Cuentos de Navidad - Charles Dickens - E-Book

Cuentos de Navidad E-Book

Charles Dickens.

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Beschreibung

Además de las novelas que le valieron desde el momento mismo de su publicación un lugar inamovible entre el favor de los lectores, Charles Dickens consagró a la festividad navideña cinco novelas cortas ambientadas en estas fechas marcadas por el encuentro de las emociones, el balance de lo hecho y lo por hacer, y la a menudo sangrante desigualdad que en ellas parece ponerse más de relieve. Teñidas con frecuencia de un componente fantasmagórico o mágico, este volumen las reúne en su integridad, comenzando por la celebérrima Canción de Navidad, en la que el avaro Scrooge experimenta una transformación por obra de diferentes visiones y apariciones, para seguir con Las campanadas, El grillo del hogar, La batalla de la vida y El hechizado, piezas todas ellas de amena y placentera lectura en la concreta ocasión navideña o en otra cualquiera.

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Seitenzahl: 813

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Charles Dickens

Cuentos de Navidad

Traducción de Miguel Ángel Pérez Pérez

Índice

Canción de Navidad

Las campanadas

El grillo del hogar

La batalla de la vida

El hechizado y el trato con el fantasma

Créditos

Canción de Navidad

Estrofa primeraEl fantasma de Marley

Para empezar, Marley estaba muerto; de eso no cabe la menor duda. El certificado de su entierro lo habían firmado el clérigo, el oficial de la sacristía, el director de pompas fúnebres y quien presidía el duelo. Scrooge lo firmó, y el nombre de Scrooge contaba mucho en el Royal Exchange1 para todo lo que él quisiera. El bueno de Marley estaba más muerto que el clavo de una puerta2.

¡Ojo! Con esto no pretendo decir que yo sepa qué tiene de muerto el clavo de una puerta. Personalmente, habría considerado que el clavo de un ataúd es la pieza de ferretería más muerta que existe. No obstante, la sabiduría de nuestros antepasados3 forma parte del símil, con lo que mis manos impías no lo van a alterar, no fuese a significar la ruina del país. Así pues, permítanme que insista en que Marley estaba más muerto que el clavo de una puerta.

¿Sabía Scrooge que Marley estaba muerto? Pues claro que sí. ¿Cómo no iba a saberlo? Los dos habían sido socios no sé cuantísimos años. Scrooge era su único albacea, su único administrador, su único cesionario, su único legatario del remanente, su único amigo y su único doliente. Y ni siquiera a Scrooge le afectó terriblemente el triste suceso, sino que se portó como un excelente hombre de negocios el mismo día del funeral y lo solemnizó consiguiendo una innegable ganga.

La mención del funeral de Marley me devuelve al punto de partida. No hay duda de que Marley estaba muerto. Esto ha de entenderse con toda claridad, o no podrá haber nada portentoso en la historia que voy a relatar. Si no estuviéramos totalmente convencidos de que el padre de Hamlet ya está muerto antes de que comience la obra, no habría nada que destacar en que se pasee por sus propias murallas de noche, bajo el viento del este, que si lo hiciera cualquier otro caballero de mediana edad que, después de oscurecer, apareciese de pronto en un lugar ventoso –el cementerio de la catedral de San Pablo, por ejemplo–, para literalmente dejar pasmado a su hijo de pocas entendederas.

Scrooge no había borrado el nombre del bueno de Marley. Ahí seguía, años después, sobre la puerta del almacén: Scrooge y Marley. Todo el mundo conocía la empresa como Scrooge y Marley. A veces alguien que no estuviese familiarizado con el negocio llamaba Scrooge a Scrooge, y otras lo llamaba Marley, pero él respondía a ambos nombres, que lo mismo le daba.

¡Ay, con qué mano más férrea lo manejaba todo Scrooge! Era un viejo pecador agarrado, aprovechado, ahorrativo, cicatero y codicioso. Duro y afilado como un pedernal del que jamás acero alguno había extraído un generoso fuego; reservado, independiente y más solo que la una. El frío de su interior helaba sus ancianos rasgos, le cortaba la nariz puntiaguda, le arrugaba las mejillas, lo agarrotaba al andar; le volvía rojos los ojos y azules los finos labios, y hablaba con astucia a través de su chirriante voz. Tenía una gélida escarcha sobre la cabeza, las cejas y la enjuta barbilla. Siempre llevaba su baja temperatura con él; congelaba su despacho en la canícula y no lo deshelaba ni un grado en Navidad.

El calor y el frío externos tenían poca influencia en Scrooge. No había calor que lo calentara ni tiempo invernal que lo enfriase. No había viento más cortante que él mismo, ni nevada más resuelta en su propósito, ni aguacero menos abierto a los ruegos. El mal tiempo no sabía cómo ganarle. La lluvia más fuerte, la nieve, el granizo y el aguanieve, sólo podían alardear de llevarle ventaja en un aspecto: ellos «untaban» a la gente con generosidad, mientras que Scrooge nunca lo hacía.

Nadie lo paraba jamás en la calle para decirle con cara de alegría: «Mi querido Scrooge, ¿cómo está usted? ¡A ver cuándo lo vemos por casa!». Ningún mendigo le suplicaba que le diese algo, ningún niño le preguntaba la hora, ningún hombre o mujer jamás inquirió de él por dónde se iba a tal sitio. Hasta los perros lazarillos parecían conocerle, y cuando lo veían aproximarse, tiraban de sus amos para meterlos en portales y patios, tras lo que meneaban el rabo como si dijeran: «¡No hay peor ojo que el maligno, mi invidente amo!».

Pero ¿y qué más le daba a Scrooge? Eso era justo lo que le gustaba. Apartarse de los abarrotados caminos de la vida, advirtiendo a toda simpatía humana de que guardase las distancias, era lo que más «chiflaba» a Scrooge, como dicen los entendidos.

Érase una vez –de todos los días buenos del año, el de Nochebuena– en que el viejo Scrooge estaba muy ocupado en su contaduría. Hacía un tiempo frío, crudo y cortante, y encima había niebla; Scrooge oía a la gente del patio de fuera que iba y venía resollando, golpeándose el pecho con las manos y dando patadas en las losas de la acera para calentarse los pies. Los relojes de la ciudad acababan de dar las tres, pero ya estaba bastante oscuro; no había habido mucha luz en todo el día, y las velas llameaban en las ventanas de las oficinas vecinas como manchas rojizas sobre el tangible aire parduzco. La niebla se metía por cada rendija y ojo de cerradura, y fuera era tan espesa que, aun siendo el patio de los más estrechos, las casas de enfrente sólo eran meros fantasmas. Al ver descender la lúgubre nube, oscureciéndolo todo, cualquiera habría pensado que la Naturaleza vivía muy cerca y estaba preparando té a gran escala.

Scrooge tenía la puerta de la contaduría abierta para poder vigilar a su empleado, que en una celda lúgubre y pequeña, como una especie de pecera, copiaba cartas. El fuego de Scrooge era muy pequeño, pero el del empleado lo era tanto más que parecía compuesto de una única brasa. Sin embargo, no podía alimentarlo, pues Scrooge guardaba el carbón en su habitación, y si al empleado se le ocurriese entrar con la pala, el jefe predeciría que era necesario que finalizasen su relación laboral. Así pues, el empleado se ponía la bufanda blanca e intentaba calentarse con la vela; esfuerzo éste en el que siempre fracasaba, ya que no era hombre de gran imaginación.

–¡Feliz Navidad, tío! ¡Que Dios lo bendiga! –exclamó alguien con alegría. Era el sobrino de Scrooge, quien apareció tan de súbito que ésa fue la primera indicación que tuvo su tío de su llegada.

–¡Bah! –dijo Scrooge–. ¡Paparruchas!

El sobrino había entrado tan en calor, de caminar deprisa entre la niebla y la escarcha, que estaba resplandeciente; tenía el rostro rubicundo y apuesto, le brillaban los ojos y el aliento le volvía a echar humo.

–¿Que las Navidades son paparruchas, tío? ¡No lo dirá en serio!

–Pues sí que lo digo –afirmó Scrooge–. ¿Feliz Navidad? ¿Qué derecho tienes tú a ser feliz? ¿Qué motivo tienes para ser feliz? ¡Con lo pobre que eres!

–Bien, en ese caso –replicó el sobrino en tono jocoso–, ¿qué derecho tiene usted a estar triste? ¿Qué motivo tiene para estar taciturno? ¡Con lo rico que es!

Scrooge, al no tener mejor respuesta que dar así de improviso, repitió el «¡bah!», seguido de otro «¡paparruchas!».

–No se enfade, tío –le dijo el sobrino.

–¿Y cómo no lo voy a estar –contestó Scrooge–, cuando vivo en semejante mundo de imbéciles? ¡Feliz Navidad! ¡Conque feliz Navidad! ¿Qué es la Navidad para ti sino la época de pagar facturas sin tener dinero; la época de ver que eres un año más viejo y ni una hora más rico; la época de cuadrar las cuentas y comprobar que hasta la última entrada te ha sido desfavorable a lo largo de todo el año? Si me pudiera salir con la mía –añadió indignado–, a cada idiota que va por ahí diciendo «feliz Navidad» lo herviría en su propio budín navideño, y lo enterraría con una estaca de acebo clavada en el corazón. ¡Ya lo creo que sí!

–Venga, tío... –le rogó su sobrino.

–Mira lo que te digo, sobrino –replicó con severidad–, tú celebra la Navidad a tu modo, y déjame que yo la celebre al mío.

–¿Que usted la celebre? –repitió el otro–. ¡Pero si no la celebra!

–Pues entonces déjame que no le haga ni caso –dijo Scrooge–, y tú que disfrutes mucho las fiestas. ¡Como si alguna vez te hubieran sido del menor provecho!

–Pues yo creo que sí que hay muchas cosas que me podrían haber sido de provecho, pero de las que no me he sabido beneficiar; la Navidad entre ellas –contestó el sobrino–. Sin embargo, sé que, cuando llegan, siempre pienso que estos días de Navidad (aparte de sentir por ellos la veneración que se merecen su nombre y orígenes sagrados, si es que puede haber algo más aparte de eso) son unos días buenos: unos días agradables en los que ser amables, caritativos e indulgentes; es la única época que conozco del largo calendario del año en que los hombres y mujeres parecen ponerse de acuerdo para abrir sin restricciones sus cerrados corazones, y ven a la gente que está por debajo de ellos como si de verdad fuesen sus compañeros de viaje hacia la tumba, y no una raza diferente de seres que viajan con rumbo distinto. Así pues, tío, aunque nunca me hayan aportado ni una pizca de oro o plata al bolsillo, creo que sí que me hacen mucho bien y me lo seguirán haciendo; y por eso digo que bendito sea Dios.

Sin que pudiera contenerse, el empleado de la pecera aplaudió, pero como de inmediato se diese cuenta de la incorrección que había cometido, se puso en su lugar a atizar el fuego, con lo que apagó definitivamente la última débil chispa que quedaba.

–Como le vuelva a oír hacer algún otro ruido –le dijo Scrooge–, va a celebrar usted la Navidad perdiendo el puesto. Vaya, estás hecho todo un orador, señor mío –añadió dirigiéndose a su sobrino–. Me extraña que no te presentes para el Parlamento.

–No se enfade, tío... ¡Vamos, venga mañana a comer con nosotros!

Scrooge contestó que antes prefería verlo en el... Sí, lo dijo, con todas las palabras, y culminando con esa situación límite4.

–Pero ¿por qué? –clamó el sobrino–. ¿Por qué?

–¿Por qué te casaste? –le preguntó Scrooge.

–Pues porque me enamoré.

–¡Porque te enamoraste! –bramó Scrooge, como si fuera la única cosa del mundo aún más ridícula que una feliz Navidad–. ¡Buenas tardes!

–Pero, tío, si usted nunca venía a verme antes de que eso ocurriera, ¿por qué lo pone ahora como razón para no venir a casa?

–Buenas tardes –repitió Scrooge.

–No quiero nada de usted; no le pido nada. ¿Por qué no podemos ser amigos?

–Buenas tardes.

–Lamento de todo corazón verlo tan decidido. Nunca he dado pie a que discutamos por nada. De todos modos, lo he intentado en homenaje a la Navidad, y pienso conservar mi buen humor navideño hasta el final. Así que, ¡feliz Navidad, tío!

–Buenas tardes –dijo Scrooge.

–¡Y feliz Año Nuevo!

–¡Buenas tardes!

Aun así, su sobrino salió de la habitación sin decir una sola palabra de enojo. Se detuvo en la puerta de fuera para desearle felices fiestas al empleado, el cual, pese al frío que tenía, estuvo más cálido que Scrooge y le devolvió la felicitación con mucha cordialidad.

–Otro que tal –murmuró Scrooge al oírlos–; mi empleado, con quince chelines a la semana, mujer e hijos, hablando de Navidades felices. Esto es para terminar en el manicomio.

El lunático en cuestión, al abrir la puerta para despedir al sobrino de Scrooge, dejó entrar a otras dos personas. Eran unos caballeros corpulentos, de aspecto agradable, que se quitaron los sombreros y pasaron al despacho de Scrooge. Iban provistos de libros y papeles y se inclinaron ante él.

–Esto es Scrooge y Marley, si no me equivoco –dijo uno de ellos consultando una lista–. ¿A quién tengo el gusto de dirigirme, al señor Scrooge o al señor Marley?

–El señor Marley lleva siete años muerto –contestó Scrooge–. Murió hace siete años esta misma noche.

–No nos cabe duda de que su generosidad tiene un buen representante en el socio que le sobrevive –dijo el caballero mientras le entregaba sus credenciales.

Ciertamente lo tenía, ya que habían sido almas gemelas. Al oír tan funesta palabra, «generosidad», Scrooge frunció el ceño, negó con la cabeza y le devolvió las credenciales.

–En esta época festiva del año, señor Scrooge –dijo el caballero cogiendo una pluma–, es aún más deseable que ayudemos en algo a los pobres e indigentes, quienes en la actualidad padecen muchísimo. Muchos miles carecen de lo básico; cientos de miles carecen de las mínimas comodidades, señor.

–¿Es que no hay cárceles? –preguntó Scrooge.

–Sí, hay muchas cárceles –contestó el caballero dejando la pluma.

–¿Y los asilos de pobres? –insistió Scrooge–. ¿Todavía funcionan?

–Sí, todavía funcionan –respondió el caballero–, aunque me encantaría poder decir que no.

–O sea, que la rueda5 y la Ley de pobres siguen en pleno vigor, ¿no?

–Y ambas a todo rendimiento, señor.

–¡Ah, bueno! Me había pensado, por lo que ha dicho usted al principio, que había ocurrido algo que impidiese su misión de provecho –dijo Scrooge–. Me alegro mucho de saberlo.

–Como tenemos la impresión de que apenas pueden proporcionar alegría cristiana de cuerpo o mente a la multitud –replicó el caballero–, unos cuantos estamos intentando recaudar fondos para comprarle a los pobres comida y bebida y medios para calentarse. Elegimos estas fechas porque, de todas, es cuando la miseria más se hace notar y la abundancia más espléndida es. ¿Cuánto le apunto?

–¡Nada! –contestó Scrooge.

–¿Es que quiere hacerlo de forma anónima?

–Lo que quiero es que me dejen en paz. Puesto que me preguntan por lo que quiero, ésa es mi respuesta, caballeros. Yo no soy feliz en Navidad, ni puedo permitirme hacer felices a los vagos. Ayudo a mantener las instituciones que he mencionado, que ya cuestan bastante, y ahí es adonde deben ir los que no disponen de medios.

–Muchos no pueden ir ahí, y otros muchos antes preferirían la muerte.

–Pues si prefieren morirse, lo mejor es que lo hagan y así contribuyen a que disminuya el exceso de población6 –dijo Scrooge–. Además, perdóneme, pero no estoy yo tan seguro de eso.

–Pero podría llegar a estarlo –observó el caballero.

–No es asunto mío –replicó Scrooge–. Uno ya tiene bastante con ocuparse de sus propios asuntos y no interferir en los de los demás. Y los míos me tienen constantemente ocupado. Buenas tardes, caballeros.

Como vieron con toda claridad que no serviría de nada que insistieran, los caballeros se retiraron. Scrooge retomó el trabajo con mejor opinión de sí mismo y un humor más jocoso de lo que era habitual en él.

Mientras, la niebla y la oscuridad habían espesado tanto, que algunos iban por la calle con antorchas ofreciendo sus servicios para ir delante de los caballos de los carruajes y guiarlos. La antigua torre de una iglesia, cuya vieja campana bronca siempre estaba espiando con picardía a Scrooge por una ventana gótica de la pared, se volvió invisible, y daba las horas y los cuartos en las nubes, a lo que seguía una vibración trémula como si le castañetearan los dientes en su cabeza helada allá en lo alto. El frío se tornó muy intenso. En la calle principal, a la vuelta del patio, unos trabajadores que reparaban las tuberías del gas habían encendido un gran fuego en un brasero, alrededor del cual se congregaban un grupo de hombres y muchachos harapientos que se calentaban las manos y pestañeaban ante la fogata en pleno embeleso. La boca de incendio se había quedado sola, con lo que se le derramaba hoscamente solidificado hasta transformarse en misantrópico hielo. La luminosidad de las tiendas, en las que ramitas y bayas de acebo crepitaban al calor de las luces de los escaparates, volvía rubicundos los pálidos rostros que pasaban por delante. Las pollerías y tiendas de ultramarinos se convertían en una espléndida broma: en una gloriosa fiesta con la que era casi imposible creer que tuvieran nada que ver principios tan aburridos como los de la compra y venta. El alcalde, en su fortaleza de la imponente Mansion House7, daba órdenes a sus cincuenta cocineros y mayordomos para que celebrasen la Navidad como correspondía en casa de un alcalde; e incluso el pequeño sastre al que había multado con cinco chelines el lunes anterior por ir borracho y pendenciero por la calle, removía en su buhardilla el budín del día siguiente, mientras su escuálida mujer y la criatura salían a comprar la ternera.

¡Y todavía más niebla y frío! Un frío cortante, inquisitivo, penetrante. Con que el bueno de san Dunstán le hubiese dado un pellizco en la nariz al Maligno con un poco de ese tiempo, en lugar de usar sus famosas armas8, sin duda éste habría rugido aún más de dolor. El dueño de una escasa y joven nariz, roída y mascada por el hambriento frío como los perros roen huesos, se agachó ante el ojo de la cerradura de Scrooge para obsequiarle con un villancico; pero en cuanto oyó:

¡Dios os guarde dichosos, caballeros!

¡Que nada os turbe!9,

Scrooge agarró la regla con tanta energía que el cantante huyó aterrorizado y dejó la cerradura a la niebla y la escarcha más simpáticas.

Finalmente llegó la hora de cierre de la contaduría. De muy mala gana Scrooge se bajó del taburete, con lo que de forma tácita reconoció ese hecho al expectante empleado de la pecera, el cual de inmediato apagó la vela y se puso el sombrero.

–Supongo que mañana querrá todo el día libre, ¿no? –le dijo Scrooge.

–Si le viene bien, señor...

–No me viene bien –replicó Scrooge–, ni tampoco es justo. ¿A que si le quitara media corona por eso usted se consideraría agraviado?

El empleado sonrió débilmente.

–Y, sin embargo –añadió Scrooge–, no me considera a mí agraviado por pagar el sueldo de un día a cambio de ningún trabajo.

El empleado comentó que sólo era una vez al año.

–¡Una excusa muy pobre cuando se trata de robarle a uno cada veinticinco de diciembre! –dijo Scrooge mientras se abotonaba el gabán hasta la barbilla–. En fin, supongo que tendré que darle todo el día libre. ¡Pero estese aquí bien temprano al siguiente!

El empleado le prometió que así lo haría, tras lo que Scrooge se marchó con un gruñido. El otro cerró la oficina en un santiamén y, con los largos extremos de su bufanda blanca colgándole por debajo de la cintura (ya que no podía presumir de gabán), en Cornhill se tiró veinte veces por un tobogán, al final de una fila de chicos, en homenaje a la Nochebuena, y luego se fue corriendo lo más deprisa que pudo a su casa de Camden Town a jugar a la gallina ciega.

Scrooge se tomó su triste cena en la triste taberna de siempre y, después de leer todos los periódicos y de pasar agradablemente el resto de la velada repasando su libreta de ahorro, se fue a casa a dormir. Vivía en un piso que había pertenecido a su difunto socio. Eran unas habitaciones lúgubres de un maltrecho edificio al final de un patio, donde tenía tan poco sentido que estuviera, que no costaba mucho imaginarse que se habría metido ahí cuando era una casa joven y jugaba al escondite con otras casas, y luego no habría sabido cómo salir. Ahora, además de bastante vieja, era bastante lóbrega, pues no vivía nadie más aparte de Scrooge, ya que el resto de pisos estaban alquilados para oficinas. El patio estaba tan oscuro que hasta Scrooge, que se conocía hasta la última piedra, tuvo que ir por él a tientas. La niebla y la escarcha pendían de tal manera sobre el negro y viejo portalón de la casa, que parecía como si el Genio10 de la Meteorología se hubiera sentado triste y meditabundo en el umbral.

Puedo afirmar que la aldaba de la puerta no tenía absolutamente nada de especial, a excepción de que era muy grande. También puedo afirmar que Scrooge llevaba viéndola día y noche desde que residía en ese lugar, y también que Scrooge tenía tan poco de eso que se llama imaginación como cualquier hombre de la City de Londres11, lo que incluso incluye –y son palabras mayores– a los regidores de su organismo regulador y a los miembros de los gremios. Tengamos asimismo en cuenta que Scrooge no había dedicado el menor pensamiento a Marley desde que esa tarde había mencionado su muerte siete años atrás. Y, dicho todo esto, que alguien me explique, si es que puede, cómo fue que Scrooge, mientras metía la llave en la cerradura, y sin que mediase ningún proceso de cambio, no vio en la aldaba la propia aldaba, sino el rostro de Marley.

El rostro de Marley, que no estaba envuelto por sombras impenetrables como todo lo demás del patio, sino que irradiaba una débil luz, como una langosta en mal estado en un sótano oscuro. No se le veía enfadado o feroz, sino que miraba a Scrooge como siempre lo hacía Marley: con las fantasmagóricas gafas sobre la fantasmagórica frente. Llevaba el pelo muy despeinado de un modo curioso, como a soplidos o con aire caliente, y aunque tenía los ojos muy abiertos, estaban totalmente inmóviles. Eso, junto con su color lívido, lo volvían horrible; pero su horror parecía ser algo que el rostro no podía controlar, más que formar parte de su propia expresión.

Mientras Scrooge observaba detenidamente semejante fenómeno, volvió a ser la aldaba de siempre.

Sería falso decir que no se sobresaltó, o que no notó en la sangre una terrible sensación que le era ajena desde la infancia. No obstante, puso la mano en la llave que había soltado, la giró con energía, entró y encendió la vela.

Sí que se detuvo, en un momento de indecisión, antes de cerrar la puerta; y sí que miró primero con precaución detrás de ésta, como si casi esperara espantarse al ver la coleta de Marley saliendo de ella. Sin embargo, no había nada en la parte trasera de la puerta, salvo los tornillos y tuercas que sujetaban la aldaba, así que, con un gran «¡bah!», la cerró de un portazo.

Éste resonó por toda la casa como un trueno. Cada habitación de arriba, y cada barril de la bodega del vinatero de abajo, parecieron tener un eco distinto. Scrooge no era la clase de hombre al que asustaban los ecos. Echó el cerrojo y, lentamente, atravesó el vestíbulo y, mientras despabilaba la vela, subió por la escalera.

A veces se habla vagamente de poder subir con un carruaje tirado por seis caballos por un buen tramo de antiguas escaleras, o también de conducirlo a través de las lagunas legales de una mala ley del Parlamento12, pero lo que yo digo es que por esa escalera podría haber subido con facilidad un coche fúnebre de lado, con el balancín hacia la pared y la puerta hacia la barandilla. Había anchura y espacio de sobra, lo cual tal vez fuese la razón por la que a Scrooge le pareció ver en la oscuridad que subía un coche fúnebre delante de él. Ni media docena de lámparas de gas de la calle habrían iluminado bien la entrada, así que ya se pueden figurar lo muy oscuro que estaba con la única ayuda de la vela de sebo de Scrooge.

Pero él siguió subiendo sin que le importase un pimiento; la oscuridad es barata, y a Scrooge le gustaba. Aun así, antes de cerrar la pesada puerta de su piso, recorrió las habitaciones para comprobar que todo estaba en orden. Todavía tenía el rostro de Marley lo bastante presente para querer hacerlo.

Salón, dormitorio, trastero. Todo bien. No había nadie debajo de la mesa ni del sofá; un pequeño fuego ardía en la chimenea; el tazón y la cuchara puestos, y el cazo de gachas (Scrooge estaba resfriado) sobre el hornillo. No había nadie debajo de la cama, ni dentro del armario; nadie en su bata, que colgaba de la pared con actitud sospechosa. El trastero, como siempre: una pantalla retirada de chimenea, zapatos viejos, dos cestas de pesca, un palanganero de tres patas y un atizador.

Satisfecho, cerró la puerta y se encerró por dentro; dio dos vueltas a la llave, lo que no tenía costumbre de hacer. Una vez estuvo así a salvo de sorpresas, se quitó el pañuelo del cuello, se puso la bata, las zapatillas y el gorro de dormir y se sentó ante el fuego a tomarse las gachas.

El fuego, que estaba muy bajo, no hacía nada en una noche tan gélida. Tuvo que sentarse muy cerca e inclinarse sobre él para obtener la mínima sensación de calor de ese escaso puñado de combustible. Era una chimenea antigua, que había construido un comerciante holandés mucho tiempo atrás, y estaba alicatada con pintorescos azulejos holandeses con ilustraciones de las Escrituras. Había Caínes y Abeles, hijas del Faraón, reinas de Saba, ángeles mensajeros que descendían por el aire sobre nubes que eran como colchones de plumas, Abrahames, Baltasares, apóstoles que se hacían a la mar en mantequilleras: cientos de figuras para distraer sus pensamientos; y, sin embargo, ese rostro de Marley, que llevaba siete años muerto, los devoró a todos como el bastón del antiguo profeta13. Si cada uno de los lisos azulejos hubiese estado en blanco, y hubiera tenido la capacidad de formar alguna imagen en su superficie a partir de los pensamientos inconexos de Scrooge, habría aparecido una copia de la cabeza del viejo Marley en todos ellos.

–¡Paparruchas! –dijo Scrooge, quien se puso a caminar por la habitación.

Después de varias vueltas, se sentó de nuevo en la butaca. Al echar la cabeza hacia atrás, dio la casualidad de que posó la mirada en una campana, fuera de uso, que colgaba en la habitación y que, por algún motivo ya olvidado, comunicaba con una estancia del piso más alto del edificio. Con gran estupor, así como con un terror extraño e inexplicable, vio que la campana empezaba a balancearse. Al principio lo hizo con tanta suavidad que apenas emitía ningún sonido, pero pronto estuvo sonando con fuerza, al igual que todas las demás campanas de la casa.

Por más que tal vez sólo durase medio minuto, o uno a lo sumo, pareció una hora. Las campanas dejaron de sonar igual que habían empezado, todas a la vez. Les siguió un ruido metálico procedente de muy abajo; como si alguien arrastrara una pesada cadena sobre los barriles de la bodega del vinatero. Entonces Scrooge recordó que se decía que los fantasmas de las casas encantadas arrastraban cadenas.

La puerta de la bodega se abrió con estrépito, tras lo que oyó el ruido mucho más fuerte en los pisos de abajo, luego subiendo las escaleras, y luego dirigiéndose hacia su puerta.

–¡Paparruchas! –afirmó Scrooge–. No me creo nada.

El color le mudó, no obstante, cuando, sin detenerse, eso atravesó la pesada puerta y entró en la habitación. Al hacerlo, las mortecinas llamas se avivaron como si exclamaran: «¡Lo conocemos! ¡Es el fantasma de Marley!», para a continuación volver a reducirse.

La misma cara: la mismita. Era Marley, con la coleta, el chaleco, las medias y las botas de siempre; las borlas de estas últimas estaban erizadas, al igual que la coleta, los faldones de la levita y el pelo de la cabeza. Llevaba la cadena atada a la cintura; era larga, se le enroscaba como una cola y estaba hecha (pues Scrooge la observó detenidamente) de cajas de dinero, llaves, candados, libros de contabilidad, escrituras y pesados monederos de acero. Su cuerpo era transparente, de manera que Scrooge podía ver a través del chaleco los dos botones de detrás de la levita.

Scrooge había oído decir a menudo que Marley no tenía corazón, pero nunca lo había creído hasta ahora.

No, tampoco lo creía ahora. Por mucho que examinara al fantasma y lo viese ante él; por mucho que sintiera el influjo glacial de sus ojos fríos como la muerte, y pudiese distinguir hasta la textura del pañuelo plegado que llevaba atado alrededor de la cabeza y la barbilla, y que no le había visto nunca, seguía sin creérselo y se resistía a lo que le dictaban los sentidos.

–¡Pero bueno! –dijo Scrooge, tan cáustico y frío como siempre–. ¿Qué quieres de mí?

–¡Mucho!

Era la voz de Marley, sin duda alguna.

–¿Quién eres?

–Más bien pregúntame quién era.

–Bien, ¿quién eras? –dijo Scrooge levantando la voz–. Para ser un fantasma, qué puntilloso que te pones.

–En vida fui tu socio, Jacob Marley.

–¿Puedes... puedes sentarte? –inquirió Scrooge, que lo miraba dubitativo.

–Sí.

–Pues entonces siéntate.

Scrooge se lo preguntó porque no sabía si un fantasma tan transparente podría tomar asiento, y consideró que, en el caso de serle imposible, tal vez se viera en la necesidad de dar explicaciones embarazosas. Sin embargo, el fantasma se sentó en el lado opuesto de la chimenea como si tuviese mucha costumbre de hacerlo.

–No crees lo que ves –comentó éste.

–No –contestó Scrooge.

–¿Qué otra prueba puedes tener de que existo aparte de la de tus sentidos?

–No lo sé.

–¿Y por qué dudas de tus sentidos?

–Porque padecen una pequeña afección –dijo Scrooge–. Un ligero problema estomacal los vuelve mentirosos. Puede que seas un pedazo indigesto de carne, un chorrito de mostaza, una migaja de queso o un trozo de patata poco hecha. ¡Tienes más de salsa de carne que de carne de tumba, seas lo que seas!

Scrooge no era muy dado a hacer chistes, ni tampoco se sentía nada bromista en ese momento. Lo cierto es que intentaba quedar ingenioso para distraerse y así contener el terror que sentía, pues la voz del espectro lo tenía helado hasta la médula.

Se dio cuenta de que, si seguía un momento más sentado en silencio observando esos ojos vidriosos que tenía fijos en él, sería su perdición. También había algo espantoso en que el espectro estuviese provisto de su propia atmósfera infernal. Scrooge no la notaba, pero ése era ciertamente el caso; pues, aunque el Fantasma permanecía sentado totalmente inmóvil, el pelo, los faldones y las borlas todavía se le agitaban como impulsados por el vapor caliente de un horno.

–¿Ves este palillo de dientes? –preguntó Scrooge, volviendo rápidamente a la carga por la razón que acabamos de dar, además de querer apartar de sí la fría mirada de la aparición, aunque sólo fuera por un segundo.

–Sí –contestó el Fantasma.

–Si no lo estás mirando...

–Lo veo de todas formas.

–Bien –dijo Scrooge–, pues sólo tengo que tragármelo para pasarme el resto de los días perseguido por toda una legión de trasgos de mi propia creación. ¡Paparruchas, te digo que son paparruchas!

Al oír eso, el espíritu dio un grito aterrador y, agitando la cadena, hizo un ruido tan lúgubre y terrible, que Scrooge se agarró a la butaca en el intento de no desmayarse. Sin embargo, cuanto más grande fue su espanto cuando el fantasma se quitó el vendaje de alrededor de la cabeza, como si le diera mucho calor llevarlo dentro de casa, ¡y la mandíbula inferior se le descolgó sobre el pecho!

Scrooge cayó de rodillas y juntó las manos ante el rostro.

–¡Dios mío! –exclamó–. ¿Por qué me incordias, horrible aparición?

–¿Crees o no lo que ves, hombre materialista? –replicó el Fantasma.

–Sí, lo creo –dijo Scrooge–. No me queda más remedio. Pero ¿por qué vagan los espíritus por este mundo y se me aparecen a mí?

–Toda persona tiene la obligación de que su espíritu interior camine entre el de sus semejantes y llegue muy lejos –contestó el Fantasma–; y si ese espíritu no se relaciona así en vida, está condenado a hacerlo después de muerto. Su castigo es vagar por el mundo (¡ay, pobre de mí!) y presenciar lo que ya no puede compartir, pero podría haber compartido cuando vivía para encontrar la felicidad y proporcionarla.

De nuevo el espectro pegó un grito, agitó la cadena y se retorció las imprecisas manos.

–Vas encadenado –dijo Scrooge temblando–. ¿Eso por qué es?

–Llevo la cadena que me forjé en vida –respondió el Fantasma–. Me la fui haciendo eslabón a eslabón, y metro a metro. Me la ceñí por voluntad propia, y por voluntad propia la arrastré. ¿No te suena de lo que está hecha?

Scrooge temblaba cada vez más.

–¿O conoces el peso y longitud de la fuerte ristra que tú mismo llevas? –prosiguió el Fantasma–. Era tan pesada y larga como ésta hace siete Nochebuenas. ¡Desde entonces has seguido añadiéndole piezas, hasta convertirla en una cadena en verdad ponderosa!

Scrooge miró por el suelo como si esperara hallarse de pronto rodeado por cincuenta o sesenta brazas de cable de hierro, pero no vio nada.

–Jacob –imploró–, mi viejo amigo, Jacob Marley, cuéntame más, y dame algún consuelo.

–No tengo ninguno que dar –replicó el Fantasma–. Eso llega de otras regiones, Ebenezer Scrooge, y es transmitido por otros ministros a otras clases de hombres. Tampoco puedo decirte todo lo que querría. Muy poco más se me permite que te cuente. No puedo descansar, no puedo quedarme, no puedo entretenerme en ninguna parte. Mi espíritu nunca fue más allá de nuestra contaduría, ¡fíjate bien en lo que te digo!; en vida mi espíritu nunca vagó más allá de los estrechos confines de nuestro cuchitril de cambistas, y ahora me aguardan largos y cansados viajes.

Siempre que estaba pensativo, Scrooge tenía la costumbre de meterse las manos en los bolsillos de los pantalones. Eso hizo ahora mientras reflexionaba sobre lo que le había dicho el Fantasma, pero sin alzar la mirada ni levantarse del suelo.

–Pues debes de ir muy despacio, Jacob –comentó en tono práctico, aunque con humildad y deferencia.

–¿Despacio? –repitió el Fantasma.

–Siete años muerto... –caviló Scrooge–. ¿Y has estado viajando todo el tiempo?

–Todo el tiempo –asintió el Fantasma–. No hay descanso ni paz para mí; sólo la tortura del remordimiento que no cesa.

–¿Y viajas rápido? –preguntó Scrooge.

–Sobre las alas del viento –contestó el Fantasma.

–Pues en siete años ya podrías haber recorrido muchísimo terreno...

Al oír eso, el Fantasma lanzó otro grito, e hizo sonar la cadena de un modo tan espantoso en medio del silencio absoluto de la noche, que habría estado justificado que el sereno lo acusara de alteración del orden público.

–¡Ay, cautivo, atado y con grilletes dobles! –exclamó el Fantasma–. ¡Por no saber que son necesarios siglos de incesante labor por parte de seres inmortales para que este mundo alcance la eternidad, después de haber hecho todo el bien del que se es capaz! ¡Por no saber que a cualquier espíritu cristiano que se afane con bondad en su pequeña esfera, sea la que sea, se le hará muy corta su vida mortal para poder llevar a cabo todo el enorme bien que podría hacer por los demás! ¡Por no saber que no hay arrepentimiento suficiente que compense el que uno haya desperdiciado la gran oportunidad de su vida! ¡Y así era yo! ¡Ay, así era yo!

–Pero siempre fuiste un buen hombre de negocios, Jacob –balbució Scrooge, que empezaba a aplicarse esas palabras a sí mismo.

–¿Negocios? –bramó el Fantasma, retorciéndose de nuevo las manos–. La humanidad era mi negocio. El bienestar de los demás era mi negocio; la caridad, la misericordia, la tolerancia y la benevolencia, todas eran mi negocio. ¡Mis transacciones comerciales sólo eran una gota de agua en el vasto océano de mi negocio!

Levantó la cadena a la altura del brazo, como si ésa fuera la causa de toda su infructuosa pena, y luego la arrojó con fuerza contra el suelo.

–En esta época del año es cuando más sufro –prosiguió el espectro–. ¿Por qué tuve que caminar entre multitudes de mis semejantes con la mirada agachada, sin elevarla nunca hacia la bendita Estrella que condujo a los Reyes Magos a una pobre morada? ¡Como si no hubiese hogares pobres de sobra a los que su luz me podría haber guiado a mí!

Scrooge, muy afligido por oír hablar al espectro de ese modo, empezó a temblar violentamente.

–¡Escúchame! –lo conminó el Fantasma–. Casi no me queda tiempo.

–Sí, te escucho, pero no seas cruel conmigo. ¡Y no te pongas tan retórico, Jacob, te lo ruego!

–No sé cómo es que me aparezco a ti con una forma que puedes ver. Muchos días me he sentado invisible a tu lado.

No era nada agradable saber eso. Scrooge se estremeció y se limpió el sudor de la frente.

–Y no es una parte leve de mi castigo –continuó el Fantasma–. He venido esta noche a avisarte de que todavía tienes una oportunidad y esperanza de escapar de mi sino. Una oportunidad y esperanza que te he procurado yo, Ebenezer.

–Siempre fuiste un buen amigo –dijo Scrooge–. ¡Gracias!

–Te van a visitar tres espíritus –añadió el Fantasma.

A Scrooge se le hundió el semblante casi tanto como le había ocurrido al Fantasma.

–¿Es ésa la oportunidad y esperanza a la que te referías, Jacob? –preguntó con voz entrecortada.

–Así es.

–Pues... creo que prefiero que no vengan...

–Sin sus visitas, no podrás evitar seguir el mismo camino que yo –dijo el Fantasma–. Espera al primero mañana, cuando la campana dé la una.

–¿Y no podría recibirlos a todos a la vez y acabar antes, Jacob? –sugirió Scrooge.

–Espera al segundo a la siguiente noche a la misma hora, y al tercero a la otra, cuando haya terminado de sonar la última campanada de las doce. A mí no me vas a ver más, y, por tu bien, procura recordar lo que ha sucedido hoy.

Después de decir eso, el espectro cogió el pañuelo de la mesa y se lo puso alrededor de la cabeza como antes. Scrooge lo supo por el ruido seco que le hicieron los dientes al juntársele las mandíbulas por el vendaje. Se aventuró a levantar la mirada y vio que su visitante sobrenatural estaba frente a él, muy erguido y con la cadena rodeándole el cuerpo y un brazo.

La aparición empezó a alejarse de él caminando hacia atrás, mientras, a cada paso que daba, la ventana se iba subiendo un poco, de manera que al llegar el espectro a ella, ya estaba del todo abierta. Le indicó a Scrooge con una seña que se acercara, lo cual hizo. Cuando se encontraban a dos pasos el uno del otro, el Fantasma de Marley levantó la mano para advertirle de que no se aproximase más. Scrooge se detuvo.

No fue tanto por obediencia como por sorpresa y miedo, pues al levantar el otro la mano, empezó a captar ruidos confusos en el aire, sonidos incoherentes de lamentos y pesares, gemidos de aflicción y contrición indescriptibles. El espectro, tras escuchar un momento, se unió a tan lastimero canto fúnebre y salió flotando a la cruda y oscura noche.

Scrooge fue hasta la ventana, incapaz de resistirse a la curiosidad.

El aire estaba lleno de fantasmas que vagaban de acá para allá con agitada prisa y sin dejar de gemir. Todos llevaban cadenas como el Fantasma de Marley; algunos (tal vez fuesen gobiernos culpables) iban atados en grupo; ninguno estaba libre de grilletes. Scrooge había conocido en vida a muchos de ellos. Había tenido bastante relación con un fantasma anciano, que llevaba chaleco blanco y una gigantesca caja fuerte de hierro sujeta al tobillo, el cual lloraba desconsolado por no poder ayudar a una pobre mujer con una criatura a los que veía abajo en un portal. Estaba claro que lo que los afligía a todos era que querían intervenir para bien en los asuntos de los mortales, pero habían perdido esa facultad para siempre.

Scrooge no llegó a saber si esos seres se desvanecieron en la neblina o si ésta los envolvió. Ellos y sus voces desaparecieron a la vez, y la noche volvió a ser la misma de cuando había llegado a casa.

Cerró la ventana y examinó la puerta por la que había entrado el Fantasma. La llave seguía echada dos vueltas, como él mismo la había girado, y los cerrojos estaban pasados. Intentó exclamar «¡paparruchas!», pero se detuvo a la primera sílaba. Y como, ya fuera por las emociones que acababa de vivir, o por la fatiga del día, o por lo que había atisbado del Mundo Invisible, o por la lúgubre conversación del Fantasma, o por lo tarde que era, necesitaba descansar, se fue directamente a la cama, sin desvestirse, y se durmió al instante.

1. Centro de operaciones comerciales de la City londinense que estuvo en funcionamiento entre 1570 y 1939.

2. Es una frase hecha en inglés. El texto que sigue nos obliga a mantenerla.

3. Era un eslogan, muy del gusto de los políticos conservadores, del que Dickens se burlaba a menudo.

4. En el infierno.

5. Era una maquinaria para mover un molino que tenían que accionar los pobres como castigo en los asilos antes mencionados.

6. Según la teoría demográfica de Malthus de 1798.

7. Es la residencia oficial del alcalde de Londres desde 1752.

8. Dunstán (c. 909-988), arzobispo inglés que fue canonizado por la Iglesia católica. Según la leyenda, se le apareció el Diablo en su celda y él se defendió usando unas tenazas de herrero con las que le agarró la nariz.

9. Es el principio de la letra de un villancico inglés muy popular.

10. «En la gentilidad, cada una de ciertas deidades menores, tutelares o enemigas» (DRAE).

11. Irónica referencia al famoso y todopoderoso centro financiero londinense.

12. Es lo que afirmó Daniel O’Connor, parlamentario irlandés.

13. Véase Éxodo 7: 12.

Estrofa segundaEl primero de los tres espíritus

Cuando Scrooge se despertó, estaba tan oscuro que, al mirar desde la cama, apenas pudo distinguir la ventana transparente de las paredes opacas de su habitación. Mientras intentaba atravesar la oscuridad con sus ojos de hurón, las campanadas de una iglesia cercana dieron los cuatro cuartos, así que aguardó a escuchar la hora que era.

Para su gran sorpresa, la pesada campana pasó del sexto repique al séptimo, y del séptimo al octavo, y así sucesivamente hasta dar las doce y detenerse. ¡Las doce! Eran más de las dos cuando se había acostado. Ese reloj iba mal. Se le habría metido un carámbano de hielo en la maquinaria. ¡Las doce!

Tocó el resorte de su reloj de repetición para refutar a tan ridícula campana. La rápida y pequeña cadencia sonó doce veces y se calló.

–¡Pero no es posible que haya dormido un día entero y parte de la noche siguiente! –dijo Scrooge–. ¡Como tampoco es posible que le haya pasado algo al sol y sean las doce del mediodía!

Era una idea tan preocupante, que se levantó de la cama apresuradamente y fue a tientas hasta la ventana. Tuvo que restregar el cristal con la manga de la bata para quitar la escarcha y poder ver algo, aunque tampoco fuese mucho. Lo único que consiguió discernir fue que todavía había una intensa niebla y hacía un frío gélido, y que no se oía a gente corriendo de aquí para allá en medio de un gran alboroto, como sin duda ocurriría si la noche venciera al radiante día y se apoderase del mundo. Fue un gran alivio, porque, de no haber días que contar, lo de que «a los tres días de presentar esta primera de cambio páguese al señor Ebezener Scrooge o a su orden» y demás, se convertiría en un mero bono de los Estados Unidos14.

Scrooge se acostó de nuevo y le dio vueltas, vueltas y más vueltas, sin sacar nada en claro. Cuanto más lo pensaba, mayor era su perplejidad; y cuanto más intentaba no pensarlo, más lo hacía. El Fantasma de Marley lo preocupaba sobremanera. Cada vez que, tras sopesarlo mucho, decidía que sólo había sido un sueño, sus pensamientos volvían de nuevo, como si de un fuerte muelle que se soltase se tratara, al punto de partida inicial y le presentaban la misma cuestión de siempre: «¿Fue un sueño o no?».

Scrooge yació en ese estado hasta que las campanadas dieron tres cuartos más, y entonces recordó de pronto que el Fantasma le había advertido de que esperase una aparición cuando la campana tañese la una. Resolvió permanecer despierto hasta que pasara la hora, lo cual, habida cuenta de que era tan incapaz de dormirse como de ir al Cielo, tal vez fuera la decisión más sabia que pudo tomar.

Tardaron tanto en sonar los cuartos, que en más de una ocasión se convenció de que debía de haberse quedado adormilado y no se había enterado. Finalmente, el repique llegó a sus atentos oídos.

–¡Din don!

–Y cuarto –empezó a contar Scrooge.

–¡Din don!

–Y media.

–¡Din don!

–Menos cuarto.

–¡Din don!

–¡La hora, y no ocurre nada! –exclamó Scrooge exultante.

Habló antes de que la campana diese la hora en sí, lo cual hizo ahora con un profundo, apagado, hueco y triste «La Una». Al instante hubo un destello de luz en la habitación y se abrieron las cortinas de su cama con dosel.

Les aseguro que una mano abrió las cortinas de su cama; no las de los pies o la cabecera, sino las del lado hacia el que él miraba. Se abrieron las cortinas y Scrooge, incorporándose de un respingo para quedar en una postura medio recostada, se halló cara a cara con el visitante sobrenatural que las había descorrido; tan cerca de él como lo estoy yo de ti, lector, que me encuentro en espíritu a tu lado.

Era un ser extraño; como un niño y, al tiempo, más como un anciano al que se contemplara a través de algún medio prodigioso que le diera el aspecto de ir perdiéndose de vista hasta quedar reducido a las proporciones de un niño. El pelo, que le caía por el cuello y la espalda, parecía blanco por la edad, pero la cara no tenía una sola arruga y el cutis era el de la plena juventud. Los brazos eran muy largos y musculosos; las manos también, como si poseyese una fuerza descomunal. Al igual que los miembros superiores, llevaba desnudos las piernas y los pies, de delicadísima hechura. Vestía una túnica de un blanco inmaculado, que se ataba con un reluciente cinturón de hermoso brillo. Tenía una rama de verde acebo en la mano, y, en singular contradicción con ese símbolo invernal, el vestido ribeteado de flores veraniegas. Sin embargo, lo más extraño era que de la coronilla de la cabeza le salía un brillante chorro de luz que permitía que todo lo demás fuera visible, y que sin duda, en momentos de inactividad, apagaba con el gorro que ahora llevaba bajo el brazo.

No obstante, según Scrooge lo observó con mayor detenimiento, comprobó que ni siquiera era ésa su característica más extraña; pues al igual que el cinturón le destellaba y relucía ora en una parte, ora en otra, y lo que estaba iluminado un instante se sumía en la oscuridad al siguiente, la nitidez de su propia figura iba fluctuando, y lo mismo era algo con un brazo que a continuación con una pierna, que con veinte piernas, que con un par de piernas sin cabeza, que con una cabeza sin cuerpo; y de esas partes que desaparecían no se veía contorno alguno en la densa oscuridad en la que se esfumaban. Y en pleno asombro ante tal fenómeno, volvía a ser él, tan claro y nítido como siempre.

–¿Es usted el Espíritu cuya llegada se me anunció, señor? –preguntó Scrooge.

–Lo soy.

La voz era suave y dulce; muy baja, como si en vez de estar tan cerca de él, se hallara lejos.

–¿Quién es usted? –quiso saber Scrooge.

–Soy el Fantasma de las Navidades del Pasado.

–¿Del pasado remoto? –inquirió Scrooge, en perspicaz referencia a la escasa estatura del ser.

–No, de tu pasado.

De habérselo podido preguntar alguien, tal vez Scrooge no habría sabido explicar el porqué, pero lo cierto es que tenía muchas ganas de ver al Espíritu llevando el gorro, así que le rogó que se lo pusiera.

–¿Qué? –exclamó el Fantasma–. ¿Tan pronto quieres apagar con manos mundanas la luz que doy? ¿No es ya bastante que tú seas uno de los que con su ira han hecho este gorro, y me han obligado a lo largo de tantísimos años a llevarlo bien calado?

Scrooge negó reverentemente cualquier intención suya de ofender, o que supiera que de forma deliberada hubiese «encasquetado» al Espíritu en algún momento de su vida. A continuación, se atrevió a preguntarle qué le llevaba allí.

–¡Tu bienestar! –contestó el Fantasma.

Scrooge le expresó su agradecimiento, al tiempo que pensaba que, para conseguir ese fin, habría sido mejor que lo dejasen dormir toda la noche sin sobresaltos. El Espíritu debió de leerle el pensamiento, ya que se apresuró a decir:

–Tu salvación, en ese caso. ¡Presta atención!

Alargando su fuerte mano mientras hablaba, lo agarró con delicadeza del brazo.

–¡Levántate y camina conmigo!

A Scrooge no le habría servido de nada alegar que el clima y la hora no eran los más apropiados para esas intenciones pedestres; que su cama estaba calentita y el termómetro muy por debajo de cero; que en zapatillas, bata y gorro de dormir iba muy ligero de ropa y tenía un resfriado. Por más que el Espíritu lo cogía del brazo con suavidad de mano femenina, le habría sido imposible resistirse y soltarse. Así pues, se levantó, pero al ver que el otro se dirigía hacia la ventana, le tiró implorante de la túnica.

–Soy mortal –repuso–, y me puedo caer.

–Basta con un toque de mi mano aquí –dijo el Espíritu poniéndosela en el corazón–, para que tengas toda la sujeción que necesitas y más.

Mientras lo decía, atravesaron la pared y aparecieron en un camino rural bordeado de campos a ambos lados. La ciudad había desaparecido por completo; no se veía el menor vestigio de ella. La oscuridad y la neblina también se habían esfumado, pues hacía un día de invierno frío y despejado y había nieve en el suelo.

–¡Santo cielo! –exclamó Scrooge juntando las manos–. ¡Pero si yo me crié en este lugar! ¡Viví aquí de pequeño!

El Espíritu lo miró con actitud afable. Su suave contacto, aunque había sido ligero e instantáneo, parecía seguir afectando a las emociones del anciano. Éste percibía mil olores que flotaban en el aire, cada uno relacionado con mil pensamientos, esperanzas, alegrías y preocupaciones largo tiempo olvidados.

–Te tiemblan los labios –dijo el Fantasma–. ¿Y qué es eso que tienes en la mejilla?

Scrooge farfulló, con un entusiasmo poco habitual en él, que era un grano, y rogó al Fantasma que lo llevara a donde quisiese.

–¿Recuerdas el camino? –preguntó éste.

–¿Que si lo recuerdo? –exclamó Scrooge con ardor–. ¡Lo podría recorrer con los ojos vendados!

–Qué raro que lo hayas tenido olvidado tantos años –observó el Fantasma–. Sigamos.

Avanzaron por el camino, mientras Scrooge iba reconociendo cada verja, poste y árbol, hasta que apareció en la distancia un pueblo con su mercado, puente, iglesia y río serpenteante. Vieron que unos ponis greñudos se les acercaban al trote con unos chicos montados en ellos, los cuales llamaban a otros que iban en calesas y carros conducidos por granjeros. Todos estaban muy animados y no dejaban de gritarse cosas, al punto de que tanto se llenaron los extensos campos de una alegre música, que el frío y fortificante aire se reía al oírla.

–Sólo son sombras del pasado –explicó el Fantasma–. No son conscientes de nuestra presencia.

Conforme los jocundos viajeros se les aproximaban, Scrooge los identificó a todos y dijo sus nombres. ¡Cuantísimo se alegró de verlos! ¡Cómo le brillaron sus fríos ojos y le palpitó el corazón cuando pasaron! ¡Qué regocijo se apoderó de él según oía que se deseaban Felices Navidades al separarse en cruces y caminos para dirigirse a sus respectivas casas! Pero ¿qué tenían de felices las Navidades para Scrooge? ¡Y dale con la feliz Navidad! ¿Qué bien le había hecho nunca a él?

–La escuela no ha quedado desierta del todo –dijo el Fantasma–. Sigue allí un único niño, abandonado por sus compañeros.

Scrooge dijo que lo sabía. Y sollozó.

Dejaron el camino principal y, por un sendero que recordaba muy bien, pronto llegaron a una mansión de ladrillo rojo apagado, que tenía en el tejado una pequeña cúpula, rematada por una veleta, de la que colgaba una campana. Era una casa grande, pero que había conocido tiempos mejores; pues las espaciosas dependencias del servicio se usaban poco, las paredes estaban llenas de humedad y musgo, las ventanas rotas y las verjas deterioradas. En las cuadras las aves de corral cloqueaban y se paseaban ufanas, y a la cochera y demás cobertizos los invadían las malas hierbas. Tampoco dentro conservaba su estado original, ya que, al entrar en el lóbrego vestíbulo y mirar por las puertas abiertas de muchas habitaciones, vieron que estaban poco amuebladas, frías y destartaladas. Había algo en el ambiente, en la fría desnudez del lugar, que de algún modo remitía a madrugar mucho y comer poco.

El Fantasma y Scrooge atravesaron el vestíbulo hasta llegar a una puerta de la parte trasera de la casa. La puerta se abrió y les mostró una triste habitación, larga y vacía, a la que filas de sencillos bancos y pupitres de pino volvían aún más vacía. En uno de ellos, un chico solitario leía cerca de un débil fuego. Scrooge se sentó en un banco y lloró al ver al pobre y olvidado niño que había sido.

No hubo un eco latente de la casa, ni un chillido y correteo de los ratones de detrás de los paneles de madera de las paredes, ni un goteo del caño medio descongelado del patio trasero, ni un suspiro de las ramas sin hojas de un abatido álamo, ni un solo movimiento del ocioso balanceo de la puerta de un almacén vacío, ni un chisporroteo del fuego, que no le llegara a Scrooge al corazón y, ablandándoselo, le permitiera dar aún mayor salida a las lágrimas.

El Espíritu le tocó el brazo y señaló al niño que había sido, el cual estaba muy concentrado en la lectura. De pronto un hombre vestido con ropas exóticas, muy real y nítido, apareció fuera de la ventana, con un hacha metida en el cinturón, llevando de la brida a un burro cargado de madera.

–¡Pero si es Alí Baba! –exclamó arrobado Scrooge–. ¡El bueno y honrado de Alí Baba! ¡Sí, me acuerdo! Una Navidad, cuando este niño solitario se quedó aquí solo, Alí Baba se presentó por primera vez de ese modo. ¡Ay, pobre niño! ¡Y ahí están Valentín y Orson, su hermano salvaje!15. ¡Y ese otro, como se llame, al que dejaron dormido en calzones en las puertas de Damasco!16. ¿Lo ves? ¡Y el mozo de cuadra del sultán al que los genios pusieron boca abajo, ahí está haciendo el pino! Se lo tiene bien merecido; mucho que me alegro. ¿A santo de qué se tenía que casar él con la princesa?

Oír a Scrooge dedicando toda su vehemencia a hablar de tales cosas, con una voz insólita en él que oscilaba entre la risa y el llanto, y ver la expresión exaltada y emocionada de su rostro, habría sido sin duda una gran sorpresa para los de la ciudad que por negocios se relacionaban con él.

–¡Ahí está el loro! –gritó–. ¡Cuerpo verde y cola amarilla, con algo como una lechuga que le crece en la cabeza, ahí está! Pobre Robin Crusoe, llamó a éste, cuando volvió de navegar alrededor de la isla: «Pobre Robin Crusoe, ¿dónde has estado, Robin Crusoe?». Y Robinson Crusoe se creyó que estaba soñando, pero no, era el loro. ¡Y por ahí va Viernes, corriendo al riachuelo para salvar la vida! ¡Corre, corre!

Y entonces, con un repentino cambio de estado de ánimo que no era nada habitual en su carácter, se compadeció del niño que había sido diciendo «pobre muchacho» y volvió a echarse a llorar.

–Ojalá... –balbució metiendo una mano en el bolsillo y mirando a su alrededor, después de enjugarse los ojos con el puño de la manga–. Pero ahora ya es tarde.

–¿Qué ocurre? –preguntó el Espíritu.

–Nada –contestó Scrooge–, no, nada. Anoche había un chico cantando un villancico ante mi puerta. Me gustaría haberle dado algo, sólo es eso.

El Fantasma sonrió pensativo e hizo un gesto con la mano mientras exclamaba:

–¡Veamos otra Navidad!

Al decir eso, el niño que había sido Scrooge creció y el aula se volvió un poco más oscura y sucia. Los paneles de madera se contrajeron, los cristales de las ventanas se rajaron, del techo cayeron trozos de yeso que dejaron los listones al descubierto; pero cómo se obró todo eso, Scrooge lo sabía tanto como nosotros. Lo único que sabía era que así había sido; que todo había ocurrido tal cual; que ahí volvía a estar solo después de que todos los demás chicos se hubieran ido a casa a pasar las alegres vacaciones.

Ahora no leía, sino que caminaba arriba y abajo desesperado. Scrooge miró al Fantasma y, negando entristecido con la cabeza, contempló la puerta con ansiedad.

Ésta se abrió y una niña, mucho más pequeña que el chico, entró como una flecha y, rodeándole el cuello con los brazos y llenándolo de besos, se dirigió a él como su «queridísimo hermano».

–¡Vengo para llevarte a casa, querido hermano! –anunció la niña, juntando sus diminutas manos e inclinándose por la risa–. ¡Para llevarte a casa, a casa, a casa!

–¿A casa, pequeña Fan? –dijo el chico.

–¡Sí –contestó ella, rebosante de alegría–, a casa de una vez por todas! ¡A casa para siempre! ¡Padre está ahora tan amable que nuestro hogar parece el cielo! Una bendita noche, cuando me iba a acostar, me habló con tanta dulzura, que no me dio miedo preguntarle una vez más si podías volver a casa; y él contestó que sí, y me ha enviado en un carruaje a recogerte. Y te vas a hacer un hombre –añadió la niña abriendo mucho los ojos–, y nunca volverás aquí; pero primero vamos a estar juntos todas las Navidades y nos lo vamos a pasar muy bien.

–¡Tú sí que estás hecha toda una mujer, pequeña Fan! –exclamó el chico.

Ella juntó las manos y, echándose a reír, intentó tocarle la cabeza, pero, al ser demasiado menuda, se rió de nuevo y se puso de puntillas para abrazarle. Luego, llevada por el entusiasmo infantil, empezó a arrastrarlo hacia la puerta, y él, nada reacio a irse, la acompañó.

Una voz tremebunda bramó en el vestíbulo: «¡Bajen el baúl del señorito Scrooge!», y entonces apareció el director en persona, quien miró al señorito Scrooge con feroz condescendencia y lo puso muy nervioso al darle la mano. Después los llevó a él y a su hermana a la sala más gélida e inmunda que jamás se haya visto, en la que los mapas de la pared, así como los globos celestes y terráqueos de las ventanas, estaban céreos de frío. Sacó una licorera que contenía un vino sorprendentemente claro, y un mazacote de tarta sorprendentemente pesada, y administró sendas entregas de esas exquisiteces a los jóvenes, al tiempo que enviaba a un magro sirviente a ofrecer un vaso de «algo» al postillón, el cual contestó que se lo agradecía al caballero, pero que si se trataba de lo mismo que ya había probado con anterioridad, prefería no tomar nada. Como para entonces ya habían atado el baúl del señorito Scrooge a la parte superior de la calesa, los niños se despidieron de muy buen grado del director y, tras montarse en el vehículo, se marcharon alegremente por el sendero del jardín, mientras las veloces ruedas trituraban la escarcha y la nieve y rociaban las oscuras hojas de las plantas.

–Siempre fue una criatura delicada, a la que el viento podría haber marchitado con facilidad17 –dijo el Fantasma–. ¡Pero tenía un gran corazón!

–Sí que lo tenía –asintió Scrooge–. Tienes toda la razón, Espíritu, y no voy a ser yo quien lo niegue. ¡No lo quiera Dios!

–Murió ya de adulta y creo que dejó hijos...

–Un hijo –contestó Scrooge.

–Cierto –dijo el Fantasma–. ¡Tu sobrino!

Scrooge, que pareció inquietarse, respondió con un conciso «sí».