Dame todo lo que tengas - James Lasdun - E-Book

Dame todo lo que tengas E-Book

James Lasdun

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Beschreibung

A lo largo de la historia se han escrito innumerables textos sobre el deseo y especialmente sobre el deseo en la relación sexual. En todos ellos aparece el juego, que muchas veces tiene que ver con la relación espectral, la de verte en el otro y la de verte a tí mismo y al otro como un espectro. James Lasdun, en plena vivencia de acoso por parte de una de sus alumnas de Escritura Creativa en Princeton, decide viajar a lugares de culto creados bajo la fuerza del deseo y recordar leyendas, novelas o dramas que sostienen nuestra cultura para entender el mecanismo del deseo no cumplido que nos mueve a querer destruir lo desesado. James Lasdun, considerado el Chéjov del siglo XXI, representa de manera exquisita la ambigüedad moral Dame todo lo que tengas es un exquisito libro de memorias, el diario de un acoso que dura cinco años y que pasa por distintas etapas de destrucción de la persona pública de James Lasdun a través de todas las herramientas digitales, desde un sofisticado discurso de odio que cada vez se hace más burdo y desesperado. En ese diario, James Lasdun se ve atravesado por un conocimiento de sí mismo al que cualquier persona en una situación normal no es capaz de enfrentarse.

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Título:

Dame todo lo que tengas - Diario de un acoso

De esta edición:

© De Conatus Publicaciones S.L.

Casado del Alisal, 10

28014 Madrid

www.deconatus.com

Copyright © James Lasdun (2022)

Título original: Give Me Everything You Have: On Being Stalked

© De la traducción: Javier Calvo

Primera edición: Agosto 2022

Diseño: Álvaro Reyero Pita

ISBN: 978-84-17375-73-7

Producción del ePub: booqlab

 

Todos los derechos reservados.

Esta publicación no puede reproducirse total ni parcialmente, ni almacenarse en sistema recuperable o transmitido, en ninguna forma ni por ningún medio electrónico, mecánico, mediante fotocopia, grabación ni otra manera sin previo permiso de los editores.

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:

[email protected]

ÍNDICE

NOTA DEL AUTOR

PRIMERA PARTE - NASREEN

SEGUNDA PARTE - HACHAS

TERCERA PARTE - LA FRONTERA

CUARTA PARTE - MOSAICO

NOTA DEL AUTOR

Esta es una historia verídica, pero se han cambiado varios nombres, lugares y detalles. Como el lector irá entendiendo, los alegatos y aserciones hechas por la mujer a la que llamo Nasreen se presentan puramente como sus afirmaciones, y ciertamente no pretenden reflejar la verdad genuina sobre ninguna persona.

 

Un joven que está de viaje se topa con un cadáver en las afueras de una aldea. Cuando pregunta por qué no lo han enterrado, los aldeanos le dicen que el muerto tenía deudas y que sus acreedores están denegando el permiso para darle sepultura hasta que se hayan saldado esas deudas. Aunque no es rico, el joven paga de inmediato lo que se debe y se celebra el entierro.

Esa noche se le aparece el muerto para darle gracias. En señal de agradecimiento, se ofrece a acompañar al joven en sus viajes y a entregarle el beneficio de los poderes espirituales que la muerte le ha concedido a él. Su única condición es que todo lo que ganen a raíz de sus aventuras se lo tendrán que dividir a partes iguales. El joven acepta y los dos se ponen en marcha juntos. Durante un año todo va bien: no paran de caerles tesoros en las manos y se los dividen siempre a partes iguales.

Hasta que un día conocen a una mujer, joven y atractiva. Y de pronto se les presenta un problema en apariencia irresoluble: cómo dividirse a la mujer en dos partes iguales.

Leí este cuento folklórico en la universidad y me quedé muy impresionado. Durante muchos años lo tuve en mente como posible premisa para un relato, pero nunca se me ocurrió la manera de usarlo y al cabo de un tiempo se me empezó a borrar de la cabeza. Me olvidé de en qué libro lo había leído, me olvidé de los detalles de las aventuras que tenían los dos hombres antes de conocer a la mujer y hasta me olvidé de cómo solucionaban el problema de repartirse a la mujer.

No me volví a encontrar con aquel cuento hasta después de los ataques al World Trade Center. Estaba intentando encontrar cierta digresión sobre el islam en mi vieja edición de Penguin de los Tristes trópicos de Claude Lévi-Strauss cuando vi un pasaje que debía de haber marcado la primera vez que leí el libro, treinta años atrás. Era el relato que había olvidado: una versión de lo que por lo visto es un motivo universal del folklore, conocido como «El cadáver agradecido». Al parecer, el relato no contenía ningún detalle de las aventuras de los dos hombres antes de conocer a la mujer, así que al fin y al cabo en aquel sentido no me había fallado la memoria. Pero sí que resolvía la cuestión de cómo dividirse a la mujer. Resultaba que estaba embrujada: era mitad mujer y mitad demonio. Al muerto sólo le interesaba su faceta diabólica y se quedaba únicamente con aquella parte, dejando a un ser humano cuerdo y sociable, apto para casarse con el héroe.

En otoño de 2003 impartí un taller de narrativa en el posgrado de escritura creativa de un centro que llamaré el Morgan College, situado en la ciudad de Nueva York. Vivo en el norte del estado, pero mi mujer y yo habíamos vivido en Greenwich Village y por entonces todavía conservábamos nuestro apartamento de renta controlada de un solo dormitorio, compartiéndolo con una mujer de Baltimore a quien se lo podíamos subalquilar gracias a que ella sólo lo usaba los fines de semana. El arreglo me permitía aceptar trabajos como aquél en la ciudad.

Entre los estudiantes de mi clase había una mujer a la que llamaré Nasreen. Tenía treinta y tantos años y era callada y reservada. Su trabajo no se sometió a discusión hasta unas semanas después de que empezara el semestre, y hasta entonces no me había fijado mucho en ella, sólo en el hecho de que se sentaba al fondo del aula y no en la mesa grande alrededor de la cual nos sentábamos la mayoría de los alumnos y yo; quizás fuera tímida, o altiva, o un poco de ambas cosas.

Cuando le llegó su turno, entregó el primer capítulo de una novela. Estaba ambientada en Teherán en la década de 1970, durante los últimos días del Sah, y seguía las vidas de varios miembros de una familia adinerada y cercana al círculo íntimo del Sah. Su ambición —urdir una narración que aunara sucesos históricos y políticos con un drama familiar a gran escala— se hizo evidente enseguida. Y todavía era más evidente la calidad de la escritura. En cualquier taller casi nunca hay más que un par de alumnos que parezcan tener talento natural, y se los ve enseguida. Después de leer unos cuantos párrafos ya vi claro que Nasreen era una de ellos. Tenía un lenguaje claro y vigoroso y una expresividad fogosa muy marcada en los pasajes más dramáticos que hacía que fuera todo un placer leerla. Me quedé extremadamente impresionado.

Aunque llevo veinte años impartiéndolas de forma esporádica, nunca he cursado una clase de escritura creativa, nunca han «discutido» mis textos en un taller, como suele decirse. Imagino que debe de ser una experiencia poderosa e inquietante: una versión en miniatura de todo el proceso de sacar un libro, donde las correcciones, la publicación, las reseñas y las ventas se comprimen todas en media hora tumultuosa. Estás ahí sentado, escuchando a una sala llena de gente valorar algo nacido de las regiones más profundas de tu psique y producido por medio de unos esfuerzos que seguramente te han llevado al límite de tus capacidades. Esas diez o quince páginas son el escritor que eres en ese momento —completamente expuesto—, y la discusión va a tener un impacto emocional muy fuerte sobre ti. Sea cual sea el veredicto general, lo más seguro es que vayas a salir sintiéndote abrumado, ya sea por la euforia o por la desesperación.

La reacción de la clase al capítulo de Nasreen fue favorable, aunque quizás no tan cálida como yo había esperado. Fui el último en intervenir, como de costumbre, y es posible que aquella ligera falta de calidez me hiciera mostrarme más enfáticamente entusiasta de lo que habría sido de otra manera. No me acuerdo de qué dije, pero sí de que cuando me puse a hablar cambió la atmósfera: los alumnos asumieron un aire de atención vagamente sarcástica mientras escuchaban desde sus sillas mis palabras de elogio. No lo interpreté como envidia, sino más bien como la asimilación reticente de la idea de que la clase, que hasta ahora había mostrado unas capacidades bastante uniformes, iba a tener una estrella a fin de cuentas, y que esa estrella iba a ser Nasreen. No era necesariamente una idea calamitosa, aunque sí que requería cierta adaptación.

Nasreen pareció contenta con el resultado de la sesión, aunque en contra de mi hipótesis general no pareció abrumada, y ciertamente no mostró la efusividad que muestran otros alumnos después de una respuesta positiva. Sospeché que tenía confianza en sus capacidades, y que sin duda se alegraba de que se las reconocieran, pero que era demasiado crítica consigo misma como para que le afectaran las opiniones ajenas. Y aquello, aquella reacción impertérrita, me pareció otro rasgo de una verdadera escritora.

Aquel trimestre entregó dos capítulos más. Los dos reafirmaron mi impresión de su talento, aunque también hicieron evidente que se había impuesto a sí misma un desafío considerable con su reparto enorme de personajes y su decisión de acompañar la acción de densos análisis históricos. Los cambios de punto de vista resultaban un poco toscos y bruscos, y no había encontrado la forma de incorporar las cuestiones históricas al relato, de forma que se había limitado a ir dejándolas caer aquí y allá como entradas de enciclopedia sin digerir.

Como era su tutor, hacia el final de aquel trimestre me reuní con ella unas cuantas veces en horario de oficina y hablamos de aquellas cuestiones y de otras. Aunque me seguía dando la impresión de que se guardaba una parte de sí misma, en privado se abría un poco más que en la clase. Me demostró que sabía burlarse de sí misma y se rio de la locura que era —tal como ella lo percibía— embarcarse en aquel proyecto tan grande. Y a su manera discreta también parecía sentir curiosidad por mí: me preguntó cómo había llegado a ser escritor, en qué estaba trabajando ahora y cuáles eran mis novelistas favoritos.

Tal como yo había supuesto, la familia de su novela estaba basada en la suya, que había huido de Irán a Estados Unidos a raíz de la revolución de 1979, siendo ella niña. Yo recordaba haber seguido aquellos acontecimientos: los fragorosos discursos que pronunciaba el Ayatolá desde el exilio, la caída del Sah y del aparato del SAVAK, las gigantescas manifestaciones en las calles y los primeros vislumbres de lo que iba a ser un régimen islámico radical cuando empezaron a publicarse decretos en relación con los libros, el alcohol y la indumentaria. Yo tenía veinte años, y era la primera revolución que me pillaba lo bastante mayor como para prestarle una atención real. Londres, donde yo vivía, estaba llena de exiliados y refugiados iraníes, entre ellos unos amigos de mi familia que unos años atrás habían llevado a mis padres a ver los monumentos de Isfahán y de Persépolis. El viaje había causado una gran impresión en mi padre, arquitecto, y como pasaba siempre que algún tema captaba su imaginación, se estableció un vínculo vibrante entre aquel tema y nuestra casa entera. Aparecieron fotos en las estanterías: leones de piedra, cúpulas azules, arcos con celosías y cielos desérticos de fondo. En las mesillas de café había libros abiertos sobre arquitectura mogol. En un nicho iluminado de nuestra sala de estar se instaló un pequeño fragmento de columna que mi padre había adquirido y sacado ilegalmente del país. Desde entonces, y por mucho que no acompañara a mis padres en aquel viaje, he sentido interés —o para ser más exactos, una especie de derecho latente y hereditario a sentir interés— por la cultura persa.

Con todo esto quiero decir que, cuando Nasreen me habló de su familia, se despertaron ciertos recuerdos en mí, y a mi humilde manera sentí cierta conexión personal con ella.

Su apariencia me empezó a transmitir, con el tiempo, la misma confianza natural en sí misma que sus modales en clase. Llevaba vaqueros de aspecto suave y descolorido pero caro y una chaqueta marrón hasta la cintura que tenía un corte al mismo tiempo militar y femenino y enfatizaba su aura de autosuficiencia. Solía llevar el pelo oscuro recogido, pulcramente pero con unos cuantos mechones sueltos. Su cara de huesos finos y provista de unas facciones que se entretejían delicadamente tenía la misma tez amarillenta olivácea que la mía. La línea de sus ojos castaños tenía esa curva ascendente en los rabillos que recuerda —o por lo menos me lo recuerda a mí— a las florituras con forma de cimitarra de la escritura árabe.

Durante una de nuestras conversaciones mencionó que estaba prometida. Aquello me llamó la atención: no tanto el hecho en sí como la palabra. Aunque no exactamente anticuada, sí que sugería un nivel de relación muy distinto a los líos informales que yo daba por sentado (basándome en lo que escribían) que constituían la norma entre mis estudiantes. También concordaba con la visión que yo tenía de ella como escritora. Había algo novelesco en la actitud hacia la vida que aquel detalle evocaba: una sugerencia de progresión, coherencia y emociones intensas maximizadas por una estructura sólida. En suma, yo lo aprobaba.

Aquel verano Nasreen se graduaba, y como entonces yo dejaría de darle clase, ya no esperaba volver a verla ni saber más de ella. En la medida en que me la imaginaba después de nuestra reunión final, me la imaginaba adentrándose en un futuro luminoso de logros artísticos y personales.

Pasaron dos años, durante los cuales no supe nada de Nasreen. Y luego, en diciembre de 2005, me mandó un correo electrónico para decirme que había terminado un borrador de su novela y preguntarme si me la quería leer.

Yo acababa de terminar las clases de aquel curso en el Morgan College y me había organizado para no tener que impartir más hasta el otoño siguiente. Por mucho que admirara el trabajo de Nasreen, durante aquel periodo no quería dedicar tiempo a leer ni a pensar en la escritura de ningún alumno o ex alumno. Así pues, con toda la cortesía que pude, rechacé su petición. Pese a todo, sentí la confianza suficiente como para ofrecerle la posibilidad de recomendarla a mi agente —la llamaré Janice Schwartz—, que estaba buscando clientes y a quien creí que le podía interesar el trabajo de Nasreen.

Nasreen me dio las gracias cortésmente por mi ofrecimiento; me dijo que ya se habían interesado por ella otros agentes, así como un par de editores, y me pidió consejo de cara a mover el libro.

Durante las semanas siguientes entablamos una correspondencia amigable por correo electrónico. Por entonces yo todavía no guardaba copias de todos los correos que me mandaba Nasreen, pero sí que conservo algunos. Durante una temporada fueron normales y corrientes. Me escribía para preguntarme cómo creía yo que tenía que gestionar tal o cual muestra de interés por parte de tal o cual agente o editor. Me hablaba de un trabajo administrativo aburrido que le había salido en una universidad de la ciudad. Me recomendaba un CD de una amiga suya persa-americana que hacía música. Se planteaba si debía aceptar o no mi ofrecimiento de ponerla en contacto con mi agente. Eran unos correos electrónicos informales y, teniendo en cuenta lo callada que había sido Nasreen en clase, su estilo resultaba sorprendentemente exuberante. Mis respuestas eran un poco más escuetas, aunque amigables, y en ellas le mandaba ánimos con el libro y hacía algún que otro pequeño intento de bromear: «te doy el pésame por tener que coger un trabajo de oficina. Con un poco de suerte, pronto podrás comprarte la oficina».

El 13 de enero de 2006 me escribió para quejarse de que una agente le había rechazado el libro y me reenvió la carta de rechazo, comunicándome que había decidido mandarle el libro a la mía, Janice, y concluyendo: «Perdón por molestarte con mis neurosis y mis problemas literarios personales. Espero que estés bien y que nos podamos tomar un café o algo así cuando todo esto se haya solucionado (o no)». Le reiteré que lo sentía, le sugerí un par de cosas que podía decir en su carta a Janice y me mostré de acuerdo en que estaría bien quedar para tomar un café. El 20 de enero me preguntó por qué ya no daba clases y me ofreció «cantidades exorbitantes de dinero para volver a ser su tutor». Di por sentado que era broma, o por lo menos medio broma, porque luego añadía: «¿te interesaría?». Le di las gracias, pero le expliqué que simplemente no tenía tiempo.

A medida que avanzaba el invierno, sus mensajes se fueron volviendo más cálidos y se poblaron de cotilleos y de preguntas; preguntas sobre mí, mi pasado, mis hábitos de escritura y mi familia, junto con quejas tristemente sarcásticas sobre la prevaricación de los agentes, el tedio de su trabajo y cosas parecidas. Me preguntó qué estaba escribiendo y le dije que estaba haciendo una adaptación al cine de la novela inacabada de mi mujer. Me volvió a pedir que trabajara con ella en su libro; volví a excusarme. A veces me dejaba caer una revelación más personal, aludiendo, por ejemplo, al hecho de que había roto su compromiso. La única explicación que me ofreció fue «No me puedo casar con A.», una explicación cuyo efecto fue añadir un matiz de sacrificio estoico a los demás sentimientos que me había provocado su uso de la palabra «prometida».

A medida que pasaban las semanas, mis correos de respuesta, aunque todavía breves, se volvieron más amigables y espontáneos. Como en aquel periodo ya no era su «profesor», ni el profesor de nadie, procedí a deshacerme encantado del personaje más bien formal y altivo tras el que suelo escudarme durante mis incursiones en el mundo académico. En consecuencia, mis sentimientos hacia Nasreen empezaron a cambiar: de la sensación ligeramente agobiada de obligación con la que había empezado a relacionarme con ella pasé a un sentimiento más directo y humano de afecto.

Debido a la vida recluida que llevo —cerca de Woodstock, Nueva York, pero en pleno campo— no suelo conocer a gente nueva, y mucho menos a gente con la que pueda tener las bastantes cosas en común como para que se desarrolle una amistad genuina. En las escasas ocasiones en que aparece una persona así en mi vida, suelo ser amigable de forma entusiasta. A menudo me viene a la cabeza el verso de Jim Morrison I need a brand-new friend, «necesito un amigo nuevo», y mientras me seguía escribiendo con Nasreen, empecé a considerarla algo así: una amiga nueva. El hecho de que fuera más joven que yo, mujer e iraní le confería cierto atractivo novedoso a la perspectiva de aquella amistad (la mayoría de mis amigos son hombres occidentales de mediana edad como yo), pero lo principal (teniendo en cuenta que toda nuestra relación seguramente iba a tener una naturaleza puramente epistolar) era que era una escritora como yo, cuya obra yo admiraba genuinamente y a quien parecía gustarle comunicarse conmigo. Y di por sentado que ella sentía algo parecido por mí.

Aun así, en un momento dado me di cuenta de que Nasreen estaba coqueteando conmigo. No me pareció que tuviera ninguna intención seria: más bien que lo hacía para acatar una especie de vaga convención acerca del tono correcto que ha de tener la correspondencia entre una mujer más o menos joven y un hombre mayor cuyo apoyo ella considera que vale la pena obtener. («Hombre mayor»… es la primera vez que uso esa expresión para referirme a mí mismo. Entre los demás efectos de mi encuentro con Nasreen se cuenta el hecho de que ya no me considero joven). El hecho de que esa convención, tal como yo la percibía, fuera un poco anticuada parecía concordar con el resto del carácter de ella. Había algo de otra época en la forma en que se presentaba durante aquella primera fase de correos electrónicos; incluso de otra cultura. Y de hecho, cuando mucho más adelante me encontré con una explicación de las gradaciones exactas del flirteo y la coquetería que habían existido en la sociedad persa, cada una dotada de su nombre propio —eshveh, kereshmeh, naz—, me pregunté si no habría sido el objeto de un florecimiento tardío y anacrónico de aquella antigua tradición.

En uno de los correos, por ejemplo, me escribía que un compañero suyo de clase en el taller que yo impartía —lo llamaré Glen— le había dicho que tanto él como otros alumnos habían creído que ella y yo estábamos teniendo una aventura. Aquello no parecía verosímil, y di por sentado que o bien Nasreen se lo estaba inventando o bien estaba exagerando enormemente algún comentario que le había hecho Glen en broma. En cualquier caso, su intención parecía ser presentarme, con la excusa de contar un cotilleo ligeramente picante, una idea que quizás (o eso me imaginé que pensaba ella) me pudiera parecer divertida, quizás excitante y quizás incluso tentadora.

No me importa que flirteen conmigo —de hecho, me gusta—, y aunque no hice ningún esfuerzo consciente para promover aquella actitud, tampoco sentí ninguna necesidad apremiante de disuadirla. Al comentario sobre Glen le contesté: «Tiene gracia lo de Glen. Está claro que es un escritor nato», lo cual me pareció una forma de mantener el tono agradablemente desenfadado de nuestra correspondencia y a la vez conservar cierta distancia prudente.

Un par de semanas más tarde me recordó, o bien afirmó recordar, que una vez yo le había «hablado mal» en clase; un reproche que también me pareció un ligero flirteo, dado que me invitaba a edulcorar la supuesta puya. Nuevamente, al contestarle me vi a mí mismo intentando mantener vivo el tono juguetón sin morder el anzuelo. «Te hablé mal, ¿eh?», le dije. «Cuesta un poco de creer, la verdad. ¿Estás segura de que simplemente no te pinché para que manifestaras una opinión sobre algo? (Te recuerdo bastante reticente en ese sentido)». Y luego añadí, de forma sentenciosa pero con una extraña clarividencia a la luz de la catástrofe que se terminaría desencadenando: «Como dijo George Eliot, lo último que se aprende en la vida es el efecto que tenemos en los demás».

En marzo, después de varios desencuentros con otros agentes y editores, por fin le mandó el manuscrito a mi agente, Janice. Me dio la sensación de que había bastantes posibilidades de que Janice la quisiera fichar. Además de la calidad del material, todos los elementos del perfil de Nasreen —su edad, su género, su nacionalidad— parecían convertirla en producto vendible. Pese a todo, no quise darle demasiadas esperanzas, y me cuidé de no aparentar mucha seguridad.

Resultó que justo entonces Janice estaba de viaje y tardó bastante en ponerse con el libro. Aquel retraso, unido al hecho de que yo había sido el responsable de presentarlas, me hizo sentir una obligación todavía mayor que antes. Desdiciéndome de mi postura anterior, me ofrecí para leer la primera sección de la novela y así poder recomendársela a Janice de forma más específica. Tenía planeado pasar un par de días en Nueva York a finales de abril, y quedamos en que Nasreen me daría las páginas cuando fuera. Acordamos una fecha y una hora para la entrega; el lugar sería un café del Village. A medida que se acercaba el día señalado, el encuentro fue asumiendo un aire vagamente fatídico, por lo menos en mi mente, sobrevolado por la pregunta trascendental de cómo reaccionaría Janice al libro, por no mencionar el efecto acumulado de los correos electrónicos de Nasreen, que ahora llegaban con bastante frecuencia, hasta el punto de que me empecé a sentir un poco saturado de ella, o de pensar en ella.

Entre aquellos correos recientes había uno que contenía una extraña fotografía de ella a los veinte y tantos años. Sólo mostraba su cara, expuesta de tal manera que casi no se veía nada más que las líneas curvas de sus ojos y su boca y unos mechones de pelo, dándole un aspecto fantasmal. No estaba seguro de si mandarme aquello entraba en la categoría de flirteo o si era algo que hacía normalmente la gente una década más joven que yo, una gente que había asimilado al instante todas las capacidades de la comunicación por Internet, como hacía ella (siempre estaba mandando archivos adjuntos y enlaces), en vez de verse intimidada por dichas capacidades, como yo. En cualquier caso, la cara incandescente de aquella fotografía ya había suplantado lo que quedaba de mi recuerdo neblinoso de su aspecto real, y cuando llegué al café donde habíamos quedado tardé unos segundos en darme cuenta de que la mujer morena de unos treinta y cinco años con ropa seria de oficina que estaba hablando por el móvil con expresión agobiada junto a la barra era Nasreen. Cerró el teléfono y, tras dedicarme un saludo ligeramente incómodo, fuimos a sentarnos al fondo del local, junto a una ventana con vistas a un patio de piedra.

El encuentro, que duró una media hora, tuvo una extraña atmósfera apagada y silenciosa, cosa extraña, teniendo en cuenta todo lo que la había precedido. A pesar de su extravagante locuacidad como autora de correos electrónicos, Nasreen todavía era más callada en persona de lo que yo recordaba. No es que no fuera perfectamente agradable, pero había algo cancelado o escondido en sus modales; su presencia al otro lado de nuestra mesa de madera de pino lacada resultaba extrañamente irreal, como si estuviera ausente en todos los sentidos salvo el más puramente literal y mecánico.

Nuestra conversación fue amigable pero parca. Me habló en tono cáustico de su familia, que estaba repartida entre Nueva York y California, dándome la impresión de que sus ambiciones artísticas y su vida inquieta le habían otorgado el rol de oveja negra; no es que la hubieran desterrado de la familia, pero sí la habían hecho objeto de desaprobación clara. Dejó entrever que había dinero, pero muy poco iba a parar a sus manos. Continuando en el mismo tono negativo, le mencioné un problema que me acababa de surgir a mí, relacionado con nuestro apartamento. Nuestra subalquilada, la mujer de Baltimore, nos había llamado el día anterior para decirnos que se iba a comprar un estudio y por tanto ya no necesitaba compartir con nosotros. Para nosotros había sido un golpe, ya que nos había costado muchísimo encontrar una inquilina cuyas necesidades encajaran de forma tan conveniente con las nuestras, y yo dudaba mucho de que pudiéramos encontrar a nadie más. Y aunque lo encontráramos, existía el peligro de que la administradora de fincas que acababa de comprar el edificio e instalar una oficina dentro viera la cara nueva, atara cabos y se percatara de que estábamos subalquilando el apartamento en contra de lo que estipulaba nuestro contrato. No nos podíamos permitir conservarlo a menos que lo compartiéramos, de forma que corríamos el riesgo de perder el pie que habíamos tenido en Nueva York.

Todo esto me había tenido preocupado desde la llamada de nuestra inquilina, y fue lo que me vino de forma natural a la cabeza como tema de conversación después de que Nasreen me hablara de sus problemas financieros. Nasreen me escuchó con educación, pero me dio la impresión de que no estaba oyendo gran cosa.

Nos terminamos los cafés y salimos. Caminamos en la misma dirección durante un par de manzanas. Nasreen se encendió un cigarrillo y se lo fumó a mi lado, en silencio salvo por el golpeteo suave de sus talones sobre la acera. Se la veía frágil, pensé; o quizás un poco estresada. En la esquina donde nos separamos me dio el manuscrito y nos despedimos con un beso rápido en la mejilla.

Me producía cierta ansiedad leer el manuscrito. ¿Qué pasaría si, a pesar de los borradores tan prometedores que yo había visto dos años atrás, Nasreen la había terminado pifiando? Sé por experiencia lo fácil que es perder el hilo de una narración. Un solo giro en falso y te puedes pasar meses o incluso años en un yermo de esfuerzos fútiles y desperdiciados. ¿O qué pasaría si simplemente no me gustaba tanto como me había gustado entonces? ¿Qué le diría? ¿Cómo se lo tomaría ella? Aquella clase de manuscritos eran una densa encarnación de los impulsos y ambiciones más profundos de sus creadores. A su alrededor circulaban fuerzas poderosas. Te llegaban a las manos, como lector, cargados de explosivas potencialidades de confianza y sospecha, de esperanza y miedo, de amistad y enemistad eternas. Aquello también lo sabía por experiencia, de manera que abrí el sobre acolchado experimentando una sensación familiar de premonición.

No me tendría que haber preocupado. La escritura era todo lo buena que yo recordaba: frases vigorosas que evocaban con decisión el escenario épico de Teherán al borde de la Revolución, un reparto de personajes dibujado con nitidez y provisto de una heroína interesantemente desequilibrada en el centro, y una trama de enredos amorosos y luchas por el poder político que parecía avanzar como una locomotora, provista de un ímpetu natural. Tenía críticas que hacerle, sobre todo en relación con los pasajes más ensayísticos, que todavía me parecían ajenos a la narración, pero parecía algo que un buen editor podía remediar fácilmente, y en general sentí completamente vindicado mi anterior entusiasmo.

Mandé un correo electrónico a Nasreen, detallándole mi respuesta y adjuntándole copia de un correo electrónico que le había mandado a Janice, reiterándole mi apoyo.

Por lo que tenía entendido, del resto de la novela sólo existía un borrador muy provisional, y recuerdo que me preocupó el hecho de que, teniendo en cuenta que incluso aquella primera sección necesitaba un repaso, Janice podía pensar que era demasiado pronto para comprometerse a representarla. Mi opinión era que el vigor de la escritura, evidente desde la primera página, ya era la garantía de que tarde o temprano iba a emerger un buen libro. Para mí, por entonces, la definición de un escritor era simplemente, como decía un crítico, alguien que «manipula de forma interesante las palabras». ¿Te seducen las frases? ¿Te cautivan? ¿Te dan ganas de seguir leyendo? En caso de que no, todo el material «relevante», ya fuera social, político o de otra clase no iba a servir de nada. Ya no me siento tan seguro de esto (ya no me siento tan seguro de nada), pero incluso entonces era consciente de que no todo el mundo compartía aquella forma más bien desenfadada de juzgar un texto. Y ciertamente me podía imaginar que, desde el punto de vista de un agente que se planteara representar o no una primera novela —la clase de libro que más cuesta vender—, el hecho de «manipular de forma interesante las palabras» quizás no fuera incentivo suficiente.

Janice se quedó lo bastante impresionada como para concertar una reunión con Nasreen. Según todas las versiones, la reunión fue agradable y positiva, pero en última instancia, tal como yo había temido, Janice decidió que al libro le faltaba demasiado para estar terminado como para representarlo de momento. Pese a todo, recomendó a Nasreen a una amiga suya —la llamaré Paula Kurwen— que trabajaba de correctora freelance. Yo no conocía a Paula personalmente, pero sabía que tenía buena reputación. Le gustaba el manuscrito lo bastante como para sentirse capaz de contribuir a darle forma, y muy pronto Nasreen me mandó un correo entusiasmado donde me contaba que las dos estaban trabajando juntas de forma productiva. No era lo mismo que ser representada por una agente, pero seguramente era lo mejor que se podía esperar en aquella fase del desarrollo del libro. Por lo menos estaba claro que era un paso en la dirección adecuada, y me alegré de haber podido jugar un papel en ello.

En junio me tocaba hacer un par de viajes, primero a Londres y después a Los Ángeles. Como tenía un poco de tiempo entre los dos, decidí ir a Los Ángeles en tren, en uno de aquellos Superliners de Amtrak que salen de Chicago y cruzan el país en plan ocioso, a la vieja usanza, con vagones mirador con las paredes de cristal, vagón comedor y «camarotes» privados. El viaje desde Chicago duraba tres días, y tenía planeado dividirlo para pasar una noche extra en Nuevo México. Con la vida aburrida que llevaba, aquella expedición constituía un notición, y se la mencioné en un correo electrónico a Nasreen, junto con mis demás momentos destacados, más humildes, de aquella primavera, como la huida de nuestra cacatúa ninfa o mi proyecto para poner revestimiento de piedra a los caminos de mi huerto.

A Nasreen parecieron gustarle aquellos pequeños boletines de mi vida y me escribió a menudo sobre ellos con una inteligencia cáustica que yo agradecía. Sobre mi proyecto de mampostería, por ejemplo, un proyecto que me había empezado a obsesionar, me dijo en broma que me estaba construyendo una «fortaleza», una imagen que me pareció peculiarmente precisa. (También era, con su rápida y decidida transformación de mis caminos llanos en sólidas edificaciones, característica del brío y la franqueza que yo admiraba en su escritura).

Pero su respuesta a la noticia de mi viaje inminente fue un poco distinta. El hecho de que cayera en la categoría del flirteo no era nada nuevo en sí mismo, y sin duda no iba más en serio que ninguno de sus comentarios anteriores, pero el contenido en sí parecía un recrudecimiento importante de los términos: un intento de insertarse en mi mente bajo una luz claramente erótica. Me propuso meterse clandestinamente en mi camarote para hacer el viaje conmigo, y me preguntó cuándo salía mi tren. No le contesté, pero llegado un punto empecé a darme cuenta de que iba a tener que dedicarle algo más explícitamente disuasorio que un simple silencio discreto.

Más o menos por entonces, mi mujer y yo (aunque no me gusta esa expresión digna del Palacio de Buckingham: la llamaré K., que es la inicial de su nombre real, que no es el mismo que el que usa), K. y yo mandamos la propuesta de un libro que queríamos escribir. Años atrás, antes de tener hijos, habíamos escrito un libro titulado Walking and Eating in Tuscany and Umbria. Había sido un éxito moderado, y ahora que nuestros hijos tenían siete y once años, habíamos decidido que sería interesante escribir otro, en famille, esta vez en la Provenza. Emprendí mi travesía en tren el 8 de junio y cogí el avión de regreso en Los Ángeles diez días más tarde. El adelanto nos permitiría vivir en la Provenza durante cuatro meses, el tiempo suficiente para cubrir los recodos más prometedores de la región, de manera que aceptamos. Teníamos el plan de marcharnos a principios del año siguiente.

Le mencioné esto a Nasreen en mi siguiente correo electrónico y me aseguré de enfatizar el aspecto familiar de todo el asunto. No me contestó directamente, pero una semana más tarde me mandó un correo electrónico en el que me describía un relato breve que le había mandado otra ex alumna del taller —la llamaré Elaine—, sobre una mujer americana que seduce a un hombre árabe. El correo electrónico tenía esa ligera incoherencia que tienen las cosas escritas bajo una gran presión emocional, y culminaba con la afirmación de que el relato de Elaine era la crónica ligeramente disfrazada de un amorío de la vida real; que la mujer americana era la misma Elaine y que el hombre árabe era nada menos que yo. A todos los efectos, Nasreen parecía estar reprochándome que la rechazara a ella como amante y acusándome de favoritismo por haberle procurado mis atenciones a otra alumna.

Lo grotesco de aquel supuesto —o por lo menos grotesco para mí: no estoy acostumbrado a que me vean como una especie de pachá rodeado de mujeres que me desean— me inquietó casi tanto como la acusación en sí. Yo le había dejado claro, o eso creía, que estaba felizmente casado y que no me interesaba tener aventuras, pero al parecer se lo tenía que deletrear. Odiaba tener que hacer aquello: parecía una retirada de la conexión viva de una relación real con otro ser humano a la geometría segura e insensible de la convención.

El 30 de junio le escribí de vuelta:

No sé a qué viene nada de todo esto. No he leído el relato [de Elaine] y para que conste en acta nunca he tenido un lío con una alumna ni ex alumna ni pienso tenerlo. Me gusta cómo escribes y te quiero ayudar, pero no quiero ser el objeto de las fantasías privadas de nadie, o por lo menos no siento ningún deseo en particular de saber si lo soy. Supongo que es posible que haya estado interpretando tus mensajes con un espíritu menos serio de lo que era tu intención; de ser ése el caso, me disculpo. En cualquier caso, creo que tienes mucho talento y por eso intenté que te representara Janice. Siento no haberlo conseguido, pero todavía tengo muchas esperanzas depositadas en tu libro, y creo que deberías concentrarte en terminarlo lo antes posible.

Su reacción inicial fue mostrarse curiosamente insistente, y un par de días después me sentí obligado a mandarle otro mensaje.

No sé qué decirte, Nasreen. Supongo que en las escasas ocasiones en que me gusta cómo escribe alguien, tiendo a sentir una afinidad con ese alguien, una predisposición a la amistad. Perdóname si has interpretado eso de forma distinta; te aseguro que no era mi intención. Siento que las cosas hayan llegado a esto y no quiero molestarte, pero de verdad que estoy extremadamente feliz con mi matrimonio y no tengo ningún deseo particular de seguir manteniendo esta correspondencia si va a ser así.

Ya me había resignado a poner fin a aquella amistad, pero una semana más tarde Nasreen me mandó un mensaje lúcido y elegante, del que merecen citarse las siguientes declaraciones, aunque sólo sea por su relevancia de cara a lo que vendría más tarde:

… No estoy acostumbrada a que los hombres me den apoyo, ayuda o amistad sin ninguna clase de intenciones amorosas o sexuales. Nunca he creído que estuvieras llevando esta relación tan benigna que tenemos en esa dirección. Y en cierto sentido es verdad que te quiero y que estoy enamorada de ti, pero sobre todo porque me has dado esperanzas de que existan hombres «normales» en el mundo…

Siento haberme puesto un poco loca. Por favor, ríete. Yo me tengo que reír, o me moriré de vergüenza. (Es lo que estoy haciendo: intentando racionalizarlo, ya que todos los escritores están dementes)…

También me alegro de que tengas tanto respeto por tu esposa y tu familia que me hayas hecho callar. Ha sido una buena terapia…

Durante los dos meses posteriores nuestra correspondencia reanudó su tono desenfadado y amigable. Nasreen me iba poniendo al día de su trabajo con Paula, que parecía estar yendo bien. Adoptó un perrito y me mandó fotos. Bromeó sobre lo horrible que era su nuevo jefe. Se planteó si debía escapar de la pesadilla que era la América de Bush y vivir en el extranjero. También me empezó a escribir sobre otros hombres por los que estaba interesada: «Creo que he encontrado a mi siguiente presa […]. Es un escritor muy apuesto […]. Creo que tiene novia pero no importa», reasignándome a mí, o eso parecía, de «presa» a algo más parecido a confidente.

En agosto me mencionó que había estado en una fiesta donde se había hablado de mi padre. Mi padre había diseñado varios edificios públicos muy conocidos en Inglaterra, y por su trabajo lo habían nombrado caballero. Aquella conexión mía con un «Sir» divertía enormemente a Nasreen. Empezó a llamarme «Sir James» en algunos correos, y a veces lo convertía en «San James» o en un simple «Sir». En aquellas denominaciones se concentraban los elementos cómicos que tenía ser inglés, ser un marido fiel («santo») y ser profesor (ese ridículo objeto de enamoramiento de las alumnas), y a través de ellas pude vislumbrar nuevamente una mente afín a la mía, alguien para quien las palabras eran objeto de placer primordial. Mucho más que yo, de hecho, Nasreen era alguien a quien las palabras «se pegaban» de formas extrañas, convirtiéndose en parte elemental de la realidad que ella habitaba. A menudo escribía cosas en sus mensajes que parecían casi absurdas, hasta que, días más tarde, yo entendía de repente a qué aludían aquellas palabras o expresiones desconcertantes. Un ejemplo: varios meses después de nuestro encuentro en Nueva York, terminó un correo electrónico diciendo «Soy maja, ¿verdad?» [«I’m s’nice, aren’t I?»]. La abreviación en inglés me parecía extraña de forma injustificada, hasta que más adelante pasé un día por el café donde habíamos quedado (cuyo nombre yo no había sabido, sólo la ubicación) y vi que se llamaba ‘sNice: mi primer indicio de que Nasreen había estado menos ausente en aquella ocasión de lo que yo había creído. Y algo quizás más significativo: aquella palabra, «fortaleza», que me había tocado una fibra, resultó ser (y esto da fe del descuido con que yo manejaba por comparación las palabras, incluso las mías) un sutil reciclaje de algo que había escrito yo, de una expresión de una novela mía, The Horned Man (los correos posteriores confirmaron que Nasreen la había leído con detenimiento), donde mi protagonista habla de lo poco satisfactoria que es su vida amorosa: «Había terminado comprendiendo que ya no quería una ‘amante’ ni una ‘novia’, que quería una esposa. Quería algo duradero en mi vida; una fortaleza y un santuario».

Lo que estoy intentando aquí es ilustrar el hecho de que seguía experimentando afinidad con Nasreen, seguía sintiéndome en la misma onda que ella, a veces de forma inverosímil; pero también presentar la idea de cierta porosidad en su noción de la persona que realmente era. De momento se manifestaba de forma inofensiva, pero ya presagiaba la identidad amorfa más inquietante, y después amenazadora, que empezaría a salir a la luz poco después.

Ciñéndome por el momento a esta línea concreta de desarrollo, la siguiente fase discernible llegó el 20 de septiembre, en forma de email en el que Nasreen incluía íntegramente un correo privado que le había mandado otra ex compañera de clase atacando a varios alumnos más de su taller. Por supuesto, todos sabemos que el email no es una forma estrictamente privada de comunicación, pero aun así, y aunque Nasreen reconocía que no estaba demasiado bien copiarme aquel mensaje («puede que sea poco ético enseñarte esto»), noté por primera vez una falta de escrúpulos que hasta entonces no había sospechado. Obviamente, el hecho de que yo esté usando los correos electrónicos de Nasreen en esta narración me expone a la acusación de hipocresía. No creo ser culpable, pero más que explicarme o justificarme en este momento, simplemente debo pedir paciencia al lector. Es una historia complicada y sólo estamos en los preámbulos.

Aquel mismo día, como si notara mis recelos, Nasreen me mandó otro mensaje: «Espero que sepas que no comparto tus correos/pensamientos con nadie». Por alguna razón esta declaración tuvo el efecto contrario al que buscaba. No creía haberle mandado nada que me pudiera avergonzar que leyeran terceras personas, pero me preocupaba que existiera en su mente el concepto mismo de «compartir» o no compartir mis correos electrónicos con otra gente, y el comentario tuvo el efecto claro de enfriar cualquier deseo mío de comunicarme con ella.

Más o menos por aquella época, Nasreen empezó a dejar caer alusiones a Rilke en algunos de sus mensajes, sobre todo a su figura del Ángel, de las Elegías de Duino, con quien parecía identificarse. Yo también había leído a Rilke y me acordaba de aquel Ángel como fuerza provista de un violento poder transformador, que los mortales invocaban por su cuenta y riesgo. Intrigado por el hecho de que Nasreen se viera a sí misma en aquella figura, me releí el ensayo de Heidegger sobre Rilke, «¿Para qué poetas?», recordando vagamente que en él se hablaba del Ángel, y en efecto, se habla, en profundidad. «El Ángel de las Elegías», escribe Heidegger, «es ese ser que permite el reconocimiento de un orden superior de realidad en lo invisible…». Teniendo en cuenta el tono de sus emails posteriores, me imagino que fue aquel aspecto, aquel don divino de revelación, lo que Nasreen tenía en mente al adoptar al Ángel como una de sus muchas identidades privadas. Pero lo que más me llamó la atención al releer el ensayo fue otro aspecto, curiosamente pertinente pese a que Heidegger sólo lo trataba de pasada: «Este ser», decía otra descripción (que yo rememoraría muchas veces durante los meses y años por venir), «para quien las fronteras y las diferencias […] ya apenas existen».

Aun antes de que empezaran a manifestarse las tendencias a unir y fusionar de Nasreen, los correos que yo le enviaba ya habían empezado a volverse más escuetos y precavidos. La razón era en parte la cantidad abrumadora de correos electrónicos que me estaba mandando ahora —a menudo varios al día— y en parte el resurgimiento de aquellos flirteos antaño halagadores pero ahora simplemente desconcertantes.

Nuevamente, los flirteos se expresaban juguetonamente de entrada, bajo la bandera de su propia futilidad reconocida. Sin embargo, con el paso de las semanas se volvieron más insistentes, como si mi rechazo les hubiera dado permiso para evolucionar en una especie de espacio negativo, nutriéndose de su propia extravagancia, como sucede con ciertas clases de poesía amorosa donde la emoción se vuelve formidable de forma proporcional a la fuerza de la resistencia que se encuentra. 7 de septiembre: «Ya no me quieres, ¿verdad, James?». 19 de septiembre: «Un solo sorbo de agua del pozo de Zamzam, que rebosa pese a la desaparición del Hijo del Trueno» (además de «Sir», yo ahora era el «Hijo del Trueno» y a veces «el señor Trueno»). 20 de septiembre: «James, tendrías que casarte conmigo y yo mantendría a todos los Lasdun».

Empezó a darme la sensación de estar volviéndome más una causa de frustración para Nasreen que otra cosa, y de que, como no podía ser lo que ella quería que fuera, debería desaparecer del todo. Al mismo tiempo, otra parte de mí seguía aferrándose a la idea de que Nasreen era una nueva amiga fascinante; de que a fin de cuentas no estaba más loca que algunos de mis amigos escritores, y de que además parecía encontrarme útil como banco de pruebas para el desarrollo de su vocabulario de símbolos y metáforas. Tras haber cortado de raíz (al menos por mi parte) cualquier corriente erótica que pudiera haber entre nosotros, ya estaba listo para asumir el rol de uno de esos personajes afables y asexuados que aparecen de vez en cuando en la literatura: la figura del crítico-mentor reclutado por una joven escritora de talento con la que ha tenido la buena o la mala suerte de cruzarse en la vida. (Antes de esa época, me habría resultado inverosímil ser otra cosa que el «joven escritor de talento» en aquella relación: un ejemplo más del impacto envejecedor que tuvo en mí Nasreen). Debía de tener en mente a Thomas Wentworth Higginson, el littérateur de segunda fila pero bienintencionado al que Emily Dickinson había acudido en busca de orientación, tanto en calidad de asesor literario («¿Quiere usted ser mi preceptor, señor Higginson?», es la frase célebre que escribió la poetisa) como en calidad de objeto potencial de enamoramiento erótico/místico, en las llamadas «Cartas al Maestro» que Dickinson nunca llegó a enviar: «Quiero verlo más —señor— de lo que quiero nada en el mundo».

Pero estoy exagerando mi sentimiento paternal. La verdad es que yo nos veía a ambos más en el mismo nivel: dos escritores en fases distintas de nuestras carreras pero metidos en luchas parecidas. Y de la misma manera que Nasreen se sentía con derecho a interrogarme sobre mi vida y mi escritura, yo me sentía con derecho a hacerle la clase de preguntas que le habría hecho a cualquier otro amigo escritor (o no escritor, ya puestos) provisto de una experiencia de primera mano de cosas que me interesaban.