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Dante, el orgulloso E-Book

SANDRA MARTON

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Beschreibung

Segundo de la serie. Gabriella Reyes Viera quedó prendada de la potente masculinidad de Dante y terminó embarazada y sola. No le quedó más remedio que aceptar la vergüenza de regresar a su casa en una pequeña ciudad de Brasil... Dante Orsini, experto en inversiones, tuvo que viajar a Brasil para comprar un enorme rancho por encargo de su padre. Una vez allí, se enteró de que el rancho en cuestión perteneció a la familia de Gabriella, la única mujer a la que no había podido olvidar... Sin embargo, poco quedaba de la modelo profesional que él conoció en Nueva York. Además, no tardó en descubrir que Gabriella no estaba sola. La acompañaba un niño de cabello oscuro del que era madre...

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Seitenzahl: 239

Veröffentlichungsjahr: 2011

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2009 Sandra Myles. Todos los derechos reservados. DANTE, EL ORGULLOSO, N.º 50 - febrero 2011 Título original: Dante: Claiming His Secret Love-Child Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres. Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9775-4 Editor responsable: Luis Pugni

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Dante, el orgulloso

Sandra Marton

Capítulo 1

Dante Orsini estaba en la flor de la vida. Era un hombre rico, poderoso y tremendamente atractivo. Trabajaba mucho, era competitivo en el juego y, en las escasas noches en las que se iba solo a la cama, dormía profundamente hasta la mañana siguiente.

Aquella noche era la excepción. Estaba soñando. En su sueño, caminaba lentamente a lo largo de una estrecha calle que conducía a una casa. Apenas podía verla por la espesa niebla que lo cubría todo, pero allí estaba. Sus pasos se aminoraron. Aquél era el último lugar de la tierra en el que deseaba estar. Una casa en una zona residencial. Un monovolumen aparcado frente al garaje. Un perro. Un gato. Dos niños.

Y una esposa. Una mujer, la misma, para siempre...

Dante se sentó en la cama de un saltó tratando de respirar. Un temblor recorrió su grande y musculoso cuerpo. Dormía desnudo y mantenía las ventanas abiertas incluso en aquellas fechas, a principios de otoño. A pesar de todo, tenía la piel cubierta de sudor.

Un sueño. Sólo había sido eso. Una pesadilla producida, tal vez, por las ostras que había tomado la noche anterior. O por la copa de coñac justo antes de irse a la cama. O... Se echó de nuevo a temblar. Había vuelto a revivir un recuerdo de hacía mucho tiempo, de lo que ocurrió cuando tenía dieciocho años y era tan sólo un estúpido enamorado.

Lo que él había pensado que era estar enamorado.

Había estado saliendo muchos meses con Teresa D'Angelo sin tocarla. Cuando lo hizo por fin, una caricia llevó a otra y ésa a otra más y esta última a otra y...

En Nochebuena, le regaló un colgante de oro... y ella le dio una noticia que estuvo a punto de hacerle caer de rodillas.

–Estoy embarazada, Dante –le susurró entre lágrimas.

Él se quedó atónito. Era muy joven, sí, pero sabía lo suficiente para utilizar preservativos. Sin embargo, la amaba. Teresa lloraba entre sus brazos y no hacía más que decir que él le había arruinado la vida. Que tenía que casarse con ella.

Dante lo habría hecho. Habría cumplido como hombre. Sin embargo, el destino, o la suerte, o como se quiera llamarlo, había decidido intervenir. Sus hermanos se dieron cuenta de que estaba muy retraído. Lo sentaron, le dieron cerveza suficiente para que se relajara un poco y, entonces, sin andarse por las ramas, Nicolo le preguntó qué le pasaba.

Dante les habló de su chica. Los tres hermanos, Nicolo, Raffaele y Falco se miraron los unos a los otros, lo miraron a él y le preguntaron si había perdido el juicio. Si había utilizado un preservativo, ¿cómo era posible que ella se hubiera quedado embarazada? Teresa tenía que estar mintiendo.

Dante se abalanzó sobre Falco porque fue él quien lo dijo el primero. Cuando Rafe y Nick lo repitieron, se abalanzó también sobre ellos. Entonces, Falco lo inmovilizó con una llave.

–La amo, maldita sea –dijo Dante–. ¿Me oís? La amo y ella me ama a mí.

–Ama tu dinero –le espetó Nicolo. Por primera vez en muchos días, Dante soltó una carcajada.

–¿Qué dinero?

Falco lo soltó. Rafe señaló que la chica no sabía que Dante estaba forrado. Que los cuatro hermanos Orsini habían rechazado el dinero y el poder de su padre, junto a lo que ambas cosas suponían.

–Pregunta por ahí –dijo Falco, el mayor de todos–. Entérate de con cuántos tíos ha estado.

Dante volvió a abalanzarse sobre él. Nick y Rafe lo sujetaron.

–Usa la cabeza –le soltó Nick–, y no esa verga que tienes entre los pantalones.

Rafe asintió.

–Y dile que quieres que se haga la prueba de paternidad.

–Ella no me mentiría –protestó Dante–. Me ama.

–Dile que quieres hacerte la maldita prueba –gruñó Rafe–. O se lo diremos nosotros en tu nombre.

Dante sabía perfectamente a lo que se refería Rafe. Entonces, después de pedirle disculpas, le pidió la prueba a Teresa. Las lágrimas de la muchacha dieron paso a la furia. Le dedicó todos los insultos que había en el diccionario y no volvió a tener noticias de ella. Sí. Ella le rompió el corazón, pero también le enseñó una lección que aún seguía turbándolo cuando menos se lo esperaba.

Como en aquel ridículo sueño. Respiró profundamente y volvió a reclinarse sobre las almohadas con las manos por detrás de la cabeza.

¿Matrimonio? ¿Una esposa? ¿Hijos? Ni hablar. Después de muchos años tratando de decidir qué hacía con su vida, de estar a punto de perderla en un par de lugares a los que ningún hombre en sus cabales hubiera ido, había conseguido por fin encontrar su sitio. En aquel momento, tenía todo lo que un hombre pudiera desear: un ático en el que el sol de mañana entraba a raudales por la claraboya que había justo encima de su cama. Un Ferrari color rojo cereza. Un avión privado.

Y mujeres.

Una pícara sonrisa iluminó su masculino y hermoso rostro.

Más mujeres de las que un hombre podría ocuparse y todas ellas muy hermosas, sensuales y lo bastante inteligentes como para saber que no podrían alcanzar con él algo más permanente que una relación de pocos meses de duración.

En aquellos momentos, no estaba con nadie. «Tomándose un respiro», según lo había definido Falco. Cierto. Y disfrutando de cada instante. Como con la rubia de la fiesta benéfica de la semana anterior. Dante había creído que se trataría de una aburrida reunión social. Ya ni siquiera se acordaba de cuál era la causa de dicha fiesta. Orsini Brothers Investments había comprado cuatro entradas, pero sólo uno de los hermanos había asistido. Rafe, muy elegantemente, había dicho que le tocaba a él.

Por lo tanto, Dante se había duchado y se había cambiado en el baño privado de su despacho, se había dirigido en un taxi al Waldorf imaginándose que con estrechar unas cuantas manos y tomarse una copa de vino no muy bueno, siempre era así a pesar de que en esa ocasión la entrada costara cinco mil dólares, sería suficiente.

Entonces, había notado que alguien lo estaba observando. Se trataba de una rubia espectacular. Largas piernas. Cabello brillante. Sensual sonrisa y suficiente escote para perderse en él.

Dante se abrió paso entre los asistentes y se presentó. Tras unos minutos de conversación, la dama fue al grano.

–Hay mucho ruido aquí –ronroneó.

Dante respondió que, efectivamente, así era y le sugirió que por qué no se iban a un lugar más tranquilo en el que pudieran hablar. Sin embargo, lo que ocurrió en el taxi no tuvo nada que ver con una conversación. Carin o Carla, o como se llamara la rubia en cuestión, no había perdido el tiempo en tirársele encima. Cuando llegaron a su apartamento, los dos estaban tan calientes, que apenas consiguieron entrar por la puerta...

Apartó las sábanas de su cama y se levantó. Se dirigió al cuarto de baño. Tenía el número de teléfono de la rubia, pero no lo utilizaría aquella noche. Aquella noche, tenía una cita con una pelirroja muy mona. En cuanto al sueño...

Ridículo.

Todo eso había ocurrido casi quince años atrás. Por fin había comprendido que no estaba enamorado de la chica que había afirmado estar embarazada de él y debía estarle muy agradecido por enseñarle una lección tan importante.

Cuando uno se lleva a una mujer a la cama, se dejan los pantalones en el suelo, no el sentido común.

Inclinó un poco la cabeza hacia un lado y cerró los ojos azules. Dejó que el agua le enjuagara el champú de su cabello, que era casi tan negro como la noche. Ninguna mujer, por hermosa que fuera, merecía una implicación mayor que lo que ocurría entre las sábanas.

Sin previo aviso, un recuerdo le acudió al pensamiento. Una mujer. Con ojos del color del café. Con el cabello con tantas tonalidades de rubio que parecía que el sol había quedado atrapado entre sus mechones. Una boca suave y rosada que sabía a miel...

Frunció el ceño y cerró el grifo. Mientras agarraba una toalla, se preguntó qué diablos le ocurría aquella mañana. En primer lugar, aquel alocado sueño. Luego aquello.

Gabriella Reyes. Resultaba increíble cómo se acordaba de su nombre y que no le ocurriera lo mismo con el nombre de la mujer con la que había estado la noche anterior, sobre todo porque hacía un año desde la última vez que vio a Gabriella.

Un año y dos meses. Y, sí, veinticuatro días.

Lanzó un bufido.

Eso le venía por la habilidad que tenía con los números. Eso le venía muy bien en el trabajo que realizaba en Orsini Brothers, pero también le hacía recordar cosas innecesarias.

Se vistió rápidamente con una camiseta de la Universidad de Nueva York muy usada y un par de pantalones de la misma universidad y prácticamente en el mismo estado y bajó la escalera que llevaba a la planta baja de su ático. Recorrió las estancias de la casa hasta que llegó a su gimnasio. En realidad, no era nada del otro mundo. Sólo tenía un Nautilus, unas pesas y una cinta de correr. Únicamente lo utilizaba cuando el tiempo le impedía ir a correr en Central Park, pero, aquella mañana, a pesar del sol, sabía que necesitaba algo más que correr ocho kilómetros si quería sacarse del pensamiento un par de fantasmas del pasado. Además, era sábado. Podía permitirse el tiempo extra.

Cuando terminó, se pasó un par de horas navegando por Internet examinando sitios en los que se realizaran subastas de Ferraris. Quería ver si había algo que se acercara al Ferrari Berlinetta 250GT «Tour de France» de 1958 que estaba buscando. Hacía un año había oído que se iba a poner a la venta en Gstaad y había pensado ir allá, pero algo había ocurrido.

Las manos se le quedaron inmóviles sobre el teclado.

Gabriella Reyes. Eso era lo que había ocurrido. La había conocido y se le había olvidado todo lo demás.

–Maldita sea –dijo Dante. Dos veces aquel día. No tenía ningún sentido. Ella era historia.

Decidió que ya había pasado bastante tiempo sentado. Apagó su ordenador, se puso otros pantalones cortos y otra camiseta y salió a correr.

El hecho de haber conseguido despertar sus endorfinas fue suficiente. Regresó a casa sintiéndose mucho mejor. La situación mejoró aún más cuando Rafe lo llamó por teléfono para decirle que acababa de conseguir el trato con el banco francés que llevaban tanto tiempo persiguiendo. Rafe ya había llamado a Falco y a Nick. ¿Le apetecía bajar a tomar algo a su lugar favorito, The Bar en Chelsea?

Cuando los hermanos se separaron, resultaba difícil recordar lo mal que había empezado el día. Desgraciadamente, su buen humor desapareció cuando su madre lo llamó. Dante la quería con todo su corazón y ni siquiera sus preguntas de siempre sobre si llevaba una vida ordenada, si comía bien y si había encontrado una buena chica italiana a la que invitar a cenar lograron apagar el placer que sintió al escuchar su voz.

Aquello lo consiguió el mensaje que ella le transmitió.

–Dante, figlio mio, tu padre desea que Raffaele y tú vengáis a desayunar mañana.

Dante sabía lo que eso significaba. Su padre llevaba un tiempo en un estado de ánimo algo extraño. No dejaba de hablar de la edad y de la muerte, como si la de la guadaña estuviera ya llamando a su puerta. Dante suponía que se trataría de otra interminable letanía sobre abogados, contables y cajas de seguridad en los bancos, como si sus hijos fueran a tocar un centavo de su dinero cuando él se hubiera marchado.

Su madre sabía lo que pensaba él y todos sus hermanos. Sólo Anna e Isabella, las hermanas, y ella seguían creyendo el cuento de que su padre era un empresario en vez del don que en realidad era.

–Dante –dijo su madre–, te prepararé el pesto frittata que tanto te gusta...

Dante hizo un gesto de aprensión con los ojos. Detestaba el olor y el sabor del pesto, pero ¿cómo podía decírselo a su madre sin herir sus sentimientos? Sospechaba que ésa era precisamente la razón de que Cesar enviara aquella clase de invitaciones a través de su esposa.

Por lo tanto, suspiró y afirmó que allí estaría.

–Con Raffaele. A las ocho en punto. Lo llamas tú, caro?

Este hecho al menos le hizo sonreír.

–Claro, mamá. Estoy seguro de que Rafe estará encantado.

Ésa era la razón de que el domingo por la mañana, cuando el resto de Manhattan estaba aún dormido, Dante entrara en la casa que los Orsini tenían en lo que una vez había sido Little Italy y que ahora fuera una parte muy de moda de Greenwich Village.

Rafe había llegado antes que él.

Sofia ya lo había sentado en la amplia mesa de la cocina donde habían tomado tantas comidas como famiglia. Sobre la mesa había innumerables platos de comida y Rafe, que no tenía un aspecto demasiado malo para haberse pasado toda la noche de fiesta con él, la pelirroja y una rubia que era amiga de aquélla y que la pelirroja había encontrado después de que Dante la llamara para decirle que su hermano necesitaba compañía para alegrarse. Efectivamente, considerando todo lo ocurrido la noche anterior, Rafe tenía un aspecto bastante bueno.

Rafe miró a Dante a los ojos y pronunció algo que este último supuso que quería decir «buenos días». Dante le respondió del mismo modo.

Se había pasado toda la noche anterior moviéndose con la pelirroja, primero en una discoteca, y luego en la cama de ella. Había sido una noche muy larga. Se había divertido mucho, había fornicado mucho... Durante aquellos momentos, el cuerpo había estado a lo suyo, pero la cabeza había estado en otra parte. Se había despertado en su propia cama, dado que nunca pasaba la noche en la cama de una mujer, con un terrible dolor de cabeza y sin muchas ganas de hablar.

Ni de comer la frittata que su madre acababa de ponerle delante.

–Mangia –le ordenó su progenitora.

Dante se echó a temblar. A pesar de todo, tomó el tenedor.

Los hermanos estaban ya con su segunda taza de expreso cuando Felipe, el lugarteniente de Cesare, entró en la cocina.

–Tu padre quiere verte ahora.

Dante y Rafe se pusieron de pie, pero Felipe negó con la cabeza.

–Juntos no. De uno en uno. Raffaele, tú eres el primero.

Rafe esbozó una tensa sonrisa y musitó algo sobre los privilegios de los papas y los reyes. Dante sonrió y le dijo que se divirtiera.

Cuando miró el plato, vio que tenía otra frittata encima. Se la comió junto con otra taza de café. Después, comenzó a tratar de eludir los ofrecimientos de su madre. ¿Un poco de queso? ¿Unos biscotti? Tenía la rosca de pan que tanto le gustaba, de Cellini's.

Dante le aseguró que no tenía hambre y, sin que ella se diera cuenta, miró el reloj. Se fue enojando cada vez más. Después de cuarenta minutos, se levantó de la mesa.

–Mamá, me temo que tengo cosas que hacer. Por favor, dile a papá que...

El hombre de confianza de su padre volvió a aparecer en la puerta.

–Tu padre te verá ahora.

–Qué bien adiestrado –comentó Dante–. Igual que un perrito faldero.

Felipe no dijo nada, pero la mirada que se le reflejó en los ojos resultó fácil de interpretar. Dante volvió a sonreír.

–Lo mismo te digo –dijo mientras se dirigía al despacho de su padre.

La sala tenía el mismo aspecto de siempre. Grande. Oscura. Amueblada con mal gusto y con abundantes pinturas de santos y de madonnas que colgaban de las paredes. Unas pesadas cortinas tapaban las puertas de acceso al jardín.

Cesare, que estaba sentado en su sillón como si fuera un trono, le indicó a Felipe que se marchara.

–Y cierra la puerta –dijo, con una voz enronquecida por décadas de fumar puros.

Dante tomó asiento en una de las butacas que había al otro lado del escritorio con las largas piernas extendidas y los brazos cruzados. Iba vestido con un jersey azul marino de manga larga y unos vaqueros. En los pies llevaba zapatillas de deporte muy usadas. A su padre nunca le había gustado esa clase de prendas, razón por la cual Dante se las ponía.

–Dante.

–Padre.

–Gracias por venir.

–Tú me has llamado. ¿Qué es lo que quieres?

Cesare suspiró, sacudió la cabeza y dejó las manos de manicura perfecta sobre la mesa.

–¿Cómo te encuentras, padre? ¿Qué hay de nuevo en tu vida, padre? ¿Has hecho algo interesante últimamente, padre? –le preguntó con las pobladas cejas completamente levantadas–. ¿Eres incapaz de mostrarte educado en la conversación?

–Sé cómo te sientes, padre. Estás como un toro, a pesar de que estás seguro de que la muerte pronto va a llamar a tu puerta. Y digamos que prefiero no saber lo que pueda haber de nuevo en tu vida –replicó Dante con una fría sonrisa–. Además, si has hecho algo interesante últimamente, tal vez deberías entretener a los federales contándoselo a ellos y no a mí.

Cesare soltó una carcajada.

–Tienes buen sentido del humor, hijo mío.

–Pero no mucha paciencia, así que tú dirás. ¿Qué es lo que quieres? ¿Me vas a dar otra sesión de «me estoy muriendo y debes saber ciertas cosas»? Porque, si es así...

–No se trata de eso.

–Directo al grano. Me has dejado impresionado. Por supuesto, tan impresionado como lo puedo estar, viniendo de alguien como tú.

Cesare se sonrojó.

–Dos de mis hijos me insultan en una misma mañana. Soy yo quien está impresionado.

Dante sonrió.

–Supongo que tu conversación con Rafe fue tan agradable, que decidió marcharse por la puerta del jardín para no tener que pasar ni un minuto más debajo de tu techo.

–Dante, ¿crees que podrías concederme tiempo para hablar?

Vaya, vaya. Un nuevo enfoque. No había ladridos. Ni órdenes. Más bien un tono de voz que rayaba la buena educación. Eso no cambiaba nada, pero Dante sintió curiosidad.

–Claro –replicó cortésmente. Consultó el reloj y luego miró los ojos de su padre–. ¿Qué te parece cinco minutos?

Cesare apretó la mandíbula, pero guardó silencio. Entonces, abrió un cajón de su escritorio, sacó una carpeta y se la ofreció a su hijo.

–Eres un inversor de éxito, ¿no es así, figlio mío? Échale un vistazo a eso y dime qué te parece.

Maldita sea. Otra sorpresa. Aquello era lo mas cerca que su padre había estado de ofrecerle un cumplido. Muy inteligente. Su padre sabía que, después de aquello, él no podría resistirse a abrir la carpeta.

En el interior de la misma, había un grueso montón de papeles. Lo que vio en la primera página le sorprendió.

–Esto tiene que ver con un rancho –dijo, tras levantar la mirada.

–No se trata sólo de un rancho, sino también sobre Viera y Filho. Viera e Hijo. Es el nombre de una enorme fazenda en Brasil.

–¿En Brasil? –repitió Dante, sin comprender.

–Sí –respondió su padre–. Supongo que habrás oído hablar de ese lugar.

–Muy gracioso.

–El rancho tiene más de cuatro mil hectáreas.

–¿Y?

–Y yo deseo comprarlo –dijo Cesare, encogiéndose de hombros como si nada.

Dante miró fijamente a su padre. Cesare era dueño de una empresa de limpieza. De una constructora. De una inmobiliaria. ¿Pero de un rancho?

–¿Por qué diablos lo quieres comprar?

–Según esos documentos, es una buena inversión.

–También lo es el Empire State Building.

–Conozco al dueño –comentó Cesare sin prestar atención a la comparación de Dante–. Juan Viera. Bueno, lo conocí hace algunos años. Tuvimos... Hicimos algunos negocios juntos.

Dante se echó a reír.

–De eso estoy seguro.

–Vino a pedirme un préstamo, pero yo lo rechacé.

–¿Y?

–Ahora está enfermo y me siento culpable. Debería... ¿Te divierte este asunto?

–¿El hecho de que tú te sientas culpable? Venga, ya, padre. Soy yo, no Isabella o Anna. Tú no conoces el significado de esa palabra.

–Viera se está muriendo. Su único hijo, Arturo, heredará la finca. Ese chico es un inútil. El rancho llevaba doscientos años en manos de la familia Viera, pero Arturo lo va a perder todo de un modo u otro, antes de que el cadáver de Viera esté frío en su tumba.

–A ver si lo entiendo. ¿Esperas que yo crea que tus motivos son enteramente altruistas? ¿Que quieres comprar ese rancho sólo para salvarlo?

–Sé que no tienes muy buena opinión de mí...

Dante soltó una carcajada.

–Tal vez he hecho algunas cosas de las que me arrepiento. No tengas ese aspecto tan sorprendido, mio figlio. Un hombre que se aproxima al final de su vida tiene derecho a empezar a pensar en su alma inmortal.

Dante dejó la carpeta sobre el escritorio. Aquel día se iba haciendo cada vez más extraño.

–Sólo te pido que vayas a Brasil, que examines las cosas y que, si lo consideras apropiado, hagas una oferta sobre el rancho.

–El mercado se está yendo al garete y tú esperas que deje a un lado mi trabajo, que me marche a Sudamérica y que le haga a un enemigo tuyo una oferta que no sea capaz de rechazar.

–Muy divertido. Y muy incorrecto. Viera no es mi enemigo.

–Lo que sea. El problema es que estoy muy ocupado. No tengo tiempo de pringarme de estiércol de vaca para que tú puedas apaciguar tu conciencia.

–Esto es mucho más sencillo de lo que le he pedido a tu hermano.

–Sí, bueno. Sea lo que sea lo que le hayas pedido a él, estoy seguro de que él te dijo lo mismo que te voy a decir yo –dijo Dante poniéndose de pie–. Te puedes meter tu conciencia por...

–¿Has estado alguna vez en Brasil, Dante? ¿Sabes algo sobre el país?

Dante apretó la mandíbula. Lo único que sabía sobre Brasil era que se trataba del país de nacimiento de Gabriella Reyes. Y ella no tenía nada que ver con la conversación.

–He estado en Sao Paulo –dijo fríamente–. De negocios.

–Negocios. Para esa empresa tuya.

–Se llama Orsini Brothers Investments –replicó Dante aún más gélidamente.

–Se dice que se te da muy bien negociar.

–¿Y?

Su padre se encogió de hombros.

–¿Por qué pedirle ayuda a un desconocido cuando se considera el mejor a mi propio hijo?

¿Un cumplido? Estaba seguro de que no era sincero, pero, a pesar de todo, le llegó al corazón. ¿Por qué no admitirlo?

–Bien –dijo Cesare, con un dramático suspiro–, si no estás dispuesto a hacerlo...

Dante miró a su padre.

–Puedo escaparme un par de días.

Cesare sonrió.

–Eso será más que suficiente. Y, ¿quién sabe? Podría ser que incluso aprendieras algo.

–¿Sobre qué?

Cesare volvió a sonreír.

–Sobre las negociaciones, mio figlio. Sobre las negociaciones.

En el otro lado del mundo, a más de ocho mil kilómetros al sureste de Nueva York, Gabriella Reyes estaba sentada en el porche de al casa en la que había crecido. Durante su infancia, la casa, el porche, la fazenda en sí misma había sido un lugar magnífico.

Ya no lo era. Ya todo era diferente.

Igual que ella.

De niña, había sido una criatura delgada, a la que sólo se le veían piernas y coletas. Tímida hasta el extremo. A su padre le había disgustado enormemente esta cualidad. La verdad era que no podía pensar en algo que su padre no hubiera odiado sobre ella.

Aquel lugar, el porche, había sido su refugio. El suyo y el de su hermano. Arturo había contado aún menos con los favores de su padre que ella.

Arturo se marchó del rancho cuando cumplió los dieciocho años. Ella lo había echado de menos terriblemente, pero había comprendido su actitud. Su hermano tenía que marcharse del rancho para poder sobrevivir.

A los dieciocho años, Gabriella floreció de repente. El patito feo se convirtió en un cisne. Ella no lo vio, pero los demás sí, incluido un estadounidense que la descubrió en una calle de Bonito, se dio la vuelta y la entregó su tarjeta de visita. Una semana más tarde, Gabriella se marchaba a Nueva York para iniciar su primer trabajo como modelo. Le había gustado mucho su trabajo hasta que...

Conoció a un hombre. Fue muy feliz, al menos durante un tiempo.

En aquel momento, estaba de vuelta en Viera y Filho. Su padre había muerto, al igual que su hermano. El hombre ya no formaba parte de su vida. Estaba sola en aquella triste y silenciosa casa, pero, de un modo u otro, siempre lo había estado.

Incluso mientras fue la amante de Dante Orsini. Tal vez nunca tanto como mientras fue la amante de Dante, si es que en realidad lo había sido. Le había calentado la cama, pero no el corazón. ¿Por qué perdía el tiempo pensando en él? No había motivo. No había razón ni lógica...

–Senhorita?

Gabriella levantó la mirada y contempló el rostro preocupado del ama que la había criado.

–Sim, Yara?

–Ele chama lhe.

Gabriella se puso de pie y entró rápidamente en la casa. ¿Que él la estaba llamando? ¿Cómo se podría haber olvidado, ni siquiera por un momento?

No estaba sola. Ya no.

Capítulo 2

Él voló a Brasil en un avión comercial, dado que Falco estaba utilizando el avión privado de los Orsini. Por la manera en la que estaban vestidos, la mayoría de los pasajeros que ocupaban la primera clase se dirigían a Campo Grande de vacaciones. La ciudad estaba situada cerca de un lugar llamado El Pantanal. La agente de viajes de Dante había empezado a hablarle de los senderos que había por la zona, de la posibilidad de practicar el remo y de la sorprendente variedad de la vida salvaje de la zona.

Dante la había interrumpido inmediatamente.

–Simplemente resérveme un buen hotel y alquíleme un coche –le había dicho.

Ciertamente, no se dirigía a Sudamérica en viaje de placer. Su estancia en Brasil tenía que ver exclusivamente con los negocios. Con los negocios de su padre. Además, el hecho de que hubiera dejado que Cesare lo liara de aquel modo le molestaba enormemente.

–Señor Orsini –le dijo con voz agradable la azafata–, ¿le puedo traer algo?

«Alguien que me examine la cabeza», pensó tristemente Dante.

–Señor, ¿le apetece algo de beber?

Dante pidió vino tinto. La azafata comenzó a enumerar un interminable listado de la selección disponible y él tuvo que contenerse para no gritarle del mismo modo que le había gritado a la agente de viajes.

–Usted elige –le dijo antes de que la azafata pudiera ofrecerle algo más.

Entonces, abrió su maletín y comenzó a examinar los papeles que su padre le había dado. No le decían nada que ya no supiera. El rancho Viera tenía miles de cabezas de ganado y un número menor de caballos. Llevaba muchos años siendo propiedad de la misma familia.

Encontró una tarjeta de visita que llevaba el nombre, número de teléfono y dirección del abogado de Juan Viera. En el reverso, había una nota que Cesare había escrito de su puño y letra. «Negocia con él y no con los Viera».

Estupendo. Llamaría primero al abogado, tal vez aquella misma noche. Los brasileños solían irse a dormir muy tarde. Cada vez que había estado en Sao Paulo por negocios, las cenas jamás comenzaban antes de las diez de la noche. Cuando llamara al abogado, le diría que quería reunirse con él inmediatamente. Le explicaría el propósito de su visita y le haría una oferta por el rancho. ¿Cuánto tiempo podría llevarle eso? Tal vez ni siquiera los dos días de los que disponía.

Sintió que su humor mejoraba. Con un poco de suerte, regresaría a Nueva York inmediatamente.