Cuento varios cuentos - Sonia Beatriz Knappmann - E-Book

Cuento varios cuentos E-Book

Sonia Beatriz Knappmann

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Beschreibung

Una colección de cuentos y relatos que exploran tanto las complejidades de lo femenino en la vida cotidiana como al protagonizar relatos fantásticos que nos permiten soñar otras realidades. Los personajes enfrentan desafíos emocionales y personales, desde la lucha contra la obesidad, la psicosis, la reflexión acerca de la eutanasia asistida, hasta las relaciones tóxicas. Estos relatos capturan la esencia de la experiencia humana con una mirada introspectiva y conmovedora. El cuento "Siete gotas por minuto" fue galardonado con Mención de Honor, en el 82° Concurso Internacional de Poesía y Narrativa "El florecer de las letras" 2024.

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Seitenzahl: 71

Veröffentlichungsjahr: 2024

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SONIA BEATRIZ KNAPPMANN

Cuentovarioscuentos

Knappmann, Sonia BeatrizCuento varios cuentos / Sonia Beatriz Knappmann. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-5288-4

1. Cuentos. I. Título.CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Índice

La medialuna

Psicópata a la carta

Licencia por enfermedad

El testigo

Debía hacerlo

Su pelo rojo

La moneda

51 Sur 57 Oeste

Parto normal

Juanita

La torre incorrecta

Siete gotas por minuto

A quienes me dieron tierra para mis raíces.Y cielo para mis alas.

Algunos cuentos son ficciones inspirados en hechos reales.

La medialuna

En camino a la confitería iba acompañada de su sombra, ese espejo móvil, negro y vacío que estaba pegada a algún punto de su cuerpo y se desparramaba por la vereda. No parecía una sombra humana, más bien eran dos óvalos: uno chico arriba y uno gigante después, muy distinta de la sombra que habría dejado el hombre de Vitruvio, si estuviese caminando al lado suyo. Era el día tan esperado donde se iba a encontrar finalmente con su amiga, después de tanto tiempo de haberlo planificado.

Llegó a la tienda de café y buscó un lugar en el fondo del local donde sentarse. Cuando caminaba bamboleándose entre las mesas ya ocupadas, parecía que transitaba por una pasarela, donde todas y todos giraban la cabeza para verla. O, más bien, podría ser la personificación misma del famoso “elefante en el bazar” que amenazaba romper las cosas a golpes de cadera. Sentía las miradas clavarse en su panza y sus grandes muslos. Su camisola negra no daba abasto para ocultar sus más de cien kilos ni tampoco dejaba ver los cuarenta y tres que ya había perdido.

Fue hacia el sitio más escondido, se fijó que la silla fuera firme y ancha y que la mesa estuviese suficientemente lejos como para que pudiera entrar de costado. Era una maniobra difícil donde tenía que flexionarse e ir girando la cadera para que su coxis quede más o menos en el medio del asiento. Una vez sentada, el borde de la mesa, iba a dividir su panza en arriba y abajo. Hacía tres años se había roto la silla cuando ella se sentó, y no volvió a tomar un café en un lugar público. Las burlas y la profunda vergüenza que sintió la lastimaron más que su encuentro brusco con el piso. Tras muchas sesiones de terapia aceptó su enfermedad. Por eso estaba ahí, ejerciendo el derecho de ser gorda y salir a tomar algo con amigas, como lo solía hacer antes de la obesidad mórbida. ¿Qué tendría que hacer la sociedad para respetar a los obesos?

Vino la moza que no tendría un contorno de cintura ni de setenta centímetros, y le preguntó:

—Muy buenos días, ¿qué se va a servir?

—Buenos días. ¿Cuánto cuesta el café con leche con una medialuna?

—Con tres medialunas, cuatro mil pesos... y con una serían... Tres mil.

—¿Y sin medialuna?

—Dos mil quinientos cincuenta.

—Bueno, tráigame solo el café con leche. Gracias.

Empezó a mirar el teléfono como para soportar los primeros minutos que eran los más difíciles. La moza le trajo el pedido y lo dejó en la mesa. Apoyó el celular y vio que había una taza de café con leche y un plato con una factura delante. Quiso llamarla nuevamente para que se lleve el plato, pero ya se había ido.

Sintió las miradas de los demás. Una mujer a su derecha, que no tendría ni sesenta kilos, la miraba en forma inquisidora, como si presenciara la escena de un crimen. Un hombre sentado casi delante suyo, que seguro tendría un índice de masa corporal de menos de veinticinco, miraba la factura y a ella con cierto morbo. Seguro que pensaba: ¡que la gorda se “clave” la factura! Una parte de la gorda también se quería “clavar” la factura, pero esa era la parte contra la cual ella luchaba todos los días.

Este momento lo había visualizado en su terapia. Era la escena temida. Decidió sostener la mirada hasta que los demás dejen de mirarla. Y así fue.

Quedó a solas con la medialuna. Comer o no comer esa era su cuestión. Una pelea desigual: sus ciento treinta kilos contra los cuarenta gramos de la pequeña. Por suerte todavía tenía el tapabocas que la pandemia le agregó a su rostro y eso la protegía de posibles virus e ingestas.

El aroma grasoso y dulce traspasó la tela para ir a instalarse en su nariz, activó su cerebro y más temprano que tarde le inundó la base de la boca con saliva. La digestión ya había empezado. Todo su cuerpo reclamaba eso dulce que había olido. Su mano derecha se iba casi sola, a agarrar el alimento, que estaba a menos de un metro de su boca, para llevarlo y soltarlo sobre la lengua. Ahí empezaba el placer: morder, masticar, tragar. Una maravilla de la naturaleza.

Se decía a sí misma que debía cerrar la única boca que tenía. Solo contraer un músculo: el orbicular de los labios, que, según los libros de anatomía, era un músculo voluntario. El suyo no parecía muy voluntario, más bien un “traidor de cuarta” que se aflojaba con cualquier chocolate.

La volvió a mirar: estaba ahí acostadita en el plato blanco, haciéndose la inocente, como si no tuviese un gramo de grasa saturada ni de azúcar refinada. La parte de arriba brillaba, seguro que era la más crocante. Las puntas le gustaban menos, la parte del medio que era lo más rico. Una miguita de la corteza cayó en un costado y sería lo primero que agarraría.

Se sacó el tapaboca, como en un acto de renuncia. Era preferible beber primero los líquidos para demorar lo más posible lo que parecía inevitable. Tomó el café de a sorbos, sin mirar la mesa, mejor era observar los cuadros o las ventanas. Nada donde hubiese comida.

Recordó a su abuela frente a una enorme taza de café con leche. Hundía los pedazos de facturas y les tiraba un poco de manteca, que era la crema de los pobres. Revolvía todo con la cucharita para que se derritiera la manteca y se convirtiera en pequeños espejitos en la superficie del café caliente, en medio de islas flotantes de masa que se hacían cada vez más marrones y pesadas. Ahí empezaba el festín, su dulce abuela se transformaba y devoraba su chiquero privado desconectándose de todo lo demás. Contrastaba la imagen grotesca con el sabor delicioso. Si su abuela hubiese estado en la silla de al lado en ese momento, le hubiera dicho que comiera sin culpa, que ella misma vivió feliz hasta los ochenta y cinco años a pesar de los potajes.

La abuela no la podía ayudar, estaba sola frente al objeto de su deseo.

Los mozos, parados frente a la barra, miraban de reojo el momento que ella agarrara la medialuna, como si estuvieran viendo un penal de un partido de futbol. Los miró. Tenía derecho a estar ahí, aunque su voluminoso cuerpo les arruinase la postal. Estaba cansada de la discriminación que sufría hacía tanto tiempo.

Ella, en definitiva, podía comer cualquier cosa porque la clave era la moderación, pero las partes de su cuerpo que colgaban sobre sus muslos eran la prueba contundente de que olvidaba las claves fácilmente.

Pasó la moza y aprovechó a decirle:

—Disculpas… ¿Se podría llevar la factura? Porque no la pedí.

—Sí, sí, perdón, ya vuelvo –y siguió caminando hacia otra mesa de donde también la llamaban.

Volvió a estar a solas con su pequeña enemiga, tan sola como en cada atracón. La medialuna seguía desafiándola, obscena. Si la comía, tendría que hacer una hora de caminata para quemar esas calorías, pero dudaba que su rodilla se lo permitiese. A la mañana siguiente tenía turno para hacerse un laboratorio. Su médico fue claro: si no mejoraban los resultados de los estudios tendría que medicarla porque estaba al borde de la diabetes. Mejor no la comía.

El conflicto mujer–cosa se podría resolver fácilmente si venía alguien por las mesas pidiendo una limosna. En vez de moneda le daba la factura y terminaba el dilema. Pero dentro del local no dejaban entrar a los hambrientos sin dinero, solo si pagaban se podían sentar.

Finalmente llegó su amiga, apurada como siempre y la encontró en el fondo de la sala. Le sonrió con la alegría de verla ahí y no enclaustrada en su casa como en los últimos mil días.

—Holis... ¡qué bueno verte acá!... ¡Lo lograste! ¿Cómo tenés la rodilla?

Mientras le daba un abrazo de oso, la recién llegada, se agarró la factura y la empezó a comer.