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«Yo pensaba: al final se ha disfrazado de guardia civil y, para escarnecerme más, me va a sacar de aquí para matarme fuera. Entonces fue cuando le dije: "No, no, fuera no. Hazlo aquí, que es más fácil y no quiero salir"». Así describe José Antonio Ortega Lara su liberación en una extensa entrevista en la que relata, por primera y única vez, los detalles de su cautiverio por parte de la banda terrorista ETA en aquel zulo de cuatro metros cuadrados en el que permaneció secuestrado 532 días. Como él, otras nueve víctimas desgranan ante Isabel San Sebastián los recuerdos que han marcado sus vidas, que la periodista recoge en esta obra «Los años de plomo: Memoria en carne viva de las víctimas». Esas víctimas son Marta Bergareche, madre de Pertur, quien evoca al hijo asesinado por sus compañeros; Álvaro Cabrerizo, quien rememora la tragedia de Hipercor, donde perdió a su esposa y sus dos niñas; o Domingo Durán (policía tetrapléjico fallecido apenas unos días después de aportar su testimonio) y su mujer, Manoli, quienes revelan el horror de las secuelas de un atentado.
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Seitenzahl: 407
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Isabel San Sebastián
MEMORIA EN CARNE VIVA DE LAS VÍCTIMAS
Saga
Los años de plomo
Copyright © 2003, 2021 Isabel San Sebastián and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726890402
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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A los olvidados
Gracias a Iggy y a Leire por ser mi inspiración y mi fortaleza. A Salva, por su paciencia. A Ñata, por su eficacia.
Gracias a Fernando Benzo por embarcarme en este viaje fascinante. A Ana María Vidal Abarca, por su brújula y su guía. A Ymelda Navajo, por su comprensión.
Gracias a Esther Esteban por su leal amistad.
Gracias a María Teresa Campos y a Luis Herrero por cobijarme en la tormenta con valentía, independencia y solidaridad.
Gracias a Fernando y Aarón por cuidar de mí y garantizar mi libertad.
Gracias a Marta, María, José Mari, Mari Carmen, Rosa, la otra Rosa, Álvaro, Manoli, Francis y José Antonio, por abrirme sus heridas, regalarme sus recuerdos y enseñarme mucho más de lo que puedo expresar.
Gracias, en fin, a todos los que no se han rendido. Mi alma y mi gratitud les acompañan.
Hay en la historia de España épocas de gloria y otras de opresión, silencio y sometimiento. Tiempos oscuros de ceguera y de mordaza, en los que sólo unos pocos redimen, con su valentía, la maltrecha dignidad de la mayoría acobardada. Entre esos paréntesis sombríos en el largo combate contra ETA, de memoria infausta pero imprescindible, destacan los «años de plomo» que conoció nuestra democracia; años de sangre, violencia y claudicación frente al terror, en los que el miedo se abatió sobre las conciencias y una amnesia tan deliberada como colectiva relegó al olvido el profundo sufrimiento de las víctimas, abandonadas a una suerte casi siempre mísera.
Fueron para esas personas tiempos de soledad e injusticia, de vergüenza sobrepuesta a la impotencia, tiempos en los que los depredadores etarras ocuparon los desvelos de los responsables políticos y los escaparates mediáticos, mientras sus presas eran relegadas a los desvanes más inhóspitos de una sociedad concentrada en consolidar las recién recuperadas libertades democráticas, que prefería volver la vista hacia otro lado antes que afrontar la taladrante mirada de una viuda, una madre o un huérfano del terrorismo. ¡Y sabe Dios que eran muchos!
Entre 1975 y 1990, en nombre de la independencia de Euskadi, ETA asesinó a 603 inocentes, en su mayoría miembros de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, sin hacer ascos tampoco a niños de corta edad, ancianos, mujeres, transeúntes casuales que se cruzaban en el camino de los dinamiteros, o cualquiera que entorpeciera mínimamente los designios criminales de la organización armada, a la que desde los sucesivos gobiernos se intentaba apaciguar con medidas políticas de distinto signo.
No es el propósito de este libro analizar la estrategia seguida desde el poder ejecutivo frente a los sicarios del hacha y la serpiente, pero baste decir que a lo largo de aquel periodo se aprobó una Constitución que dio lugar al Estatuto de Autonomía de Guernica, avalado por la inmensa mayoría del electorado vasco. Se produjeron dos amnistías generales, una en 1976 y otra en 1978, que no sólo no acabaron con el derramamiento de sangre, sino que originaron, durante los años 1979 y 1980, la mayor oleada de atentados mortales de toda la historia de la banda, con el trágico balance de 168 personas asesinadas. Poco después, en 1982, y tras arduas negociaciones más o menos secretas, se logró que una de las dos ramas del terrorismo etarra, la de los denominados «polimilis», anunciara su disolución y renunciara a la lucha armada, a cambio de lo cual sus más de trescientos activistas fueron indultados y se incorporaron plenamente a la sociedad, sin la menor tacha en sus expedientes ni, por supuesto, la menor explicación a los deudos de aquéllos a quienes habían robado la vida. Y, por si todo ello no bastara, hasta finales de 1995 se mantuvieron encuentros constantes entre políticos relevantes del Gobierno e importantes dirigentes terroristas: conversaciones formales, como las de Argel, o «tomas de temperatura», sistemáticamente negadas pero jamás interrumpidas, con el fin nunca logrado de conducir a ETA a la vía pacífica.
Ni una sola de aquellas iniciativas contó jamás con las víctimas. Ellas no desempeñaron papel alguno en aquellas reuniones de altura, ni en las múltiples iniciativas destinadas a facilitar la reinserción de los presuntos «arrepentidos», ni en el diseño de las políticas antiterroristas. Ellas no tuvieron voz, porque los medios de comunicación en su conjunto prefirieron prestar oídos a los verdugos, muy hábiles en el arte de la entrevista y en la elaboración de comunicados propagandísticos, con especial maestría en los destinados a justificar a base de calumnias y mentiras el miserable porqué de sus asesinatos. Ellas fueron dejadas a su suerte, sin asistencia jurídica o psicológica, sin información ni asesoría legal, sin reconocimiento social alguno y con pensiones de miseria, en la mayoría de los casos, que el Estado pretendía complementar con limosnas de uno o dos millones de pesetas procedentes de los fondos reservados, entregadas a escondidas y dejando bien entendido que nadie sabría nada. Ellas eran el recordatorio enormemente molesto de un problema doloroso para España, sí, pero que ni la sociedad en su conjunto, ni la universidad, ni la clase política, ni el mundo de la cultura, ni la judicatura, ni el arte, ni la intelectualidad, ni el periodismo, consideraban como propio.
Aquéllos fueron años de plomo calibre 9 mm Parabellum, densos como el silencio cómplice que cayó alrededor de los asesinados. Años de puertas cerradas y evasivas más o menos educadas, en los que una bandera española colocada sobre el féretro de un policía caído en el País Vasco daba lugar a que el sacerdote se negara a seguir oficiando el funeral y el director general del cuerpo cesara al intrépido coronel que había osado incurrir en semejante «provocación». Años en los que un tiro en la nuca de un guardia civil no dejaba más recuerdo que un pañuelo empapado en sangre y guardado en una caja. Años en los que los etarras salían de la cárcel al cabo de un tiempo de condena irrisorio y se reían por la calle en las barbas de sus víctimas, cuando no aprovechaban el encontronazo para insultarlas a gritos.
Son historias tan reales como la pena que anida todavía hoy en el corazón de quienes las relatan. Historias que se multiplican por millares de padres, viudas e hijos, agrupados a menudo en una asociación que durante mucho tiempo fue el único sostén que tenían para mantenerse a flote en el océano de dificultades en el que navegaban, pese a las innumerables dificultades encontradas en el camino.
La primera rueda de prensa que convocó la Asociación de Víctimas del Terrorismo para anunciar su creación, allá por los primeros ochenta y bajo la incansable batuta de tres mujeres de una pieza capitaneadas por Ana María Vidal Abarca, tuvo lugar en un salón del madrileño Hotel Velázquez, alquilado gracias a un donativo del diario ABC. Allí fueron convocados todos los medios de comunicación acreditados en la capital, pero tan sólo acudió un periodista, corresponsal de la revista militar Reconquista. Eso da una idea del interés que despertaban esos incómodos testigos de la lacra terrorista que azotaba a nuestra joven democracia.
Inasequible al desaliento, Vidal Abarca solicitó una entrevista con Juan José Rosón, a la sazón ministro del Interior, para pedirle oficialmente la creación de una Oficina de Víctimas, que vio finalmente la luz... en 1997, tras la llegada de Jaime Mayor Oreja a ese mismo despacho ministerial. También demandó la presidenta de la asociación al titular de Interior que desde la Dirección General de Instituciones Penitenciarias se les avisara de las sucesivas excarcelaciones de etarras, con el fin de poder exigirles el pago de las indemnizaciones a que hubieran sido condenados en concepto de responsabilidad civil. La respuesta fue tajante: que llamara la asociación cada día al departamento competente para recabar información.
La lista de agravios sería tan extensa que excedería el formato de esta obra. Baste dejar constancia aquí de la gran labor desarrollada por este colectivo durante aquellos años plomizos en los que las víctimas lo fueron no sólo del terrorismo etarra y de su inmenso dolor, sino del miedo y el silencio de quienes las rodeaban. Baste expresar mi gratitud personal a Ana María por su coraje y su valor, que de alguna manera nos redime a todos.
Es hora de devolver la voz a quienes nunca deberían haber caído en el olvido. Éstos son sus relatos, los recuerdos que han permanecido intactos en el pequeño núcleo de sus hogares, el testimonio que por vez primera desgranan desde lo más hondo de su corazón. Ésta es la memoria en carne viva de las víctimas de los años de plomo, que fluye por nuestras conciencias como un río purificador.
Madre de Eduardo Moreno Bergareche, Pertur, asesinado en julio de 1976
La tristeza no ha apagado la luz azul de unos ojos que se expresan con más elocuencia de la que alcanzan las palabras. El dolor infligido por la bestia terrorista no ha podido con ella, pero ha marcado su vida con un hierro indeleble y cruel: el de la ausencia del hijo amado, el de la incertidumbre en torno a su muerte y su agonía, el de la imposibilidad de llorar sobre su tumba.
Marta es una mujer menuda, frágil, casi quebradiza bajo el peso de tanto sufrimiento y, sin embargo, absolutamente sólida en sus convicciones democráticas y vitalistas. ETA le arrebató al segundo de sus siete vástagos cuando a sus ojos era apenas un muchacho que tocaba la guitarra en un conjunto de amigos. Más tarde le quitó la vida, pero a ella le queda el consuelo de pensar que no le robó la conciencia ni le forzó a apretar el gatillo...
Eduardo Moreno Bergareche, un chico de «familia bien» de San Sebastián, hijo de la burguesía acomodada y educado en los marianistas, fue uno de tantos vascos de su generación que entró en la organización terrorista en los estertores del franquismo, más atraído por la vertiente marxista de la banda que por su faceta separatista. Fue de la quinta de Mario Onaindía, de Jon Juaristi y de tantos otros que después abandonaron el hacha y la serpiente cuando se hizo inconfundible el carácter sanguinario de su credo y sus acciones. A él no le dieron tiempo. Un día de julio de 1976 un pistolero traidor, probablemente Francisco Múgica Garmendia, Pakito, hizo desaparecer al compañero díscolo que pretendía convertir en partido político lo que otros habían transformado ya definitivamente en una cuadrilla de asesinos.
Su cadáver nunca ha aparecido. Sus padres, sus seis hermanos y la que fuera su novia ignoran cómo murió y si dejó algún mensaje para ellos. La larga sombra del terrorismo ha perseguido a esta familia desde hace más de veinticinco años, y la voz de Marta se quiebra en algún momento al hablar de ese pasado, pero no lo silencia.
Desde su casa de San Sebastián, una hermosa villa rodeada de vegetación y asomada a la bahía de la Concha, esta vasca de corazón fuerte y compromiso sólido con la libertad, reiterado en cada concentración convocada contra la barbarie, esta madre desgarrada, esta víctima por partida doble, desgrana así su testimonio...
«Eduardo era un chico muy extravertido, muy alegre... Cuando era pequeño, con el colegio solía ir a unas colonias, y en una ocasión, a la vuelta del campamento me dijo que quería ser misionero. Era muy idealista. Yo le contesté: “Bueno, tú terminas el bachiller y cuando seas mayor, pues ya lo pensaremos.” Luego llegó a esa edad en la que, como a todos los chicos, le dio por la guitarra, la música, los Beatles... Tuvo un conjunto que se llamaba Los Amis, cuyos integrantes todavía le recuerdan con muchísimo cariño, no sabes qué cariñosos son... Más tarde empezó... No sé qué edad tendría, fue más o menos cuando aquí se produjo el estado de excepción, en el 68, ¿verdad? Entonces había aquí un ambiente muy antifranquista y yo no creía que estuviera tan metido en estas cosas...»
En 1968 Ángel Moreno Bergareche, más tarde conocido como «Pertur» y militante de la primera ETA, tenía dieciocho años de edad y estudiaba empresariales en la EUTG, la universidad de los jesuitas de Deusto, después de haber pasado por el colegio de los marianistas, compartiendo curso con Jaime Mayor Oreja y otros hijos de la burguesía donostiarra. Su biografía política, coincidente con uno de los periodos más turbulentos del sangriento historial de la banda terrorista y de la atormentada transición que se vivió en el País Vasco, no había hecho más que empezar...
«El caso es que cuando nos trasladamos a vivir aquí —llevaríamos justo un año— murió un chico que había querido salir por la frontera después de un atentado, en un enfrentamiento con la Guardia Civil. Y yo no sé si ya para entonces Eduardo escondería algunos papeles o tendría alguna causa comprometida, pero el caso es que desapareció de casa, se fue sin hacer la maleta y sin despedirse. Se marchó a Bilbao una tarde de septiembre de 1972 y no volvió.»
Pregunta: —¿Vosotros no sabíais nada? ¿No sabíais que estaba en ETA? ¿No os había dicho nada?
Respuesta: —No sabíamos nada. Nunca nos había dicho nada. Las únicas que sabían eran mi hermana Mari Asun, que conocía mucho a Juan Mari Bandrés y tenía más contacto con ese mundo, y mi hija Marta, que cuando vino aquí la Guardia Civil me dijo: «Está en Francia.» La verdad es que fue un shock terrible porque, hombre, no era...
A Marta le cuesta hablar, pero sigue adelante. Desgrana recuerdos sin perder la serenidad ni dejarse derrotar por la emoción que, sin embargo, se le asoma poco a poco a la expresión a medida que avanza la conversación.
R.: —Éramos decididamente antifranquistas. Mis padres habían sido muy liberales y muy republicanos, pero no nacionalistas. Ni mi madre ni mi padre. Por eso nos quedamos de una pieza. Cuando por fin pudimos, pasamos a Francia y estuvimos con él, la verdad es que fue un golpe terrible.
P.: —¿Él qué decía?
R.: —Que si la situación en España, que había una injusticia social terrible... Tampoco nos quería decir mucho, porque comprendía que para nosotros el disgusto era tremendo. Simplemente se mostraba siempre muy cariñoso, y naturalmente nosotros seguimos tratándole, seguimos viéndole, porque un hijo siempre es un hijo. Me acuerdo de que poco después celebramos las bodas de plata y las celebramos en Urrugne, porque fuimos a Francia a estar con nuestro hijo, cosa que a ciertas personas les pareció muy mal. Pero bueno... en aquel momento todavía no tenía más que ideas políticas. Él estaba allí pero...
P.: —¿No os había dicho que estuviera en ETA?
R.: —Sí, pero... Luego ya fuimos teniendo más confirmación y siempre nos hacía poca gracia ir a Francia. Álvaro, su padre, era el que más discutía y hablaba mucho con él, pero ya era mayor de edad y digamos que respetábamos sus ideas, siempre que, ¡por favor!, no se metiera en nada más, que rechazara la violencia. Además recuerdo que para entonces ya había empezado ETA con lo del «impuesto revolucionario» y Álvaro se lo echaba en cara. Él decía que parte de ese dinero tenía que ser para los obreros... Creo que era mas bien marxista y pensaba que ciertas cosas eran como inevitables, que había que tener una justicia social, que había que reformarlo todo.
P.: —Para entonces vuestro hijo ya era conocido en toda España como «Pertur» ¿Quién le puso ese apodo?
R.: —Creo que fue, fíjate tú, uno del bar Astelena, un amigo suyo que decía que Eduardo siempre solía hacer gansadas y les perturbaba todo, porque se asomaba a la ventanita y les hacía discursos, imitaba a Franco... Que perturbaba a la clientela.
P.: —¡Ah! O sea, que «Pertur» viene de perturbador, no de perturbado.
R.: —Eso mismo: «¡Pertur, Pertur, la que me estás organizando... Vamos a tener un follón!» Eso me contaban sus amigos.
P.: —¿Llegasteis a averiguar quién le metió en ETA?
R.: —Pues hija mía, no lo sé. Quizás fuera en la universidad, que estaba ya bastante emponzoñada. La verdad es que tampoco quise indagar mucho quién podía ser, porque de los amigos que yo le conocía, que eran con los que tocaba la guitarra, ninguno estaba en esa órbita y todavía hoy siguen siendo unos chicos aficionados al trabajo, la música y nada más. Y de los otros amigos que tenía aquí en San Sebastián, ninguno ha ido por ese camino.
P.: —¿Cómo vivía Eduardo en la clandestinidad, le ayudabais vosotros o...?
R.: —Pues hombre, alguna vez le dábamos algo de dinero, ropa... Si es que lo único que dejó fue su guitarra, porque no tenía ni otro par de zapatos, porque si le dábamos zapatos o le comprábamos ropa, yo creo que la repartía allí con todos. O sea, es que no tenía nada. Es que cuando nos entregaron... Nos dieron la guitarra suya y nada más; que ahora, por cierto, la tiene su hermano Pablo.
P.: —Cuando él ya estaba en Francia, ¿os habló alguna vez de la lucha que había dentro de ETA entre los «milis» y los «polimilis», en la que él tomó partido por los segundos y llegó a convertirse en uno de sus dirigentes?
R.:—Eso es lo que nunca nos contó. Para entonces ya estábamos en el año 75. Fue cuando se produjo el secuestro de Ángel Berazadi y recuerdo que Eduardo aparecía aquí en los periódicos como si fuera un personaje importante en ETA, como si fuera un dirigente. Yo creo que él más bien lo que hacía eran muchos escritos políticos y cosas de ésas, pero de ahí a que fuera un dirigente, no lo sé, me cuesta creerlo, porque la verdad es que en ETA siempre han mandado los más brutos, los que tenían las armas.
Según nos cuenta la hemeroteca, en marzo de 1976, fecha del histórico secuestro y posterior asesinato de Ángel Berazadi, Aingeru, un conocido industrial de Elgóibar, militante del PNV, vascoparlante y enormemente popular en su pueblo, Pertur estaba vinculado al denominado «frente cultural» de la organización terrorista y dirigía la revista Hautsi, boletín interno de los «polimilis». Cuando los bereziak («especiales», según la traducción literal, y en realidad pistoleros o asesinos a sueldo de la citada facción etarra) se llevaron al industrial, Moreno Bergareche y Francisco Javier Garayalde fueron los encargados de mediar ante sus compañeros para conseguir su liberación...
R.: —Álvaro fue a hablar con él y Eduardo le dijo: «Estáte tranquilo, que no le va a pasar nada.» Luego supimos que los que cogieron y mataron a Berazadi lo hicieron sin consultar a la dirección, ni nada. Parece que fue Apala [Miguel Ángel Apalategui] el que dio la orden a tres chicos muy jóvenes, que se encontraron sin saber qué hacer y le pegaron dos tiros. Eso fue otro shock terrible para nosotros, porque incluso nosotros, en ese momento, no teníamos ahí ni arte ni parte, pero hubo alguien a quien se le ocurrió que si nos secuestraban a nosotros, al padre o a la madre, pues que podrían hacer algo así como un canje y conseguir liberarlo. Alguien que tuvo una idea de esas «magníficas», que llegó a oídos de Álvaro, el cual se fue a Francia. Yo, a mi vez, fíjate qué cosa más... La verdad es que tengo que agradecer la actuación del comisario de aquí, de Irún, que fue un hombre encantador y se portó divinamente con nosotros, porque incluso nos habíamos quedado sin pasaporte toda la familia y él nos proporcionaba pases para que pudiéramos cruzar la frontera. Cuando se produjo la amenaza que te acabo de contar, no sé si dijeron que me tenían que detener, pero no creo, ya que él me llevó a su casa, porque era un caballero, y yo estuve en su casa, en la comisaría, en calidad de invitada. En todo caso, fueron unos días muy duros, y una vez que mataron a Berazadi... Es que ya se me cayó el mundo, porque yo no sabía la responsabilidad que pudiera tener ahí mi hijo. No lo sabía...
P.: —¿No hablaste de ello con tu hijo, no se lo preguntaste?
R.: —Sí, hablamos su padre y yo y nos dijo que no había creído nunca que le fueran a matar, que eso había sido una barbaridad. No nos dijo quién era el que había dado la orden, ni que él estaba amenazado, ni que tenía problemas con ellos. La verdad es que cada vez le veíamos en lapsos de tiempo más largos y además cambiaba de domicilio continuamente. Es más, a raíz del asesinato de Berazadi, nosotros nos tuvimos que ir de San Sebastián y estuvimos en Barcelona, en casa de unos hermanos de Álvaro, ya te digo, un poco como amenazados, y él, Eduardo, estuvo escondido. Posteriormente supimos que había tenido un enfrentamiento muy duro con Apala y con los que llamaban los berezis.
Moreno Bergareche desempeñó un papel protagonista en la etapa de ruptura de ETA en dos facciones, y fue el encargado de redactar, por cuenta de los «polimilis», la ponencia Otsabiaga, que se aprobó con la durísima oposición de los citados grupos asesinos comandados por Miguel Ángel Apalategui. Pese a ello, persistió en su empeño de impulsar la conversión de la banda terrorista en un partido político, que más tarde vería la luz con el nombre de «Eusko Iraulzako Alderdia» (Partido para la Revolución Vasca), aunque no vivió para ver culminada su tarea...
R.: —Él no nos decía nada —prosigue el relato Marta, en una evocación que va haciéndose más dolorosa a medida que le obligo, bien a mi pesar, a hurgar en la memoria—. Sí que sabíamos que las medidas de seguridad que adoptaba eran mucho más exigentes y cada vez que queríamos ponernos en contacto con él sólo podíamos hacerlo a través de su novia y de otra chica que tenía aquí a su marido en la cárcel y que era la que nos servía de enlace. Lo que no sabíamos era por qué estaba tan escondido, por qué no conocían su paradero más que muy pocos dentro de su organización, por qué era todo tan secreto. Estuvimos viviendo un año muy angustiados, porque de eso sí nos dábamos cuenta, eso sí lo percibíamos con mucha claridad.
R.: —Fíjate, unos días antes de que desapareciera [el 23 de julio de 1976, a los veintiséis años de edad, en San Juan de Luz], habíamos estado cenando con él, y como allí, en San Juan de Luz, había fiestas y mucho follón, nos fuimos a Sokoa. Allí hablamos largo y tendido. Nos dijo que estaba muy contento y que nos tenía que dar una buena noticia: «Vamos a hacer, a promover un partido político.» Fue un alegrón para nosotros, porque ya se hablaba de que iba a haber una amnistía. Ya era el año 76 y parecía que todo se iba a regularizar, que iba a entrar en el cauce democrático. Efectivamente, así fue. Poco a poco fueron regresando todos sus amigos, y para nosotros fue tristísimo porque volvieron todos...
Marta se desmorona. Por primera y única vez a lo largo de esta dura entrevista rompe a llorar desconsoladamente, aunque pronto se recupera.
R.: —Me alegraba por ellos, no creas, me alegraba sinceramente por los que volvían a casa, pero se me partía el alma de pensar que él, que había tenido esa ilusión que nos había contado y que había trabajado para ello, pues se había quedado allí.
P.: —En aquellos primeros meses de 1976, ¿Eduardo tenía miedo, estaba asustado?
R.: —Sí, él sabía que estaba en peligro, porque tenía tomadas unas medidas de precaución muy grandes.
P.: —¿Tenía miedo a su propia gente o a los grupos de extrema derecha que con distintos nombres operaban por aquel entonces y a los que en un primer momento se acusó de su asesinato, probablemente porque la propia ETA propagó esa intoxicación?
R.: —Un poco por todo. Después, cuando desapareció... Fue en julio, el día 23, pero a nosotros nos lo dijeron el día de Santiago, el 25. Entonces fuimos a Francia (que por cierto, por no sé qué razón al principio no nos dejaron pasar y tuvimos que hablar con el comisario de aquí, que inmediatamente nos dio paso para cruzar a Hendaya) y tampoco la policía francesa nos ayudó mucho. Yo creo que tampoco ellos querían saber nada de esos líos internos que tenían los de ETA entre ellos, ni nada. El caso es que estuvimos buscándolo... Pero cuando nos dieron la noticia, cuando nos dijeron que había desaparecido, yo tuve la certeza de que estaba muerto, y Álvaro también.
En aquellos días, los periódicos españoles publicaron toda clase de hipótesis sobre la desaparición y posible asesinato de Pertur: El diario ABC del martes 27 de julio informaba: «Según un comunicado de ETA, Moreno Bergareche ha sido secuestrado por un comando anti-ETA.» La Gaceta del Norte (un matutino de Bilbao encuadrable en la línea más conservadora), en su edición del día 28 y bajo el título «Sin noticias sobre Eduardo Moreno», señalaba a su vez que «en la gama de especulaciones cabe desde los ajustes de cuentas entre dos ramas de ETA terrorista, la de los militares y la de los políticos militares —aunque es bastante improbable—, a la del grupo que se ha identificado en Barcelona como Alianza Apostólica, totalmente desconocida en medios políticos y policiales españoles, o bien la de mercenarios contratados por familiares de víctimas de ETA o de personas que se ven amenazadas constantemente por la organización —quizá en este momento la más probable de las hipótesis— o alguna otra motivación todavía ignorada». Así se escribía la Historia entonces. El Diario Vasco de San Sebastián, por su parte, daba cuenta dos días más tarde de una reivindicación del Batallón Vasco Español recibida en su redacción, a la que la familia no otorgaba la menor credibilidad, al haber recibido otras comunicaciones contradictorias de presuntos grupos de extrema derecha...
R.: —Yo sabía que estaba muerto —recuerda la madre de Eduardo Moreno Bergareche— porque él jamás habría desaparecido sin darnos aviso de dónde estaba y porque teníamos ya desde hacía tiempo esa sensación de que él se escondía, de que tenía miedo. Entonces, al principio hubo unas reivindicaciones del Batallón Vasco Español y de otros grupos, luego esas cosas terribles, que si había aparecido un cadáver... ¡Fue terrible! Algunas veces nos llamaban. Me acuerdo de que mi hijo Álvaro fue alguna vez a Francia porque le llamaron para reconocer un cuerpo, que luego resultó no ser el de su hermano. En suma, era un estar convencidos de que Eduardo había muerto, y luego, de vez en cuando, sin poderlo evitar, concebir esperanzas y perderlas.
P.: —¿Quién creíais vosotros que le había matado, ETA o alguno de los grupos que reivindicaron su muerte?
R.: —Pues al principio llegamos a pensar que sería efectivamente algún grupo de ésos. Más que grupo político, ni de Policía ni de Guardia Civil... Bueno, entonces había ciertos grupos de extrema derecha que operaban por aquí. Porque además, precisamente en octubre o noviembre del año anterior, nada más morir Franco o estando muy enfermo, nos pusieron una bomba allí abajo, en el jardín, e hicieron estallar unas granadas en la puerta de afuera. O sea, no pensábamos que llegaran a eso de matar, pero... Ahora bien, al no aparecer el cuerpo ni aquí ni allí, ya entonces nos resultó rarísima la hipótesis del grupo de extrema derecha, porque aquéllos normalmente pegaban un tiro, ya fuera en Francia o en España, y allí dejaban el cadáver, no se molestaban en esconderlo.
En ese momento, Álvaro, que hasta entonces había asistido mudo a la conversación, interviene para precisar los hechos relatados por su esposa:
R.: —Una mañana, era el día 20 o 21 de noviembre, ¿no? Era justo la víspera de que muriera Franco. El caso es que ese día se iba a celebrar la boda de nuestra hija Marta, y a las siete de la mañana, o cosa así, ¡pam, pam, pam!, sonaron unos disparos de ametralladora, yo salí a la calle y me encontré con que allí estaban las tapas de arriba de las bombas de mano que usaba la Guardia Civil.
P.: —¿Os había arrojado bombas la Guardia Civil?
R.: —No era la Guardia Civil, pero en aquel momento era gente que estaba cerca, que tenía acceso a esas armas. Las tiraron desde el paseo de allí abajo [Álvaro señala desde la ventana en la dirección en cuestión] y luego ¡pam, pam, pam! Dispararon.
P.: —Eduardo ya estaba en Francia para aquel entonces, si no me equivoco. ¿Tú discutías con él cuando ibais a verle?
R.: —Yo le decía que tenía que dejar la violencia, sí, siempre. Es más; el último día que estuvimos con él, precisamente me dijo: «Papá, te tengo que dar una noticia: que dejamos la violencia, nos hacemos un partido político.» Y ese día se despidió de nosotros. Me dio un largo abrazo, luego le dio un abrazo a mamá, a Marta, y se quedó así como agarrado a ella... Y cuando nos metimos en el coche comentamos: «Yo creo que se ha despedido de nosotros.»
R.: —Y ya al cabo de unos cuantos meses —retoma Marta el hilo de la conversación— empezaron a llegar los «polimilis» que estaban en Francia, que ya estaban a punto de dejarlo, y nos contaron cosas que tampoco sabíamos, como que Eduardo había estado retenido por Echebeste y Apala (los «berezis») cuando se presentó la ponencia en la cual algunos proponían crear un partido político que luego fue EIA. Nos contaron que éstos, que se oponían absolutamente, se lo llevaron y le impidieron asistir a la asamblea en la que se presentó la ponencia y le tuvieron retenido hasta que todos los que habían ido del territorio español, de los que estaban aquí de ETA, como quien dice, le reclamaron. Y también vino entonces la novia de Eduardo, Lourdes, que la pobre había tenido una crisis terrible y que al principio no quería hablar nada, pero que luego ya contó y le enseñó a mi hermana la carta que había recibido de mi hijo antes de morir. La carta en la que él decía «que esto no es una organización política, esto es una organización de locos donde no puedes opinar libremente, donde enseguida te consideran el enemigo». O sea, una acusación abierta contra sus propios compañeros.
Álvaro, que asiste nuevamente mudo a la entrevista, se pone a la tarea de buscar la carta en cuestión entre los muchos papeles y recuerdos que nutren la memoria gráfica que del hijo desaparecido se conserva en esa casa, donde hoy el sol y el verde del paisaje entran a raudales por las ventanas mientras Marta continúa narrando lo sucedido hace veintiséis años.
R.: —Esa carta se la había escrito Eduardo a su novia antes de que le retuvieran, antes de la ponencia y todo eso... Y cuando ya nos contaron todo y fuimos atando cabos y Lourdes dijo que entre ellos, los amigos de Eduardo, ya tenían la casi sospecha de que había sido ETA, mi hermana Mari Asun fue a hablar con los «milis» a ver qué sabían, porque los berezis, encabezados por Apala y Pakito se habían pasado a los «milis». Y Txomin en persona [Domingo Iturbe Abásolo], que por cierto tuvo luego también una muerte muy rara, le dijo a mi hermana que no le extrañaría nada que hubieran sido los «milis», que luego estuvieron en su organización.
R.: —El caso es que cuando nosotros fuimos a San Juan de Luz para intentar enterarnos de algo, no sé quién nos dijo: «¿Y por qué no habláis con el famoso Telesforo Monzón?» Yo no le conocía para nada, pero a los pocos días nos recibió y nos dijo lo que ya sabíamos: que los últimos que le habían visto vivo eran Apala y Pakito, cosa que nos extrañó mucho, porque si éstos eran los que le habían retenido y estaban opuestos completamente a su idea política, y estaban tan enfrentados a él, ¿cómo era posible que fuera en coche con ellos? Claro, llega un momento en que dices: «¡Qué cosa tan rara todo!»
P.: —Y entonces es cuando tuvisteis la certeza de que estaba muerto...
R.: —Sí, la certeza de que estaba muerto. La verdad es que fue una época muy dura, porque no le hemos hecho nunca ni un funeral. Misas sí, porque hacíamos misas aquí, pero te quiero decir que... No estaba muerto, no le podíamos dar por muerto, ni estaba vivo. ¡Desaparecido! Entonces hicimos ya una declaración los familiares diciendo que habíamos tenido unas noticias posteriores que nos indicaban que podía ser obra de ETA. Fuimos otra vez a la policía francesa y no les extrañó nada lo que les dijimos. Nos dijo la persona con la que hablamos que Pakito era una persona muy peligrosa y que cualquier cosa que pudiera venir de él le parecía muy creíble, aunque era muy difícil de demostrar, porque no aparecía el cadáver. Esa gente además lo negaba todo.
P.: —Múgica Garmendia, Pakito, está vivo en una prisión española. ¿Nunca has intentado hablar con él?
R.: —No, pero no tendría inconveniente en hacerlo. Posiblemente me mentirá, pero bueno, yo no tendría ningún inconveniente en preguntarle dónde está el cadáver de mi hijo. ¡Es que no tengo nada que perder!
P.: —Tiene que ser terrible que hayan pasado casi treinta años y no saber dónde está.
R.: —Pues han pasado veintiséis años, no sabemos nada y hemos sufrido grandes desengaños. Es más: hace ahora cinco años, por el mes de septiembre, una de las cosas que yo creo que al pobre Bandrés no te diré que le causó el derrame, pero sí que le dio un disgusto terrible, fue cuando un policía le dijo que le había llegado un soplo de que Eduardo estaba enterrado en Biriatou. Yo recuerdo que mi nuera me dijo por esas fechas: «Oye, me ha dicho a mí una persona que quería hablar con alguien, que él ayudó a enterrarle, que está tan arrepentido que no puede vivir...» Yo no le hice caso, ni le dije nada a mi marido, que ya había tenido alguna pequeña cosa de corazón, porque aquello me sonaba a una de esas gentes que con tal de aparecer, o de que hablen de ellos, o de tener un poco de protagonismo, se inventan lo que sea. Hombre, me dijo mi nuera: «Es uno que bebe mucho», y yo pensé que habría tenido una curda. Pero un día, era fin de agosto, nos llamó Juan Mari Bandrés para que fuéramos a hablar con él. Estaba en Guetaria, y nos dijo: «Mirad, una persona de toda solvencia me ha dicho que ha tenido un soplo de que Eduardo está enterrado en el cementerio de Biriatou.» Entonces claro, yo le dije que a mí también me habían dicho eso, pero que no lo había creído. Él precisó: «Está en tal tumba...» Y, efectivamente, la tumba ésa correspondía a una en la que la última persona enterrada era del año 1914 y que a veces, según nos dijo el párroco, había servido para dar sepultura un poco clandestina a inmigrantes o gentes que habían muerto, sobre todo en ciertas épocas, al cruzar la frontera. Yo, la verdad, cuando oí eso ya di crédito a todo lo demás, y entonces denunciamos todo lo que sabíamos a la policía francesa y al juzgado. Nosotros habíamos guardado un secreto total y no queríamos decir nada, pero apareció la noticia en un periódico de Pamplona. Nos sentó que no te puedes imaginar, porque todo lo que hubiera que hacer queríamos hacerlo con la máxima discreción, y fue todo lo contrario. ¡No sabes lo que recibimos de llamadas, de preguntas, de gente que quería interrogarnos! Fueron unos días terribles.
»Dio al final permiso el juez para abrir la tumba, porque desde el momento en que ya un abogado como Juan Mari Bandrés dijo de quién le venía el soplo, que resultó que era de un antiguo comisario de Pamplona, aquello le merecía credibilidad. Antes de hacerlo recuerdo que fuimos con Juan Mari y su mujer, antes de que le diera el tantarantán al pobrecito Juan. No te digo más que hasta rezamos un padrenuestro allí, porque nos dijeron: «Es aquí, éste es el sitio, la cruz y todo.» Nosotros ya estábamos convencidos de que estaba muerto, pero bueno, nos faltaba la cosa humanitaria de haberle enterrado, porque siempre dices: «¡Dios mío, dónde estará! ¡Qué le habrán hecho!» La cosa es que abrieron aquello y, ¡nada! Eran unos restos de una pobre mujer... No te puedes imaginar lo que fue para nosotros. Pues ya, ¡la puntilla! Porque ya te has resignado, ya sabes que está muerto, pero piensas: «Bueno, pues a ver si con esto ya llegamos a saber qué ha pasado», y nada. Ese que había dicho que había enterrado a Eduardo se fue a Cuba y el pobre Juan Mari, que quiso tener una entrevista con el comisario que le había dado la información, no pudo hacerlo, porque la cabeza la tiene bien, pero ya comprenderás que no le vas a hacer pasar por ese trago, porque ya el hombre se llevó en su momento un disgusto horroroso.
El momento de mayor tensión ha pasado. La entereza de esta mujer marcada por la tragedia, que revive el horror de aquellos días sin titubear ni sucumbir al llanto, me deja perpleja. No puedo saber en ese momento que a esta entrevista seguirán otras y que todas, absolutamente todas las víctimas que voy a ir conociendo y obligando a regresar al pasado, me darán la misma lección de fortaleza y de valentía.
P.: —¿Alguna vez habéis recibido algún mensaje de ETA, de algún arrepentido, quizás?
R.: —No, nunca. Y fíjate si es extraño que nadie, ni un sacerdote que hubiera podido oír, ni alguien que no haya podido guardar ese silencio tanto tiempo, nadie contara lo sucedido a nadie. Yo estoy convencida de que esto no ha salido de tres o cuatro personas, porque cuando más de cuatro saben, las cosas acaban por aparecer. Y fíjate que un amigo nuestro ha estado hablando con una serie de sacerdotes que podían estar un poco por allí, por San Juan de Luz o por Hendaya, algunos que andaban por pueblos, a ver si sabían algo, y nunca le han dicho nada. Y eso que ya corrimos la voz, además, en su momento, de que aunque fuera nos dijeran dónde estaba enterrado, o qué habían hecho con él. Pero no valió de nada.
P.: —¿Habéis dejado de buscar?
R.: —Pues yo sí. Y es que ya no sé si volveremos a tener alguna información, pero en estos momentos no hay quien pueda ya investigar, ni quien se interese ya por saber qué fue lo que pasó, cómo desapareció o quién lo mató.
P.: —¿Está Eduardo incluido en la lista de víctimas del terrorismo? ¿Habéis cobrado la correspondiente indemnización y esas cosas?
R.: —Pues está reconocido como una víctima de ETA, porque cuando nombraron a Jaime Mayor Oreja ministro del Interior fuimos a hablar con él, que nos recibió muy cariñoso y movilizó lo que pudo, porque vinieron aquí policías que indagaron, que dijeron que habían preguntado a algunos presos de la banda, y que no se les podía sacar nada a esa gente, que decían que ellos no sabían nada. A pesar de ello, el propio Jaime fue el que dijo que él consideraba que Eduardo era víctima del terrorismo. Y antes que él nos había recibido Ardanza, siendo lehendakari, poco después de la detención de Pakito y del hallazgo de los papeles de Sokoa, y Ardanza también declaró que aunque no había pruebas materiales, él tenía también la certeza moral de que efectivamente habían sido éstos [los de ETA] los que habían acabado con Eduardo. Cuando ya hicieron la Ley de Víctimas, nosotros le escribimos una carta a Jaime [Mayor Oreja] diciéndole que le agradecíamos muchísimo que él hubiera declarado públicamente que consideraba víctima del terrorismo a Eduardo, que estaba desaparecido, pero que no habiendo dejado viuda, ni hijos, nosotros ya éramos mayores y no pedíamos indemnización alguna, aunque sí el reconocimiento y la consideración de víctima del terrorismo.
P.: —¿Cómo han vivido tus otros hijos la tragedia de su hermano?
R.: —Hombre, ¡pobres! Pues muy cariñosos, muy unidos, nos han arropado muchísimo. Ya después de muerto Eduardo, me acuerdo que aquel verano me dijo Marta, mi hija, que estaba esperando un niño, y yo le dije que era la única noticia buena que había oído en mucho tiempo. Aquel niño, que se llama también Eduardo, es mi nieto mayor. Todos están muy unidos, los hijos, los yernos, los amigos... Cuando se cumplieron los veinte años de lo de Eduardo, todos los amigos hicieron aquí, en un hotel de San Sebastián, un homenaje o un recuerdo, y yo lo encontré precioso, porque se habían reunido todos, desde los que habían tocado con él la guitarra, hasta compañeros de colegio, su grupo de chicas, sus amigas, los que habían estado con él en Francia y ya estaban aquí, un hermano de Kepa Aulestia... También vinieron cantidad de chicos que eran de ETA y luego fueron de Euskadiko Ezkerra, aquel partido que luego se integró en el PSOE. ¿Cuántos nos reunimos allí abajo? Pues cincuenta o así, fue muy bonito. Muy bonito, porque había algunos que ni se conocían, simplemente no tenían más nexo común que el hecho de haber sido todos amigos de Eduardo.
P.: —¿Vosotros habéis vivido con miedo estos años?
R.: —No. No sé, si te he de decir la verdad, Isabel, pues no es que nos preocupe mucho. Ása es la última de nuestras preocupaciones. Y si alguna vez vemos un coche parado allá [me señala el otro lado de la calle], pues no le hacemos mayor caso.
P.: —¿Se habla de Eduardo en esta casa? ¿Habláis de él a menudo?
R.: —Sí. Hombre, ya han pasado muchos años, pero precisamente hace unos días, el día de san Eduardo, pues hicimos comentarios, porque habría sido, además, su cumpleaños. Habría cumplido cincuenta y dos años.
P.: —¿Qué pensaría Eduardo de la ETA de hoy?
R.: —Pues lo que piensan todos sus compañeros: Onaindía, Aulestia...
La entrevista toca a su fin y Álvaro aparece, por fin, con la carta que Eduardo Moreno Bergareche escribiera a su novia, Lourdes, unos días antes de desaparecer definitivamente en alguna cuneta de la carretera entre San Juan de Luz y Biriatou. Leída veintiséis años después, resulta de una lucidez estremecedora. Mientras me despido de la mujer a la que acabo de reabrir una vieja herida que todavía sangra, camino de otras historias merecedoras de ser rescatadas del olvido, puedo escuchar la voz de Pertur profetizando desde su tumba:
«Estos bestias han creado un clima tal en la organización, que han transformado ETA en Euskadi Norte no en un colectivo revolucionario, sino en un Estado policial donde cada uno sospecha del vecino y éste del otro. No logro zafarme de esta dinámica infernal de las conspiraciones, del infundio, de la mentira; de esa dinámica que tiende a eliminar rivales políticos no por medio del debate político, sino a través de sucias maniobras en nombre de la disciplina, de la seguridad, valores éstos que nunca pueden anteponerse al debate y a los criterios políticos.»
Viuda y huérfanas del cabo de la Guardia Civil Antonio de Frutos Sualdea, asesinado el 3 de mayo de 1976
La dramática profecía de Pertur empezó a cumplirse antes incluso de que su autor la hiciera realidad en sus propias carnes. El 3 de mayo de aquel año, 1976, el cabo primero Antonio de Frutos Sualdea, un hombre moreno y guapo, de 44 años de edad, natural de un pueblecito de la provincia de Segovia, recibió al filo de las 9 de la mañana la orden de comprobar un aviso recibido en el cuartel de Legazpia, donde prestaba sus servicios. Según rezaba textualmente el parte de incidencias de aquel aciago día: «En la presa Patricio Echevarría —barrio Urtazar— se encuentra colocada una bandera separatista de la que pende un objeto sospechoso, por lo que se ordena al cabo y a dos guardias más que se personen en el lugar y procedan a su destrucción, si pueden hacerlo sin riesgo.» Dados los medios disponibles en aquel entonces, eso de «sin riesgo» casi parecía un sarcasmo. Ante la carencia de un vehículo oficial en el que desplazarse, ya que el único adscrito al pequeño acuartelamiento guipuzcoano se encontraba en otro sitio, el cabo y sus compañeros fueron hasta el lugar indicado en el Seat 850 del guardia Pinzón Ayala, para comprobar in situ que, efectivamente, de la «bandera separatista» (¡cuántos inocentes han muerto en nombre de esa bandera, hoy enseña oficial de la Comunidad Autónoma Vasca!) colgaba un paquete sospechoso. Dos hombres se quedaron montando un servicio de vigilancia para evitar que alguien pudiera resultar herido, mientras el tercero volvía al puesto para dar el correspondiente aviso. Evidentemente, no había teléfonos disponibles, ni radio, ni coches blindados, ni nada que se le pareciese. A eso de las 9.50, al iniciar el descenso por el camino que conduce al embalse, de regreso a Legazpia, una fuerte explosión hizo saltar por los aires el pequeño utilitario en el que viajaba De Frutos. Su cuerpo, con el cráneo destrozado, apareció a cincuenta metros del lugar de la deflagración. Seis kilos de dinamita accionada a distancia acabaron con su vida, mientras corría a alertar de otra bomba, oculta bajo una ikurriña, que resultó ser una trampa.
Hasta ahí llega la historia de un guardia civil cualquiera, muerto a manos de ETA en la larga lucha de este cuerpo policial contra el terrorismo vasco. Hasta ahí la crónica de un atentado, como tantos otros, que ni siquiera mereció una información de portada en los periódicos de la época. A partir de esa fecha, de ese maldito día, comienza la lucha de una familia por sobrevivir a la tragedia, al miedo, a la miseria económica y al abandono de una sociedad cuyos máximos representantes políticos nunca han llamado a su puerta.
Ésta es la historia de una madre viuda a los cuarenta años de edad, que hubo de mandar a sus tres hijas a un colegio de huérfanos por falta de medios para alimentarlas, y de unas chicas que crecieron sin padre y en la soledad de un internado, porque las arrancaron de las manos vacías de su madre. La historia de una familia que, a pesar de todo y como tantas otras, ha logrado salir adelante y permanecer unida.
«Ya en el 64 habíamos estado en Vergara —relata María—, donde nació nuestra hija mayor, y luego en el 71 Antonio ascendió a cabo y nos destinaron a Legazpia. En aquellos años, a todo el que ascendía le mandaban allí, y los que salían de guardias civiles también pasaban, la mayoría, por el País Vasco. Pero entonces estaba todo tranquilo. En el 64, cuando nació María Jesús, no había nada todavía, aunque de todos modos nunca nos gustó, y en cuanto pudimos nos fuimos para Riaza, para que al cabo de un tiempo nos mandaran de vuelta allí.»
P.: —¿Cómo era vuestra vida en Legazpia?
R.: —La vivienda estaba bien. Cuando llegamos estaban para arreglar el cuartel y nos alquilamos una casa en el pueblo, pero luego, cuando arreglaron y ampliaron el cuartel, nos dieron viviendas allí a todos. Nosotros, a pesar de todo, estábamos bien, dentro de que el año anterior habían puesto una bomba en la garita del puesto de guardia del cuartel, que fue desactivada. Fue la víspera de la Purísima, en diciembre, y nos pilló en el cine, pero desde ese momento ya no estuvimos a gusto para nada y como ya habíamos comprado el piso en Madrid, mi marido decía: «Yo pido lo que sea y nos vamos cuanto antes.»
P.: —¿Tenía miedo Antonio a morir en atentado?