Cuento de Navidad - Charles Dickens - E-Book

Cuento de Navidad E-Book

Charles Dickens.

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Beschreibung

A Christmas Carol es una novela escrita por el británico Charles Dickens y publicada originalmente 19 de diciembre de 1843. Su trama cuenta la historia de un hombre avaro y egoísta llamado Ebenezer Scrooge y su conversión tras ser visitado por una serie de fantasmas en Nochebuena. Una variedad de conceptos y publicaciones influyeron en Dickens como sus experiencias de la infancia, su simpatía por los pobres y varios relatos navideños y cuentos de hadas. Se puede considerar el relato como una condena de la avaricia. Su contribución a la forma contemporánea de celebrar la Navidad como una época de integración familiar y festividad, ha mantenido su popularidad con el transcurso del tiempo.

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Charles Dickens

Cuento de Navidad

Título: Cuento de Navidad

Autor: Charles Dickens

Título Original: A Christmas Carol

Editorial: AMA Audiolibros

© De esta edición: 2020 AMA Audiolibros

Audiolibro, de esta misma versión, disponible en servicios de streaming, tiendas digitales y el canal AMA Audiolibros en YouTube.

Todos los derechos reservados, prohibida la reproducción total o parcial de la obra, salvo excepción prevista por la ley.

ÍNDICE

ÍNDICE

SOBRE EL AUTOR

INTRODUCCIÓN

PREFACIO

CAPÍTULO 1: EL ESPECTRO DE MARLEY

CAPÍTULO 2: EL PRIMERO DE LOS TRES ESPÍRITUS

CAPÍTULO 3: EL SEGUNDO DE LOS TRES ESPÍTIRUS

CAPÍTULO 4: EL ÚLTIMO DE LOS TRES ESPÍRITUS

CAPÍTULO 5: CONCLUSIÓN

SOBRE EL AUTOR

Charles John Huffam Dickens nacido en Portsmouth, Inglaterra, el 7 de febrero de 1812; muerto en Gads Hill Place, Inglaterra, el 9 de junio de 1870 fue un famoso novelista inglés, uno de los más conocidos de la literatura universal, y el principal de la era victoriana. Fue maestro del género narrativo, al que imprimió ciertas dosis de humor e ironía, practicando a la vez una aguda crítica social. En su obra destacan las descripciones de gente y lugares, tanto reales como imaginarios. Utilizó en ocasiones el seudónimo Boz.

Sus novelas y relatos cortos disfrutan de gran popularidad en vida del escritor, y aún hoy se editan continuamente. Dickens escribió novelas por entregas, el formato usual en la ficción de su época, por la simple razón de que no todo el mundo poseía los recursos económicos necesarios para comprar un libro; y cada nueva entrega de sus historias era esperada con gran entusiasmo por sus lectores, nacionales e internacionales. Dickens fue y sigue siendo venerado como un ídolo literario por escritores de todo el mundo.

INTRODUCCIÓN

Cuento de Navidad, es un relato de fantasmas que ha gozado del favor del público desde el mismo momento de su aparición. Este libro narra la inquietante noche que en la víspera de esta festividad pasa Ebenezer Scrooge —anciano miserable y tacaño, que es una de las más acabadas representaciones del avaro de la historia de la literatura y otro de los inolvidables personajes de la amplia galería dickensiana— de resultas de la visita del espectro de su antiguo socio, Jacob Marley. Éste hace desfilar ante él la visión de los espíritus de las Navidades pasadas, presentes y futuras, imprimiendo así en su existencia sobrenatural, la caricatura y la inquietud social.

El sentimiento conseguido por Charles Dickens en esta narración hace que mantenga intacta, aún hoy, su capacidad para conmover y hacer disfrutar.

PREFACIO

Me he esforzado en este pequeño libro fantasmal, para levantar el fantasma de una idea, que no pondrá a mis lectores de humor con sí mismos, con cada otro, con la temporada, o conmigo.

Puede ella frecuentar sus agradables casas, y a nadie deseo para ponerla.

Su amigo fiel y criado, Charles Dickens.

Diciembre de 1843

CAPÍTULO 1EL ESPECTRO DE MARLEY

Empecemos por decir que Marley había muerto. De ello no cabía la menor duda. Firmaron la partida de su enterramiento el clérigo, el sacristán, el comisario de entierros y el presidente del duelo. También la firmó Scrooge. Y el nombre de Scrooge era prestigioso en la Bolsa, cualquiera que fuese el papel en que pusiera su firma.

El viejo Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta.

¡Bueno! Esto no quiere decir que yo sepa por experiencia propia lo que hay particularmente muerto en el clavo de una puerta; pero puedo inclinarme a considerar un clavo de féretro como la pieza de ferretería más muerta que hay en el comercio. Mas la sabiduría de nuestros antepasados resplandece en los símiles, y mis manos profanas no deben perturbarla, o desaparecería el país. Me permitiré pues, repetir enfáticamente que Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta.

¿Sabía Scrooge que aquél había muerto? Indudablemente. ¿Cómo podía ser de otro modo? Scrooge y él fueron consocios durante no sé cuántos años. Scrooge fue su único albacea, su único administrador, su único cesionario, su único legatario universal, su único amigo y el único que vistió luto por él. Pero Scrooge no estaba tan terriblemente afligido por el triste suceso que dejara de ser un perfecto negociante, y el mismo día del entierro lo solemnizó con un buen negocio.

La mención del entierro de Marley me hace retroceder al punto de partida. Es indudable que Marley había muerto. Esto debe ser perfectamente comprendido, si no, nada admirable se puede ver en la historia que voy a referir. Si no estuviéramos plenamente convencidos de que el padre de Hamlet murió antes de empezar la representación teatral, no habría, en su paseo durante la noche, en medio del vendaval, por las murallas de la ciudad, nada más notable que lo que habría en ver a otro cualquier caballero de mediana edad temerariamente lanzado, después de oscurecer, en un recinto expuesto a los vientos —el cementerio de San Pablo, por ejemplo—, sencillamente para deslumbrar el débil espíritu de su hijo.

Scrooge no borró el nombre del viejo Marley. Permaneció durante muchos años esta inscripción sobre la puerta del almacén: «Scrooge y Marley». La casa de comercio se conocía bajo la razón social «Scrooge y Marley». Algunas veces los clientes modernos llamaban a Scrooge, Scrooge y otras veces Marley, pero él atendía por ambos nombres. Todo era lo mismo para él.

¡Oh! Pero Scrooge era atrozmente tacaño, avaro, cruel, desalmado, miserable, codicioso, incorregible, duro y esquinado como el pedernal, pero del cual ningún eslabón había arrancado nunca una chispa generosa; secreto y retraído y solitario como una ostra. El frío de su interior le helaba las viejas facciones, le amorataba la nariz afilada, le arrugaba las mejillas, le entorpecía la marcha, le enrojecía los ojos, le ponía azules los delgados labios; hablaba astutamente y con voz áspera. Fría escarcha cubría su cabeza y sus cejas y su barba de alambre. Siempre llevaba consigo su temperatura bajo cero; helaba su despacho en los días caniculares y no lo templaba ni un grado en Navidad.

El calor y el frío exteriores ejercían poca influencia sobre Scrooge. Ningún calor podía templarle, ninguna temperatura invernal podía enfriarle. Ningún viento era más áspero que él, ninguna nieve más insistente en sus propósitos, ninguna lluvia más impía. El temporal no sabía cómo atacarle. La más mortificante lluvia, y la nieve, y el granizo, y el agua de nieve, podían jactarse de aventajarle en una sola cosa: en que con frecuencia «bajaban» gallardamente, y Scrooge, nunca.

Jamás le detuvo nadie en la calle para decirle alegremente: «Querido Scrooge, ¿cómo estáis? ¿Cuándo iréis a verme?». Ningún mendigo le pedía limosna, ningún niño le preguntaba qué hora era, ningún hombre ni mujer le preguntaron en toda su vida por dónde se iba a tal o cual sitio. Aun los perros de los ciegos parecían conocerle, y cuando le veían acercarse arrastraban a sus amos hacia los portales o hacia las callejuelas, y entonces meneaban la cola como diciendo: «Es mejor ser ciego que tener mal ojo».

¡Pero qué le importaba a Scrooge! Era lo que deseaba: seguir su camino a lo largo de los concurridos senderos de la vida, avisando a toda humana simpatía para conservar la distancia.

Una vez, en uno de los mejores días del año, la víspera de Navidad, el viejo Scrooge se hallaba trabajando en su despacho. Hacía un tiempo frío, crudísimo y nebuloso, y podía oír a la gente que pasaba jadeando arriba y abajo, golpeándose el pecho con las manos y pateando sobre las piedras del pavimento para entrar en calor. Los relojes públicos acababan de dar las tres: pero la oscuridad era casi completa —había sido oscuro todo el día—, y por las ventanas de las casas vecinas se veían brillar las luces como manchas rubias en el aire moreno de la tarde. La bruma se filtraba a través de todas las hendeduras y de los ojos de las cerraduras, y era tan densa por fuera que, aunque la calleja era de las más estrechas, las casas de enfrente se veían como meros fantasmas. Al ver la sórdida nube extenderse, oscureciéndolo todo, uno podría haber pensado que la Naturaleza se estuviera echando encima y estuviera tramando algo a gran escala.

Scrooge, tenía abierta la puerta del despacho para poder vigilar a su dependiente, que, en una celda lóbrega y apartada, una especie de cisterna, estaba copiando cartas. Scrooge tenía poquísima lumbre, pero la del dependiente era mucho más escasa, parecía una sola ascua; mas no podía aumentarla, porque Scrooge guardaba la caja del carbón en su cuarto, y si el dependiente hubiera aparecido trayendo carbón en la pala, sin duda que su amo habría considerado necesario despedirle. Así, el dependiente se embozó en la blanca bufanda y trató de calentarse en la llama de la bujía, pero, como no era hombre de gran imaginación, fracasó en el intento.

—¡Felices Pascuas, tío! ¡Dios os guarde! —gritó una voz alegre.

Era la voz del sobrino de Scrooge, que cayó sobre él con tal precipitación, que fue el primer aviso que tuvo de su aproximación.

—¡Bah! ¡Bah! ¡Bah! ¡Paparruchas! —dijo Scrooge—.

Este sobrino de Scrooge se hallaba tan arrebatado a causa de la carrera a través de la bruma y de la helada, que estaba todo encendido: tenía la cara como una cereza, sus ojos chispeaban y humeaba su aliento.

—Pero tío ¿una paparrucha la Navidad? —dijo el sobrino de Scrooge—. Seguramente no habéis querido decir eso.

—Sí, sí—contestó Scrooge—. ¡Felices Pascuas! ¿Qué derecho tienes tú para estar alegre? ¿Qué razón tienes tú para estar alegre? Eres bastante pobre.

—¡Vamos! —replicó el sobrino alegremente—. ¿Y qué derecho tenéis vos para estar triste? ¿Qué razón tenéis para estar cabizbajo? Sois bastante rico.

No disponiendo Scrooge de mejor respuesta en aquel momento, dijo de nuevo:

—¡Bah! ¡Bah! ¡Bah! —Y a continuación—¡Paparruchas!

—No estéis enfadado, tío —dijo el sobrino.

—¿Cómo no voy a estarlo viviendo en un mundo de locos como éste? ¡Felices Pascuas! ¡Buenas Pascuas te dé Dios! ¿Qué es la Pascua de Navidad sino la época en que hay que pagar cuentas no teniendo dinero; en que te ves un año más viejo y ni una hora más rico. ¿La época en que, hecho el balance de los libros, ves que los artículos mencionados en ellos no te han dejado la menor ganancia después de una docena de meses desaparecidos? Si estuviera en mi mano, a todos los idiotas que van con el «¡Felices Pascuas!» en los labios los cocería en su propia substancia y los enterraría con una vara de acebo atravesándoles el corazón.

—¡Tío! —suplicó el sobrino.

—¡Sobrino! —repuso el tío secamente—. Celebra la Navidad a tu modo y déjame a mí celebrarlo al mío.

—¡Celebrar la Navidad! Pero vos no la celebráis.

—Déjame que no la celebre. ¡Mucho bien puede hacerte a ti! ¡Mucho bien te ha hecho siempre!

—Hay muchas cosas que podían haberme hecho muy bien y que no he aprovechado, me atrevo a decir, entre ellas la Navidad. Mas estoy seguro de que siempre, al llegar esta época, he pensado en la Navidad, aparte la veneración debida a su nombre sagrado y a su origen, como en una agradable época de cariño, de perdón y de caridad; el único día, en el largo almanaque del año, en que hombres y mujeres parecen estar de acuerdo para abrir sus corazones libremente y para considerar a sus inferiores como verdaderos compañeros de viaje en el camino de la tumba y no otra raza de criaturas con destino diferente. Así, pues, tío, aunque tal fiesta nunca ha puesto una moneda de oro o de plata en mi bolsillo, creo que me ha hecho bien y que me hará bien, y digo: ¡Bendita sea!

El dependiente, en su mazmorra, aplaudió involuntariamente: pero, notando en el acto que había cometido una inconveniencia, quiso remover el fuego y apagó el último débil residuo para siempre.

—Que oiga yo otra de estas manifestaciones y os haré celebrar la Navidad echándoos a la calle. Eres de verdad un elocuente orador —añadió, volviéndose hacía su sobrino—. Me admira que no estés en el Parlamento.

—No os enfadéis, tío. ¡Vamos, venid a comer con nosotros mañana!

Scrooge dijo que le agradaría verle… Sí, lo dijo. Pero completó la idea, y dijo que antes le agradaría verlo… en el infierno.

—Pero ¿por qué? —gritó el sobrino— ¿Por qué?

—¿Por qué te casaste?

—Porque me enamoré.

—¡Porque te enamoraste! como si aquello fuese la sola cosa del mundo más ridícula que una alegre Navidad. ¡Buenas tardes!

—Pero, tío, si nunca fuiste a verme antes, ¿por qué hacer de esto una razón para no ir ahora?

—Buenas tardes.

—No necesito nada vuestro, no os pido nada; ¿por qué no podemos ser amigos?

—Buenas tardes, buenas tardes...

—Lamento de todo corazón encontraros tan resuelto. Nunca ha habido el más pequeño disgusto entre nosotros. Pero he insistido en la celebración de la Navidad y llevaré mi buen humor de Navidad hasta lo último. Así, ¡Felices Pascuas tío!

—Buenas tardes.

—¡Y feliz Año Nuevo!

—Buenas tardes...

Su sobrino salió de la habitación, no obstante, sin pronunciar una palabra de disgusto. Detúvose en la puerta exterior para desearle felices Pascuas al dependiente, que, aunque tenía frío, era más ardiente que Scrooge, pues le correspondió cordialmente.

—Este es otro que tal —murmuró Scrooge, que le oyó—; un dependiente con quince chelines a la semana, con mujer y con hijos hablando de la alegre Navidad. Es para llevarle a una casa de locos.

Aquel maniático, al despedir al sobrino de Scrooge, introdujo a otros dos visitantes. Eran dos caballeros corpulentos, simpáticos y estaban de pie, descubiertos, en el despacho de Scrooge. Tenían en la mano libros y papeles y se inclinaron ante él.

—Scrooge y Marley. supongo —dijo uno de los caballeros, consultando una lista— ¿Tengo el honor de hablar al señor Scrooge o al señor Marley?

—El señor Marley murió hace siete años. Esta misma noche hace siete años que murió.

—No dudamos que su liberalidad estará representada en su socio superviviente —dijo el caballero, presentando sus cartas credenciales.

Era verdad. pues ambos habían sido tal para cual. Al oír la horrible palabra «liberalidad», Scrooge frunció el ceño, meneó la cabeza y devolvió al visitante las cartas credenciales.

—En esta alegre época del año, señor Scrooge —dijo el caballero, tomando una pluma—, es más necesario que nunca que hagamos algo en favor de todos los pobres y de los desamparados, que en estos días sufren de modo atroz. Muchos miles de ellos carecen de lo indispensable; cientos de miles necesitan alivio, señor.

—¿No hay cárceles? —preguntó Scrooge.

—Sí, muchísimas cárceles —dijo el caballero, dejando la pluma.

—¿Y casa de corrección? ¿Funcionan todavía?

—Funcionan, sí, todavía. Quisiera poder decir que no funcionan.

—¿El Treadmill y la Ley de Pobreza están, pues en todo su vigor?

—Ambos funcionan continuamente, señor.

—¡Oh!, tenía miedo por lo que decíais al principio de que hubiera ocurrido algo que interrumpiese sus útiles servicios. Me alegra mucho saberlo.

—Persuadido de que tales instituciones apenas pueden proporcionar cristiana alegría a la mente o bienestar al cuerpo de la multitud —continuó el caballero—, algunos de nosotros nos hemos propuesto reunir fondos para comprar a los pobres algunos alimentos y bebidas y un poco de calefacción. Hemos escogido esta época porque es, sobre todas, aquella en que la necesidad se siente con más intensidad y la abundancia se regocija. ¿Con cuánto queréis contribuir?

—¡Con nada! —replicó Scrooge.

—¿Queréis guardar el anónimo?

—Quiero que me dejéis en paz. Puesto que me preguntáis lo que quiero señores, ésa es mi respuesta, que me dejéis en paz. Yo no celebro la Navidad y no puedo contribuir a que se diviertan los vagos; ayudo a sostener los establecimientos de que os he hablado y que cuestan bastante; y quienes estén mal en ellos, que se vayan a otra parte.

—Muchos no pueden, y otros muchos preferirán morir.

—Si prefieren morir, es lo mejor que pueden hacer y así disminuirá el exceso de población. Además, y ustedes perdonen, no entiendo de eso.

—Pues… debierais entender —hizo observar el caballero.

—No es de mi incumbencia. Un hombre tiene bastante con preocuparse de sus asuntos y no debe mezclarse en los ajenos. Los míos me absorben por completo. ¡Buenas tardes, señores!

Comprendiendo claramente que sería inútil insistir, los dos caballeros se marcharon. Scrooge reanudó su tarea con mayor estimación de sí mismo y más animado de lo que tenía por costumbre.