted después de haber leído sus injuriosas mentiras. Y, francamente, espero no volver a verla nunca más.

Erin se sintió tentada de responder, pero otro consejo prevaleció en su mente: Retírate mientras estés ganando.

—Gracias, señoría —concluyó. Se volvió y se encaminó de regreso a la sala de audiencias.

CAPÍTULO 2

—¿NECESITAS DINERO PARA LA FIANZA? —preguntó Duane Swisher, el socio de Erin, cuando ella atendió el teléfono móvil.

—No, Swish. Me estoy yendo del juzgado —dijo con una carcajada, apreciando su retorcido sentido del humor.

—¿Y?

—Foreman se ha abstenido de este caso y se abstendrá de cualquier otro caso en el que yo esté involucrada.

—Vaya. ¿Qué había en tu declaración jurada?

—Ah, un par de citas fantásticas de un juez homófobo. ¿Dónde estás?

—Estoy con Ben. Tratando de decidir cómo lidiar con la Oficina del Fiscal de los Estados Unidos.

—De acuerdo —respondió Erin. Esperaba que Ben Silver, uno de los mejores abogados defensores penales de ese estado, pudiera mantener a su socio fuera de la mira del Departamento de Justicia, que, una vez más, parecía dispuesto a perseguirlo por una filtración de información clasificada a un periodista del Times. Tres años atrás, Duane se había visto forzado a dimitir del FBI bajo la sospecha de ser el autor de la filtración. Ahora, después de la publicación de un libro nuevo basado en la información divulgada, volvía a ser el blanco de las investigaciones del Departamento de Justicia.

—Escucha, ¿tendrías tiempo para reunirte con un posible cliente nuevo? —preguntó Duane.

Erin repasó mentalmente su agenda.

—Sí, supongo que sí. Tengo que terminar unas cosas hoy, pero tengo tiempo. ¿A qué hora?

—De hecho, tienes que ir a verlo a la cárcel del condado.

—Está bien, aunque no estoy vestida exactamente para una prisión. ¿Qué tipo de caso es?

—Homicidio. No me sorprendería que pidieran la pena de muerte.

—Espera. Ya no estamos en la lista de los abogados de oficio.

—No es un caso para un abogado de oficio. Es un caso que nos ha derivado Ben. Él no se considera apto para hacerlo. Conoce al padre de la víctima. Es un caso importante, E.

—Ya, si estamos hablando de pena de muerte, me imagino que es un caso importante. ¿Cuál es?

—¿Recuerdas que hace unos cuatro meses encontraron el cuerpo de un joven llamado William E. Townsend apuñalado en un motel?

—Desde luego. Su padre es un tipo importante en South Jersey; salió en todos los informativos. ¿No arrestaron a alguien por ese caso hace un par de semanas?

—Ese es el cliente.

—¿Y por qué Ben nos recomienda a nosotros? Me refiero a que, se lo agradezco, por supuesto, pero Ben conoce a todo el mundo. Además, yo nunca he defendido un caso de pena de muerte.

—Hay varias razones. Le gusta cómo lo has ayudado con mi caso y piensa que eres una buena abogada. Segundo, casi todas las personas que Ben recomendaría tienen el mismo problema que él… o conocen al señor Townsend o no pueden permitirse el lujo de contrariarlo.

Erin dejó escapar una risita.

—Bueno, supongo que nosotros estamos en otra categoría.

—Por último, pero no menos importante, Ben ha pensado que tú podrías relacionarte con el acusado bastante mejor que la mayoría.

Erin estuvo a punto de hacer otra pregunta cuando recordó los artículos de la prensa sobre el caso y entendió a qué se refería Duane. Hizo una pausa y evaluó internamente las ventajas y las desventajas.

—¿Si no es un caso para un abogado de oficio, cómo nos pagarán?

—Setenta y cinco mil por adelantado, trescientos la hora, y pago garantizado por Paul Tillis.

—¿Y por qué debería saber yo quién es Paul Tillis?

—Ah, ¿en qué país vives, amiga mía? El jugador de baloncesto, base de los Pacers. Quien además resulta estar casado con Tonya Tillis, de apellido de soltera Barnes, hermana del acusado, Samuel Barnes. La hermana alega no haber visto a su hermano desde que sus padres lo echaron de la casa de Lexington, Kentucky. Pero están dispuestos a pagarle un abogado.

Erin dejó escapar un silbido suave.

—Supongo que tendré que hacer un viajecito al sur. Déjame conocer a Barnes y después decidiré si creo que podemos hacerlo.

—Perfecto. Acabo de hablar con el abogado de oficio que tiene el caso ahora. Me ha dicho que te dejará una copia de lo que tiene en la mesa de recepción; pídele a la recepcionista un paquete a tu nombre. Dice que lo único que tiene por el momento es el certificado de antecedentes penales de Barnes y el informe del arresto inicial de cuando lo detuvieron en la ciudad de Nueva York. También te enviará una autorización por fax a la prisión para que puedas hablar con su cliente con vistas a una posible representación. A propósito, está muy entusiasmado con la posibilidad de que alguien acepte este caso. Al parecer, en su oficina nadie quiere hacer enfadar al señor Townsend.

—Maravilloso.

—Puedes decir que no.

Erin pensó apenas un momento.

—Veamos qué sucede.

—De acuerdo. Esta tarde voy a estar en la oficina. Hablaremos cuando regreses.

Si Erin hubiera sabido que iba a tener que ir a la cárcel del condado, se habría vestido con algo más conservador. No sabía qué era más humillante, si los comentarios groseros de los reclusos o las miradas lascivas de los funcionarios de prisiones.

Se acercó al cristal a prueba de balas con su documento de identidad en la mano; siempre dejaba el bolso en el maletero cerrado del coche.

—¿En qué puedo ayudarla? —le preguntó el funcionario sentado al otro lado, sin levantar la cabeza.

—Vengo a ver a un recluso.

—Tendrá que volver más tarde. El horario de visitas empieza a las dos —agregó él, con un tono de irritación en sus palabras.

—Soy abogada —respondió.

El hombre se frotó la nuca y se reclinó lentamente hacia atrás en la silla para observarla de pies a cabeza.

—¿Estás segura de que quieres entrar ahí, cariño? Esos tipos son muy jodidos —sonrió—. Tal vez prefieras quedarte aquí y hacerme compañía.

Mientras los ojos del funcionario se mantenían fijos en sus pechos, Erin registró su nombre en la placa identificativa: WILLIAM ROSE. “Imbécil”, pensó, y le devolvió la sonrisa.

—No me llame “cariño”. Y, querido Rose, tal vez sea usted el hombre de mi vida, pero a menos que quiera arrastrar a mi cliente aquí afuera para que hable conmigo, creo que no tengo otra opción —aseveró, y depositó su licencia, su credencial de abogada y las llaves del coche dentro del cajón de metal.

El hombre le clavó la mirada con una sonrisa sarcástica que indicaba que estaba tratando de descifrar si ella estaba coqueteando o burlándose de él.

—¿Y a quién vienes a ver… cariño? —preguntó y abrió el cajón para mirar la credencial.

—A Samuel Barnes.

La sonrisa desapareció.

—Un monstruo y un asesino. Necesitarás mucho más que belleza y encanto para lidiar con ese.

—Nunca se sabe —respondió Erin, mordiéndose la lengua, consciente de que Sam Barnes cosecharía lo que ella sembrara.

El funcionario se volvió y cogió un teléfono.

—Soy Rose. Busca a Barnes y tráelo a la sala de visitas número dos. Hay una abogada aquí que quiere verlo. Su nombre es Erin McCabe. —Fue hasta la mampara de cristal, colocó una tarjeta de visitante en la bandeja y la deslizó hacia ella—. Retendré su licencia, su credencial profesional y las llaves hasta que salga y me devuelva la tarjeta de visitante. No queremos que nadie se escabulla haciéndose pasar por usted —agregó con una carcajada.

—Gracias. —Tomó la tarjeta y se la colgó alrededor del cuello. Se dirigió hacia las puertas de metal y aguardó a que sonara el zumbido.

No importaba cuántas veces lo oyera, el estruendo metálico de las pesadas puertas al cerrarse siempre le provocaba un escalofrío de miedo claustrofóbico, como una corriente eléctrica. Estar encerrada y depender de otros para poder salir no era un sentimiento que disfrutase. Y, considerando cómo iba vestida, el hecho de estar encerrada en una cárcel de hombres le producía todavía más aprensión.

Después de pasar por el detector de metales, los guardias revisaron con minuciosidad la documentación que llevaba para verificar que no hubiera grapas ni clips. Lo único que encontraron fueron las copias de los informes policiales del abogado de oficio, la tarjeta profesional de Erin y un bloc de hojas rayadas con el nombre Samuel Barnes escrito por ella a mano con su cuidada letra. Después de asegurarse de que no estaba intentando introducir nada a escondidas, uno de los funcionarios la condujo a una pequeña habitación en la que había una mesa y dos sillas. Erin tomó asiento en la silla más cercana a la puerta, tal como había aprendido en los inicios de su carrera como abogada de oficio. De ese modo, el guardia que vigilaba a través del cristal de la puerta podía verla a ella y sus expresiones faciales todo el tiempo.

Diez minutos más tarde, oyó la llave en la puerta, seguida del ruido de la hoja de metal que se abría para dejar pasar a Sam Barnes. De un metro ochenta, era flaco como un alfiler. Erin calculó con rapidez que pesaría algo menos de 70 kilos. Tenía varios cortes en su oscuro rostro y una hinchazón alrededor de los labios. Incluso desde la mesa se alcanzaba a vislumbrar los oscuros moratones que lucía en las mejillas y debajo de los ojos. Llevaba el cabello largo y trenzado hasta los hombros.

Avanzó arrastrando los pies: una gruesa cadena unía los grilletes de los tobillos con las esposas de las muñecas. En diez años, Erin nunca había visto que llevaran a un preso esposado dentro de la prisión a visitar a su abogado.

—Puede quitarle las esposas mientras está conmigo —le dijo al guardia.

—Mire, preciosa, no me diga cómo hacer mi trabajo y yo no le diré cómo hacer el suyo, ¿de acuerdo? Está en prisión preventiva. Se queda esposado. —El guardia agarró la silla y la empujó hacia atrás, luego colocó sus manos sobre los hombros de Barnes y lo empujó para que se sentara—. Use el teléfono que tiene a la espalda cuando quiera salir o si el señor Barnes le causa algún problema. Suena en la sala de control. —Se volvió y se marchó cerrando la puerta con llave tras él.

Erin se sentó despacio al tiempo que estudiaba el rostro golpeado de Barnes.

—Tú no eres mi abogado —declaró él con voz desafiante y claramente femenina.

—Me llamo Erin McCabe. Soy abogada. Estoy aquí para saber si quieres que te represente.

—¿Y por qué iba yo a querer eso? Joder, tía, ni siquiera tienes edad para ser abogada. Ya tengo un abogado de oficio. No te necesito.

Erin hizo una pausa. Quería ganarse la confianza de Barnes, pero tampoco quería sobreactuar.

—¿Cómo te gustaría que te llame? —preguntó con tranquilidad.

—¿Quieres ser mi abogada y ni siquiera sabes cómo me llamo?

—Sé que el nombre que figura en tu certificado de antecedentes penales es Samuel Emmanuel Barnes, pero sospecho que ese no es el que prefieres.

La sala quedó en silencio.

—Mira, tía, no quiero que tu pobre corazón, blanco y liberal, se preocupe por cómo prefiero que me llamen. ¿Por qué estás aquí?

—Ya te lo he dicho. Para ver si quieres que te represente.

—¿Quién te manda? No tengo dinero para un abogado.

—Tu hermana Tonya y su marido.

Barnes se puso rígido y entrecerró los ojos.

—Hace cuatro años que no veo a mi hermana. No sabe dónde estoy. Además, ¿de dónde ha sacado el dinero para pagarle a una abogada novata?

—Sinceramente, no sé de dónde está sacando el dinero: sospecho que de su marido. Pero mi socio ha hablado con tu hermana y su marido hace un par de horas, y le han preguntado si yo podía venir a verte. Parece que tu arresto salió en todos los titulares de Lexington. Así fue cómo se enteraron de dónde estabas.

—Sí, claro, chico del barrio llega alto. —Barnes se interrumpió y miró a Erin—. Has dicho varias veces mi hermana y su marido. ¿Viven en Lexington?

—No, en Indianápolis. Pero tus padres todavía están allí, y se lo han contado a tu hermana.

Ante la mención de los padres, Barnes pareció replegarse todavía más.

—¿Cómo se llama el marido? —aventuró.

—Paul Tillis.

Por primera vez, Barnes pareció bajar la guardia apenas un poco.

—Bien por ella. Se casó con Paul. Cuando se conocieron, yo bromeaba con que si se casaban, pasaría a ser Tonya Tillis. No sé por qué, pero siempre me pareció que sonaba gracioso.

—He hablado con ella brevemente mientras venía hacia aquí y me ha pedido que te diga que te quiere y te echa de menos. Te ha estado buscando durante los últimos cuatro años. Desearía haber estado presente cuando tus padres te echaron de la casa. Tal vez no lo hubiera evitado, pero te habría llevado con ella. Espera poder llegar todavía a conocer mejor a… —hizo una pausa—… su hermana —concluyó con delicadeza, para terminar la frase.

Una lágrima pareció quedar momentáneamente suspendida en el ángulo interno del ojo de Barnes, pero se inclinó hacia delante y la enjugó con rapidez con el dorso de su mano esposada.

—¿Quieres sacarle dinero a mi hermana? —inquirió. Ya se había vuelto a colocar su máscara protectora—. ¿De eso se trata? Supongo que entiendes que apuñalé a un blanco cuyo papaíto es un pez gordo. Me ejecutarán o me mandarán a prisión para el resto de mi vida. Y, según van las cosas, no será una vida muy larga. No quiero que mi hermana desperdicie su dinero contigo.

—¿Quién te ha pegado?

Barnes echó la cabeza hacia atrás y rio.

—Eres una puta loca. Primero vienes aquí y dices que me quieres representar, y después empiezas a hacer preguntas estúpidas para conseguir que me maten —respondió, mirándola con furia—. Me tropecé y me caí. Soy muy torpe —añadió.

—Deberías tener más cuidado. Por lo que se ve, te has caído unas cuantas veces. Mira, por lo que tu hermana le contó a mi socio, sospecho que eres una mujer transgénero. ¿Alguien te ha hablado de la posibilidad de trasladarte a una cárcel de mujeres?

Barnes cerró los ojos.

—Por favor, nadie me va a llevar a ninguna cárcel de mujeres.

—Es probable que no. Pero es una manera de intentar protegerte sin delatar a nadie. Aunque no te trasladen, habrás llamado la atención a tu situación y quizás algún juez sea un poquito más sensible al hecho de que te están moliendo a palos, mientras se supone que estás protegida en prisión preventiva. ¡Vaya protección!

Antes de que Barnes pudiera decir algo, Erin continuó:

—Mira, no puedo obligarte a que hables conmigo. Tu hermana me pidió que viniera a verte. Ya te he visto. ¿Quieres que me vaya? Me iré. Sospecho que lo que en verdad pasó la noche del 17 de abril es muy diferente de lo que contaron los medios. Y hasta donde sé, solo dos personas saben con certeza qué sucedió, y una de ellas no está disponible para el juicio. ¿Quieres hablar de ello? Perfecto. ¿No quieres? Perfecto también. ¿Pero qué tienes que perder?

Barnes la observó desde el otro lado de la mesa.

—De acuerdo, Señorita Abogada del Año. Mi abogado de oficio dice que ha llevado quince casos de homicidio. ¿Cuántos has tenido tú?

—Tres.

—¿Y qué tal te fue?

—Perdí los tres.

Barnes rio.

—¿Y crees que debería contratarte? No pareces muy buena, tía.

—No he dicho que lo sea. Pero si esa es la forma en que vamos a medir lo bueno que es un abogado, ¿sabes cuántos casos ha ganado tu abogado de oficio?

—No, no se lo he preguntado.

—Pues deberías. Si perdió los quince, entonces yo soy cinco veces mejor abogada que él.

Barnes frunció el ceño, en absoluto impresionado por la lógica de Erin.

—El abogado de oficio me ha dicho que es probable que quieran imponerme la pena de muerte, pero también me ha dicho: “no te preocupes, en New Jersey no ejecutan a nadie”. Dijo que en su oficina hay un equipo especial que se encarga de los casos de pena de muerte y que son los mejores abogados del estado. ¿Tú has tenido alguna vez un caso de pena de muerte?

—No. Y para ser sincera, no he venido aquí a discutir si hay o no buenos abogados en el turno de oficio. Yo fui abogada de oficio durante cinco años. Y él tiene razón, en los casos de pena de muerte recurren a un cuerpo de abogados externos para formar un equipo que te defenderá muy bien. Suelen designar a los mejores abogados para que representen a los acusados en casos como este. Y también es cierto que nadie ha sido ejecutado en New Jersey desde la década de 1960. No hay ninguna garantía, en cambio se están haciendo esfuerzos por abolir la pena de muerte. Pero en este momento todavía está vigente, y si lo aún lo está cuando te lleven a juicio, es muy probable que el Estado la pida en tu caso.

—Y si no hay pena de muerte, ¿qué pena me impondrán?

—Cadena perpetua sin libertad condicional o treinta años a perpetua.

—Mierda —masculló Barnes—. Mira, como sea que te llames, no tengo ni una puta posibilidad en este caso. Y si la tuviera, no sería con una abogada pelirroja y con la cara llena de pecas que no sabe una mierda de lo que ha sido mi vida. No tengo ni idea de por qué te ha elegido mi hermana, pero ve y dile que si me quiere ayudar en serio que me consiga un pitbull de abogado capaz de destrozar a la otra parte.

—Genial. Se lo diré. Aquí tienes mi tarjeta, por si alguna vez la necesitas —respondió Erin, y deslizó la tarjeta a través de la mesa.

—¿Por qué tú? —preguntó Barnes, cuando Erin se volvió para coger el teléfono y llamar al guardia—. Quiero decir, si ella tiene dinero, ¿por qué no conseguirme a Johnnie Cochran?

Erin resopló y se volvió para mirar a Barnes.

—Más allá de lo buena o mala que sea, soy una opción mejor que él. —Hizo una pausa—. Por desgracia para ti y para el señor Cochran, está muerto.

Barnes entornó los ojos, no parecía seguro de creer que Johnnie Cochran estuviera muerto.

—¿Qué tienes tú de especial, entonces? No eres negra. Tampoco eres una blanca que haya defendido un millón de casos. ¿Eres hija del juez o algo parecido? No entiendo. ¿Por qué te ha elegido Tonya?

—Tal vez porque tú y yo tenemos algo en común —arriesgó Erin.

—¿Te estás prostituyendo para ganar un poco de dinero extra? —replicó él, y rio.

Erin estudió a Barnes, sabía adónde iba esto, aun cuando él no lo supiera.

—No, nada parecido. Es solo que conozco qué se siente al ser rechazada.

—¿En serio? ¿Qué te pasó, no pudiste entrar en Harvard?

—No. Sé lo que significa tener amigos y familia que luchan para aceptar quién eres. —Vaciló, y aspiró despacio. Sospechaba que su reacción sería diferente de la de casi todos los demás—. Hasta hace dos años más o menos, mi nombre era Ian.

Barnes se quedó mirándola.

—¡Espera! ¿Qué estás diciendo? ¿Eres trans?

Erin asintió con la cabeza.

—Hice la transición hace poco más de dos años.

Barnes permaneció sentado, sacudiendo la cabeza con incredulidad. El único ruido que interrumpía el silencio en la sala de visitas cerrada provenía de los presos que se gritaban unos a otros fuera, en el pasillo. Transcurrieron varios minutos mientras Barnes sopesaba sus opciones.

Levantó con lentitud sus manos esposadas y las apoyó sobre la mesa.

—Sharise —pronunció en un tono casi inaudible—. Me llamo Sharise. —Entonces apoyó suavemente la cabeza en los brazos y empezó a sollozar en silencio—. Ese tipo intentó matarme —agregó, ahogando un sollozo—. Tenía una navaja e intentó matarme… cuando se dio cuenta de que yo era trans.

CAPÍTULO 3

—¿Y BIEN?

Erin levantó la vista de la pantalla del ordenador y se topó con la dominante figura de Duane Abraham Swisher, “Swish” para los amigos, de pie en el vano de la puerta de su oficina. A sus treinta y cinco años, su socio se mantenía en gran forma física. Incluso de traje y corbata, se adivinaban sus músculos marcados debajo de la camisa estirada sobre el pecho. Con casi un metro noventa de estatura, la piel morena oscura y la perilla bien recortada, producía una impresión inmediata. Licenciado por la Universidad de Brown, había sido escolta del equipo de baloncesto durante tres años, el mismo que había sido seleccionado dos temporadas como el mejor equipo de la Liga Ivy. Su tiro de tres puntos era tan increíble que, aun cuando su apellido no fuera Swisher, Swish* habría sido el apodo perfecto.

—Eh —exclamó Erin—. ¿Dónde has estado? Pensé que te encontraría aquí cuando regresara.

—Me tomé un descanso y almorcé con Cori.

—Ah, qué encanto. Eres un gran marido.

Swish la miró y arrugó la frente.

—No estoy tan seguro de que ella piense lo mismo. Cuando te casas con un agente del FBI, por lo general supones que él será quien haga las investigaciones, y no el investigado.

—Lo siento. ¿Te puedo ayudar en algo?

Swish hizo una pausa.

—Gracias, pero creo que no. Además, no estoy seguro de qué lado te pondrías.

Erin rio entre dientes.

—Eso es fácil: del de Corrine.

—Me lo temía.

Erin le hizo una seña para que entrara y Duane tomó asiento en uno de los tres butacones color beige que formaban un semicírculo frente a la mesa.

—¿Cómo te ha ido esta mañana con Ben?

—Tiene una reunión mañana con Andrew Barone, del Departamento de Justicia. Martin Perna, del Times, ha publicado un libro nuevo que habla de cómo el FBI vigiló a los musulmanes estadounidenses después del 11 de septiembre. En consecuencia, la Oficina de Responsabilidad Profesional del FBI reabrió la investigación sobre la filtración. Como yo era parte del equipo involucrado en las tareas de vigilancia y denuncié internamente que el hecho era inconstitucional, sospechan que fui yo quien divulgó información clasificada a Perna. Le han enviado una citación judicial para tratar de averiguar quién era su fuente, y al parecer los abogados del Times ya han interpuesto una moción para anular la citación invocando los privilegios de los periodistas y la Primera Enmienda.

—¿Por qué la ORP? Te fuiste hace tres años.

—Porque ellos dirigían la investigación cuando yo todavía era un agente. Así que simplemente están retomando el asunto donde lo dejaron.

—¿Hay algo que pueda hacer yo?

—Rezar —respondió Duane con un encogimiento de hombros.

—No es mi fuerte —replicó ella—. Pero, por tratarse de ti, lo intentaré.

—Gracias. —Esbozó una leve sonrisa—. ¿Cómo te ha ido a ti con el señor Barnes?

—Bastante bien. Un caso interesante, eso es seguro. Pero, Swish, si aceptamos este caso, nuestra cliente se llama Sharise, y hay que decir “ella” y “señorita Barnes”.

Duane se rio en voz baja y meneó la cabeza.

—Parece que Ben no se ha equivocado al recomendarte.

—No sé si se ha equivocado o no, pero si vamos a representarla, quiero estar segura de que se la tratará con el respeto que se merece. Y eso empieza por reconocer quién es.

—Entiendo. Ningún problema. Después de todo, siempre he sido políticamente correcto contigo, ¿no? —deslizó.

Erin levantó las cejas.

—¿Es un chiste? ¿A cuántas otras mujeres que te has encontrado en la vida les has preguntado: “¿Es difícil caminar con tacones? ¿Echas de menos mear de pie?”? Y mi favorita: “¿Es divertido tener tetas?”.

—Creo que dije pechos —se defendió Duane. Erin le lanzó una mirada fulminante—. Está bien, tal vez no lo hice. Pero, bueno, eres la única persona que conozco que ha cambiado de bando. ¿A quién más le voy a hacer las preguntas que tienen perplejos a los hombres desde hace siglos? Siempre quiero saber cómo se siente la gente que está en situaciones diferentes. Recuerdo que en mi último año en Brown, llegó un tipo procedente de Princeton. En esos días, Princeton había ganado el campeonato de la Liga Ivy un par de años seguidos y había llegado a la NCAA. Nosotros, por otro lado, ni siquiera habíamos tenido una temporada ganadora. Maldición, todos queríamos saber cómo era jugar para Princeton.

—¿Qué os contó?

—Nos dijo que Princeton era una mierda y que en Brown esperaba poder disfrutar de una temporada de juego decente.

Erin rio.

—Es bastante parecido a lo que me sucedió a mí. Ser hombre era una mierda y esperaba poder disfrutar de una temporada decente como mujer. —Hizo una pausa y ladeó la cabeza—. Por favor, ¿podemos volver ahora a Sharise?

—Por supuesto, lo siento —asintió Duane.

—A ver, ¿por dónde empiezo? Sí, está interesada en que la representemos. Creo que el próximo paso es que tengamos una conversación con su hermana y su cuñado para repasar todo lo que estará en juego. Si están de acuerdo, entonces… —Meneó la cabeza—. Entonces, tendremos mucho trabajo que hacer.

—¿Tenemos algo para sostener una defensa? ¿Como que ella estaba en Detroit en el momento del asesinato?

—Defensa propia.

—¿Testigos?

—Ella y Townsend, hijo.

—Sí, temía que dirías eso. Y estaban juntos… ¿por qué?

—Se habían conocido en las calles de Atlantic City, y el joven Townsend quedó tan cautivado que le ofreció cincuenta dólares para que le practicara sexo oral.

—Por desgracia, creo que sé cómo terminará esto.

—¡No estropees el final! Y sí, el chico obtuvo su mamada, pero fue la última. Al parecer, cuando descubrió que ella no era chica de nacimiento, se puso furioso y trató de matarla. Ella intentó defenderse y lo apuñaló.

—¿Alguna idea brillante de cómo defender eso?

Erin se encogió de hombros.

—¿Cambio de jurisdicción, quizá? —respondió—. Después de todo, Townsend padre es tan poderoso en el sur de Jersey que no habría ninguna posibilidad de que Sharise tenga un juicio justo al sur del Raritan.

Duane se frotó la barbilla.

—¿Y adónde vamos a pedir que transfieran el proceso?

“Buena pregunta”. Hasta un par de horas antes, Erin sabía muy poco sobre William Townsend. Pero una búsqueda rápida en Internet develó que su poder y su influencia en la zona sur de New Jersey eran muy reales. Había construido un imperio inmobiliario comercial al sur del río Raritan que lo había convertido en uno de los hombres más ricos del estado. Respaldado por su riqueza, había entrado en la política y había sido elegido senador por el estado. La combinación de su fortuna y su influencia política se había hecho sentir en casi todos los nombramientos políticos habidos en el sur de Jersey. Muchas personas importantes estaban en deuda con él. Algunas personas tenían amigos en cargos importantes; el señor William Townsend ponía a sus amigos en cargos importantes.

—¿Qué te parece el Bronx? — propuso por fin.

Duane rio.

—Sí, eso estaría genial. Solo que antes tendríamos que anexarlo a New Jersey.

—Mierda, no sé. Hablemos con la hermana y el cuñado de Sharise; después, si nos contratan, podremos comenzar a resolver estos pequeños detalles.

Duane la miró, y Erin se dio cuenta de que estaba preocupado por algo.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

Duane se pasó una mano por su cabello afro corto y bien recortado.

—Solo quiero asegurarme de que has pensado bien todo este asunto. Para la mayoría de la gente, eres una abogada atractiva. Este caso cambiará todo eso; el acusado es transgénero, y puedes estar segura de que la gente se enterará de que su abogada defensora también lo es. Solo imagínate los titulares. —Entrecerró los ojos—. Será un caso que saldrá en los medios, E., y con Townsend acechando al fondo, las cosas podrían ponerse muy feas para ti. ¿Estás segura de estar preparada para exponerte tanto?

Erin se incorporó detrás de su escritorio y fue hasta una de las ventanas. Su despacho se encontraba en una de las torrecillas del segundo piso de una antigua casa victoriana que veinte años atrás había sido convertida en un edificio de oficinas.

Contempló el río Rahway fluir suavemente más allá del edificio, en dirección a Cranford, ahora apenas un arroyo ligero, y pensó en las veces en que una lluvia intensa lo transformaba en un torrente impetuoso. Al igual que el río, la vida podía ser impredecible. Diez años atrás, cuando todavía era Ian, estaba recién casado y acababa de obtener su matrícula de abogado, en absoluto pensaba que haría la transición, y sin embargo, aquí estaba. También sabía que Duane tenía razón; aceptar este caso podía convertir su vida en un torrente impetuoso. ¿Estaba de verdad preparada para lidiar con eso? Se volvió para mirarlo.

—Sé que tienes razón, y no, no estoy segura de estar preparada para lo que es probable que suceda —dijo algo indecisa, mientras intentaba encontrar las palabras adecuadas para expresar algo que venía sintiendo desde el momento en que Sharise le reveló su nombre. Había una conexión entre ellas, y esa conexión significaba algo—. Creo que puedo marcar una diferencia en este caso —aseveró finalmente, sorprendida por la confianza que traslucía su voz. Atrás había quedado la falta de confianza en sí misma que la había carcomido durante las últimas dos horas.

—Ya tuviste demasiados problemas con tu familia cuando hiciste la transición, no se van a poner contentos de que tu nombre y tu fotografía estén por todos lados.

—Lo sé. —Respiró hondo—. Pero no se trata de ellos, Swish —añadió, deseando estar siendo sincera—. No sé qué se siente cuando tus padres te echan de tu casa y te ves obligada a vivir en la calle, como le pasó a Sharise. Pero tal vez lo que viví yo nos ayude a defenderla.

—¿No será una excusa de tu parte para demostrarles a ciertas personas que se equivocan con respecto a ti?

“Tocada”. Odiaba que hubiera veces en las que Duane parecía saber con exactitud lo que ella estaba pensando.

—¿Y en qué te basas para decirme esto, en tu título de psicólogo o en tus años de capacitación como agente especial?

—En ninguna de las dos cosas. Es solo que conozco un poco a mi muy talentosa y a veces insegura socia.

—No sufras por mí —respondió Erin, sin siquiera convencerse a sí misma—. ¿Y tú? ¿Cómo te vas a sentir si todo el mundo se entera de que tu socia es transgénero?

—Me da igual. Si todos se enfocan en ti, pasaré inadvertido.

Erin rio ligeramente y asintió con la cabeza.

—¿Nos vamos, entonces?

—Hay otro pequeño detalle.

—¿Qué? —inquirió ella mientras regresaba al escritorio.

—Tendré que decirles a Tonya y a Paul que estoy siendo investigado. ¿Estás de acuerdo?

Erin asintió. Duane llevaba casi cuatro meses viviendo bajo la sombra de la investigación. Aunque nunca lo admitiría, la tensión que eso le generaba era evidente.

—Hablando de asuntos que tenemos que tratar, ¿hace falta que sepan lo mío? —preguntó ella con renuencia. Sabía lo difícil que podía ser esa conversación.

Duane esbozó una sonrisa avergonzada.

—En realidad, el tema salió cuando hablé con ellos la primera vez.

—¿El tema salió? —repitió Erin a modo de pregunta.

—Bueno, querían saber un poco sobre nosotros y por qué Ben nos había recomendado y, bueno, le mencioné a Tonya que tú eres transgénero.

Erin hizo una mueca de fastidio.

—Una pensaría que después del tiempo que has pasado conmigo al menos habrías aprendido a usar la terminología correcta. Transgénero es un adjetivo. Yo soy una mujer transgénero. No es un verbo. La expresión verbal correcta es hacer la transición.

—Vale, entendido.

Erin le obsequió una sonrisa generosa. Si alguien le hubiera sugerido tres años atrás que Swish seguiría siendo su socio después de que ella hubiera hecho la transición, lo habría tildado de loco. Sin embargo, como le había advertido su terapeuta, la manera en que la gente reaccionaba a su noticia era del todo impredecible. Por un lado, estaban las personas que ella había creído que siempre la apoyarían y que habían dejado de saludarla, mientras que otros, como Swish, que ella había imaginado que desaparecerían de su vida, se habían convertido en un puerto en la tormenta.

—Todo bien. Siempre has sido muy leal conmigo —agregó y extendió los brazos—, así que estás aprobado en terminología.

—Gracias —respondió Duane.

—¿Por qué te quedaste conmigo?

—Supongo que porque nunca se me ocurrió no hacerlo.

—¿En serio?

—Sí. —Era obvio que la reacción de ella lo sorprendía—. Mira, cuando abrimos el bufete, no me hiciste demasiadas preguntas acerca de por qué me había ido del FBI. Sospecho que sabías que había cosas relacionadas con mi partida que no podía contar. Pero me recibiste con los brazos abiertos. —Vaciló, y luego habló con voz más suave—. Me di cuenta de lo que pasaba. Sé que muchas personas cercanas a ti tenían problemas con tu situación.

Erin asintió, y los pensamientos la envolvieron. Algunas pérdidas habían sido más dolorosas que otras, ninguna más que la de su exesposa Lauren, su padre y su hermano Sean. Y en el caso de Sean, porque también significó perder contacto con sus sobrinos Patrick y Brennan, ahora de doce y de diez años, a quienes adoraba. Antes de hacer la transición, Erin no se perdía ni uno de sus partidos de fútbol, que ella misma había jugado en el instituto y en la universidad. Todo eso terminó cuando ella se lo contó a su hermano. ¡Dios, cómo los echaba de menos!

—Gracias —dijo, y una sonrisa triste se dibujó lentamente en su rostro—. Me alegro de que no me hayas abandonado —admitió con gratitud en la voz.

La llamada con Tonya y Paul transcurrió sin inconvenientes. Sin duda ayudó que el representante de Paul hubiera jugado para Harvard cuando Duane jugó para Brown y lo hubiera elogiado. La experiencia de Duane en el FBI había contribuido también de manera positiva en cuanto al trabajo de investigación que había que hacer.

Ahora venía la parte más difícil: deducir cómo probar que una prostituta transgénero de diecinueve años había matado en defensa propia al único hijo del hombre más poderoso del estado.

Erin cerró la puerta del despacho con llave y echó a andar para salvar las cuatro calles que separaban la oficina de su apartamento. Hacía una noche agradable para correr. Vivía tan cerca que siempre dejaba el coche en el aparcamiento de la oficina y se ahorraba los ciento cincuenta dólares mensuales del permiso municipal que necesitaría para dejarlo cerca del apartamento.

Fue a paso vivo por la avenida Union, cruzó Springfield y entró en el centro de Cranford. Cuando llegó a North Avenue, dobló a la derecha y pasó frente a la Pizzería de Nino y una tienda de regalos llamada El Trébol de la Abundancia, donde compraba tarjetas de felicitación, antes de toparse con la Panadería del Norte. Ah, la Panadería del Norte, la cuna de su crujiente de queso danés preferido. Su apartamento de un solo dormitorio quedaba en el último piso de un antiguo edificio bancario ubicado en North Avenue, que, irónicamente, discurría de este a oeste.

Extrajo las llaves del bolso y abrió la puerta de cristal, situada apenas más allá de la entrada de la panadería, que lucía el texto DR. KEITH OLD, ODONTÓLOGO estarcido en letras doradas. Alguien había quitado maliciosamente la G del apellido, tal vez el descontento destinatario de una endodoncia. Erin comenzó a subir la desgastada escalera de madera que llevaba al sórdido pasillo donde quedaba la consulta del doctor Gold. Quinces escalones más arriba había una puerta de madera color rojo oscuro con una letra A. Por muy humilde que fuera el sitio, Erin lo había llamado su hogar desde que Lauren y ella se separaron, casi cuatro años atrás.

Decir que el edificio estaba venido a menos era ser generoso. Quizás había sido imponente cuando lo construyeron en tiempos de la Depresión, pero ahora era deprimente. Todo lo que había en el apartamento era viejo: las tuberías, los fregaderos, los grifos, el inodoro, la caldera de la calefacción. No era difícil entender por qué había estado seis meses en el mercado antes de que ella lo alquilara. Las únicas cosas en las que Erin insistió fueron una lavadora/secadora de un tamaño apropiado y dos aparatos de aire acondicionado de pared. El propietario, que a aquellas alturas ya estaba desesperado, aceptó de buena gana.

Como el otro apartamento del edificio estaba deshabitado, cuando el doctor Gold cerraba su consultorio a las seis de la tarde, los únicos ruidos con los que Erin tenía que lidiar eran el golpeteo y el repiqueteo de las tuberías de la calefacción. En un principio, nada más mudarse poco después de que se derrumbara su matrimonio, el silencio le resultó abrumador, y la soledad estuvo a punto de consumirla. Pero poco a poco, cuando su transición fue dejando de ser una posibilidad y se transformó en una realidad, empezó a disfrutar de la privacidad que ofrecía ese viejo edificio, sobre todo cuando comenzó a aventurarse a salir la calle como Erin.

Encendió su ordenador y, mientras esperaba que se cargara, se vistió para ir a correr. Hizo sus ejercicios de estiramiento con lentitud. Corría desde la época de la universidad, pero, con el tiempo, correr había dejado de ser un ejercicio para convertirse en una terapia. Creía sinceramente que sus mejores ideas surgían cuando corría. Esperaba que eso se repitiera hoy, porque, de alguna manera y contra toda lógica, tenían que encontrar la forma de defender a Sharise.

Había olvidado mirar el correo electrónico antes de irse a la oficina, así que lo consultó para ver si había algo importante. No fue la dirección de correo lo que llamó su atención —[email protected]—, sino el asunto: “Hola, tía Erin”. Hizo clic con nerviosismo en el correo, sin saber qué esperar.

Hola, tía Erin

Soy Patrick (y Brennan). Esperamos que estés bien. papa seguro que penso que no te encontrariamos pero como sabiamos donde quedaba tu oficina te buscamos y encontramos erin McCabe abogada en tu direccion. nos fijamos en la foto y sales muy guapa.

Queremos que sepas que te echamos de menos. Nuestro equipo de futbol (si tía erin me ascendieron al equipo de Patrick) esta en el campeonato estatal que empieza este sabado a las 13.30. Echamos de menos verte en nuestros partidos. el primer partido es contra Westfield en el parque tamaques y pensamos que podrias venir porque queda cerca de donde vives… quizas de incognito o algo asi. Papa tal vez no vaya asi que podrias venir. Puedes mandarnos un correo a esta direccion, hazlo antes de que nos vayamos a la cama a eso de las diez… papa a veces revisa nuestros correos después de que nos vamos a dormir pero borraremos el tuyo. El no habla de ti pero sabemos que tambien te echa de menos. mama esta tratando de convencerlo. todavía no le hemos dicho que sabemos que ahora eres la tia erin pero queríamos que supieras que todavía te queremos. Tal vez nos veamos el sabado.

Con cariño, patrick y brennan

pd. por si se te ha olvidado jugamos para Princeton united y nuestro equipo es las cobras.

Erin se quedó con la vista clavada en la pantalla y se enjugó las lágrimas de los ojos. Le llevó tres intentos poder redactar lo que esperaba que fuera una buena respuesta.

Queridos Patrick y Brennan:

Muchas gracias por escribirme. Es maravilloso tener noticias vuestras. Os echo mucho de menos, chicos, y me he alegrado de saber que estáis bien. Y, Brennan… enhorabuena por haber “ascendido”. Sé perfectamente dónde queda el Parque Tamaques y no pienso faltar al partido. Para que me reconozcáis, llevaré una gorra de béisbol blanca Adidas, gafas de sol y una camiseta del Arsenal. No quiero causar problemas, así que me mantendré lejos de vuestros padres, y creo que será mejor que vosotros finjáis que no estoy ahí, aun cuando me veáis. Será fantástico veros, chicos. ¡Buena suerte, y que sepáis que estaré animando a las Cobras!

Con amor, tía Erin.

Pulsó la tecla de enviar, con la esperanza de no meterlos en problemas. Respiró hondo. Dios, cómo los echaba de menos.

El ordenador emitió un sonido para notificar la llegada de un nuevo correo electrónico.

Obvio. no queremos que mama ni papa se enfaden asi que no diremos nada. Eliminamos estos correos ahora y vaciamos los correos eliminados. no te preocupes, mama y papa son inteligentes pero nosotros sabemos mas de ordenadores que ellos. Nos vemos el sabado. Arriba las cobras.

Erin sonrió. Arriba Las Cobras.

* “Swish”: en baloncesto, tiro que atraviesa la red sin tocar el borde del aro ni el tablero. N. de la T.