Cuentos - Hans Christian Andersen - E-Book

Cuentos E-Book

Hans Christian Andersen

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Beschreibung

El caracol y el rosalEl hada del saucoEl Patito FeoEl principe malvadoEl Valiente Soldado de PlomoCon indice activoEn el mar remotoLa campanaLo Cuentos (con indice activo):La espinosa senda del honorLa historia del añoLa huchaLa niña judiaLa Piedra filosofalLa SirenitaLa SombraLa suerte puede estar en un palitoLas velasLos chanclos de la suerteNiño traviesoPegaojosPulgarcitaSopa de palillo de morcillaLos campeones de salto

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Hans Christian Andersen

Cuentos

Collana

Ficciòn

 

Titulo e-book

“CUENTOS"

 

Autore

HANS CHRISTIAN ANDERSEN

Codice ISBN

978-88-98006-24-3

 

Editore

GREENBOOKS EDITORE

www.greenbooks-editore.com

 

Immagine di copertina

by Greenbooks editore

 

Edicciòn digital 2014

 

UUID: 978-88-98006-24-3
This ebook was created with BackTypo (http://backtypo.com)by Simplicissimus Book Farm

Indice

El caracol y el rosal

​El hada del saúco

El Patito Feo

​El principe malvado

El valiente soldado de plomo

​En el mar remoto

​La campana

La espinosa senda del honor

La historia del año

La hucha

La niña judía

​La piedra filosofal

​La Sirenita

​La Sombra

​La suerte puede estar en un palito

Las velas

​Los chanclos de la suerte

​El niño travieso

​Pegaojos

​Pulgarcita

​Sopa de palillo de morcilla

​Los campeones de salto

El caracol y el rosal

Alrededor del jardín había un seto de avellanos, y al otro lado del seto se extendían los campos y praderas donde pastaban las ovejas y las vacas. Pero en el centro del jardín crecía un rosal todo lleno de flores, y a su abrigo vivía un caracol que llevaba todo un mundo dentro de su caparazón, pues se llevaba a sí mismo.

-¡Paciencia! -decía el caracol-. Ya llegará mi hora. Haré mucho más que dar rosas o avellanas, muchísimo más que dar leche como las vacas y las ovejas.

-Esperamos mucho de ti -dijo el rosal-. ¿Podría saberse cuándo me enseñarás lo que eres capaz de hacer?

-Me tomo mi tiempo -dijo el caracol-; ustedes siempre están de prisa. No, así no se preparan las sorpresas.

Un año más tarde el caracol se hallaba tomando el sol casi en el mismo sitio que antes, mientras el rosal se afanaba en echar capullos y mantener la lozanía de sus rosas, siempre frescas, siempre nuevas. El caracol sacó medio cuerpo afuera, estiró sus cuernecillos y los encogió de nuevo.

-Nada ha cambiado -dijo-. No se advierte el más insignificante progreso. El rosal sigue con sus rosas, y eso es todo lo que hace.

Pasó el verano y vino el otoño, y el rosal continuó dando capullos y rosas hasta que llegó la nieve. El tiempo se hizo húmedo y hosco. El rosal se inclinó hacia la tierra; el caracol se escondió bajo el suelo.

Luego comenzó una nueva estación, y las rosas salieron al aire y el caracol hizo lo mismo.

-Ahora ya eres un rosal viejo -dijo el caracol-. Pronto tendrás que ir pensando en morirte. Ya has dado al mundo cuanto tenías dentro de ti. Si era o no de mucho valor, es cosa que no he tenido tiempo de pensar con calma. Pero está claro que no has hecho nada por tu desarrollo interno, pues en ese caso tendrías frutos muy distintos que ofrecernos. ¿Qué dices a esto? Pronto no serás más que un palo seco... ¿Te das cuenta de lo que quiero decirte?

-Me asustas -dijo el rosal-. Nunca he pensado en ello.

-Claro, nunca te has molestado en pensar en nada. ¿Te preguntaste alguna vez por qué florecías y cómo florecías, por qué lo hacías de esa manera y de no de otra?

-No -contestó el caracol-. Florecía de puro contento, porque no podía evitarlo.

¡El sol era tan cálido, el aire tan refrescante!... Me bebía el límpido rocío y la lluvia generosa; respiraba, estaba vivo. De la tierra, allá abajo, me subía la fuerza, que descendía también sobre mí desde lo alto. Sentía una felicidad que era siempre nueva, profunda siempre, y así tenía que florecer sin remedio.

Tal era mi vida; no podía hacer otra cosa.

-Tu vida fue demasiado fácil -dijo el caracol.

-Cierto -dijo el rosal-. Me lo daban todo. Pero tú tuviste más suerte aún. Tú eres una de esas criaturas que piensan mucho, uno de esos seres de gran inteligencia que se proponen asombrar al mundo algún día.

-No, no, de ningún modo -dijo el caracol-. El mundo no existe para mí. ¿Qué tengo yo que ver con el mundo? Bastante es que me ocupe de mí mismo y en mí mismo.

-¿Pero no deberíamos todos dar a los demás lo mejor de nosotros, no deberíamos ofrecerles cuanto pudiéramos? Es cierto que no te he dado sino rosas; pero tú, en cambio, que posees tantos dones, ¿qué has dado tú al mundo? ¿Qué puedes darle?

-¿Darle? ¿Darle yo al mundo? Yo lo escupo. ¿Para qué sirve el mundo? No significa nada para mí. Anda, sigue cultivando tus rosas; es para lo único que sirves. Deja que los castaños produzcan sus frutos, deja que las vacas y las ovejas den su leche; cada uno tiene su público, y yo también tengo el mío dentro de mí mismo. ¡Me recojo en mi interior, y en él voy a quedarme! El mundo no me interesa.

Y con estas palabras, el caracol se metió dentro de su casa y la selló.

-¡Qué pena! -dijo el rosal-. Yo no tengo modo de esconderme, por mucho que lo intente. Siempre he de volver otra vez, siempre he de mostrarme otra vez en mis rosas. Sus pétalos caen y los arrastra el viento, aunque cierta vez vi cómo una madre guardaba una de mis flores en su libro de oraciones, y cómo una bonita muchacha se prendía otra al pecho, y cómo un niño besaba otra en la primera alegría de su vida. Aquello me hizo bien, fue una verdadera bendición. Tales son mis recuerdos, mi vida.

Y el rosal continuó floreciendo en toda su inocencia, mientras el caracol dormía allá dentro de su casa. El mundo nada significaba para él.

Y pasaron los años.

El caracol se había vuelto tierra en la tierra, y el rosal tierra en la tierra, y la memorable rosa del libro de oraciones había desaparecido... Pero en el jardín brotaban los rosales nuevos, y los nuevos caracoles se arrastraban dentro de sus casas y escupían al mundo, que no significaba nada para ellos.

¿Empezamos otra vez nuestra historia desde el principio? No vale la pena; siempre sería la misma.

​El hada del saúco

Érase una vez un chiquillo que se había resfriado. Cuando estaba fuera de casa se había mojado los pies, nadie sabía cómo, pues el tiempo era completamente seco. Su madre lo desnudó y acostó, y, pidiendo la tetera, se dispuso a prepararle una taza de té de saúco, pues esto calienta. En esto vino aquel viejo señor tan divertido que vivía solo en el último piso de la casa. No tenía mujer ni hijos pero quería a los niños, y sabía tantos cuentos e historias que daba gusto oírlo.

- Ahora vas a tomarte el té -dijo la madre al pequeño- y a lo mejor te contarán un cuento, además.

- Lo haría si supiese alguno nuevo -dijo el viejo con un gesto amistoso-. Pero, ¿cómo se ha mojado los pies este rapaz? -preguntó.

- ¡Eso digo yo! -contestó la madre-. ¡Cualquiera lo entiende!

- ¿Me contarás un cuento? -pidió el niño.

- ¿Puedes decirme exactamente - pues debes saberlo - qué profundidad tiene el arroyo del callejón por donde vas a la escuela?

- Me llega justo a la caña de las botas -respondió el pequeño-, pero sólo si me meto en el agujero hondo.

- Conque así te mojaste los pies, ¿eh? -dijo el viejo-. Bueno, ahora tendría que contarte un cuento, pero el caso es que ya no sé más.

- Pues invéntese uno nuevo -replicó el chiquillo-. Dice mi madre que de todo lo que observa saca usted un cuento, y de todo lo que toca, una historia.

- Sí, pero esos cuentos e historias no sirven. Los de verdad, vienen por sí solos, llaman a la frente y dicen: ¡aquí estoy!

- ¿Llamarán pronto? -preguntó el pequeño. La madre se echó a reír, puso té de saúco en la tetera y le vertió agua hirviendo.

- ¡Cuente, cuente!

- Lo haré, si el cuento quiere venir por sí solo, pero son muy remilgados. Sólo se presentan cuando les viene en gana. ¡Espera! -añadió-. ¡Ya lo tenemos! Escucha, hay uno en la tetera.

El pequeño dirigió la mirada a la tetera; la tapa se levantaba, y las flores de saúco salían del cacharro, tiernas y blancas; proyectaron grandes ramas largas, y hasta del pitorro salían, esparciéndose en todas direcciones y creciendo sin cesar.

Era un espléndido saúco, un verdadero árbol, que llegó hasta la cama, apartando las cortinas. Era todo él un cuajo de flores olorosas, y en el centro había una anciana de bondadoso aspecto, extrañamente vestida. Todo su ropaje era verde, como las hojas del saúco, lleno de grandes flores blancas. A primera vista no se distinguía si aquello era tela o verdor y flores vivas.

- ¿Cómo se llama esta mujer? -preguntó el niño.

«Verás: los romanos y griegos -respondió el viejo- la llamaban Dríada, pero esta palabra no la entendemos nosotros. Allá en Nyboder le damos otro nombre mejor; la llamamos "mamita saúco", y has de fijarte en esto. Escucha y contempla el espléndido saúco. Hay uno como él, florido también, allá abajo; crecía en un ángulo de una era pequeña y humilde. Un mediodía dos ancianos se habían sentado al sol, bajo aquel árbol. Eran un marino muy viejo y su mujer, que no lo era menos. Tenían ya bisnietos, y pronto celebrarían las bodas de oro, aunque apenas se acordaban ya del día de su boda; el hada, desde el árbol, parecía tan satisfecha como esta de aquí.

- Yo sé cuándo son vuestras bodas de oro -dijo; pero los viejos no la oyeron; hablaban de tiempos pasados.

- ¿Te acuerdas? -decía el viejo marino-. ¿Te acuerdas de cuando éramos niños y corríamos y jugábamos en esta misma era? Plantábamos tallitos en el suelo y hacíamos un jardín.

- Sí -replicó la anciana-, lo recuerdo bien. Regábamos los tallos; uno e ellos era una rama de saúco, que echó raíces y sacó verdes brotes y se convirtió en un árbol grande y espléndido; este mismo bajo el cual estamos.

- Sí, esto es -dijo él-; y allí en la esquina había un gran barreño; en él flotaba mi barca. Yo mismo me la había tallado. ¡Qué bien navegaba! Pero pronto lo haría yo por otros mares.

- Sí, pero antes fuimos a la escuela y aprendimos unas cuantas cosas -prosiguió ella - Y luego nos prometieron. Los dos llorábamos, pero aquella tarde fuimos, cogidos de la mano, a la Torre Redonda, para ver el ancho mundo que se extiende más allá de Copenhague y del océano. Después nos fuimos a Frederiksberg, donde el Rey y la Reina paseaban por los canales en su embarcación de gala.

- Pero pronto me tocó a mí navegar por otros lugares, durante muchos años. Fui lejos, muy lejos, en el curso de largos viajes.

- Sí, ¡cuántas lágrimas me costaste! -dijo ella-. Creí que habías muerto; te veía en el fondo del mar, sepultado en el fango. ¡Cuántas noches me levanté para ver si la veleta giraba! Sí, giraba, pero tú no volvías. Me acuerdo de un día que estaba lloviendo a cántaros, el basurero se paró frente a la puerta de la casa donde yo servía. ¡Era un tiempo espantoso! Yo salí con el cubo de basura y me quedé en la puerta, y mientras aguardaba allí se me acercó el cartero y me dio una carta, una carta tuya. ¡Dios mío, lo que había viajado aquel sobre! Lo abrí y leí la carta, llorando y riendo a la vez. ¡Estaba tan contenta! Decía el papel que te hallabas en tierras cálidas, donde crecía el café. ¡Qué país más maravilloso debe ser! ¡Me contabas tantas cosas! Y yo las estaba viendo mientras la lluvia caía sin cesar, de pie yo con mi cubo de basura. Alguien me cogió por el talle...

- Pero tú le propinaste un buen bofetón, muy sonoro por cierto.

- No sabía que fueses tú. Habías llegado junto con la carta y ¡estabas tan guapo! - y todavía lo eres -. Llevabas en el bolsillo un largo pañuelo de seda amarillo, y un sombrero nuevo. ¡Qué elegante ibas! ¡Dios mío y qué tiempo hacía, y cómo estaba la calle!

- Entonces nos casamos -dijo él-, ¿te acuerdas? ¿Y de cuándo vino el primer hijo, y después María y Niels, y Pedro, y Juan, y Cristián?

- Sí, y todos crecieron y se hicieron personas como Dios manda, a quienes todo el mundo aprecia.

- Y sus hijos han tenido ya hijos a su vez -dijo el viejo-. Nuestros bisnietos; hay buena semilla. ¿No fue en este tiempo del año cuando nos casamos?

- Sí, justamente es hoy el día de vuestras bodas de oro -intervino el hada del sabucal, metiendo la cabeza entre los dos viejos, los cuales pensaron que era la vecina que les hacía señas. Miráronse a los ojos y se cogieron de las manos.

Al poco rato se presentaron los hijos y los nietos; todos sabían muy bien que eran las bodas de oro; ya los habían felicitado, pero los viejos se habían olvidado, mientras se acordaban muy bien de lo ocurrido tantos años antes. El saúco exhalaba un intenso aroma, y el sol, cerca ya de la puerta, daba a la cara de los abuelos. Los dos tenían rojas las caras, y el más pequeño de sus nietos bailaba a su alrededor, gritando, alegre, que habría cena de fiesta: comerían patatas calientes. Y el hada asentía desde el árbol y se sumaba a los hurras de los demás».

- Pero esto no es un cuento -observó el chiquillo, que escuchaba la narración.

- Tú lo sabrás mejor -replicó el viejo señor que contaba-. Lo preguntaremos al hada del saúco.

- No fue un cuento -dijo ésta-; el cuento viene ahora. Las más bellas leyendas surgen de la realidad; de otro modo, mi hermoso saúco no podría haber salido de la tetera -. Y, sacando de la cama al chiquillo, lo estrechó contra su pecho, y las ramas cuajadas de flores se cerraron en torno a los dos. Quedaron ellos rodeados de espesísimo follaje, y el hada se echó a volar por los aires. ¡Qué indecible hermosura!

El hada se había transformado en una linda muchachita, pero su vestido seguía siendo de la misma tela verde, salpicada de flores blancas, que llevaba en el saúco. En el pecho lucía una flor de saúco de verdad, y alrededor de su rubia cabellera ensortijada, una guirnalda de las mismas flores. Sus ojos eran grandes y azules, y era maravilloso mirarlos. Ella y el chiquillo se besaron, y entonces quedaron de igual edad, sintiendo las mismas alegrías.

El Patito Feo

Era verano, y la región tenía su aspecto más amable del año. El trigo estaba dorado ya, la avena verde todavía. El heno había sido apilado en parvas sobre las fértiles praderas, por las que ambulaba la cigüeña con sus rojas patas, parloteando en egipcio, único idioma que su madre le había enseñado.

En torno del campo y las praderas se veían grandes bosques, en cuyo centro había profundos lagos. Y en el lugar más asolado de la comarca se erguía una antigua mansión rodeada por un profundo foso. Entre éste y los muros crecían plantas de grandes hojas, algunas lo bastante amplias como para que un niño pudiera estar de pie bajo ella. Y allí entre las hojas, tan retirada y escondida como en lo profundo de una selva, estaba una pata empollando.

Los patitos tenían que salir dentro de muy poco, pero la madre se sentía muy cansada, pues la tarea duraba ya demasiado tiempo. Para empeorar las cosas, sólo recibía muy contadas visitas, pues sus congéneres preferían nadar en el foso más bien que ir moviendo la cola hacia el nido de mamá pata para charlar con ella.

Por último, uno tras otro, los huevos empezaron a crujir suavemente. "Chuí, chuí" dijeron. Toda la cría acababa de venir al mundo y estaba asomando sus cabecitas.

-Cuá, cuá -dijo la pata, y al oírla los patitos respondieron a coro con sus más fuertes voces y miraron a su alrededor por entre las hojas verdes. Su madre los dejaba hacer, pues el verde es bueno para la vista.

-¡Qué grande es el mundo! -dijeron todos los pequeños. Ciertamente ahora tenían más espacio para moverse que en el interior de sus cascarones.

-¿Se imaginan ustedes que esto es todo el mundo? -dijo la madre-. Pues el mundo se extiende hasta bastante más allá del jardín, por el campo del párroco, aunque en verdad yo nunca me he aventurado tan lejos. Pero, a propósito, ¿están ya todos ustedes? -La pata se levantó y miró alrededor-. No, por cierto que no están todos aún. Queda por abrir todavía el huevo más grande. ¿Cuánto tiempo tardará? -se preguntó, volviéndose a echar en el nido.

-¡Hola! ¿Cómo va eso? -interrogó en ese instante una vieja pata que se había llegado de visita.

-Hay un huevo que está tardando mucho tiempo -respondió la pata que empollaba. Esa cáscara no se quiere romper. Pero, ¡mira los otros! Son los más preciosos patitos que he visto en mi vida. Tienen todos la mismísima cara de su padre, el gran pillo que ni siquiera se da una vuelta por aquí a verme. -Déjame ver ese huevo que tarda en romperse -dijo la pata vieja-. Puedes estar segura que no es un huevo de nuestra especie, sino de pava. A mí me engañaron así una vez, y no puedo decirte el trabajo y la preocupación que me dieron aquellos chicos, porque te diré que tienen miedo del agua. Nunca conseguí hacerlos meter en ella. Sí, es un huevo de pava. Déjalo donde está, y dedícate a enseñar a nadar a esas criaturas.

-No; me quedaré echada otro poco. He esperado tanto que ya no me costaría nada quedarme hasta la feria del verano.

-Pues, haz tu gusto -respondió la pata vieja, y se alejó.

Por último el huevo que tardaba en abrirse empezó a crujir.

-Chip, chip -dijo el recién nacido, y salió del cascarón tambaleándose. ¡Qué grandote y qué feo era! La pata lo miró con disgusto.

"Para pato es de un tamaño monstruoso -dijo-. ¿Será acaso un pichón de pavo? Bueno, no tardaremos mucho en saberlo. Al agua irá, aunque tenga yo misma que arrojarlo de un puntapié".

El día siguiente amaneció espléndido; mamá pata se fue a la orilla, y se zampó en el agua. "¡Cuac, cuac!" chilló, y uno tras otro los patitos se zambulleron detrás de ella. El agua los cubrió hasta la cabeza, pero ellos volvieron a salir a flote y se sostuvieron perfectamente. Las patas se les movieron solas... y ya estaba. Hasta aquel grandote, gris y feo nadó también con ellos.

-"No; no es un pavo" -reflexionó la pata-. Hay que ver qué bien se maneja con las patas y qué derecho se sostiene. Es mi propio pollo, después de todo, y no tan mal parecido si se lo mira bien. ¡Cuac, cuac! Vengan conmigo ahora y los sacaré al mundo y los introduciré en el corral. Pero quédense bien cerca de mí, no sea que alguien vaya a pisarlos. ¡Y tengan cuidado con el gato!

Se fueron todos al corral, donde encontraron un espantoso alboroto provocado por dos pollos que estaban peleando por la cabeza de un pescado. Al final terció en la discusión el gato y se llevó para sí la cabeza.

-Así ocurren las cosas en el mundo -comentó la madre pata. Y se lamió el pico, pues ella también deseaba aquella cabeza de pescado.