Oma - Sonia Beatriz Knappmann - E-Book
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Beschreibung

En medio de los convulsos tiempos entre el siglo xix y xx, Ina, una joven nacida en la Alemania rural, vive una historia apasionada, marcada por el trabajo infantil, las guerras y la migración. Desde los ecos de las campanas de su nacimiento hasta el dolor de un muro en medio de su país, esta es una saga de lucha y resiliencia donde el amor resiste los embates del tiempo y la distancia.

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Seitenzahl: 113

Veröffentlichungsjahr: 2024

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SONIA BEATRIZ KNAPPMANN

Oma

Knappmann, Sonia Beatriz Oma / Sonia Beatriz Knappmann. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-5660-8

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de contenido

Primera parte

Capítulo 1 – Cambiando de mundo

Capítulo 2 - Las niñas que nacieron el mismo día

Capítulo 3 - Manitos de princesa

Capítulo 4 - La fábrica

Capítulo 5 - La guerra estaba lejos

Capítulo 6 - Cuando las balas pican cerca

Capítulo 7 - La guerra no fue igual para todos

Segunda parte

Capítulo 8 - Buques con nombres de sierras

Capítulo 9 - Buenos Aires nunca estuvo cerca

Capítulo 10 - ¿Dónde estás, Ina?

Capítulo 11 - Ina, Wilhelm y Konrad

Capítulo 12 - Frutecer

Capítulo 13 - Berlín

Capítulo 14 - En Buenos Aires

Tercera parte

Capítulo 15 - Los descartables: malformados, enfermos o locos

Capítulo 16 - La guerra sobre las cabezas

Capítulo 17 - Subte A

Capítulo 18 - Cuarenta años no es nada

Capítulo 19 - El cartero llamó muchas veces

Capítulo 20 - Doce mil kilómetros no es nada

Agradezco a la vida haber tenido una abuela enamorada.

El siguiente relato es una ficción inspirada en hechos reales

Primera parte

Capítulo 1

Cambiando de mundo

Las tres mujeres eran quemadas en vida, atadas sobre un montón de leños ardiendo. Sus gritos se mezclaban con los de la gente extasiada que creía hacer justicia. Los jueces impávidos hacían la señal de la cruz y se encomendaban, nunca se supo, si al cielo o al infierno. Una de ellas la miraba suplicante, aunque nada se podía hacer para salvarla de la Inquisición. Ya todo estaba hecho.

Siguió lo más rápido que pudo por una calle lateral, antes que la quemen a ella misma por ser partera. Los sonidos y el resplandor del fuego, siempre se apagaban cuando se alejaba de la plaza.

Como sería el tercer bebé de Ana, debía apurar el paso para llegar lo antes posible a la casa de ella. Resbaló en el hielo de la calle y quedó despatarrada panza arriba mirando la Vía Láctea que, a esa hora empezaba a desaparecer, por la invasión de tonos rosados y anaranjados que se mezclaban en el cielo. Miró los pinos quietos como estatuas vegetales, cada uno con su árbol idéntico, blanco de nieve, acostado sobre sus ramas. Revisó que no haya perdido su instrumental del bolso, el mismo que había usado su abuela al atender casi todos los nacimientos del pueblo. No faltaba nada. Un flamante dolor en su tobillo izquierdo la hizo renguear el resto de las tres cuadras que aún le faltaban, sin haber encontrado nada que le funcione como bastón. El silencio era total esa madrugada de noviembre.

Llegó a la única casa donde había un resplandor en la ventana, porque alguien dentro iba “a dar a luz” y nadie había podido dormir esa noche. Golpeó la puerta y hubiera revisado su tobillo, pero Magdalena abrió tan rápido, que parecía agarrada al picaporte hacía rato. Sin dudas, la esperaba con ansiedad, como única garantía de no tener que atender ella misma, el parto de la señora.

—¡Cigüeña! ¡Al fin llegaste! –dijo Magdalena, abrazándola.

—Tranquila, siempre llego, pero a veces para los cumpleaños –dijo riéndose Camila.

Ana estaba en una cama en planta baja, jadeando y quejándose. Por momentos se levantaba y caminaba por la habitación, luego se detenía y se encorvaba en cada contracción. Otros pasos más y empezaba la próxima. Camila preparó lo poco que traía para atender ese nacimiento.

Cuando Ana se acostó, la recién llegada palpó su abdomen con movimientos exactos, reconociendo las partes fetales. Sus manos eran ojos expertos, para saber en qué posición estaba el bebé o los bebés, dato que, la mayoría de las veces se conocía el día del parto. Había aprendido viendo a su abuela, y ella a su madre, y así por generaciones hasta las quemadas de la plaza. Las “maniobras de Leopold” como las llamó la medicina, eran parte del saber de mujeres analfabetas y catalogadas de brujas durante siglos.

Cuando Camila terminó de revisarla, le dijo que su bebé, estaba con la cabeza hacia abajo, no parecía demasiado grande y seguro todo avanzaría bien. Los cuerpos tienen memoria y el de Ana ya sabía lo que tenía que hacer porque pasó dos partos sin dificultades. Mientras tanto amaneció y las calles afuera, tenían los silencios propios de los domingos.

Empezaron las primeras sensaciones de pujo. Camila y Magdalena la alentaban;

—¡Fuerza Ana!, ¡una vez más! –decía la partera.

Sonó la vieja campana de la iglesia que llamaba al culto de las diez de la mañana. Cinco siglos antes las campanas comunicaban muchos eventos comunes de las personas: partos, fallecimientos o invasiones inminentes, pero fueron prohibidas por su valor estratégico y monopolizadas para uso religioso.

Volvió a sonar la campana y Magdalena se emocionó muchísimo:

—Si el niño nace mientras suenan las campanas va a estar bendecido toda la vida –comentó. Animando de esa manera, a la señora de la casa, a pujar con más fuerza.

El niño parecía estar bien donde estaba y la bendición hubiera sido poder seguir en el vientre de su madre. Ana pujaba en cada contracción.

Mientras sonaba nuevamente la campana salía por la vulva la bolsa de aguas. Las mujeres en la habitación se alegraron.

—¡Fuerza Anita!, ¡falta muy poco! –insistió Camila– en la próxima va a nacer.

Ana tenía la cara roja y un pequeño derrame en el ojo. Tomó aire y pujó de nuevo. La partera protegía el periné para evitar desgarros. Empezó a salir la cabeza envuelta aún por las membranas amnióticas. La habitación se transformó en una fiesta.

—¡Parto velado! –dijo Camila, mientras tomaba la cabeza con ambas manos.

—¡Va a tener dones!, ¡curar personas!, ¡clarividencia! –casi gritó Magdalena y siguió diciendo– ¡no va a morir ahogado porque nace protegido en el agua!

—No puedo más –dijo Ana. Mientras con la mirada anticipaba otra contracción.

Cuarta vez que tembló el campanario.

—¡El bebé salió con la cara hacia arriba! –dijo la partera mientras giraba lentamente la cabeza hacia un costado.

—Está mirando a Dios –agregó la futura cuidadora, que empezó a llorar de emoción.

Nuevo sonido de viejas campanas. El bebé seguía envuelto en las membranas, que recién se rompieron cuando empezó a salir el primer hombro debajo del pubis y largó un líquido claro.

Sexto campanazo: la partera lentamente subió el bebé hacia arriba para que salga el segundo hombro.

—Ahora no pujes –le dijo a Ana.

Séptimo campanazo. Se fue deslizando el cuerpito, apareció el pecho, el ombligo con el cordón umbilical y terminaron de salir las piernitas. Todas querían ver el sexo.

El bebé lloró con fuerza en el octavo sonido de las campanas. Todos se emocionaron. Su papá, en otra habitación estaba atento a cuánto llanto pudiera escuchar y abrazó a las dos hijitas que estaban a su lado que ahora tenían un hermanito.

El recién nacido, mojado y ensangrentado, abría brazos y dedos disfrutando un espacio enorme que había obtenido como premio, por salir de su pequeño paraíso. Camila cortaba el cordón umbilical con la tijera que no había perdido cuando se cayó en la calle.

—Es otra nena –dijo la partera, sabiendo de sobra que esperaban a Rudolf, quien iba a continuar el apellido paterno.

Su madre deseaba un varón desde el primer embarazo y este era su último intento. Sintió que todo su esfuerzo fue inútil. No había nombre para una nena.

En el décimo campanazo de ese día, la bebé ya estaba en los brazos de su mamá y no tardó en prenderse al pecho. Camila revisaba posibles desgarros en el periné, terminaba de sacar la placenta y controlaba las pérdidas de sangre. Lentamente, reaparecía su propio cuerpo desde el dolor de su tobillo izquierdo.

Nació Ina, ochenta y nueve años antes de morir ahogada por un edema de pulmón.

Capítulo 2

Las niñas que nacieron el mismo día

Ina jugaba con monedas de oro, eso no les pasaba a muchas niñas, pero a ella sí. Hacía torres de castillos imaginarios, caminitos, las monedas podían ser niños que saltaban y corrían cuando iban a la escuela. Había para todo lo que quisiera jugar y más.

El baúl estaba lleno de monedas que su padre y su abuelo consiguieron en los negocios familiares. Para ella eran hermosas, solo eso, nada sabía de lo que significaban para los adultos, aunque le enseñaron que no podía llevar a sus amigos a jugar al desván, que era solo para las tres hermanas.

En los días de sol ellas jugaban en los jardines de la casa con sus amigas o en la calle donde rara vez pasaba una carreta. Rainer, el hijo de Camila, sabía los mejores lugares para jugar a las escondidas. Cuando nadie los veía, iban a ver a Rigoberto, al hermanito de él, que no salía de la habitación ni nadie lo visitaba. Ina, al comienzo, se había asustado mucho cuando lo vio todo doblado, esquelético y babeando y solo salió corriendo. De a poco, de la mano de Rainer, lo fue conociendo. En cambio, Waltraud, su mejor amiga, le tenía miedo, decía que el niño era el monstruo del cual hablaban los cuentos y nada quería saber con ir a verlo.

Ina le fue tomando cariño y visitar a Rigoberto era el secreto entre ella y Rainer. Iban con los bolsillos repletos de masitas horneadas por Magdalena y lo ayudaban a comerlas sin que se atragante. Rigoberto, había sufrido una parálisis cerebral al nacer y sus padres no lo aceptaron, por eso Camila, que había atendido su parto, lo llevó a vivir con ella, cuando Rainer todavía era bebé. Los crio juntos como buenos hermanos. Para Rigoberto la vida misma era un juego a las escondidas donde nadie cantó “piedra libre” y él pudo salir del escondite.

A miles de kilómetros al sur, Herunga pasaba las tardes jugando con su amiga Ndapewa, armaban las muñecas con lo que tenían y jugaban a ser mamás. Su hermano Tjipetekera, que significaba “feliz” en herero, hacía honor a su nombre creciendo a pasos agigantados y siendo, por lejos, el más popular entre los adolescentes. Herunga e Ina habían nacido el mismo día; Ina en el sur de Alemania, cuando el Estado Alemán recién se había unificado, unos treinta años antes. Herunga en una colonia alemana en el sudoeste de África, cuando recién había sido invadida. Alemanes y hereros luchaban por la tierra, de los hereros, claro. Imposible pensar que los hereros hubiesen invadido Alemania.

El papá de Herunga, que había resistido la invasión alemana, fue colgado de un árbol frente a todos los niños: para que aprendan. Su hijita tenía pesadillas donde él hacía movimientos espasmódicos hasta quedarse absolutamente quieto mirando el piso, agarrado con la soga desde el cuello. A veces soñaba que la miraba a ella.

El papá de Ina, Tederich, la llevaba a la iglesia luterana los domingos a la mañana. Solo escuchar el “Canon” de Pachelbel, tocado en el órgano centenario de la “kirche”, lo hacía quebrarse y soltar desde sus ojos celestes, los líquidos que produce el alma cuando sale a volar. Entonces, la acariciaba y le besaba la frente.

—Pachelbel fue el señor que hizo esta música y tocaba el órgano en este lugar –le decía a su hija mostrando el inmenso instrumento en la pared de la puerta de entrada.

—¿Acá mismo? –preguntó la niña, que no entendía que un instrumento vaya de pared a pared.

—Sí, tocaba acá y le enseñó a tocar a los hermanos Bach, que siempre los escuchamos –agregó el padre– parece que la música la hicieron los mismos ángeles...

Ese día la liturgia terminó un poco antes, porque el pastor que la conducía, no se sentía bien durante el sermón.

Ina volvía a su casa de la mano de su papá.

—¿Ves esa puerta, Ina? –decía el padre señalando una puerta con su torre que había perdido sus paredes laterales –antes se entraba al pueblo por ahí y estaba todo rodeado de murallas que protegían la ciudad.

—¿Y dónde están las murallas? –dijo la niña girando la cabeza para encontrarlas.

—Las tiraron abajo cuando el pueblo creció y ya molestaban...

—¿Eso le pasó al pueblo?

Mientras tanto, cortaban flores en el camino para llevarlas a su mamá que no había podido asistir a la iglesia.

Herunga caminaba agarrada de la mano de su mamá y de su hermano Tjipetekera, mientras él le decía que todo iba a estar bien. La caravana era enorme, delante iban los soldados con una bandera negra, blanca y roja, que era la bandera del Káiser Guillermo II. Herunga no sabía qué era eso. Solo sabía que su madre llevaba una cadena al cuello que antes no tenía y le caía leche de sus pechos para su hermanito. Herunga escuchaba gritos, golpes y disparos y el horrible ruido de las cadenas todo el tiempo. Tenía mucha sed.

—¡Mirá esa nube! –decía su hermano– parece un pájaro...

—A mí no me parece –contestaba la niña que no podía apartar su mirada del grillete que él tenía en el cuello y que era parecido al que llevaba su madre– ¿a dónde vamos? Quiero ir a casa.

—A conocer el mar –decía su hermano.

—No sé qué es eso –respondió Herunga.

Cuando se acercaban los soldados todos temblaban. Uno de los soldados se descompuso y fue burlado por los demás.

—Me quiero volver a Stuttgart. Dios no quiere esto para sus hijos–decía el hombre en alemán que, ni los hereros ni los namaquíes podrían entender.