Cuentos de María la Gorda - Isabel San Sebastián - E-Book

Cuentos de María la Gorda E-Book

Isabel San Sebastián

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Beschreibung

Hay lugares mágicos que abren las puertas de los sueños más audaces. Isabel San Sebastián encontró el suyo en el Caribe, inspiración de esta recopilación de relatos, que es, además, el primer libro de ficción de la famosa periodista española. En los «Cuentos de María la Gorda» hay mucho de autobiografía, algo de metáfora y grandes dosis de pasión. Sus protagonistas habitan entre el brumoso pasado y un enigmático futuro: Laura, una joven de Provenza que desconoce su origen, es salvada de la muerte por un monje guerrero en pleno fragor de las Cruzadas; María y Pedro, en un Madrid maniatado por el terrorismo, se enfrentan a la brutalidad aferrándose al amor sensual; la vieja Nalú, guardiana de la memoria, habla de un tiempo femenino y ancestral, entre los hielos de un mundo inhóspito; hombres sedientos de sangre asisten frente al gran azul a una metamorfosis liberadora; mientras un pastor vasco, presa de un hechizo tenebroso, lleva su locura hasta el sacrificio… Y finalmente María la Gorda, subyugante esclava mulata que impera entre los cañaverales bajo el sol abrasador de la Cuba del XVIII, transforma su cuerpo espléndido en senda de libertad. Los relatos se despliegan como entradas secretas a otros mundos donde reina la fantasía y en los que es posible cambiar el destino.

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Seitenzahl: 158

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Isabel San Sebastián

Cuentos de María la Gorda

Dibujos de Salvador Villalba

Saga

Cuentos de María la Gorda

 

Copyright © 2005, 2021 Isabel San Sebastián and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726890419

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

A Félix, que nos contó

tantos cuentos, y a María Camino,

cuya mirada era azul...

Agradecimientos

Gracias a Salva, por regalarme un cuaderno

de tapas azules que no hablaba de política.

A Nuria, por su aliento entusiasta.

Y a Ymelda, por confiar en mí.

Gracias a todos los que leáis estas páginas

con indulgencia...

el tapiz

francesca rebuscó entre los ovillos que alfombraban el suelo de la habitación sin puertas, hasta encontrar el tono exacto que deseaba. Algo en su interior le gritaba que se diera prisa, de modo que enhebró el hilo escogido en una aguja de plata y, sin permitirse la menor vacilación, siguió añadiendo pinceladas al tapiz que poco a poco iba dibujándose en el bastidor de madera situado junto a la ventana. Un viento gélido se colaba por aquella tronera orientada a un horizonte de parduscos pedregales, y las manos de la tejedora habrían agradecido gustosas un paseo por el calorcillo que desprendía la lumbre de la chimenea. Pero el tiempo apremiaba y era menester aprovechar hasta el último rayo de luz diurna para adelantar la labor en marcha, de manera que aquellos dedos hábiles reanudaron su faena ignorando la fatiga.

Con increíble soltura, sin esfuerzo aparente y las más de las veces incluso sin necesidad de fijar la vista, Francesca iba y venía con su diminuta lanzadera, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda de la delicada urdimbre, alternando mil y un matices de una misma tonalidad rescatada de lo más recóndito de la memoria. Y mientras esas manos grandes, hermosas, cálidas en la caricia y fuertes para trabajar, iban tramando un ligamento digno de adornar el lecho de una princesa, su corazón volvió a sentir otra punzada de dolor idéntica a las que en los últimos tiempos le habían robado la paz y la mantenían atada a aquel rústico telar, sin un instante de sosiego.

Era un fogonazo seco, un golpe brutal de pena que la dejaba sin aliento y desataba en su interior un torrente de llanto seco, incapaz de hacerse lágrima y abrirse paso hasta la luz. Comenzaba con una sensación de angustia, que poco a poco iba transformándose en asfixia y acababa irremisiblemente en esa visión feroz que le abrasaba los ojos: el caserón envuelto en llamas, los alaridos de los agonizantes, la jauría humana que invadía el santuario de su amor, sedienta de venganza, y él, el tonsurado de ropaje blanco mancillado, que agarraba por la cintura a su pequeña Laura, vociferando órdenes, a la vez que ésta tendía sus bracitos en actitud de súplica hacia su impotente madre. Podía ver su adorado rostro contraído por el terror, oír sus gritos de súplica, oler el perfume de su piel entre el hedor de la muerte y sentir su insondable soledad. Tocaba con la punta de los dedos las manitas de la criatura que le arrebataban, con el mismo desgarro de antaño, y miraba con idéntica incredulidad al hombre que se la había arrancado del regazo y que regresaba incansable, desde el infierno de los recuerdos, para quebrar en nombre de un Dios despiadado el más sagrado de los lazos.

 

Aquel hombre sin rostro que moraba las pesadillas de Francesca había llegado lejos. Miembro de la Orden fundada por Domingo de Guzmán, devoto cumplidor de su estricta Norma y entusiasta combatiente en la cruzada contra la Herejía encomendada a sus hermanos por los papas Gregorio IX e Inocencio III, Bernardo de Poitiers llevaba ya mucho tiempo alejado de las salpicaduras que dejaba en el alma y en el hábito la sangre de los infieles enviados a rendir cuentas al Altísimo de sus conductas desviadas. Legado pontificio en la próspera ciudad de Narbona, por la gracia de Dios y la intercesión de su buen amigo, Fulko de Marsella, a la sazón obispo de Tolosa, disfrutaba ya en el ocaso de su vida de las comodidades y privilegios propios de su rango, incluido el de casar próximamente, con todo el boato requerido para la ocasión, a su amadísima sobrina, Laura, bella y pura como uno de los lirios del río que podía divisar en la lejanía, desde el ventanal de su dormitorio.

El camino hasta esa mansión fortificada de dos plantas, situada en la parte alta de la ciudad amurallada, no había resultado, sin embargo, en modo alguno despejado, como tampoco tarea sencilla había sido alcanzar el estatus del que gozaba, que nada tenía que envidiar al del mismísimo Conde de Tolosa. Hijo de una aldea bañada por el Clain y de una familia de siervos de la gleba de la que sobrevivían siete hermanos, Bernardo, nacido François, no habría salido del yugo, el hambre y la miseria, de no haber sido porque Dios le bendijo desde chico con una mente despierta y una ambición ilimitada, que le llevaron a ingresar, con apenas ocho años, en un convento fundado poco tiempo atrás por el mismísimo Domingo, en el que pronto aprendió todo lo necesario para abrirse paso en la orden llamada a liderar la gran Cruzada del cristianismo verdadero contra las múltiples idolatrías que proliferaron en aquellos tiempos de oscuridad. Y así fue como, cuando en los albores del nuevo siglo Simon de Monfort armó un ejército capaz de borrar de la faz del planeta a las fuerzas del Mal arraigadas en las tierras que hablaban la lengua de Oc, Bernardo no tardó en unirse a los clérigos comandados por el cistersiense Arnaud Amaury, guía y sostén espiritual de aquellos infatigables guerreros.

Forjada su fe en el más allá en mil ayunos y mortificaciones, fortalecido su ardor espiritual en la renuncia radical a todos los placeres de la carne, el joven dominico se convirtió en el brazo derecho del temido monje, al que acompañó como confidente y confesor en el interminable asedio de Tolosa. Con él compartió los sitios y violentas conquistas de todas las villas, villorrios y pedanías que osaron desafiar la autoridad papal, y a su lado asistió a la aniquilación de aquellos que rehusaron entregar a la hoguera a sus habitantes abrazados a la fe de los Perfectos. Vestido con su túnica blanca y entonando cánticos de alabanza, Bernardo gozó con las rendiciones de Albi, Foix, Minerve, Bram, Castres, Carcasona y Narbona, impartiendo bendiciones a los soldados antes de la batalla y recorriendo los campos sembrados de cadáveres después del combate, con el fin de proporcionar el consuelo de los últimos sacramentos a los agonizantes. En Lavaur, contempló sin turbación alguna el martirio de cuatrocientos herejes que fueron conducidos atados de pies y manos hasta diez enormes haces de leña levantados a orillas del Garona, donde sus cuerpos fueron arrojados al fuego para que sus almas purificadas ascendieran hasta los cielos. En un cálido amanecer de julio del Año de Nuestro Señor de 1209, escuchó impertérrito la arenga que su maestro dispensó a las tropas de Monfort concentradas frente a las murallas de Béziers, y pudo oír claramente la terrible sentencia dictada contra sus habitantes: «¡Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos!»

La orden fue meticulosamente ejecutada. A lo largo de una jornada tórrida e interminable, hombres de a pie y caballeros armados a lomos de gigantescas monturas de combate recorrieron las callejuelas de la próspera ciudad mediterránea, cortando gargantas, aplastando cabezas, desmembrando cuerpos infantiles y abrasando a vivos y muertos en las llamas de una insaciable cólera sobrehumana. Siguiendo las instrucciones recibidas, los cruzados no distinguieron entre buenos cristianos, gnósticos y cátaros, ancianos y niños, mujeres u hombres, seglares o religiosos. Los veinte mil vecinos de Béziers fueron pasados a cuchillo sin misericordia alguna ni respeto siquiera por la centenaria tradición del sagrado, pues tampoco se libraron de la espada los cerca de dos mil fieles que se habían refugiado en la iglesia de Santa María Magdalena, en el día de la Patrona, buscando una protección que la primera discípula de Cristo no fue capaz de ofrecerles. Cuando ya no quedó un alma viva ni una casa que asaltar, pues la soldadesca se había cebado en el pillaje y el botín estaba a buen recaudo, las antorchas hicieron su trabajo, empezando por la orgullosa catedral de San Nazario, para que la urbe pecadora que había desafiado a Roma ardiera hasta los cimientos. Esa misma noche, Arnaud Amaury dio cuenta escrita al papa Inocencio del resultado de su misión: «La venganza divina ha sido majestuosa.»

Luego le llegó el turno a Beauchemin.

 

En realidad, aquel paraje no era una aldea propiamente dicha, sino más bien un caserío situado sobre un acantilado y rodeado de viñedos por tres de sus cuatro costados. La casa del amo, flanqueada por pequeñas cabañas de adobe encaladas, era una edificación amplia, de ladrillo anaranjado y techumbre de teja, con amplias ventanas abiertas a un mar color turquesa a la luz del día, que iba adquiriendo una tonalidad más profunda y oscura a medida que avanzaba la tarde. Frente al enorme portón de madera de castaño, orientado a poniente, los gansos se disputaban el alimento con las gallinas y su algarabía apenas dejaba oír la voz del ama, Francesca, incapaz de realizar las tareas de la casa, amasar el pan o moler el grano, si no era entonando alguna de las muchas canciones aprendidas en su infancia. Unos cánticos festivos, como la vida de su intérprete, que desde hacía ya cinco irrepetibles veranos enseñaba a cantar a Laura, una criatura rubia de tez clarísima y ojos risueños, capaz de iluminar una noche oscura o alegrar el más amargo de los momentos con una sola de sus inagotables sonrisas.

Laura y Francesca lo hacían todo juntas: juntas cultivaban el huerto de hortalizas, bajaban al mercado los sábados por la mañana, acudían a la lonja de Sanary en busca de pescado, montadas en un carricoche del que tiraba Pépère, un percherón regalado a la chiquilla por su padre cuando era todavía un bebé, y juntas compartían la calma del atardecer, sentadas frente a la chimenea, Laura con la cabeza apoyada en el regazo de su madre y ésta tejiendo alguna labor de punto, mientras desgranaba historias para entretener a la pequeña. Juntas rezaban al Niño Jesús ya de noche, de rodillas junto al lecho, antes de acostarse la niña entre edredones de plumas. Después, cuando Laura dormía, Francesca se entregaba a su hombre entre suspiros de placer, porque el amor frente al Mediterráneo era también carne y era piel, y aquella mujer adoraba a su marido.

Hasta ese rincón de paz llegaron los hombres de Monfort, ebrios aún de la matanza de Béziers y sedientos de más sangre con la que saciar su odio, al anochecer del 26 de julio. Cuando la siniestra comitiva, un destacamento de la vanguardia del vizconde enviada en avanzadilla en busca de suministros para el grueso del ejército, coronó la colina que ocultaba de su vista los tejados de Beauchemin e inició el descenso hacia el pequeño valle, los últimos labriegos rezagados estaban recogiendo los aperos para marchar a sus casas, mientras las mujeres disponían paja fresca en los establos y atendían a los animales. Todos estaban sumidos en sus propias faenas, deseosos de acabar la jornada de trabajo, por lo que nadie reparó en la columna de polvo que se iba levantando en el camino, hasta que los relinchos de las enormes monturas de guerra fueron audibles en la distancia. Para entonces la suerte del caserío estaba echada.

Un centenar de hombres de a pie y de a caballo, en su mayoría mercenarios unidos a la Cruzada más en busca de botín que del perdón de los pecados prometido por el Santo Padre, irrumpió con las últimas luces en los fértiles campos, arrancando cepas, profiriendo aullidos más propios de fieras que de cristianos, y ensartando en sus afiladas picas a los campesinos rezagados que huían despavoridos hacia la casa de su señor. Allí, parapetados tras unos muros incapaces de resistir el primer asalto, abuelos, madres y niños, habitantes de lo que había sido hasta entonces un hogar próspero y pacífico en la Tierra de los Juglares, se pusieron a rezar al Dios de la misericordia, sabedores del destino que les aguardaba. En el patio donde apenas unas horas antes picoteaban las aves del corral, un puñado de valientes, armados con guadañas y tridentes de madera, hicieron frente en vano, durante algunos minutos, a las espadas, los garrotes claveteados de hierro y las mazas que enarbolaban los fornidos asaltantes, en un intento desesperado de proteger a sus seres queridos. Pero antes de que alumbrara la primera estrella todo había terminado. Cuando el último de los defensores rindió el alma junto al quicio mismo de la puerta, un grupo de feroces guerreros acometió la embestida del portalón y apenas necesitó un par de golpes para derribarlo. Una vez dentro, aquellos brutos de dientes podridos desgarraron, mutilaron y destrozaron todo lo que estaba a su alcance. Los que parecían ostentar mayor rango yacieron con las mujeres jóvenes antes de degollarlas. Los demás hubieron de contentarse con una orgía de violencia, o profanar los cadáveres. Y no les hicieron ascos. De todos era sabido que, como les repetían sus capitanes antes de cada matanza, «Dios lo quería».

En su dormitorio, vestida de blanco y abrazada a su hija con toda la fuerza de la desesperación, el ama aguardó la muerte rogando por que ésta les llegara a ambas de manera simultánea y a ser posible sin dolor. Estaba dispuesta a cualquier cosa con tal de salvar a Laura de la crueldad de esas alimañas, y se había armado para ello de una daga con la que no dudaría en quitarle la vida ella misma, si es que no quedaba otro remedio. Pero no le dieron ocasión. Mientras dos hombres sin rostro la sujetaban entre risotadas y un tercero hundía en su pecho lo que parecía una enorme hacha de combate, Francesca pudo ver, tras las sombras de la muerte, a un fraile enjuto, vestido de blanco, arrebatarle de los brazos a su pequeña, a la vez que con tono autoritario ordenaba a aquellas bestias que no se le hiciera daño. Después cayeron las sombras.

 

Laura creció entre monjitas del convento de la Resurrección, de la orden de Santa Clara, en las afueras de Narbona. Su mente infantil había borrado por completo cualquier recuerdo de los terribles acontecimientos que marcaron el comienzo de su vida, y la muchacha creía a pies juntillas la historia que le contaran las hermanas. Ellas la convencieron de que una madre desesperada, probablemente soltera y mancillada en su honor, o demasiado pobre para mantenerla, la había abandonada al poco de nacer en el torno de aquella casa, la única que conociera la chiquilla. No era nada excepcional en aquellos tiempos de tinieblas, en los que sólo la Iglesia proporcionaba auxilio a millares de criaturas condenadas por la miseria y los prejuicios a una muerte segura. Lo raro era que una hija del arroyo no fuera entregada en adopción a una familia de campesinos, a cambio de una pequeña renta pagadera por el convento, o bien recluida en un sórdido orfanato, sino acogida y educada en el amor de Dios por las mismas religiosas. Y ello se debía a que Laura no era una huérfana cualquiera, sino la única ahijada de fray Bernardo de Poitiers, ilustrísimo Legado Pontificio en la ciudad, quien había decidido convertirse en tutor y protector de la muchacha, en un acto de caridad cristiana muy propio de su elevadísima persona. Aquellas abnegadas siervas del Señor reverenciaban al clérigo, un personaje atractivo, además de poderoso, y a ninguna de ellas se le habría pasado siquiera por la imaginación confesar a la niña, a quien todas adoraban, que en realidad el futuro legado papal, entonces un desconocido dominico, se había presentado una mañana de once años atrás a las puertas del convento, sucio de sangre y hollín, con el rostro desencajado, para solicitar a las hermanas que velaran por aquella criatura que acababa de rescatar de las llamas. Ellas no preguntaron por las circunstancias del incendio ni por las manchas de sangre, y él no dio explicación alguna, probablemente porque nunca alcanzó a comprender los motivos que le habían llevado a salvar precisamente a aquella niña.

Las monjitas atendieron la petición de su ilustre visitante con todo el amor de que fueron capaces, y así fue como Laura se hizo mujer entre la huerta y la capilla, entre rezos y canciones, entre guisos y bordados, sin olvidar el latín, el solfeo, el laúd y la caligrafía, aprendiendo todo aquello que precisaba saber una damita para encontrar un buen marido que cuidara de ella y le hiciera muchos hijos.

En la soleada cocina abierta a la huerta y al patio trasero, donde los fogones no daban un instante de tregua a los desgastados pucheros, sor Josefa le alegró más de una tarde de invierno permitiéndole rebañar el cucharón de madera con el que daba vueltas y vueltas a la melaza hasta convertirla en caramelo, o dejando que relamiera el enorme cuenco en el que mezclaba la harina, el azúcar, la leche y los huevos con los que horneaba unos bizcochos capaces de resucitar a un muerto, que gozaban de merecida fama en toda la comarca. De sor Martina aprendió los secretos de la jardinería, desde cuándo plantar determinados bulbos para lograr las flores más perfumadas, hasta cómo combatir las plagas de insectos que amenazaban la buena salud de las hortalizas. Y sor María del Camino, a su vez, puso todo su empeño en enseñarle a convertir la lana de las ovejas del convento en delicadas chaquetitas, patucos, toquillas y capotas diminutas, tan suaves al tacto como hermosas en su diseño, destinadas a los hijos de la nobleza y la burguesía locales, con oro suficiente como para pagar los astronómicos precios que alcanzaban tan delicadas prendas en los mercados de la región.

Ver trabajar a sor María, su monja favorita, era uno de los grandes placeres de Laura, que no se cansaba de observar el modo en que la hermana convertía la burda borla peluda en una tela cálida y suave. Para ello, la madre más tierna y risueña de cuantas la educaron sujetaba bajo su brazo izquierdo una corta vara de madera a la que estaba adherida una mata de pelo del animal, la hacía girar lentamente, a la vez que desgajaba con los dedos una fina hebra de lana que iba enrollando con la mano derecha en forma de ovillo, y lavaba posteriormente el producto obtenido, hasta limpiarlo de cualquier resto de suciedad, tiñéndolo a continuación con los colores extraídos de las múltiples variedades de flores que adornaban el jardín. Una vez conseguida la materia prima para sus labores, entraban en acción las agujas, que manejaba con increíble rapidez y habilidad, y en el espacio de pocas horas lo que había sido una basta masa grisácea se convertía en una verdadera obra de arte que constituía, además, una considerable fuente de ingresos para la comunidad.