De donde viene el agua, Keni Meya in Atl - Pedro I. Calderón - E-Book

De donde viene el agua, Keni Meya in Atl E-Book

Pedro I. Calderón

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En los convulsionados tiempos de la Conquista, fray Francisco de Tembleque, un hombre introvertido e inseguro con el sueño de ser un gran arquitecto, es enviado a Otumba, Nueva España (México), contra su voluntad. Conmovido por las precarias condiciones de vida de los indígenas, emprende la colosal tarea de construir un acueducto que surta de agua limpia a la población más necesitada. Sin embargo, tiene que enfrentar las intrigas, prejuicios, fanatismos religiosos e iniquidades de los poderes instaurados y la desigual sociedad colonialista. Su amor al prójimo y el inspirador recuerdo de su abuelo y mentor lo guían en esta noble lucha que él llamó la razón de su existencia. Además de presentar la historia de una de las obras de infraestructura más icónicas de México, esta novela aporta a la escasa literatura en torno a ella y promueve el conocimiento del su artífice. Del padre Tembleque se desconoce su nombre, su fecha de nacimiento, su familia y la formación recibida antes de su ingreso a la orden franciscana.

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de donde viene el agua

Keni Meya in Atl

Pedro I. Calderón Bretón

© Pedro I. Calderón Bretón

© De donde viene el agua. Keni Meya in Atl

Diciembre 2023

ISBN papel: 978-84-685-7868-2 ISBN ePub: 978-84-685-7869-9

Depósito legal: M-29361-2023

Editado por Bubok Publishing S.L.

[email protected]

Tel: 912904490

Paseo de las Delicias, 23

28045 Madrid

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

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A las personas que han enriquecido mi ser. Ellas saben a quién me refiero.

A la bella gente de Zempoala.

A mis editoras y su gran equipo.

La ficción es una mentira que

encubre una profunda verdad

Mario Vargas Llosa

Índice

Segovia, península ibérica, 1488

Convento de Asunción de María y San Francisco, Tlaxcala, Nueva España, 1545

Segovia, España, 1517

Convento de la Purísima Concepción, Otumba, Nueva España,1548

Tembleque, España, 1520

Convento de la Purísima Concepción, Otumba, Nueva España, 1549

Segovia, España, 1523

Convento de la Purísima Concepción, Otumba, Nueva España,1550

Tembleque, España, 1524

Convento de la Purísima Concepción, Otumba, Nueva España,1550

Monasterio de San Juan de los Reyes, Toledo, España, 1527

Otumba, Nueva España, 1550

Monasterio de San Juan de los Reyes, Toledo, España, 1528

Tepeapulco, Nueva España, 1551

Zempoala, Nueva España, 1552

Monasterio de San Juan de los Reyes, Toledo, España, 1529

Capital de la Nueva España, 1552

Zempoala, Nueva España, 1552

Capital de la Nueva España, 1552

Convento de la Purísima Concepción, Otumba, Nueva España, 1552

Toledo, España, 1531

Capital de la Nueva España, 1552

Otumba, Nueva España, 1552

Tepeapulco, Nueva España, 1552

Segovia, España, 1532

Capital de la Nueva España, 1552

Congregación de San Antonio, Texcoco, Nueva España, 1552

Otumba, Nueva España, 1553

Segovia, España, 1532

Zempoala, Nueva España, 1554

Otumba, Nueva España, 1554

Monasterio de San Juan de los Reyes, Toledo, España, 1544

Zempoala, Nueva España, 1555-1557

Convento de la Purísima Concepción, Otumba, Nueva España, 1558

Ermita a Santa María de Belén, Tepeyahualco, 1560

Zempoala de Todos los Santos, Nueva España, 1563

Ermita a Santa María de Belén, Tepeyahualco, 1561

Ermita a Santa María de Belén, Tepeyahualco, 1562

Congregación de San Antonio, Texcoco, Nueva España. Últimos días de 1561

Ermita a Santa María de Belén, Tepeyahualco, 1562

Capital de la Nueva España. Últimos días de 1561

Ermita a Santa María de Belén, Tepeyahualco, 1562

Convento de la Purísima Concepción, Otumba, Nueva España, 1562

Convento de la Purísima Concepción, Otumba, Nueva España, 1562

Capital de la Nueva España, 1562

Segovia, península ibérica, 1518

Convento de la Purísima Concepción, Otumba, Nueva España, 1570

La relación de hechos vertida por un anciano suele estar salpicada por fallas de memoria, vivencias extraordinarias y también hechos maravillosos, en un viaje entre lo cierto, lo deseado y lo imaginado, acaso sueños.

Así como Marco Polo y su Libro de las Maravillas, en donde la realidad y la ficción se funden para ser una, tal es el caso de alguien como yo, hombre entrado en años. He andado de aquí para allá, he conocido personajes de variada reputación y he vivido, sufrido, gozado, presenciado hechos sorprendentes. Soy alguien que, a ojos ajenos, puede parecer un iluso cuando piensa y se le pueda creer lo afirmado sin comprobar lo relatado. No es este mi caso.

He vivido muchos años y más cosas he visto. La presente es la narración de un servidor de Dios y vuestro también, de quien presenció no uno, sino tres acontecimientos que impactaron en su mente y en sus sentidos. Pido perdón por el defecto de la memoria, que me ha afectado desde siempre y se me ha acentuado con el paso de los años. Tal falla puede desembocar en alteración de fechas y posiblemente de nombres, pero no de estos tres hechos, los mismos que me permitiré exponer. Los relataré como los vi, los sentí, los sufrí y los sigo saboreando, así como espero los disfrutéis vuestras mercedes.

Presencié la transformación de un hombre, la de un paisaje, pero sobre todo, gracias a Dios y a los hombres que vosotros os serviréis conocer a través de mi narración, estuve presente en la transformación de la forma de vida de una gran comunidad. Presencié la construcción de la obra de arquitectura más importante de su tiempo, en la época de una sociedad monopolizada por el fanatismo religioso, de primitiva tecnología en desarrollo, de anhelos y deseos muy diversos, siempre polarizados.

Narraré a vuestras mercedes lo mucho vivido, sufrido y gozado en esos varios mundos referidos. No os pido que me creáis solamente porque yo os lo diga; vosotros mismos, muchos siglos después, podréis comprobar mis dichos.

¡Ahí voy! Para pronto se hace tarde. Y al buen paso, pues ya sabéis lo siguiente…

Segovia, península ibérica, 1488

No despega el ojo de cada uno de los cientos de hombres, todo un regimiento que, en una inmensa mayoría, para nada ha cesado en sus labores; ni tiempo se dan para limpiar el copioso sudor que les surca el rostro, algunos ya arrugados, aunque la mayor parte son semblantes de obreros jóvenes y fuertes, sin pliegue alguno. Como en cualquier empresa, unos más mozalbetes que otros, unos más fuertes; pero quién lo iba a decir, son los viejos quienes trabajan con más ahínco, a esos no hay necesidad de vigilarles; en cambio, echar un ojo a los muchachos sí se hace necesario, pues se distraen por un quitadme esas pajas, sobre todo cuando ven a pasar a las mozas. Parece que las traen de excursión a las obras, y aparentemente se les da una energía extra para venir a pavonearse frente a los muchachos.

Pero así es esto, porque también de ellos, de los haraganes o de los distraídos, debemos hacer referencia; de no hacerlo, estaríamos eliminando de un plumazo a una buena parte de la población obrera, pues para ellos están los capataces. No cabe duda, desde los tiempos del arca divina, nuestro padre Noé debe haber tenido entre su prole a aquellos que no paraban en su tarea de emparejar tablones o de embarrar brea y acarrear animales sin descanso; y los otros, para los cuales debe haber tenido alguna palabra fuerte. O a lo mejor, en caso extremo, el uso del fuete.

Así han estado todos trabajando, desde el momento en que Dios dio su bendito visto bueno para el amanecer hasta este mediodía, cuando los calores caniculares caen a plomo. Es de justicia aceptar, y se justifica, que algunos de los obreros, los más débiles, empiecen ya a buscar, y con dificultad a encontrar, las escasas sombras en esta época del año, cuando el ardiente astro rey veraniego les regatea.

Se nota a leguas quién es el líder de este grupo. Uno de los más sabedores y responsable de las obras de restauración del acueducto, parece no tener sosiego. A ojos vistas, demuestra que está en lo suyo, supervisando que no falte la arena o las piedras, coordinando a fuertes obreros cargando enormes piezas de madera y piedra, todos en un aparente gran concierto. Él acompasa, con gran autoridad y maestría, a esta orquesta.

El arquitecto, alarife de Segovia, es el director de la gran obra, maestro experto, conoce cada una de las partituras, maneja con pericia a las ordenanzas de canteros, tejeros, ladrilleros, albañiles, cañeros y carpinteros, en la reconstrucción de los treinta y seis dañados arcos, desde San Francisco hasta Almira. No cesa de dar instrucciones a diestra y siniestra, de encomendar a los capataces para no dar pie a los obreros, buscar la ya mencionada, pero no por eso menos ansiada sombra. No vaya a ser que descuiden sus labores.

Es necesario hacer el apunte, se aproxima la fecha cuando las aguas deban correr por sobre la arquería. Hoy mismo, un poco más por la tarde, deberá hacer acto de presencia, para actualizar las cuentas ante fray Juan de Escobedo, el encargado por la misma reina Isabel para la reparación del puente, no puede quedar mal. Los reyes de Castilla han asignado un generoso presupuesto y responsabilizaron al prior del monasterio de los Jerónimos del Parral, don Pedro de Mesa, en la administración de los más de dos millones de maravedíes, no es poco capital para las obras de reconstrucción, porque, por igual, en el hogar y en la obra «son dos caminos los que tiene el dinero, viene despacio y se va ligero». No es una simple coincidencia que fray Juan haya encargado al alarife de la parte más complicada en la restauración de esta magna obra, cuya construcción original data de finales del siglo i y principios del ii de la era de nuestro señor Jesucristo, y pues el tiempo no ha pasado en balde. Ya era justo darle una manita de gato al acueducto, en este caso ha sido mucho más que eso.

A sus casi cincuenta, el paso de los abriles se nota poco en él. No es el caso de muchos de sus obreros, menos viejos, a quienes les han maltratado el ritmo de los años, las malas comidas y los vinos mal añejados. Se trata de un sabio en obras mecánicas y juez de faenas de albañilería, reconocido en toda la región de Castilla La Mancha por los grandes trabajos llevados a cabo, en su natal Tembleque, en Segovia y en Toledo también. No cabe duda, el alarife comenzó joven en esto de la albañilería.

Pero vaya, esta reciente tarea sí ha exigido de toda su sapiencia y experiencia. Ni por dónde empezar, muchos de los arcos han desaparecido y en eso de no dejar que el chorro de agua se viera interrumpido, se hacían reparaciones menores. La arquería era solo sustituida por grandes trabes de madera. En el mejor de los casos, algunos tramos de los arcos existen, pero parcialmente destruidos o sumamente deteriorados. Ahora, y solo después de un trabajo concienzudo, como por obra de magia, la arcada ha ido apareciendo en su belleza y operatividad original, todo ha ido cambiando bajo su acertada guía y mucho, mucho trabajo, porque en esta vida nada se da de gratis. «A Dios rogando y con el mazo dando». Así, pues.

Convento de Asunción de María y San Francisco, Tlaxcala, Nueva España, 1545

Los dos jóvenes franciscanos suben a paso cansino, porque no solo a los viejos, también a los mozos se les da por caminar como lo hacen ellos ahora, como si cargaran un gran peso sobre los hombros, como si tras de sí trajeran a cuestas un largo camino recorrido. Evidentemente, no es este el caso, ambos frailes deben frisar los veintitantos años de edad, pero caminan de esa manera, como ancianos, manos detrás de la espalda, pecho hacia delante, cabeza y hombros caídos, así como se desplazan las personas que tratan asuntos muy serios y parecen estar cargando sobre las espaldas al mundo completo, y todo indica que este es el motivo que hoy mantiene a los hermanos meditabundos.

La loma, con rumbo al convento, transita a través de una bella calzada delimitada por abundantes fresnos; esa es hoy la guía de estos caminantes. Las campanas del templo de Nuestra Señora de la Asunción recién han tocado en vísperas y al occidente, el sol tiende al ocaso por detrás de la arboleda. Al este, las nieves del Popocatépetl y del Iztaccíhuatl se han pintado del color cobrizo que el astro rey les regala cada atardecer. Con cuánta razón los conquistadores llegaron a pensar que, bajo sus nieves, se escondía un áureo tesoro.

A los frailes se les nota pensativos, conversan ensimismados entre grandes espacios de silencio, eso hace su plática más afligida; en su juventud están aprendiendo una dura lección: «no hay primavera sin flores, ni verano sin calores, ni otoño sin racimos, ni invierno sin nieves y fríos».

—Ya son más de algunos meses que llegamos a estas tierras, hermano Juan, y cada día me doy cuenta de que me será imposible acometer con la misión evangelizadora encomendada y para la cual hemos viajado hasta estas lejanas tierras del Señor.

A quien se dirige fray Francisco de Tembleque es a su hermano en Cristo, fray Juan de Romanones, con la bendición del mismo papa; ambos han hecho la penosa y peligrosa travesía desde la península con la instrucción de evangelizar en la fe católica a los indígenas del Nuevo Mundo.

Como casi todas las barcadas, la suya empezó aderezada de buenos deseos y mejores planes. Se embarcaron en el Santa Eduwiges, en el puerto de Sanlúcar de Barrameda, el 30 de enero de 1544, encomendados a Santa Bárbara, porque el trayecto no lo era para menos. Dados los cambiantes tiempos en la gran mar, nada se puede predecir, pues las tormentas están a la vuelta de la esquina, pero como en el océano no existen las aristas y seríamos inexactos, sí diremos que los malos tiempos estaban a la vuelta de cualquier arrecife o de un amanecer a disgusto de Nuestro Señor. Así, y después de compartir sus bizcochos agusanados, su único alimento, con las ratas, y de dormir, junto al ganado, en colchón relleno con pelo de perro, arribaron a la isla, más bien al islote de San Juan de Ulúa, en el medio del arrecife de los alacranes, el 20 de mayo de ese año del Señor.

Por casi un palmo es más alto que su hermano y compañero Juan, quien tampoco es ningún corto de talla. Francisco es el de más estatura de todos los frailes del convento, su estructura ósea es fuerte, típica de los orgullosos campesinos castellanos, siempre erguidos, aunque este último detalle a él no le define, pues por alguna desconocida razón avanza siempre encorvado, con los hombros echados para adelante, como si al siguiente paso fuera a caer, y la cabeza gacha, con los ojos clavados en el piso, eludiendo las miradas ajenas. En la forzada respuesta a un saludo, apenas si deja oír su voz, podría decirse; su real tono gutural es desconocido, pues apenas si suelta palabra; y de cantar, pues ni decir, ni el tedeum en el templo. Pero no es tanto su forma de expresarse la que define su menesterosa y muy pobre presencia; lo es, en general, su personalidad la que lo precisa así, débil, extremadamente enclenque. Ostenta una barba y bigotes abundantes y bien cortados; de hecho, el hermano barbero ha tenido doble trabajo al rasurarle el abundante cabello y hacer espacio a la tonsura.

Un fraile de la Orden de San Francisco, y en general, cualquier portador del Verbo Divino, no está obligado a ser de mente brillante ni de palabra ágil, pero un elemento imprescindible es su amor por el prójimo, el cual debe reflejarse en sus acciones hacia ellos. Pues bien, en el caso del hermano Francisco, no sabemos cuánto ama a su gente, pues pasa el tiempo evitándola. Cualquier mal pensado, y los hay muchos entre sus hermanos, diría que se esconde de su grey.

La labor primaria, para la cual el de Tembleque se ha llegado al Nuevo Mundo, consiste en catequizar, educar y proveer el alimento espiritual. De acuerdo a las cualidades e inclinaciones de cada fraile, en los casos necesarios, también pueden hacerlo a través de la proveeduría de servicios a la comunidad en cualquier otra materia. Sin embargo, tal y como él mismo ha confesado a fray Juan, muy poco de lo hasta ahora visto es lo suyo. Se siente a su gusto y gracia en el mantenimiento y construcción de las instalaciones conventuales. Esa sí es su especialidad. Quien le busque, sabe que le encontrará estudiando en la biblioteca, leyendo planos poco inteligibles a la mayoría de las personas, aunque sí a aquellas, muy pocas, iluminadas y experimentadas mentes de los albañiles, indígenas, criollos o españoles por igual. Ahí sí, sus fuertes manos se expresan con ágil autoridad para explicarse, a pesar de su muy limitado léxico, ese que le impide expresarse con palabras; pero sí lo hace de hábil manera en el mensaje universal de los constructores, colocando tabiques. Ahí sí, en este último caso, cuando habla, manotea y expresa con señas, lo hace en tono grave hacia su interlocutor, con autoridad, cualquiera diría que se encuentra entre sus pares, no solo trabajando, sino disfrutando inmensamente de su compañía.

—Me sigo sintiendo igual de inútil, como aquel primer día de nuestro arribo a esta Nueva España. Yo no gozo de ese don de lenguas que el Espíritu Santo y nuestro padre Francisco os han otorgado a vuestra merced y a la mayoría de nuestros hermanos evangelizadores. Son ya muchos los días, semanas y meses, que me cuestiono la razón por la cual nuestro creador me puso en este camino, uno claramente muy ajeno al mío.

Llegaron al puerto de la Villa Rica de la Vera Cruz, con la instrucción de referirse a la sede episcopal de la sede eclesiástica de Tlaxcala, al conjunto conventual dedicado a la Asunción de María y a san Francisco de Asís, de donde serían remitidos, cuando lo considerara pertinente el padre prior, a la población de Otumba. Durante los primeros días su asignación fue al hospital de la Encarnación, para llevar a cabo encargos diversos y, al mismo tiempo, practicar la lengua de los indígenas. Nada nuevo en cuestión del idioma, pues ya habían tenido un acercamiento a susodicha lengua en Castilla, a través del texto elaborado por fray Juan de Zumárraga, en la Breve y más Compendiosa Doctrina Cristiana en Lengua Mexicana y Castellana. Su misión definitiva a llevar a efecto en Otumba será la de evangelizar a los indígenas.

—No blasfeméis, hermano, no todos estamos destinados a la evangelización; bien decís, a mí se me ha dado el don de lenguas, por vuestra parte, gozáis del don de la albañilería, bendita la gracia que Nuestro Señor os ha otorgado. En estos meses de nuestra estancia en Tlaxcala, tiempo de abundantes aguas, ha dejado de llover dentro de nuestras celdas y del templo mismo. Todos los hermanos os estamos muy agradecidos por esos muy buenos oficios que has servido realizar.

La lengua predominante entre los lugareños es el náhuatl, pero por ser Tlaxcala un importante sitio de paso entre el puerto de la Villa Rica de la Vera Cruz y la capital de la Nueva España en su recorrido por Jalapa, Puebla y Tlaxcala, se hablan muchas lenguas. Es lugar común escuchar diálogos en otomí, triqui, tzeltal, tzotzil, hasta el maya, mazahua, mazateco, mixe y mixteco. Fray Francisco de Tembleque no habla ni entiende ninguno, y no por falta de ganas ni de esfuerzo, simplemente está negado para los idiomas.

—Nuestros pequeños hermanos, los naturales de estas tierras, hacen burla de mí y de mis vanos intentos para comunicarles la palabra de Dios, incluso ha llegado a mis oídos, entre nuestros mismos hermanos los frailes, que se me tacha de haragán. Mis estudios en la lengua de estas tierras todos estos años han sido infructuosos. Cómo quisiera poder predicarles como usarced lo hacéis. En mi caso solo puedo mantener breves conversaciones, me veo precisado a ayudarme con gestos y señas para hacerme entender.

—Ja, ja, ja. —A Juan de Romanones le sale una risa natural.

—¿Hacéis mofa de mí también, hermano Juan?

—Por el contrario, esos comentarios no deben importaros en lo más mínimo, y menos deben afectaros, pues esos mismos, aquellos los cuales injustificadamente os etiquetan, deben agradeceros el poder dormir, orar y comer sin estar evadiendo las aguas coladas a través de las aberturas en el techo.

—A usía sois el único a quien confío lo presente. Me invade un permanente sentimiento de tristeza, y no tengo más interés para convivir con nuestros hermanos. No me interesa el comer, incluso he dejado de hacer oración. Siento que no vale la pena mi paso por la vida.

No es cosa rara que estas ideas pesimistas invadan de manera permanente la mente del fraile, quien, de por sí, ha demostrado un carácter más bien apocado, precisamente inclinado a los pensamientos tristes y melancólicos. Por su temperamento tímido e introvertido, vive aislado y retraído. Su única compañía la constituye fray Juan.

Cómo extraña los días aquellos vividos con su abuelo y con su padre. Trabajaban juntos en la construcción o reparación de una muralla, del granero o de la casa de algún vecino hasta caer la noche, con ellos sí tenía una gran comunicación, se entendían aun sin palabras, su abuelo era, ni más ni menos, el maestro alarife de Segovia, reconocido en toda la región de Castilla La Mancha, título y profesión que heredaría su hijo. Cómo deseó el alarife que ese mismo blasón llegara al nieto.

Esa relación con ellos, los suyos, nació el mismo día en que tuvo uso de razón y constituyó su motivo de vida, ese que duró más allá de la distancia natural provocada por la muerte de su padre; no pasó nada, simplemente ya no eran tres, ahora solo dos, pero los más unidos. Tenía a su abuelo, su maestro, mejor y único amigo. Fue la muerte de este, su ser más querido, lo que le llevó a un ostracismo tan largo como los muchos años horribles que pasó sumido en la oscuridad más profunda de su alma, en la Orden Franciscana de San Juan de los Reyes, en Toledo; la misma que le trasladaría, años más tarde, a esta misión evangelizadora en la Nueva España.

La permanencia en la Orden le cambió la vida en muchos sentidos. Ahora, en el Nuevo Mundo, se sigue visualizando como un buen albañil y no como un taciturno fraile, bueno solo para escuchar confesiones de pecadores, privilegio otorgado por Nuestro Señor a muy pocos. Él es mandatario de dicha dispensa, pero en su pobre situación actual ni se atreve a confesar a los fieles, pues su escaso conocimiento de la lengua de estas tierras no le permite entender los desahogos de los confesantes. Se dedica entonces solo a dar bendiciones, absoluciones y a repartir penitencias sin haber conocido los deslices de los pecadores. Pero fue el designio del Señor lo que lo llevó, no por su propia elección, pero sí por decisión de su padre, a ingresar con los franciscanos, en donde recibiría una buena educación.

A la hora del santo Rosario estuvo distraído; después, en el refectorio, al tiempo de la colación nocturna, dejó casi completo el chocolate y no probó el pan, cosa rara en él, siempre ha sido de buen comer. Se le nota desmejorado. Todo el día de hoy no le ha calentado ni el sol, y ya es decir, pues por estos días ha estado especialmente fuerte. Incluso se le nota desmejorado. No cabe duda, la voz popular es sabia, «a malas cenas y a malos almuerzos, encójanse las tripas y alárguense los pescuezos».

Ya en su humilde celda, los maitines le han pescado aún despierto, no ha podido pegar el ojo en toda la noche. Le mantiene inquieto un solo pensamiento, regresar a España, no tiene nada por hacer en el Nuevo Mundo. La constante y fuerte lluvia ha sido su fiel compañera esta y otras noches de insomnio, porque por acá pueden no ser muchos los días de lluvia, pero esos pocos, cuando el Señor se permite abrir la llave, más vale estar encomendados a San Francisco y arremangar el hábito.

Han sido estas noches de insomnio, cuando la idea esa de regresar a su tierra, pensamiento recurrente que va y viene, no de hoy, pero desde hace tiempo, ahora es permanente. No sabe cómo afrontarlo ante sus superiores, está consciente, se sabe de muy pocos casos de hermanos regresados a la patria. Esas han sido situaciones escasas y ocasionadas por importantes motivos o por enfermedad grave. Es vox populi también que, en su mayoría, han sido motivo de vergüenza para esos los reembarcados, como se dice, con la cola entre las patas, como los perros apaleados. En este, su caso, no le gustaría; sus superiores le malinterpretarán, pues no es miedo, simplemente se siente inútil.

Con solo pocas horas de interrumpido sueño, se levanta a los incipientes cantos del gallo y el de las campanas llamando a la primera misa. Ha rezado «Te Deum, laudamus te Dominus confitemur te…», sin estar concentrado. Ha tomado la firme decisión de tratar hoy el penoso asunto ante el padre prior.

Pero ¿cómo el destino es? Pues no tendrá mucho por esperar. Los siniestros vericuetos de la vida, esos que en ocasiones nos llevan a lugares desagradables, como hasta ahora es su caso, algunas otras, sin buscarlo, nos conducen a aquellos, aunque inesperados, agradables. Así será este día para con el atribulado hermano Francisco; hoy, sin saberlo, se le ha hecho cierto que «cuando canta el gallo al amanecer, primavera es». Pues esta misma mañana, justo a la hora de la colación, ha recibido la instrucción de presentarse de inmediato ante el superior del convento en su misma oficina, situación fuera de lo común.

Se ha puesto nervioso, nada raro en él, y no es para menos, ojalá nadie le haya ido a su eminencia con el chisme de su desasosiego, no le gustaría que se enterara este en torno a sus intenciones por medio de terceros. Pero, a fin de cuentas, a la oportunidad, a tomarla cuando se presenta, aprovechará la ocasión para tratar con el padre el asunto que le ha mantenido en ascuas.

Es una costumbre que la oficina del padre Martín se conserve con las puertas abiertas; el día de hoy no es la excepción. Desde fuera se mira el recinto profusamente iluminado, dos ventanales filtran los rayos del astro rey; gracias a su gran tamaño puede admirarse, como un cuadro, el bello jardín al fondo del recinto. En este momento el guardián del convento está concentrado, de espaldas a la puerta, reclinado sobre dos pliegos extendidos que casi cubren una mesa larga de buen tamaño; los estudia detenidamente, como dibujando con el dedo sobre ellos.

Es esta la segunda vez que Francisco acude a la oficina del superior de la orden en Tlaxcala. La primera fue hace poco más de seis meses, a su llegada al convento. El día de hoy, así como le sucedió en aquella ocasión, no sabe cómo comportarse, se frota las sudorosas manos, permanece nervioso en silencio durante breves minutos, a él se le hacen siglos antes de permitirse interrumpir el trabajo de su ilustrísima. El padre Martín sigue absorto, ensimismado sobre los planos, no se ha dado cuenta de que el fraile de Tembleque se encuentra a sus espaldas. Finalmente, este se atreve…

—Buenos días tenga, reverendo padre, la paz de Dios Nuestro Señor esté con usarced. Me habéis mandado llamar, perdonadme os interrumpa en vuestra profunda reflexión.

—Buenos días tengáis vos también, hermano Francisco. No, no me interrumpís, precisamente me encontráis preparándome para vuestra visita, estudio estos trazos, los cuales, de antemano sé, vos entendéis tanto o mejor que yo mismo, ellos son precisamente el motivo de haberos convocado a nuestra presencia.

Francisco no puede ocultar su asombro, no encuentra la relación entre los planos y su presencia en las oficinas de su principal.

—Sin mayores preámbulos, primero debo deciros que ha llegado a mis oídos acerca de vuestra incomodidad, por la gran dificultad que enfrentáis cada día para expresaros en el idioma de nuestros hermanos naturales de estas tierras.

Al fraile de Tembleque le ha caído el mundo encima, lo más desagradable que podría haber esperado es que el prior estuviera enterado de sus pesares, y mucho más que le fuera a tratar el tema de manera tan directa; hubiera sido de su preferencia ser él mismo quien expusiera a su superior la situación. Así son los sorprendentes designios del Señor. Pero no es raro que su superior esté enterado, pues no es faltar a la verdad el afirmar, a la fecha, que Francisco es un caso perdido. En todo Tlaxcala, pueblo grande e importante, quien tiene ojos ha podido ver, sin que nadie lo diga, que el hermano no da golpe acertado en la catequesis, pues a los asistentes causa enredo su verbo, que confunde a Noé con nuestro padre Abraham. Y a quien tiene oídos, de nada sirven, pues prácticamente el hermano ha quedado sin palabra. Quien al día de hoy le conociera, diría que nació sin lengua o con serias deficiencias en la misma.

—Así es, su ilustrísima, sin afán de presunción, es mucho mi esfuerzo, pero me ha costado mucho el adaptarme a la lengua de nuestros hermanos, y espero que su eminencia pueda creerme, no es por falta de arresto.

—¿Podéis hablar un poco más fuerte, hermano? Me es difícil escucharos, tal parece que la edad me está pegando.

Pero no es eso. El tono de voz del fraile de Tembleque es muy débil. Armándose de valor, ya con una mayor inflexión de voz, prosigue.

—Me es más fácil comprender cuando nuestros hermanos me hablan. —En esta afirmación, el fraile miente, pues no habla el idioma ni lo entiende, a veces solo con señas y muecas se ayuda, pero esta mentira expresada constituye su única defensa. Ya se confesará—. En verdad lo lamento mucho, y me siento avergonzado cada día cuando, al final de la jornada, al regresar a mi celda, siento el horrible vacío por haber dejado de cumplir cabalmente con mi deber.

Cualquier observador de la escena diría que el fraile está al borde de las lágrimas. Y bueno, pues tal parece que, sin así desearlo, el padre superior, al meter hilo, ha extraído mucha hebra. De alguna manera ha ayudado a su hermano en Cristo, como en confesión, a desahogar su pena. Pero ya ha sido suficiente, ahora el guardián del convento procede al tema por el cual Francisco se encuentra en su oficina.

—Precisamente respecto de vuestros deberes quiero hablaros. Primero, y espero sea para vuestra paz espiritual, no siento necesario os disculpéis por un don no recibido, yo mismo no soy el más diestro en el habla de estas tierras, muchos hermanos nuestros son más hábiles en ese arte, creedme, os comprendo bien, pero «unos profetas, otros doctores, otros maestros, a otros el don de lenguas», así es como el Espíritu Santo obra —afirma el prior, poniendo la mano en el hombro de Francisco, como expresando «no vayáis a decir algo de lo que podréis arrepentiros»—. Pero no os he llamado para reclamar por un pecado no cometido. Por otro lado, he sido testigo de vuestras grandes habilidades para las labores de albañilería.

El hermano Francisco se ha quedado con la palabra en la boca; justo cuando iba a expresar su deseo de regresar a la tierra madre, sin dar oportunidad, fray Martín le ha tomado por el brazo y lo ha conducido hasta la mesa en donde están extendidos dos enormes planos. Francisco identifica los trazos del conjunto conventual de San Francisco de Asís, los admira como lo hiciera un adolescente al leer una carta de amor recibida. Esto es lo suyo. El prior observa por minutos en silencio la manera en cómo el fraile estudia los trazos, pasando sus manos suavemente sobre ellos, casi como acariciándolos.

—No es necesario que os diga que estos son los planos de esta, nuestra casa, cuya construcción terminamos apenas hace tres años, y que con mucho gusto y gran cariño dirigí yo mismo.

Francisco escucha atento a su superior, pero no puede quitar la vista de los documentos desplegados ante sí. Se encuentra embelesado en los dibujos del convento, en los de la capilla abierta para los indígenas y la torre del campanario, la cual, observa, se diseñó aislada, no como una parte integral de la iglesia. Mira los diferentes e ingeniosos niveles en que se han levantado las obras sobre la loma, todo le parece mágico, en un lenguaje que él entiende sin necesidad de explicación alguna.

—Aquí podéis ver también los planos inconclusos de las nuevas construcciones que llevaremos a cabo, proyecto del cual intuyo estáis enterado.

En efecto, a Francisco le son conocidas las intenciones de las nuevas obras, pero no sabía de su inminencia. Se permite hacer a un lado, con sumo cuidado, los planos originales, y se concentra ahora en los mostrados por fray Martín, estos delinean la construcción de una capilla y un convento.

—Como ya os he dicho, hermano, en estos meses he sido testigo de vuestra gran habilidad para la reparación y para la construcción. Gracias a vos, nuestros huertos ya no sufren de encharcamientos y el atrio ya no inunda las escaleras en los días de intensa lluvia; habéis encontrado la salida a las aguas para su buen aprovechamiento en otros menesteres. Tarea nada sencilla que solo un talento educado podría haberla realizado. Con humildad, confieso, ni yo mismo había encontrado la solución.

—Gran favor me hace su eminencia con sus palabras. Os agradezco vuestra opinión, a Dios debo la gracia, y a las enseñanzas de mi abuelo y de mi padre, quienes se hicieron en el oficio de la albañilería y así trataron de educarme a mí.

—Es de vuestro conocimiento, hermano Francisco, que dentro de unos meses, deseo que sean muchos, seréis trasladado junto con el hermano Juan a Otumba. Antes de vuestra partida, es nuestro deseo el responsabilizaros primero de la revisión de los planos de la construcción del convento y la iglesia, y segundo, de su misma edificación; aunque pequeña y austera, requieren de conocimientos como los demostrados por vuestra persona.

La sorpresa ha sido tal que por momentos Francisco ha quedado mudo, casi al borde de las lágrimas. Constituye un sueño el saber que trabajará en compañía de fray Martín, quien en la Orden ostenta fama de arquitecto bien hecho. Durante meses laborará al alimón con alguien de su propia estirpe y profesión, lo cual constituye un verdadero privilegio. Juntos terminarán con la traza de los planos y dirigirán las construcciones mismas. Le será de un gran aprendizaje el trabajar junto a un gran arquitecto.

Después de las formalidades del caso, se retira contento, como flotando entre las nubes, se mira a sí mismo organizando la proveeduría de los materiales, instruyendo a los capataces, supervisando a los indígenas aportadores de la mano de obra. Por fin estará en lo suyo: la albañilería.

Segovia, España, 1517

Han caminado poco más de media legua por la parte exterior de la muralla, acaban de hacer un alto en la puerta de Santiago, precisamente la necesitada de reparación. El día anterior, un carromato cargado de pesada piedra volcó con toda su voluminosa carga, dañando uno de los marcos. El anciano es nada menos el alarife mayor de Segovia, a quien se ha convocado para hacer un cálculo de los costes y los tiempos que se llevarán en la reparación de la puerta. Durante el trayecto no ha perdido el tiempo, ha aprovechado la vuelta para aleccionar a su hijo, quien pronto heredará su título, y de pasada a su nieto, muy niño aún, aunque a pesar de sus pocos años ha mostrado clara inteligencia en lo referente a la albañilería y también en la aritmética y la geometría. El alarife, además de ostentar con gran orgullo su título, es consciente de que este le obliga, como primaria responsabilidad, a mantener en perfecto estado la muralla, el resguardo de la población para su defensa, lo que constituye en gran medida la tranquilidad y la vida de la ciudad.

—Desde esta puerta de Santiago hasta el alcázar se cuentan dos torreones circulares. —Para orgullo del anciano, el niño aún no rebasa los siete años, pero ya conoce de memoria el muro, podría recitar completo el recorrido —. Y hacia el norte, el casco, por donde está el Eresma, hasta la puerta de San Cebrián. —El chaval sigue hablando y el viejo disfrutando. En el niño se cumple la sabia sentencia: «dime con quién andas y te diré quién eres».

Entre las otras muchas e importantes obligaciones del alarife, están las de frogar y labrar carpintería; se puede decir que es además un alcalde del gremio de albañiles, carpinteros y canteros. Todo un personaje. Una de sus mayores ilusiones lo constituye su título de alarife, que legará a su hijo y pudiera llegar hasta su nieto; aunque es precisamente su vástago, el mismo que ahora se ocupa en un recuento de los daños a la puerta y también en el cálculo de la piedra, material y mano de obra necesarios para la reparación, así como costos y tiempos requeridos, quien insiste en que, cuando le llegue la edad, el niño deberá iniciarse para fraile con los Franciscanos Menores de Toledo. De nada han servido discusiones y enojos por parte del abuelo; el padre sostiene que en el convento, con los frailes, podrá acceder a una mejor educación y que ahí podrá encontrar a su verdadera familia.

El niño ha crecido en soledad; la reciente muerte de su madre le dejó en un aislamiento absoluto. Se refugia en las pláticas de su abuelo, convertidas en cátedras; el chaval quiere llegar a ser un albañil y, por qué no, un alarife. Su catecismo es el Vitruvio, recitado a diario por su abuelo. Es su biblia. No lo sabe, pero se convertirá en el sino de su vida.

«… y como la Albañilería, á mi parecer, ocupa el primer lugar, he formado un tratado de todo lo que es preciso sepa un Albañil así teórico como práctico, como es la forma de sus herramientas, conocimiento de materiales, distintos modos de obras que se ejecutan, la montea, cálculos precisos y demás economías necesarias para su gobierno».

Marco Vitruvio Polión

Convento de la Purísima Concepción, Otumba, Nueva España,1548

Fray Juan de Romanones, el inseparable compañero de Francisco de Tembleque desde el ingreso de ambos a la Orden de los Menores en Toledo, también durante el viaje a la Nueva España y lo será así durante muchos años, es también su director espiritual y confesor. Es de carácter alegre, extrovertido y optimista, como se dice, salidor, todo lo contrario de su hermano en Cristo, el tímido y taciturno Francisco. Nadie más indicado para apoyarle.

Los felices meses, aquellos compartidos por Francisco con fray Martín en Tlaxcala, ambos trabajando en planos, costes, trazos, cálculos, abastecimiento y capacitación de peones y capataces, construcción, mezclas, trabes, apuntalamientos y más, se le fueron al de Tembleque como arena entre los dedos, quedaron atrás muy lejanos. Cómo le hubiera gustado quedarse en el convento de San Francisco y terminar él mismo y seguir con obras de construcción pensadas; pero repite para sí mismo una frase que se ha convertido en su hado: «no es su voluntad, es la de Dios». Ahora se encuentra aquí, en Otumba, batallando con la lengua de los indígenas y sufriendo de burlas, críticas y frustración.

—Hermano Juan, todos los días ruego a Dios, me dé luz para mejorar con mi habla, y no solo lo dejo en manos del creador —dice, porque bien sabe que «a Dios rogando y con el mazo dando»—. Como podéis ver, cargo permanentemente conmigo, como si fuera la santísima Biblia, el Vocabulario en Lengua Castellana y Mexicana elaborado por nuestro sabio hermano fray Alonso de Molina. —Al decir esto, extrae de una de las grandes mangas de su hábito un pequeño libro—. Lo llevo y lo estudio de día y de noche. Nada, estoy negado.

—No desesperéis, hermano, yo mismo he sido testigo de vuestros esfuerzos y también de vuestros avances. Os hace daño esa comparación con hermanos dotados en la lengua náhuatl. Por otro lado, vuestro carácter amable y cariñoso para con nuestros hermanos indígenas compensa por mucho vuestra dificultad al hablar.

—Consciente de eso estoy, querido hermano, pero yo quisiera expresarme con mayor claridad y fluidez, no ruego por una fluidez como la vuestra, solo con recitar el catecismo sin traba alguna.

—La vanidad es un pecado grave, hermano, y vos estáis tratando de ser docto en todas las tareas. Agradeced a Dios los dones que os han sido otorgados, y trabajadlos en apoyo de nuestros hermanos, buscad la manera.

Estas últimas palabras han sido pronunciadas por el franciscano de Romanones levantando levemente el tono de voz, casi amonestando, con un cierto hartazgo, como diciendo «parad ya de quejaros, ya estuvo bueno». No lo expresa, pero lo piensa, lo cual es válido, porque hasta el mismísimo santo Job alguna vez, ante tanta prueba por parte de nuestro Divino Creador, se debe haber desesperado; no contestó, de seguro, como el de Romanones a Nuestro Señor indignado, peor le hubiera ido, aunque por algo se le puso esa prueba a nuestro padre Job. Y bueno, el fraile de Romanones no está a esas sacrosantas alturas, y por esa misma razón ha contestado duro y molesto.

Pero, en fin, ya venía siendo tiempo de que el hermano Francisco se supiera amonestado con la verdad, las palabras de su hermano y amigo Juan le han tocado el fondo del alma. Decide que no gimoteará más, por el contrario, pondrá todo su empeño y sus talentos en el auxilio de sus hermanos, los más desamparados, y amará con todo su corazón al prójimo.

—Tenéis razón, hermano, me conformaré con pequeñas charlas con nuestros hermanos, mucho a diario os abrumo con mis plañideros argumentos, he pecado todo este tiempo, solo me he dedicado a gimotear y quejar, sin aplicar mis limitadas virtudes en beneficio de nuestros pequeños hermanos, no se repetirá, por favor, escuchadme en confesión.

***

Las condiciones geográficas y las circunstancias políticas e históricas han convertido a Otumba, señorío Otomí ubicado en la región del Acolhuacan, en una entidad sumamente importante. En un momento clave de la conquista, sus pobladores apoyaron a Hernán Cortés en su guerra contra los aztecas. En recompensa, el conquistador otorgó su señorío y su importante tributo a Ixtlilxóchitl, personaje perteneciente a la realeza texcocana; esto convirtió a Otumba en pueblo soberano, cabeza de provincia dependiente del señorío de Texcoco, asignándosele un alcalde mayor, hecho que le confirió un estatus superior sobre las poblaciones aledañas, así como el derecho a su tributación. Dada su ubicación geográfica, íntimamente ligada con el destino al puerto de la Villa Rica de la Vera Cruz y a la misma Tenochtitlán, sus casas reales han dado hospedaje, en más de una ocasión, a los mismos virreyes, por no decir que también han dado albergue a prelados de los diferentes conventos de la Ciudad de México y a guardianes y priores de los muchos conventos en su camino a la capital de la Nueva España, la cual dista quince leguas al suroeste. Entre españoles, mestizos y mulatos, viven un poco más de 250 de ellos y más de mil naturales. Sus trece haciendas siembran en su mayoría maíz, se cría ganado, y en otras haciendas y algunos ranchos se elabora el pulque obtenido de los miles de magueyes, bellos decoradores del verde horizonte.

***

La hora sexta sorprende a Francisco después de rezar el ángelus en su humilde celda ubicada en la parte posterior del convento. Su pobre morada mide no más de dos por tres varas y media, da cabida justo a un catre de rústica madera escasamente cubierto por una estera de tule, una silla y una mesita de burdo pino que aloja una voluminosa vela de grasa de buey y un Liber Usualis, a esta hora, abierto por la mitad, se nota que acaba de ser leído. La muy pequeña ventana orientada al este permite ahora mismo el acceso a los rayos del sol. Es el mes de mayo y viene junio, los más calurosos del año, y en este horario queman hasta enrojecer la piel.

Observa cómo el sol cae sin piedad sobre el campo. A escasas ciento veinte varas del convento, ve uno de los tres jagüeyes de la zona, en él se deposita el agua acumulada en tiempo de lluvias y tiene el uso para el consumo, por igual, de la población indígena y de las bestias. Consiste en una zanja de aguas viscosas cuyo olor, en esta época del año, emite podredumbre.

En Los memoriales de los pueblos se señala a Otumba como una tierra de renteros que tributaban al señor de Texcoco, lo cual hacían, entre otros bienes, con leña de encino o de roble y con muchas cargas de cortezas para hacer lumbre; se trata de un territorio deforestado, y así, con el paso de los muchos años, esto ha provocado una pérdida de suelo, por cuanto su vocación original se ha transformado en sembradío de magueyes, arbustos, árboles de pirú y nopales, entre otros. Eventualmente, al paso de los muchos siglos se ha modificado la temperatura, de un clima templado húmedo a uno templado seco, típico del entorno del desierto.

Un poco más lejos, sobre una pequeña colina, alcanza a ver una hacienda pulquera, edificación amurallada por blancas y altas paredes, precedida por cientos de magueyes alineados. Esa es la planta productora del aguamiel extraída hábilmente por los experimentados tlachiqueros, ellos manejan como artistas sus acocotes. Es común que los ancianos sean mucho más diestros a los noveles en este arte, por eso lo cierto del refrán que dice: «a acocote nuevo, tlachiquero viejo». En fin, el líquido meloso colmará los tinacales para producir el pulque, la blanca bebida de la región.

Tembleque, España, 1520

«Pues la gente no es tonta, todos sabemos, en donde hay agua hay vida, y originalmente las comunidades se establecieron así, en las proximidades de un río, un manantial o una laguna. Pero bueno, “ni tanto queme al santo, ni tanto no le alumbre”, porque a veces es mucho el caudal de las aguas y las cosas se salen de control; es cuando se suceden las inundaciones, tal como le aconteció a nuestro padre Noé, Dios me perdone la irreverencia, pero creo, a Nuestro Señor se le pasó su sagrada mano, porque eso de mandar inundar toda su santísima creación, algo muy grave debe haber sucedido para haber estado de tan mal talante».

«Pero no nos distraigamos, porque iluminados por el Espíritu Santo, los hombres habitantes de este bello mundo, muchos años hace, desarrollaron métodos para descubrir lugares debajo de la tierra en donde podían encontrar agua, y entonces cavar ahí pozos y así obtenerla. Cuando no había esa posibilidad, lo más práctico era acarrearla de donde la hubiese, lo cual complica ya la historia. Afortunadamente, gran parte de los conocimientos desarrollados por esos sabios hombres han llegado hasta nuestros días a través de sus obras y de los libros».

Y así, durante horas, pacientemente, el abuelo instruye a su nieto, mientras los inquietos ojos del niño, porque a los diez años todavía eso se es, se pasean en torno a los volúmenes cuidadosamente ordenados en el selecto acervo de su abuelo, quien con extremo cuidado ha colocado sobre la mesa un gran volumen; ese mismo hace alusión a la lección de hoy: Los Diez Libros de Arquitectura, de Marco Lucio Vitruvio Polion.

—Vitruvio fue un brillante romano, sabio entre los sabios, a quien se debe la creación de modernas técnicas para la construcción de los acueductos, pero hizo muchas cosas más, como máquinas de guerra, además construyó gran cantidad de residencias y monumentos de reconocida valía. —El alarife despliega el volumen abierto en el LIBRO OCTAVO, capítulo 1: Maneras de descubrir el agua—. «El agua es imprescindible para la vida, para satisfacer necesidades placenteras y para el uso de cada día. Si hay manantiales que hacen fluir el agua al descubierto, será muy sencillo disponer de ella; pero si no aflora al exterior, deben buscarse y deben captarse bajo tierra sus manantiales. Se procederá de la siguiente manera: un poco antes del amanecer se tumbará uno boca abajo, exactamente en el lugar donde se quiere encontrar agua y, apoyando con fuerza el mentón sobre el suelo, se observará atentamente todo el contorno alrededor; manteniendo el mentón apoyado e inmóvil, la vista no se elevará más de lo que es preciso, sino que, con toda exactitud, irá demarcando una altura totalmente horizontal; entonces, en las zonas donde aparezcan vapores que ondean y se elevan hacia el aire, allí mismo se debe cavar, pues tales fenómenos de ninguna manera se producen en lugares sin agua». Marco Vitruvio Polión.

El nieto escucha con atención la lectura realizada por el viejo, y observa todos los gestos, ademanes y posturas usados por su maestro para demostrarle las técnicas y encontrar el agua mencionada en el Vitruvio. Las clases del abuelo se han vuelto cotidianas.

A estas alturas podemos asegurar, sin temor a equivocarnos, que dentro de esta dinámica, el niño, quien por cierto pinta para mozalbete de no malos bigotes, es quien más labores realiza, pues además de ser la sombra de su abuelo en todas sus obligaciones, en sus tiempos libres hace pequeños trabajos de albañilería para conocidos y recomendados, pues se ha ganado la muy justa fama de cumplido en los tiempos, ecuánime en el cobro de emolumentos y de trabajar bien y bonito. Por si esto poco fuera, por las noches estudia los textos encomendados por su abuelo, son sus únicos compañeros, sus amigos y también sus consejeros. Vive en una pequeña choza con su padre, pero puede decirse que ha crecido en soledad, pues las muchas obligaciones de su progenitor le mantienen alejado de la casa. Ahora es tiempo para aprovechar y leer con detenimiento el Vitruvio: la biblia del alarife.

Convento de la Purísima Concepción, Otumba, Nueva España, 1549

Otumba tiene una temporada de lluvias, ligeras la mayoría de las veces, época tan larga o corta como quiera ser vista, de entre cuatro o cinco meses al año, así lo ha observado Tembleque. De mediados de mayo a septiembre, no más, pero muchas veces menos. Para el mes de julio, los jagüeyes históricamente han sido usados por los indígenas como el rústico almacén de las aguas de lluvia que rebosan. En diciembre, a partir de la llegada de los españoles, los líquidos han empezado a oler mal. Las aguas represadas, limpias hasta antes de su llegada, ahora son contaminadas por inmundicias, cuerpos putrefactos de animales muertos, que provocan olores nauseabundos. La lama creada va quedando en las orillas, entonces el jagüey, al irse desecando, engendra gusanos y sabandijas, los cuales, al morir, se pudren y generan otro mal olor, además de vapores malignos, los mismos que, al ser levantados y transportados por el sol y por el viento, son tragados al igual por indígenas y por las bestias. Pero lo peor del caso sucede cuando las contaminadas aguas son usadas indiscriminadamente por los indígenas para beber y para cocinar.

A Francisco se le rompe el alma. Le causa un gran dolor ver a los indígenas, pequeños y grandes, hombres y mujeres, acercarse a esta, su única fuente de agua, y beber de ella, convivir con las bestias que ingresan al jagüey para refrescarse y hacer ahí mismo sus necesidades fisiológicas.

A través de algo más allá de las palabras, en las últimas fechas, el fraile ha desarrollado una gran capacidad para comunicarse con los naturales; con ellos, a quienes tristemente siente desamparados, ha creado un idioma que transita entre las palabras y los gestos, pero siempre precedido por el amor. Finalmente, ha caído en la cuenta, era su carácter y no la lengua el motivo de mantenerle alejado de ellos. Ahora convive fuera de las sesiones de catecismo, conoce a sus familias y frecuentemente visita a necesitados y enfermos. Muchas veces ha tratado de liderar a los indígenas para excavar pozos. ¡La tierra está maldita!, es el argumento obtenido decenas de veces por respuesta; nuestros padres, nuestros abuelos y los abuelos de estos inútilmente la escarbaron, solo para encontrar nada, solo arena y piedras malditas. Con desesperación y desasosiego mira cómo va creciendo el vientre de los niños enfermos, e irremediablemente también los ve morir lentamente, sufre tanto como esas pobres criaturas, sus hermanos en Cristo.

Él mismo ha buscado agua bajo la tierra y, con tristeza, ha corroborado las nulas posibilidades de encontrarla en estos lares del Señor. El agua debe estar a tal profundidad, imposible de llegar. El territorio es arenoso, casi como el del desierto, y la planicie es grande, casi hasta donde alcanza la vista, desafortunadamente el agua del deshielo de los volcanes no alcanza hasta estos lugares. La flora se restringe casi en su totalidad a magueyes, maíz y nopales, plantas milagrosas, supervivientes con poco más o menos nada de líquido, solo con el sabiamente almacenado por ellas en la época de lluvias.

La idea de traer el agua a Otumba desde lugares remotos se le ha vuelto una obsesión. Alguna vez la población trató de acarrearla de Tepeapulco; pero envidias, pleitos y rencores no lo hicieron posible. Investigando en los archivos del convento, se ha encontrado con un proyecto elaborado años atrás por su hermano en la Orden, fray Jacobo de Testera, para acarrearla desde Texcoco; desafortunadamente el fraile pasó a mejor vida años atrás; hubiese sido de mucha ayuda el tenerlo junto a él en estos momentos, pues el proyecto estaba tan adelantado que el mismo rey Carlos V, en su momento, emitió para tal efecto una cédula real, la misma que eximía a la población de Otumba del pago del tributo real mientras se efectuaran los trabajos de construcción del acueducto. Encuentra también, entre los múltiples legajos del archivo, la opción de traerla de Texcoco, pero la población y las autoridades finalmente se negaron terminantemente a otorgar el agua. Nada por hacer en este caso. Sin embargo, esta documentación, ahora en las manos de fray Francisco de Tembleque, constituye oro molido para buscar otras opciones y poder llevar a efecto un proyecto que ha ido madurando en su mente. No sabe por dónde empezar, pero agradece a la Divina Providencia el hallazgo de dicha literatura.

Se podría decir, se encuentra frente a las puertas del camino que, sin saberlo, ha estado buscando desde hace tiempo. Dios se lo había puesto frente a los ojos y él se había negado a verlo. Le vienen ahora a la mente las palabras de su abuelo: ¡Elige una obra, Francisco, la más grande conocida por el hombre!

Segovia, España, 1523

El joven camina al lado de su abuelo, a quien observa con enorme respeto, aún más, como se mira a Dios nuestro Señor en la iglesia, con profundo cariño y veneración, pero con más devoción. Se le llenan los ojos de admiración y los oídos se le inflaman con el aprendizaje recibido a través de las palabras sabias, las salidas de la boca del alarife, esas que expresan los grandes conocimientos adquiridos a través de una larga y fructífera vida de trabajo y estudio.

Transitan, ahora mismo, el camino marcado por el caño transportador de las aguas a la ciudad, las procedentes del manantial de Fuenfría, a más de cuatro leguas de la población.

Como ya os he mencionado en más de una ocasión, una de las principales obligaciones del alarife, además de vigilar por el buen estado del muro, es la del cuidado, mantenimiento y reparación del acueducto. Es el cañero responsable de que el agua fluya, correcta y permanente, por las tuberías. La de hoy es una revisión de rutina, la misma usada por el abuelo como pretexto para explicar al nieto la manera en que corre el agua a través de la cañería —gracias a Dios nuestro Señor, quien ubicó, de manera milagrosa, el manantial varas arriba por sobre el nivel de la ciudad, es como las aguas fluyen sin dificultad alguna—. A través de estas pláticas, el mozo ha aprendido a admirar cómo los hábiles alarifes romanos desarrollaron, milenios atrás, sistemas milagrosos, así como la necesaria y útil tecnología para la construcción. Conocimientos heredados por las generaciones actuales, no solo para hacer correr el agua, sino también para construir murallas, palacios, foros, fortalezas, ciudades completas y, por supuesto, acueductos.

Se han santiguado frente al nicho, ese que alberga la primorosa imagen de nuestra santísima Madre, se han sentado bajo la sombra de uno de los miles de árboles, los encargados de embellecer el paisaje; ahí mismo degustan la colación traída desde casa. El almuerzo es breve, pues es sabio quien ha afirmado: «hay que llenar el vientre, pero no tanto como para que reviente». Se encuentran ahora mismo al borde de los manantiales. El aprendiz mira absorto cómo brota el agua abastecedora de la población.

—¿Cómo es que nace el agua? ¿De dónde proviene la fuerza impulsora a la superficie? —pregunta entre bocado y bocado.

—El manantial de la Fuenfría está alimentado por un chorro que corre por debajo de la tierra y proviene de diferentes ríos subterráneos. Es almacenado en cuevas situadas ahí abajo, en donde se hace la presión suficiente, y así impulsa el agua hacia la superficie —contesta el viejo, al momento de señalar un lugar varas abajo—. Ellos surten de agua a la fuente del Pilar, ahí mismo, en donde está adosado el fuerte muro de contención y el caño, ahí precisamente, en donde están los escalones, los que ayudan a la recogida de agua —afirma, mientras señala el lugar, a varias varas de donde se encuentran.

De regreso a la ciudad caminan lento bajo los cobrizos rayos del atardecer; el alarife avanza observando con ojo experto las humedades del terreno para cerciorarse de que todo esté correcto, corroborando que no se produzca fuga alguna. Porque no es raro el caso de un carro, guiado por un inexperto o pasado de copas, que llegue a golpear el ducto, o una bestia pase a perjudicarlo.

Para satisfacción del viejo, su nieto le sigue abrumando con cuestionamientos, muchos simples, otros no tanto. Son esas las preguntas difíciles, las ingeniosas, las que le llenan de mayor satisfacción. Al chaval le ha despertado la imaginación el relato ese de la procedencia de las aguas, trata de hacer una idea de cómo las cuevas se llenan del preciado líquido, y el poder de la fuerza de Dios impulsándola hacia arriba.

—Se necesita de la intervención Divina, como en todo, pero no es un milagro.

Gracias al alarife ahora entiende, se trata de mecánica hidráulica. Su mayor ilusión es aprender de todos los conocimientos impartidos por su querido abuelo, su amigo, su confidente, su maestro, su todo.

No porque sea el único, pero es un alumno muy adelantado, aunque para la desdicha de ambos, está próxima la fecha, conforme a la voluntad de su padre, en que deberá ingresar a la Orden Franciscana; ni él ni su abuelo están convencidos de que los hábitos deban ser su camino. ¡Cuán diferentes eran los tiempos cuando su madre vivía! Ella le alentaba a estudiar y a poner en práctica las primitivas lecciones del viejo, y ajustaba en su lugar al padre. Le duele aún el recordar cómo la peste se la llevó a ella y a su hermano, todavía sufre al visualizar las interminables y dolorosas sangrías a las cuales inútilmente fueron ambos sometidos. A partir de entonces la soledad se convirtió en su única y fiel compañera.

Ahora derrama lágrimas cuando le llega el pensamiento del inminente hecho, el de separarse de su único amigo. En su soledad, al viejo también se le llenan los ojos de agua por el dolor, pero también por el coraje. Pero es la voluntad de Dios y no la de ellos. Mientras eso se da, aprovecharán al máximo para su formación como alarife.

… Pero como para hablar, por poco que sea, de cualquier arte que funda sus principios en la Matemática, es preciso saber la Aritmética y Geometría, sin las que no se puede dar un paso fundado y seguro; debe antes de todo instruirse en el tratado de Geometría práctica de la Real Academia de San Fernando, que es por el que se enseña a la misma á los Discípulos que asisten á la sala de Geometría, extractado para este fin por persona más instruida en la materia, con cuyas noticias podrá entenderse lo que en el discurso de este se dirá.

Marco Vitruvio Polión