Cuentos Clásicos Para Niños En Español 2 - (Ilustrado) - Hans Christian Andersen - E-Book

Cuentos Clásicos Para Niños En Español 2 - (Ilustrado) E-Book

Hans Christian Andersen

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Beschreibung

Cuento Tomo 2
Incluye ilustraciones solo en la portada de cada título. (Ilustrado)
El ebook cuenta con 10 cuentos clásicos infantiles para niños en español:

  • El Alforfón
  • El Duendecillo y La Mujer
  • La Bella Durmiente Del Bosque
  • La Cenicienta
  • La Cerillera
  • La Reina De Las Nieves
  • La Sirenita
  • Las Zapatillas Rojas
  • El Traje Nuevo Del Emperador
  • Piel De Asno

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Hans Christian Andersen, Jacob y Wilhelm Grimm, Charles Perrault

UUID: b76b5015-9b86-4693-b6dc-58e40b6f79a8
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Índice

El Alforfon

El Duendecillo y La Mujer

El Traje Nuevo Del Emperador

La Bella Durmiente Del Bosque

La Cenicienta

La Cerillera

La Reina De Las Nieves

Primer Episodio

Segundo Episodio

Tercer Episodio

Cuatro Episodio

Quinto Episodio

Sexto Episodio

Séptimo Episodio

La Sirenita

Las Zapatillas Rojas

Piel De Asno

El Alforfon

Si después de una tormenta pasan junto a un campo de alforfón, lo verán a menudo ennegrecido y como chamuscado; se diría que sobre él ha pasado una llama, y el labrador observa: -Esto es de un rayo-. Pero, ¿cómo sucedió? Les voy a contar, pues yo lo sé por un gorrioncillo, al cual, a su vez, se lo reveló un viejo sauce que crece junto a un campo de alforfón. Es un sauce corpulento y venerable pero muy viejo y contrahecho, con una hendidura en el tronco, de la cual salen hierbajos y zarzamoras. El árbol está muy encorvado, y las ramas cuelgan hasta casi tocar el suelo, como una larga cabellera verde.

En todos los campos de aquellos contornos crecían cereales, tanto centeno como cebada y avena, esa magnífica avena que, cuando está en sazón, ofrece el aspecto de una fila de diminutos canarios amarillos posados en una rama. Todo aquel grano era una bendición, y cuando más llenas estaban las espigas, tanto más se inclinaban, como en gesto de piadosa humildad. Pero había también un campo sembrado de alforfón, frente al viejo sauce. Sus espigas no se inclinaban como las de las restantes mieses, sino que permanecían enhiestas y altivas.

-Indudablemente, soy tan rico como la espiga de trigo -decía-, y además soy mucho más bonito; mis flores son bellas como las del manzano; deleita los ojos mirarnos, a mí y a los míos. ¿Has visto algo más espléndido, viejo sauce?

El árbol hizo un gesto con la cabeza, como significando: « ¡Qué cosas dices! ». Pero el alforfón, pavoneándose de puro orgullo, exclamó:

-¡Tonto de árbol! De puro viejo, la hierba le crece en el cuerpo.

Pero he aquí que estalló una espantosa tormenta; todas las flores del campo recogieron sus hojas y bajaron la cabeza mientras la tempestad pasaba sobre ellas; sólo el alforfón seguía tan engreído y altivo.

-¡Baja la cabeza como nosotras! -le advirtieron las flores.

- ¡Para qué! -replicó el alforfón.

-¡Agacha la cabeza como nosotros! -gritó el trigo-. Mira que se acerca el ángel de la tempestad. Sus alas alcanzan desde las nubes al suelo, y puede pegarte un aletazo antes de que tengas tiempo de pedirle gracia. -¡Que venga! No tengo por qué humillarme - respondió el alforfón.

-¡Cierra tus flores y baja tus hojas! -le aconsejó, a su vez, el viejo sauce-. No levantes la mirada al rayo cuando desgarre la nube; ni siquiera los hombres pueden hacerlo, pues a través del rayo se ve el cielo de Dios, y esta visión ciega al propio hombre. ¡Qué no nos ocurriría a nosotras, pobres plantas de la tierra, que somos mucho menos que él!

-¿Menos que él? -protestó el alforfón-. ¡Pues ahora miraré cara a cara al cielo de Dios!

Y así lo hizo, cegado por su soberbia. Y tal fue el resplandor, que no pareció, sino que todo el mundo fuera una inmensa llamarada.

Pasada ya la tormenta, las flores y las mieses se abrieron y levantaron de nuevo en medio del aire puro y en calma, vivificados por la lluvia; pero el alforfón aparecía negro como carbón, quemado por el rayo; no era más que un hierbajo muerto en el campo.

El viejo sauce mecía sus ramas al impulso del viento, y de sus hojas verdes caían gruesas gotas de agua, como si el árbol llorase, y los gorriones le preguntaron:

-¿Por qué lloras? ¡Si todo esto es una bendición! Mira cómo brilla el sol, y cómo desfilan las nubes. ¿No respiras el aroma de las flores y zarzas? ¿Por qué lloras, pues, viejo sauce?

Y el sauce les habló de la soberbia del alforfón, de su orgullo y del castigo que le valió.

Yo, que os cuento la historia, la oí de los gorriones. Me la narraron una tarde, en que yo les había pedido que me contaran un cuento.

Fin

El Duendecillo y La Mujer

Al duende lo conoces, pero, ¿y a la mujer del jardinero? Era muy leída, se sabía versos de memoria, incluso era capaz de escribir algunos sin gran dificultad; sólo las rimas, el «remache», como ella decía, le costaba un regular esfuerzo. Tenía dotes de escritora y de oradora; habría sido un buen señor rector o, cuando menos, una buena señora rectora.

-Es hermosa la Tierra en su ropaje dominguero -había dicho, expresando luego este pensamiento revestido de bellas palabras y «remachándolas», es decir, componiendo una canción edificante, bella y larga.

El señor seminarista Kisserup -aunque el nombre no hace al caso -era primo suyo, y acertó a encontrarse de visita en casa de la familia del jardinero. Escuchó su poesía y la encontró buena, excelente incluso, según dijo.

-¡Tiene usted talento, señora! -añadió.

-¡No diga sandeces! -atajó el jardinero-. No le meta esas tonterías en la cabeza. Una mujer no necesita talento. Lo que le hace falta es cuerpo, un cuerpo sano y dispuesto, y saber atender a sus pucheros, para que no se quemen las papillas.

-El sabor a quemado lo quito con carbón -respondió la mujer-, y, cuando tú estás enfurruñado, lo arreglo con un besito. Creería una que no piensas sino en coles y patatas, y, sin embargo, bien te gustan las flores.

Y le dio un beso.

-¡Las flores son el espíritu! -añadió.

-Atiende a tu cocina -gruñó él, dirigiéndose al jardín, que era el puchero de su incumbencia.

Entretanto, el seminarista tomó asiento junto a la señora y se puso a charlar con ella.

Sobre su lema «Es hermosa la Tierra» pronunció una especie de sermón muy bien compuesto.

-La Tierra es hermosa, sometedla a su poder, se nos ha dicho, y nosotros nos hicimos señores de ella. Uno lo es por el espíritu, otro por el cuerpo; uno fue puesto en el mundo como signo de admiración, otro como guión mayor, y cada uno puede preguntarse: ¿cuál es mi destino? Éste será obispo, aquél será sólo un pobre seminarista, pero todo está sabiamente dispuesto. La Tierra es hermosa, y siempre lleva su ropaje dominguero. Su poesía hace pensar, y está llena de sentimiento y de geografía.

-Tiene usted ingenio, señor Kisserup -respondió la mujer-. Mucho ingenio, se lo aseguro.

Hablando con usted, veo más claro en mí misma.

Y siguieron tratando de cosas bellas y virtuosas. Pero en la cocina había también alguien que hablaba; era el duendecillo, el duendecillo vestido de gris, con su gorrito rojo. Ya lo conoces.

Pues el duendecillo estaba en la cocina vigilando el puchero; hablaba, pero nadie lo atendía, excepto el gato negro, el «ladrón de nata», como lo llamaba la mujer.

El duendecillo estaba enojado con la señora porque -bien lo sabía él- no creía en su existencia. Es verdad que nunca lo había visto, pero, dada su vasta erudición, no tenía disculpa que no supiera que él estaba allí y no le mostrara una cierta deferencia. Jamás se le ocurrió ponerle, en Nochebuena, una buena cucharada de sabrosas papillas, homenaje que todos sus antecesores habían recibido, incluso de mujeres privadas de toda cultura. Las papillas habían quedado en mantequilla y nata. Al gato se le hacía la boca agua sólo de oírlo.

-Me llama una entelequia -dijo el duendecillo-, lo cual no me cabe en la cabeza. ¡Me niega, simplemente! Ya lo había oído antes, y ahora he tenido que escucharlo otra vez. Allí está charlando con ese calzonazos de seminarista. Yo estoy con el marido: « ¡Atiende a tu puchero!». ¡Pero quiá! ¡Voy a hacer que se queme la comida!

Y el duendecillo se puso a soplar en el fuego, que se reavivó y empezó a chisporrotear. ¡Surterurre-rup! La olla hierve que te hierve.

-Ahora voy al dormitorio a hacer agujeros en los calcetines del padre -continuó el duendecillo-. Haré uno grande en los dedos y otro en el talón; eso le dará que zurcir, siempre que sus poesías le dejen tiempo para eso. ¡Poetisa, poetiza de una vez las medias del padre!

El gato estornudó; se había resfriado, a pesar de su buen abrigo de piel. -He abierto la puerta de la despensa -dijo el duendecillo-. Hay allí nata cocida, espesa como gachas. Si no la quieres, me la como yo.

-Puesto que, sea como fuere, me voy a llevar la culpa y los palos -dijo el gato mejor será que la saboree yo.

-Primero la dulce nata, luego los amargos palos -contestó el duendecillo-. Pero ahora me voy al cuarto del seminarista, a colgarle los tirantes del espejo y a meterle los calcetines en la jofaina; creerá que el ponche era demasiado fuerte y que se le subió a la cabeza. Esta noche me estuve sentado en la pila de leña, al lado de la perrera; me gusta fastidiar al perro.

Dejé colgar las piernas y venga balancearlas, y el mastín no podía alcanzarlas, aunque saltaba con todas sus fuerzas.

Aquello lo sacaba de quicio, y venga ladrar y más ladrar, y yo venga balancearme; se armó un ruido infernal. Despertamos al seminarista, el cual se levantó tres veces, asomándose a la ventana a ver qué ocurría, pero no vio nada, a pesar de que llevaba puestas las gafas; siempre duerme con gafas.

-Di « ¡miau! » si viene la mujer -interrumpióle el gato- Oigo mal hoy, estoy enfermo.

-Te regalaste demasiado -replicó el duendecillo-. Vete al plato y saca el vientre de penas.

Pero ten cuidado de secarte los bigotes, no se te vaya a quedar nata pegada en ellos. Anda, vete, yo vigilaré.

Y el duendecillo se quedó en la puerta, que estaba entornada; aparte la mujer y el seminarista, no había nadie en el cuarto. Hablaban acerca de lo que, según expresara el estudiante con tanta elegancia, en toda economía doméstica debería estar por encima de ollas y cazuelas: los dones espirituales.

-Señor Kisserup -dijo la mujer -, ya que se presenta la oportunidad, voy a enseñarle algo que no he mostrado a ningún alma viviente, y mucho menos a mi marido: mis ensayos poéticos, mis pequeños versos, aunque hay algunos bastante largos. Los he llamado «Confidencias de una dueña honesta». ¡Doy tanto valor a las palabras castizas de nuestra lengua!

-Hay que dárselo -replicó el seminarista-. Es necesario desterrar de nuestro idioma todos los extranjerismos.

-Siempre lo hago -afirmó la mujer-. Jamás digo «merengue» ni «tallarines», sino «rosquilla espumosa» y «pasta de sopa en cintas». Y así diciendo, sacó del cajón un cuaderno de reluciente cubierta verde, con dos manchurrones de tinta.

-Es un libro muy grave y melancólico -dijo-. Tengo cierta inclinación a lo triste. Aquí encontrará «El suspiro en la noche», «Mi ocaso» y «Cuando me casé con Clemente», es decir, mi marido. Todo esto puede usted saltarlo, aunque está hondamente sentido y pensado. La mejor composición es la titulada «Los deberes del ama de casa»; toda ella impregnada de tristeza, pues me abandono a mis inclinaciones. Una sola poesía tiene carácter jocoso; hay en ella algunos pensamientos alegres, de esos que de vez en cuando se le ocurren a uno; pensamientos sobre -no se ría usted- la condición de una poetisa.

Sólo la conocemos yo, mi cajón, y ahora usted, señor Kisserup. Amo la Poesía, se adueña de mí, me hostiga, me domina, me gobierna. Lo he dicho bajo el título «El duendecillo». Seguramente usted conoce la antigua superstición campesina del duendecillo, que hace de las suyas en las casas. Pues imaginé que la casa era yo, y que la Poesía, las impresiones que siento, eran el duendecillo, el espíritu que la rige. En esta composición he cantado el poder y la grandeza de este personaje, pero debe usted prometerme solemnemente que no lo revelará a mi marido ni a nadie. Lea en voz alta para que yo pueda oírla, suponiendo que pueda descifrar mi escritura. Y el seminarista leyó y la mujer escuchó, y escuchó también el duendecillo.

Estaba al acecho, como bien sabes, y acababa de deslizarse en la habitación cuando el seminarista leyó en alta voz el título.

-¡Esto va para mí! -dijo-. ¿Qué debe haber escrito sobre mi persona? La voy a fastidiar.

Le quitaré los huevos y los polluelos, y haré correr a la ternera hasta que se le quede en los huesos. ¡Se acordará de mí, ama de casa!

Y aguzó el oído, prestando toda su atención; pero cuanto más oía de las excelencias y el poder del duendecillo, de su dominio sobre la mujer - y ten en cuenta que al decir duendecillo ella entendía la Poesía, mientras aquél se atenía al sentido literal del título -, tanto más se sonreía el minúsculo personaje. Sus ojos centelleaban de gozo, en las comisuras de su boca se dibujaba una sonrisa, se levantaba sobre los talones y las puntas de los pies, tanto que creció una pulgada. Estaba encantado de lo que se decía acerca del duendecillo.

-Verdaderamente, esta señora tiene ingenio y cultura. ¡Qué mal la había juzgado! Me ha inmortalizado en sus «Confidencias»; irá a parar a la imprenta y correré en boca de la gente.

Desde hoy no dejaré que el gato se zampe la nata; me la reservo para mí. Uno bebe menos que dos, y esto es siempre un ahorro, un ahorro que voy a introducir, aparte que respetaré a la señora.

-Es exactamente como los hombres este duende -observó el viejo gato-. Ha bastado una palabra zalamera de la señora, una sola, para hacerle cambiar de opinión. ¡Qué taimada es nuestra señora!

Y no es que la señora fuera taimada, sino que el duende era como, son los seres humanos.

Si no entiendes este cuento, dímelo. Pero guárdate de preguntar al duendecillo y a la señora.

Fin