De entre los muertos - Jonathan Moore - E-Book

De entre los muertos E-Book

Moore Jonathan

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  • Herausgeber: RBA Libros
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2021
Beschreibung

Se llamaba Claire Gravesend. Murió tras caer al vacío y destrozar el techo de un lujoso coche aparcado en uno de los barrios más conflictivos de San Francisco. Lee Crowe, un detective con pocos escrúpulos, encuentra su cuerpo al amanecer y le saca unas fotos para vendérselas a la prensa. A raíz de eso, recibe la llamada de la madre de Claire, una de las mujeres más ricas de California. No cree que su hija se haya suicidado como concluye el informe forense, así que contrata al investigador para responder a los interrogantes que plantea su muerte. Sin embargo, este no es un caso como los demás. Tras hacer un breve viaje a Boston en el que se ve oblligado a luchar por su vida con un desconocido, Crowe descubre a su regreso a una mujer que es el vivo retrato de Claire. La verdad le abrirá la puerta de un mundo que jamás habría imaginado.

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Título original: Blood Relations

© Jonathan Moore, 2019.

© de la traducción: Pilar de la Peña Minguell, 2021.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2021. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: ODBO747

ISBN: 9788491878766

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Portada

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

1

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39

Agradecimientos

PARA MI HIJA, SALLY MAHINA MOORE WANG

1

La primera vez que vi a Claire Gravesend ya estaba muerta, aunque no llevaba mucho así. La encontré delante de los apartamentos Refugio, en Turk Street, aún caliente y con las mejillas sonrosadas. Le puse dos dedos a la izquierda de la garganta y confirmé lo evidente. No quise llamar a Emergencias. No me apetecía hablar con la policía en ese momento. Además, ya no podía hacer nada por ella.

Mientras la observaba, la lluvia le encharcaba los ojos abiertos. Si alguna parte de su ser aún veía, lo hacía desde el fondo de un océano cuya superficie no podría alcanzar. Había expirado su último aliento y se hundía, llevándose consigo todo lo que hubiera conocido en vida.

Claire Gravesend.

Claro que yo entonces no sabía su nombre. Ignoraba la repercusión que tendría en mi vida. Podría haber sido un encuentro fugaz, una visión desafortunada en una calle del Tenderloin, ya inclinada de por sí al infortunio. En cambio, saqué la cámara y fue eso lo que terminó comprometiéndome. Apenas la vi en persona unos minutos; después solo en fotografías. Fragmentos de su vida, pistas, rastros esparcidos como cristales rotos.

Visto con perspectiva, no debería haberme sorprendido que aquel encuentro no acabara allí. Cuando te topas con alguien como Claire Gravesend, quedas marcado. O arrancas o el mecanismo se pone en marcha solo. Y cuando los ejes de las ruedas comienzan a girar, el movimiento se perpetúa. Un círculo vicioso, en constante renovación.

Lo que no logro quitarme de la cabeza es esa imagen de eternidad. O podría ser el destino de lo que hablo: la idea de que tu nombre y el devenir de tu existencia ya estuvieran decididos antes de la primera chispa del big bang. Que, aunque vivieras eternamente, jamás escaparías al rumbo trazado para ti.

Pero eso es solo por lo que sucedió después.

2

Voy a tomarme la licencia de retrotraerme un poco para explicar algunas cosas.

Esa primavera me había alojado cinco semanas en el Westchester, un hotelucho en el núcleo podrido del Tenderloin. Aunque no me sobra el dinero, tampoco suelo moverme por barrios marginales. Fui allí por trabajo. Tenía un encargo y pasé todo el mes de mayo viviendo entre una prostituta medio jubilada y un yonqui impenitente. Compartíamos el baño del pasillo. Las paredes del edificio eran delgadas, con lo que también compartíamos todo sonido posible. A simple vista, teníamos cosas en común: los tres evitábamos la recepción por diversos motivos, no gastábamos en lavandería... El empleado de noche de la tienda de bebidas alcohólicas más próxima podría habernos señalado en una rueda de reconocimiento. Pero a diferencia de mí, seguramente mis vecinos no habían levantado las tablillas del suelo para instalar micros y cámaras espía en el techo de los inquilinos del piso inferior. No pasaban las noches escuchando conversaciones susurradas, anotando nombres en clave en un cuaderno. Mis vecinos eran más honrados que todo eso.

El ascensor del Westchester no funcionaba y el hueco estaba repleto de basura: jeringuillas y botellas de alcohol, pañales de adulto y envases de comida a domicilio de Meals on Wheels para impedidos. Las escaleras eran oscuras, pero funcionaban. Conducían a una reja de hierro forjado a pie de calle que se abría a Turk Street. Por las mañanas, antes del amanecer, solía bajar las escaleras, cruzar la verja y deambular por unas cuantas manzanas para asegurarme de que no me seguían. Cuando tenía la certeza de estar completamente solo (y uno puede llegar a sentirse muy solo en el Tenderloin antes del alba), me dirigía al Civic Center, donde tengo un despacho con dos habitaciones, cerca de los juzgados. Los juzgados atraen a la clase de personas que necesitan lo que yo vendo.

Pero en cinco semanas solo tuve un cliente. Madrugaba todo lo posible. Llegaba al despacho temprano y revisaba el correo. Ojeaba mis mensajes y pagaba los recibos pendientes. Debía seguir con mi vida. Llamaba al destinatario de mis facturas y firmaba mis cheques. Después volvía corriendo a mi puesto de escucha en el Westchester antes de que se hiciera de día.

Eso iba a hacer el primer martes de junio cuando salí por la verja y eché un vistazo a los vehículos aparcados en Turk. Me preocupaban más las furgonetas sin ventanillas. Son las más fáciles de localizar: FONTANERÍA JOE estarcido en las puertas, y media docena de agentes del FBI y de la DEA escondidos dentro, agazapados alrededor de monitores de vídeo y hablando por radio. Pero si estaban ahí, yo no los divisé. Di una vuelta a la manzana y, cuando me pareció que todo estaba despejado, giré al oeste, hacia Van Ness y mi despacho.

A medio camino distinguí el coche, aparcado enfrente, delante de los apartamentos Refugio. No era un vehículo cualquiera: un Rolls Royce Wraith, objeto de una súbita metamorfosis, de recién estrenado a destrozado. Supuse que había sido un accidente y crucé para verlo mejor. Curiosidad profesional. Lo mío no era exactamente la caza de ambulancias para buscar nuevos clientes, pero al acercarme comprobé el desacierto de mi primera impresión. El Rolls no había recibido un impacto frontal, ni lateral.

La parrilla cromada y el capó gris ahumado estaban intactos. El techo, en cambio, se había hundido hasta las manetas chapadas en oro. En la abolladura yacía una rubia perfecta, con un vestido de cóctel negro que transparentaba y brillaba a la luz de las farolas. No observé sangre alguna, salvo en el pie izquierdo, donde le había corrido por el gemelo hasta el talón. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, los ojos cerrados y el pelo esparcido en abanico por el Wraith. Llevaba un pequeño bolso de noche enroscado en la muñeca derecha y le faltaba un zapato, que habría perdido en la caída; y las uñas del pie pintadas de blanco, nacarado, como el interior de una concha.

Eché un vistazo a mi alrededor. Al otro lado de la calle, tendido en un lecho de cajas aplastadas, había un hombre. Vestía un mono de esquí negro y estaba dormido o inconsciente. Cinco semanas en Turk Street y, con el viento a favor, ya podía oler al del mono de esquí a dos manzanas de distancia. Si el estruendo de una mujer estampándose en un coche había logrado despertarlo, no lo había perturbado lo suficiente para mantenerlo despierto. Y él y yo éramos los únicos que estábamos por allí, al menos en la calle; no había forma de saber si alguien observaba desde una ventana oscura, así que ni lo intenté.

Me acerqué un poco más. La mujer no respiraba. Le puse con cuidado los dedos bajo la barbilla y le presioné la garganta en busca de la carótida. Aunque aún estaba caliente, no tenía pulso. Volví a mirar a un lado y a otro de la calle, luego al Refugio.

Catorce plantas. Un edificio de ladrillo centenario, con soportales en los dos pisos inferiores. No había ventanas abiertas por encima del vehículo aplastado, pero sí cornisas. Podía haber salido a una de ellas y cerrar la ventana después. O haberse tirado de la azotea. Pero nada de eso explicaba su bolsito de charol, ni su vestido vaporoso, ni el coche carísimo en el que había aterrizado. Nada de eso tenía sentido en Turk Street, delante del Refugio. Catorce plantas de chinches y falsas alarmas de incendios. Coches patrulla acercándose con sigilo en plena noche para interrumpir disputas domésticas o entregar órdenes de registro sin previo aviso. Era mejor que el Westchester, pero tampoco mucho más.

Me aparté y me acuclillé en la acera. Crujieron bajo mis pies los cristales rotos del parabrisas y decidí no arrodillarme. Deposité en el suelo mi mochila y la abrí. Cuando abandonaba el Westchester, no me gustaba dejar nada a la vista. Las cámaras espía y los micros estaban ocultos, y parte del equipo de grabación cabía bajo las tablillas del suelo, pero nunca salía de allí sin el portátil y la cámara. Saqué la Nikon y la configuré para retrato nocturno, sin flash.

Oí una sirena, pero en el Tenderloin eso podía significar cualquier cosa.

Me puse en pie e hice cinco fotos de la rubia suicida en su lujoso lecho de muerte, después retrocedí diez pasos para sacarla con los apartamentos de fondo y que se viera también la calle. Podría decirse que mi trabajo consiste en hacer fotografías. La mayoría de las veces nadie lo ve, salvo mis clientes, pero si se presenta la ocasión, no tengo reparos en vender una imagen al Chronicle o a cualquier otra entidad dispuesta a pagar. Tras el divorcio, y sobre todo desde que volví aquí, he estado viviendo como un forajido. Me conformo con lo que pueda conseguir. Y en lo relativo a fotografías, consigo un montón, porque a menudo estoy en el sitio perfecto.

Vi al hombre al bajar la cámara. Venía por la acera, empujando un carrito negro repleto de cajas plateadas, pero se había detenido en seco y miraba espantado el coche. No supe si veía a la chica o no. Tardó un momento en reparar en mi presencia y luego observó la situación, escudriñando primero mi cámara y después el Rolls aplastado.

—¿Quién demonios es usted?

—Nadie —contesté—. Un tipo que estaba dando un paseo. ¿Y usted?

No respondió, pero se acercó. El cristal crujió bajo sus deportivas. Vestía pantalones de lona y camisa de franela, y un chaleco encima con muchos bolsillos. Llevaba una gorra de béisbol con el logo de una productora que yo no conocía. Por un instante pensé que me había topado con algún rodaje, pero no había luces, ni camiones blancos, ni vallas que impidieran aparcar en la calle. Además, la muerta no era de atrezo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó cuando recobró el aliento.

—Ya estaba así cuando llegué —dije—. ¿El coche es suyo?

Negó con la cabeza.

—Estoy jodido. Jodidísimo.

Sacó el móvil y deslizó el dedo por la pantalla, como tratando de decidir a quién llamar primero.

—¿Estaban juntos, usted y ella? —pregunté.

—¿Ella?

Señalé el coche con la cabeza y el hombre se acercó despacio. La vio y se apartó enseguida.

—¡Madre mía!

—¿No la conoce?

—No la he visto en mi vida.

Me hice a un lado para encuadrar la imagen y, cuando tuve al de la productora junto a la chica con el coche de fondo, levanté la cámara e hice una foto.

—¡Oiga! —exclamó, volviéndose hacia mí—. ¿Qué demonios...?

—Para la prensa.

Enfilé por Turk. No me llamó, ni tampoco vino a por mí. Al final de la siguiente manzana, vi aparcada una camioneta con el logo de la productora en un lateral. En la zona de carga había un chico que, con la ayuda de una linterna, organizaba el material de vídeo. Si solo eran ellos dos y el Wraith era de alquiler, la empresa no debía de ser gran cosa. Bajé el bordillo y apoyé la mano en la parte posterior de la camioneta.

—Buenos días —dije, y el chico levantó la cabeza—. ¿Para qué es el coche?

—Para una sesión de fotos —contestó—. Para un anuncio en una revista.

Continuó organizando el material. Había apartado seis parasoles blancos y seguramente andaba buscando trípodes y flashes con mando a distancia. Y andaba a lo suyo como si no hubiera nada intrínsecamente raro en vender un coche de medio millón de dólares con el telón de fondo de un edificio de viviendas de protección oficial. Igual hasta convencían al del mono de esquí para que completara el decorado.

—Creo que deberías cerrar esto con llave e ir a echar un ojo a tu jefe —dije—. Tiene un problema.

—¿Que tiene qué?

—Y llévate el móvil para poder llamar a Emergencias.

Al oír eso, volvió a levantar la vista. Le hice una foto, con flash esta vez, para que se le viera la cara dentro de la camioneta oscura. Luego, por si acaso, tomé una de la matrícula antes de reanudar la marcha.

La puerta de mi oficina estaba a continuación de un tramo de escaleras, entre la de un veterinario y la de un prestamista. Yo había colgado un pequeño rótulo en el soportal.

AGENCIA LELAND CROWE

INVESTIGACIONES PRIVADAS

Subí los escalones y abrí con la llave, apartando de un puntapié el correo del día anterior. Crucé la recepción (vacía, porque no tenía recepcionista) y entré en mi despacho. Metí la tarjeta de memoria de la cámara en la ranura de mi ordenador de sobremesa y pasé diez minutos organizando y editando las fotos. Mi cliente podía esperar un poco.

La rubia suicida era bonita, y las fotos también.

El techo del coche la había frenado y se había combado a su alrededor, sujetándole los brazos y las piernas. Como no estaba desparramada en el asfalto, no parecía un cadáver. Se la veía muy serena. Una mujer dormida en una cama de acero. Yo había capturado la imagen desde distintos ángulos y con diversas exposiciones: planos en los que se veía la sangre del pie, los cristales rotos y las curvas de debajo del vestido, y que podrían dar mucho juego en la prensa amarilla si resultaba ser famosa; y otros en los que se apreciaba la escena pero la sangre estaba borrosa, para la prensa familiar.

Agarré el teléfono y empecé a llamar a editores fotográficos con los que había trabajado. No necesitaba el dinero con desesperación. Con mi encargo estival del Westchester, estaba más forrado que nunca. Pero un solo invierno de vacas flacas e inanición me había hecho desarrollar ciertos hábitos de por vida. No hay que dejar pasar las oportunidades; no se deja comida en la mesa.

Así que llamé a esos editores, empezando por los que tenían más pasta, y negocié.

3

Una hora más tarde, ya había firmado, escaneado y enviado por correo electrónico un contrato estándar. Mi fotografía estaría en internet antes de las nueve y en los expositores de las tiendas de comestibles dentro de tres días. La revista Just Now! me pagaría mil dólares, con un plus del doscientos por cien si la mujer resultaba ser una «persona de relevancia», concepto escrupulosamente definido en la página tres del contrato, que probablemente habría redactado algún abogado de Wilshire Boulevard al que la tarea le sorprendía tan poco como el que se vendiera un Rolls Royce aparcándolo en un barrio marginal. Y yo, por mucho desdén que quisiera fingir, terminaría cobrando el cheque cuando llegara.

Hecho eso, volví a coger el teléfono y llamé a Jim Gardner, el abogado que había comprado todo mi tiempo ese verano. Contestó al primer tono, sentado ya a su mesa a las seis y media de la mañana. Pues claro. Acababa de empezar un juicio y el testigo estrella de la acusación estaba a punto de subir al estrado.

—Buenos días —dije, apresurándome a interrumpir su saludo rutinario—. Justo a tiempo. Tengo algo.

Se hizo un breve silencio. Estaría pensando cómo quería sonar en caso de que el FBI le hubiera pinchado la línea, algo no del todo imposible, y menos aún si el gobierno tenía idea del trabajo por el que Jim me estaba pagando.

—¿Está de servicio, señor Crowe?

Cuando Jim Gardner estaba en modo juicio, hasta la más mundana de sus preguntas sonaba crucial y trascendente. Había presentado el caso el día anterior, con lo que estaba ya muy metido en su papel. Y sabía que podía estar actuando para un público mayor.

—Sí, letrado —contesté—. Esta llamada es privada y confidencial.

—No me basta con eso. ¿Ha tomado café?

Había un tipo en la tercera planta del Westchester que vendía crack desde su habitación. Lo embolsaba en condones que gorroneaba del API Wellness, el centro médico municipal de Polk Street. Eso era lo más parecido al café que había en mi hotel.

—El conserje me ha recomendado que esta mañana busque en otro lado.

Colgué. No me hizo falta preguntar dónde íbamos a vernos. El sitio ya estaba acordado de antemano.

—Anoche tuvimos una reunión a puerta cerrada —estaba diciendo Jim—. No fue como esperaba.

Estábamos sentados a ambos lados de la mesa del gerente de un taller mecánico abandonado. A través de la cristalera cubierta de telarañas se veía el suelo de hormigón manchado de grasa. La única luz provenía de una claraboya por la que se paseaba sin parar una paloma. Toc, toc, toc, toc, toc, toc.

Jim tenía una llave de aquel sitio porque alguien de su bufete se había encargado de ejecutar la hipoteca. Nos reuníamos allí con la frecuencia suficiente como para que yo también tuviera una.

—Nammar va a llamar a DeCanza a primera hora de esta mañana —continuó Jim—. Como es un buen fiscal, pensé que pasaría con él todo el día, pero terminará a las tres.

—¿Harás un descanso después?

Jim se pasó la mano por el pelo, gris y rizado en las puntas. Con su fuerte hablar arrastrado, sus espaldas anchas y su grueso anillo universitario, debían de tomarlo a menudo por entrenador de fútbol.

—La jueza quiere ceñirse a su agenda. O que lo haga yo. Aún no la conozco lo suficiente para saberlo. En cualquier caso, tras el testigo de Nammar, debo tomarle declaración yo. Sin descansos. Así que espero que tengas algo.

Al empezar a las tres, Nammar estaba obligando a Jim a dividir sus preguntas en dos días. Los miembros del jurado lo oirían dos horas al final de la vista, se irían a casa y se olvidarían, y Jim pasaría la noche en vela preguntándose si tendría que volver a exponer sus argumentos del día anterior o darlos por perdidos y pasar a lo siguiente. Yo tenía una solución.

—Nammar estuvo de visita anoche —dije—, acompañado del agente White. Pasaron tres horas y media con DeCanza, instruyéndolo. Amenazándolo. Tengo audio y vídeo.

—No puedo usarlo. No lo quiero. Bórralo.

—Vale.

—Pero cuéntamelo todo, por favor.

—DeCanza va a enterrar a Lorca.

—¿Quién es Lorca? —preguntó—. No conozco a nadie que se llame así.

—Si tú lo dices...

No servía de nada discutir con él. Jim había elegido aquella oficina abandonada porque no estaba pinchada y los federales no la conocían, pero había líneas que no estaba dispuesto a cruzar. Su cliente tenía una versión de los hechos y a Jim le correspondía venderla. Donde fuera.

—Háblame de DeCanza —dijo.

—Era un pez gordo. El segundo al mando, básicamente. Lorca, tu hombre, no era solo una voz al teléfono, ni un rumor, sino un rostro visible. Trabajaban codo con codo. Así que está al tanto de los hechos. Algo que tú ya sabías.

Repasé con Jim los puntos principales. DeCanza había empezado como todos: haciendo de mula y llevando paquetes al norte, al otro lado de la frontera. A los tres viajes sin que lo pillaran, decidieron confiarle el transporte de dinero en efectivo. Pero era un tío listo y avispado: cuando la DEA empezó a utilizar puestos de escucha y radares de detección subterránea para localizar los túneles de la frontera, DeCanza contrató a una cuadrilla de los astilleros de Baja California y se montó el chiringuito en el desierto mexicano. Su primer submarino tenía catorce metros de eslora y se hundió en el mar de Cortés; el segundo tenía veintiocho e hizo tres viajes antes de que la tripulación lo hundiera al divisar a los guardacostas. Pero para entonces DeCanza y Lorca habían sobornado a tantos agentes de aduanas que ya no necesitaban submarinos: podían cargar sus productos en aviones comerciales y enviarlos directamente a Nueva York. Habían reemplazado el efectivo por criptomoneda, que podía moverse sin ser detectada.

De haber formado parte de una empresa estadounidense en vez de un cártel internacional, DeCanza habría ocupado un cargo relevante: director financiero, vicepresidente o algo así. Pero al cártel le daban igual los cargos. Excepto el que tenía ahora, uno que nadie quería: el de rata.

Sin DeCanza, las acusaciones del gobierno eran completamente circunstanciales. Todo se podía explicar. El cliente de Jim era un empresario de San Francisco. El nombre de Lorca no constaba en su carné de conducir californiano. No constaba en ninguna parte. Con lo que, si DeCanza se evaporaba, también lo haría la posibilidad del gobierno de condenarlo. Los que contrariaban a Lorca solían desaparecer. Ese verano, yo me la había estado jugando. Le había seguido la pista a una rata chaquetera y había puesto ojos y oídos en su habitación. Si Lorca hubiera sabido lo del Westchester, la acusación habría perdido ya un testigo estrella. No era mi intención convertirme en cómplice de asesinato, por eso, para protegerme y proteger a Jim, solo le había contado lo que podía permitirse saber.

—Es una buena hoja de ruta —dijo Jim—, pero no me estás animando nada. ¿Qué tienes de verdad?

Lo había conseguido hacía una semana. Me lo había reservado, pero mi intención siempre había sido contárselo cuando llegara el momento.

—No habrías querido saberlo demasiado pronto —le dije—, así que me lo he guardado y te he ahorrado un dilema moral.

—Eso ya lo puedo hacer yo solito.

—Pero mi implicación no depende de ti —repuse—. Lo que significa que, si quieres que te lo cuente, debes aceptar las condiciones de uso.

—¿A qué te refieres?

—O lo usas hoy o te olvidas. Si no es hoy, no lo vas a utilizar. Empleándolo ahora mismo, sin previo aviso, sin comentarlo con tu cliente, tendrás una oportunidad. Si él no se entera hasta que lo sepa el gobierno, mañana no tendrás más sangre en las manos que ahora mismo.

—Acepto.

Como esperaba, accedió, aun sin saber de lo que le hablaba. Necesitaba esa información, y probablemente entendía que le estaba ofreciendo una ventaja. No hacía falta ser un genio para deducir qué forma adoptaría. Había una moneda que se cotizaba mejor que cualquier otra en el mercado de las ventajas: la vida de un inocente. Las mujeres eran oro y los niños, diamantes.

—Tienen prisionero a DeCanza —dije—. Es su testigo, pero eso no significa que les caiga bien.

—Tampoco me sorprende.

—No ha visto la luz del sol desde mediados de mayo. Está encerrado en un cuchitril del Tenderloin. Llamarlo piso franco sería exagerar. Le llevan la comida dos veces al día. Pasan a verlo cada dos horas y, además, le han puesto un localizador en el tobillo, que le quitarán cuando vaya al juicio hoy y, si preguntas por ello, negará su existencia. Le concederán inmunidad, pero supeditada a una condena. Lo que significa que lo tienen cogido por las pelotas: si declara lo que ellos quieren, pero tu cliente se va de rositas, no hay trato.

Jim tamborileaba con los dedos en el escritorio destrozado.

—Puedo entrar en eso —dijo—. Aunque lo niegue y asegure que lo tienen en el Holiday Inn, mermará su credibilidad. Pero tienes algo más.

Pues claro que tenía más. Me daría vergüenza mandarle mis facturas si no tuviera más que eso.

—Ha estado suplicando un teléfono —contesté—. Lleva un mes haciéndolo, lo pide todos los días.

—¿Y para qué lo quiere?

—A ellos no se lo ha dicho, pero a mí sí, porque piensa en voz alta. Quiere hablar con su mujer.

—Se supone que está muerta.

Lo hice esperar un poco. Soplé el café y di un sorbo. Miré el móvil.

—Supongo que te refieres a lo de México D. F. —dije—. Al edificio de apartamentos que saltó por los aires.

—Dos soplones la vieron en el balcón.

—Estaba en la séptima planta y ellos a dos manzanas de distancia. ¿Sabes lo de las pruebas de ADN?

Jim se me quedó mirando, procesando la información.

—¿Tiene noticia de ello Nammar? —preguntó al fin.

—No tiene ni idea.

Dejó de tamborilear.

—Y tú ¿cómo has averiguado todo esto?

—Le he dado a DeCanza lo que quería —respondí—: un teléfono.

Había sido una operación relativamente sencilla. Fácil, aunque lo más sucio que había hecho en mi vida.

DeCanza recibía visitas periódicas de media docena de agentes del FBI y de tres ayudantes de la abogacía del Estado, Nammar entre estos. A todos les había pedido un teléfono y se lo habían negado. Aunque uno de ellos podría haber roto filas y habérselo dado en secreto, ya que de allí entraba y salía gente de sobra como para facilitarle el anonimato y la negación. Así que esperé a que fuese al baño, bajé las escaleras, abrí la cerradura de su cuarto con una llave maestra y un destornillador y le dejé un móvil en la cama.

De nuevo arriba, me quité los guantes de látex y lo observé por la cámara oculta en el techo. Su alojamiento era tan minúsculo como el mío y, cuando volvió del baño, tardó tres segundos en ver el móvil. Miró por la habitación y se acercó a la ventana. Se quedó quieto un minuto, con la cabeza gacha. Luego, metió el teléfono debajo del colchón.

Tres días después aún no lo había usado, así que esperé a que fuera a ducharse, me colé de nuevo en su cuarto y le dejé una botella de whisky, de esas de tipo petaca. De vuelta arriba, en un nítido blanco y negro, lo vi encontrar la botella e inspeccionar el precinto. No la vació en el retrete, ni se paseó consternado por la habitación. La abrió, la olisqueó una vez y empezó a beber.

Dos horas más tarde, levantó el colchón y sacó el móvil. Lo examinó un rato. Lo encendió. Y luego, de memoria, marcó un número.

Era una trampa, claro.

El móvil era la mitad de un par que yo había comprado en Chinatown. Había pagado a un hacker independiente para que los sincronizara, con una copa delante, sentados en un cubículo del San Lung Lounge. Tardó menos en hacerlo que en beberse el mai tai. Yo le di un sobre con billetes de veinte dólares y listo.

De modo que, cuando DeCanza llamó a su mujer, lo vi y lo oí en tiempo real.

Fue poco cauto. Ningún veterano del programa de protección de testigos debería tocar jamás un teléfono inteligente. Aquel tipo no tenía lo que había que tener. Yo le estaba ahorrando tiempo y sufrimiento.

—Busqué el número e hice algunas averiguaciones —le dije a Jim—. Llamó a un fijo de las afueras de Eagle Pass, Texas. Un rancho de unas dos mil hectáreas, escriturado a nombre de una firma con sede en las Islas Caimán. Los socios son todo sociedades limitadas extranjeras con nombres absurdos y apartados de correos. Te puedes imaginar quién es el propietario. El título de propiedad está limpio, con lo que la venta se hizo al contado. Hace cinco años, cuando a DeCanza le iba de lujo.

Le pasé por la mesa una copia de la escritura.

—¿Y la mujer que cogió el teléfono? —preguntó Jim.

—Maria Lucinda DeCanza —dije yo—. Vive allí con el hijo de diecinueve meses de ambos.

—¿También el niño está vivo?

—Se le oía de fondo.

Jim Gardner miró la escritura. La cogió de la mesa, le echó un vistazo y se la guardó en el maletín. No era un buen hombre, porque de serlo no habría hecho lo que estaba haciendo. Y tampoco yo era un angelito, porque de serlo no habría confiado en que hiciera lo correcto con la información que acababa de proporcionarle.

—Pásate si quieres por la vista —dijo Jim.

Agarró el maletín y salió de aquel taller en ruinas. A los cinco minutos, hice lo mismo.

Volví al Westchester. Mi trabajo allí había concluido y, si la vista oral no llegaba a buen puerto, puede que Nammar y el FBI se preguntaran quién había estado vigilando a DeCanza y cómo. Me convenía desalojar mi habitación, retirar el equipo de vigilancia, limpiar de huellas las superficies y dejarlo todo como debería haber estado: con botellas de bebidas alcohólicas vacías, latas de cerveza aplastadas y envoltorios de comida para llevar amontonados como ventisqueros en los rincones y debajo de la cama. Tenía una mochila llena de basura, lista para esparcir.

De camino, pasé por los apartamentos Refugio. Conté diez coches patrulla, dos Ford de incógnito que seguramente eran de inspectores de homicidios y una ambulancia en espera. Una furgoneta del depósito de cadáveres se ponía en marcha. La rubia suicida estaba embolsada y etiquetada, pero el Wraith seguía en la acera. Alguien lo había rodeado de conos de tráfico y había tendido un precinto policial amarillo de un cono a otro. Levanté la cámara y observé a través del objetivo mientras el obturador hacia clic. Del portal salió un hombre, de constitución delgada, pelo oscuro y con un traje tan desgastado que brillaba. Un inspector de homicidios. Se abrió paso entre los agentes y vi que me miraba. Bajé la cámara y seguí andando.

4

A las diez de la mañana, me fui a casa por primera vez en cinco semanas. Anduve desde el Tenderloin hasta Union Square, cambiando pensiones de mala muerte y tiendas de bebidas alcohólicas por artículos de lujo y vinotecas, y luego enfilé Grant Avenue hacia Chinatown. Mi hogar era un piso de un dormitorio en la tercera planta de un edificio sin ascensor situado sobre una marisquería. Desconecté la alarma con el mando del llavero y entré. Incluso aquel hogar, mi nuevo comienzo, estaba contaminado por el pasado. Formaba todo parte de un continuo, sin límites claros.

Hacía seis años, cuando mi matrimonio había fracasado, me habían puesto en la calle sin otra cosa que mi ropa, tres dedos rotos y una carta del Colegio de Abogados de California que confirmaba mi inhabilitación. Podría haber sido mucho peor. Me había acercado a un juez suplente del Tribunal Supremo y le había arrancado casi todos los dientes. Sentado en el asiento trasero del coche patrulla, una hora después, la prisión y la multa me parecieron inevitables. Pero tanto el padre de Juliette como su futuro marido creyeron oportuno tenerme callado. Así que en vez de ir a la cárcel y arruinarme, salí ganando. Cincuenta de los grandes por cada diente. El mismo día en que la jueza hacía pública la sentencia de divorcio en el registro electrónico del tribunal, me llegó un cheque de mi exsuegro. El chófer de toda la vida de Juliette me lo trajo al vestíbulo del Oakland Marriott y me ofreció su espalda, erguido y enjuto, para que firmara el recibí. Puede que en el Marriott nadie se diera cuenta, pero los huéspedes del Westchester enseguida habrían sabido lo que era aquel talón: un soborno.

Fue un trato fácil. El nuevo marido de Juliette necesitaba mantener su credibilidad ante los votantes de California; seguramente su exmujer había salido aún mejor parada que yo. En mi caso, prefería el dinero al derecho de poder hablar de mi ex. Ni siquiera quería pensar en ella. La pasta me vino muy bien. Pasé los dos primeros meses abriéndome cuentas en los bares de La Paz, México. Me recuerdo tumbado boca arriba, contemplando las sombras de un ventilador de madera en el techo de mi habitación. Bebí mezcal hasta perder el sentido, hasta que, por fin, empecé a encontrarme bien. Me recuperé en un motel del desierto y emprendí el regreso al norte.

Aún me quedaba mucho dinero. Como estaba en paro, no podía pedir una hipoteca, pero sí comprar una casa al contado. Con cinco ventanas a Grant. Me tapaba un poco las vistas el rótulo de neón que anunciaba el restaurante South Seas Golden King Seafood. Parpadeaba toda la noche, con sus tubos dorados y rojos.

Oía el zumbido de aquellos caracteres chinos incluso en sueños. Cuando cerraba los ojos en cualquier otro sitio, el silencio me hacía despertar sobresaltado.

Como no tenía otra cosa que hacer, me preparé un baño. Para poder poner el tapón de goma en la bañera, tuve que dejar correr por las tuberías cinco semanas de agua turbia. En la nevera no había nada, solo condimentos y una solitaria cerveza Tsingtao. La abrí y me metí en la bañera. En el Westchester, no había querido reconocer que tenía miedo, pero ya en casa lo admití. Había violado la ley antes, normalmente para Jim Gardner, pero nunca me había pasado tanto de la raya. Jamás había hecho nada que enfureciera al FBI o a un fiscal federal, ni había camelado a un testigo del gobierno para que desvelara el escondite de su esposa. Podría haberme callado esa última parte, para proteger a una mujer cuyo único error, que yo supiera, había sido casarse con el hombre equivocado. Eso habría sido lo correcto, y Jim me habría pagado mis honorarios cuando correspondiera. Pero se lo había dicho. Ni siquiera lo había dudado.

Hasta entonces nunca había pensado que uno pudiera ser a un tiempo honrado e inmoral, pero ya no tenía tan claro que esos atributos se excluyeran mutuamente. Y tampoco sabía ya de qué lado se inclinaría la balanza si ponía en ella mi carácter.

Cuando se enfrió el agua, me sequé con la toalla, encendí la luz y me afeité en el lavabo. Volvía a parecer yo, pero me sentía igual que cuando había despertado aquella mañana para darme el último paseo de madrugada desde el Westchester. Eso me recordó a la rubia suicida, al agua de lluvia que le encharcaba los ojos y le perlaba la melena.

Estuve pensando en ella intermitentemente hasta las tres y cuarto, momento en que fui a ver cómo Jim Gardner empezaba a tomar declaración a su testigo. Entonces me asaltaron otras preocupaciones más inmediatas, problemas propios.

Llegué allí demasiado pronto.

La sala número cinco de la planta diecisiete del edificio Phillip Burton estaba en silencio cuando entré. Como esperaba, todos los asientos ya se encontraban ocupados. Era un juicio mediático. Había de por medio casi tantos muertos como dinero y los únicos políticos que no hacían acusaciones eran los que se habían ido misteriosamente de la ciudad. Entre la multitud, reconocí a un reportero de la KTVU y al redactor de sucesos del Chronicle, habituales de los juzgados. Estudiantes de derecho, jubilados sin nada mejor que hacer. Abogados mal pagados en busca de algo que rascar. Había también seis hombres sentados uno al lado del otro en la primera fila, detrás de la mesa de Nammar. No les veía la cara, pero llevaba toda la primavera mirándoles el cogote. Eran los escoltas que el FBI había asignado a DeCanza.

Uno de ellos, el agente White, se volvió. Yo no había hecho ruido al entrar, pero puede que notara la corriente. Me miró a los ojos. A su espalda, detrás de la barandilla, permanecía Nammar, plantado ante el atril instalado entre ambas mesas. DeCanza se hallaba en el estrado de la derecha de la jueza. Jim estaba a la izquierda de su cliente, con la barbilla apoyada en la mano.

—¿Y el hombre al que usted conocía como Lorca, del que llevamos hablando todo el día, se encuentra en esta sala? —preguntó Nammar.

—Sí, señor.

—¿Podría señalárselo al jurado, por favor?

El agente White dejó de mirarme por fin. No quería perderse aquella parte. Habían pasado la primavera preparando a su testigo para ese momento.

—Está allí. —Lo señaló DeCanza—. El del traje negro. Ese es Lorca.

—¿Está usted seguro?

—Del todo. Lo he estado viendo a diario durante quince años. Fue a mi boda. Lo acompañé el día en que murió su hijo.

—¿Le resulta fácil identificarlo?

—¿Quiere decir que si me agrada hacerlo?

—¿Le agrada?

—Me siento como una rata.

—¿Le tiene miedo?

Pensé que Jim protestaría, pero ni siquiera levantó la vista.

—No es un hombre simpático, si se refiere a eso. No lleva bien los contratiempos.

—Entonces, está siendo usted valiente sentándose aquí a declarar.

—O igual me quiero morir. Sé lo que hace ese hombre.

—¿A los tipos como usted que dicen la verdad?

—A los tipos como yo, sí.

Nammar había estado mirando al jurado mientras planteaba sus preguntas, pero de pronto se dirigió a la jueza.

—Nada más, señoría —dijo—. No hay más preguntas.

La jueza Linda Kim se volvió hacia Jim y lo miró por encima de sus gafas de pasta negra.

—¿Letrado?

—Gracias, señoría —dijo él.

Se levantó y, cogiéndose las manos a la espalda, enderezó los brazos para estirar los hombros. Con Jim todo eran señales para el jurado. Supuse lo que aquello debía de significar: que se había aburrido, ahí sentado cinco horas, escuchando las mentiras de DeCanza. Mentiras que sería tan fácil aplastar como a una mosca desorientada. No le preocupaba nada, salvo que aquello retrasara su cena.

Se acercó al atril. No llevaba ningún papel.

—Buenas tardes, señor.

Jim Gardner se había mudado a San Francisco al terminar la carrera de derecho. Hasta entonces, había vivido en algún pueblo perdido de Misisipi. A los dieciséis años, su voz grave y cadenciosa le había proporcionado un empleo grabando anuncios radiofónicos para empresas de toda la región. Concesionarios de coches y boleras de Tupelo, un club de estriptis de Slidell... Fue su voz la que lo sacó de Misisipi. Nada más empezar a tomar declaración al testigo ya tenía al jurado pendiente de sus preguntas.

—¿Sabe usted quién soy?

—El abogado de Lorca.

—Represento al señor Alba —repuso Jim, señalando a su cliente—, pero él no conoce a ningún Lorca.

—¡Protesto! —intervino Nammar—. Si quiere demostrar eso, que suba a Lorca al estrado.

—Señor Gardner —instó la jueza a Jim—, formule su primera pregunta, por favor.

—Gracias, señoría. Y si se me permite responder al señor Nammar, ya tengo a Lorca en el estrado. En este preciso instante.

—¡Protesto! —exclamó Nammar, levantándose de un brinco.

—Tiene usted lo que estaba buscando —espetó la jueza Kim. Luego, se volvió hacia Jim—. Haga la pregunta.

Jim asintió con la cabeza. Se dirigió al jurado.

—Se llama Albert DeCanza, ¿sí o no?

—Sí.

—¿Ha tenido alguna vez un alias?

—Mis amigos me llaman Al.

Jim se rio a la vez que el jurado. Entonces rodeó el atril y se situó delante. No se permitía en los tribunales federales, pero la jueza no se lo impidió y Nammar tampoco protestó.

—¿No es cierto que usted es el usufructuario de todas las acciones de Aguila Holding Corporation?

A DeCanza le duró el gesto frívolo otro segundo, dos, quizás. Había oído la pregunta, pero le estaba costando procesarla. Cuando lo hizo, se quedó como desinflado. Pasaron diez segundos más, una eternidad en un tribunal. Siguió sin contestar.

—¿Le repito la pregunta? —dijo Jim.

—En mi vida he oído hablar de ese holding.

—A ver si lo he entendido bien —terció Jim—: ¿en su vida ha oído hablar de Aguila Holding Corporation? Se trata de una empresa con sede en las Bahamas que se registró como sociedad extranjera en Texas hace cinco años, tres meses y dos días. ¿No ha oído hablar de ella en su vida? —DeCanza se limitaba a negar con la cabeza—. Debe contestar de viva voz. A la taquígrafa, esa encantadora señora que tiene enfrente, le dan ardores si no.

—No he oído hablar de ella en mi vida —contestó DeCanza, mirando el vaso de agua que tenía delante. Luego, retiró las manos del estrado y se las cogió por debajo.

—¿Dónde estaba usted el 23 de marzo de 2014?

—No sé.

—Curioso. Su memoria ha sido excelente durante las últimas cinco horas —comentó Jim—. Permítame que le pregunte algo: ¿cuál es el aeropuerto más próximo a Eagle Pass, Texas?

—No sé —repitió DeCanza. Miró a Nammar, pero este se había vuelto de lado y susurraba por encima de la barandilla a dos de los agentes del FBI de la primera fila.

—No sabe —dijo Jim—. Vale, probemos con esto: ¿quiénes son los directivos de Ranch Four Corporation? Por si le refresca la memoria, se constituyó en las Islas Caimán y está registrada como sociedad extranjera en Texas, el 23 de marzo de 2014.

Nammar se puso en pie.

—Señoría —dijo—, ¿podemos acercarnos al estrado?

—Le he hecho una pregunta al testigo —insistió Jim—. Y me gustaría que contestara.

La jueza miró a Jim y a Nammar, luego a DeCanza, al que de pronto le brillaba la frente, cubierta por una fina capa de sudor.

—Responda la pregunta.

DeCanza la miró. Negó con la cabeza, con los ojos vidriosos, muy abiertos.

—¿Cómo era...? ¿Me la podría repetir? —preguntó, mirando a la taquígrafa.

Sin esperar a que la jueza diera su consentimiento, la taquígrafa leyó la última pregunta de Jim, recostado en la parte delantera del atril. Nammar había vuelto a sentarse y conversaba en susurros con los federales.

El testigo seguía negando con la cabeza.

—No sé —dijo una vez más—. En mi vida he oído hablar de esa empresa, así que no conozco a los directivos.

—Entonces, permítame que le pregunte...

Nammar se levantó e interrumpió a Jim:

—Señoría, ¿podemos acercarnos ahora?

—De acuerdo.

La jueza alargó la mano más allá del mazo y pulsó un interruptor. Se oyó un ruido blanco por los altavoces del techo, situados sobre el jurado y el público. Cuando Jim y Nammar se aproximaron a hablar con ella, fue imposible escuchar lo que decían. Pero sí imaginarlo. Nammar pretendía saber: «¿Adónde demonios quiere llegar con esto?» y Jim le decía: «No hace falta que le haga un croquis. Es su puñetero testigo. Si no sabe adónde quiero llegar, es culpa suya». El intercambio duró un minuto. DeCanza, solo y olvidado en el estrado, parecía a punto de salir corriendo hacia la ventana más próxima para tirarse por ella. Aunque estuviéramos en la decimoséptima planta.

Cuando la jueza detuvo el ruido blanco y los abogados volvieron a su sitio, no fui capaz de deducir qué había resuelto. Los dos letrados se mostraban impasibles. Jim ocupó su puesto delante del atril. Nammar se sentó y se giró hacia el más joven de los ayudantes del fiscal, sentado a su izquierda.

—Señor DeCanza —continuó Jim—, ¿su rancho de las afueras de Eagle Pass dispone de aeródromo?

Nammar se levantó de inmediato.

—¡Protesto! —Luego, en voz más baja, añadió—: Carece de fundamento. Además, el letrado ha dicho que le iba a preguntar por unas empresas extranjeras.

—Y los holdings a los que pertenecen —contestó Jim—. Estoy seguro de haber mencionado los holdings.

—Que el testigo responda la pregunta.

—¿Aeródromo? Ni siquiera sé de qué rancho me habla.

—¿No tiene un rancho en Eagle Pass?

—No.

Jim regresó a su mesa y cogió una carpeta fina. Se la llevó al atril y la abrió. Con parsimonia. Debía dejar que el jurado se preguntara qué tipo de documentos estaba a punto de revelar. Y lo que era aún más importante, inquietar a DeCanza.

—¿Insinúa que no sabe nada de un rancho de diez mil doscientas veinte hectáreas a las afueras de Eagle Pass, Texas? —En ese instante, Jim volvió la vista a la carpeta e inspeccionó la primera página con la yema del dedo—. ¿Tres edificios habitables, un aeródromo y un hangar que cambiaron de manos el 23 de marzo de 2014?

DeCanza llevaba un rato mirando a Nammar, pero este o hablaba con el letrado que lo acompañaba o susurraba a los federales que tenía a su espalda. No estaba viendo que su testigo se quedaba sin argumentos. De modo que se volvió hacia su otro único salvavidas posible: el cliente de Jim. Desde atrás, no pude ver si el hombre reaccionaba. Puede que asintiera discretamente con la cabeza. Tal vez fueran solo imaginaciones mías.

—Yo no... Es que...

Jim dio tres pasos hacia delante.

—Recapitulemos —dijo—. Hace un par de minutos, cuando hemos empezado, le he preguntado por sus alias. ¿Ha tenido alguna vez un alias, señor?

El testigo se miró las muñecas. Las tenía pálidas: había pasado demasiado tiempo encerrado últimamente. E iba a pasar mucho más.

—Sí.

—¿Ha tenido un alias?

—Sí.

Jim avanzó un paso más.

—¿Qué alias, señor?

DeCanza volvió a mirar hacia la mesa de la defensa y luego fijó la vista en su vaso de agua. Si su primer testimonio se hubiera parecido en algo a las declaraciones que había hecho en el Westchester, habría pasado buena parte de la mañana contándole al jurado cómo lidiaba Lorca con sus enemigos. Sus medios de comunicación eran barrocos. Empezaba con herramientas eléctricas y cinta americana, y después venían las bolsas de escorpiones y un arcón de tamaño considerable. Pero todos sus mensajes terminaban igual: con un cadáver desmembrado quemándose en un barril de aceite mientras algún esbirro avivaba las llamas y añadía combustible hasta que no quedaba nada. DeCanza lo sabía, porque se había visto implicado en todas las fases del proceso.

Entonces lo vi pensar, en tiempo real. Nammar no sabía que su mujer y su hijo seguían con vida. Nadie los protegía. Podía ceñirse a su versión de los hechos y luego todo quedaría en una carrera hasta Eagle Pass. Los hombres de Lorca contra los federales. Jim, con sus cordiales ademanes sureños, le estaba facilitando la decisión: que se arrodillara, sacrificara su cabeza, en ese instante, y salvara la vida a su mujer y a su hijo, o que defendiera la verdad y se atuviera a las consecuencias.

Su vida a cambio de la de ellos.

—¿Qué alias usaba, señor? —insistió Jim.

—Lorca.

—¿Podría repetirlo? Lo ha pronunciado tan bajo que no sé si nuestra encantadora taquígrafa lo habrá oído.

DeCanza no se atrevía a levantar la vista. No quería ver a Nammar y tampoco quería que nadie lo viera mirar hacia la mesa de la defensa.

—Lorca —dijo, un poco más alto esa vez.

Escuché la última respuesta de DeCanza cuando ya me iba. A mi espalda, Jim volvía a hablar. Abrí la puerta de la sala. Entró un chorro de aire frío del pasillo.

—¿Por qué no rebobinamos? —estaba diciendo Jim—. Retrocedamos a hace unos minutos, cuando ha señalado a mi cliente...

Según salía, miré atrás. El agente White se había girado de nuevo. Pelo blanco rapado, nariz rubicunda, ojos negros de mirada penetrante. Me siguió observando hasta que cerré de nuevo la puerta.

5

En el puesto de control de la planta baja, entregué el resguardo para recuperar mi móvil. Esperaba que White saliera de uno de los ascensores en cualquier momento, llamándome a gritos; no me sentí a salvo hasta que abandoné el edificio federal.

El gobierno había invertido dos años y millones de dólares en preparar el caso. Jim Gardner lo había eviscerado en menos de diez minutos. No eran ni las tres y cuarto. Me alejé deprisa de la entrada. Vi varios SUV de Seguridad Nacional aparcados a la izquierda, así que me fui para la derecha. Alguien iba a pagar por lo que acababa de ocurrir. Iban a cubrir de mierda a DeCanza, pero aún quedaría para otros. Para alguien como yo, por ejemplo.

Crucé Larkin y entré en el Harry Harrington’s Pub. Una vez dentro, me detuve un momento a explorar el local. Veinte personas, incluidos los dos bármanes. Los clientes eran mitad borrachos, probablemente parroquianos habituales, mitad empleados del gobierno que, siendo viernes, habían salido del trabajo un par de horas antes. Sus siete televisores emitían béisbol y críquet. Me senté al fondo de la barra, lo más lejos posible de la puerta. En cuanto pude, pedí un Wild Turkey, solo.

No pensé en nada hasta que pedí el segundo. Para mi estancia en el Westchester, había procurado estar a la altura del papel: no me afeitaba, apenas me duchaba y no lavaba mi ropa. En un mes, había llevado dos sudaderas y unos únicos vaqueros. Al terminar el trabajo, mi abrigo de mercadillo parecía robado de una tumba.

Le di un trago al bourbon. Con el vaso en la mano, me pasé los nudillos por la mejilla. Aún la tenía suave del afeitado de esa mañana. Me vi en el espejo de detrás de la barra. Con la camisa planchada y el traje recién salido de la tintorería, parecía un abogado. De los de verdad, de los que podían acudir a un tribunal y representar a un cliente sin que lo detuvieran. Jim no debía haberme invitado a la vista oral.

Quizás eran solo paranoias mías. Había sido cauto en el Westchester y había tomado precauciones más allá de mi apariencia. El agente White se había girado y me había mirado fijamente, pero podía ser por cualquier cosa. No tenía por qué relacionarme con la caída de DeCanza.

Cuando el barman pasó por delante, le pedí otro Wild Turkey. Me lo sirvió, pero primero me dio un vaso de agua con hielo, como insinuando que iba siendo hora de que frenara o me largara. Me bebí ambas cosas y me fui.

Crucé Van Ness, entré en una librería y encontré un ejemplar del Chronicle abandonado en una mesa de la cafetería. No había nada acerca de la rubia que había fotografiado, aunque no me sorprendía. Seguramente había caído sobre el Wraith más o menos a la misma hora que el periódico salía de rotativas. Se incluía un pequeño artículo sobre el juicio de Lorca, pero no lo leí. Ningún periodista podía haber previsto el giro que acababa de dar la vista.

Salí de la librería y seguí caminando hacia el oeste. No había hecho ejercicio de verdad desde mediados de mayo. No me importó que lloviera. Cuando Jim me pagara la última factura, podría volver a llevar el traje a la tintorería. Hasta podía tirarlo a la basura y comprarme todos los trajes nuevos que quisiera. Daba igual. Seguí caminando, buscando espacios verdes. Crucé Alamo Square y luego continué por los senderos paralelos a Panhandle y entré en el Golden Gate Park. Estábamos en junio y seguiría habiendo luz hasta las ocho y media. Pero era una luz grisácea, neblinosa.

Dudaba que DeCanza fuera a pasar la noche en el Westchester. Si a Nammar y a White les importaba el caso o sus carreras, lo atarían a una silla en un cuarto de hormigón y se turnarían para sacudirlo con un bate de béisbol. «¿Qué coño ha pasado, Al? ¿Qué tiene Gardner contra ti?». Pero Nammar no funcionaba así. Yo solo conocía a una persona que hacía las cosas de ese modo y era el tipo gracias al cual yo podía pagar mis facturas.

El suave repiqueteo de la lluvia en los eucaliptos resultaba relajante. Decidí ir andando hasta Ocean Beach y luego coger un taxi a casa. Después de eso, no estaba seguro. Quizá La Paz otra vez, o incluso más lejos. Tailandia o Vietnam. Pero cuando llegué a la playa y me senté, me vibró el móvil. Lo saqué y vi el mensaje de Jim que acababa de entrarme.

Nos vemos en tu despacho. Ya.

—Has tardado una eternidad, Lee —me dijo Jim.

Había subido los escalones que conducían a la puerta cerrada de mi oficina y me esperaba entre las sombras.

Mientras fue mi jefe, yo lo llamaba señor Garland y él a mí señor Crowe. No estaba acostumbrado a que me tuteara, aunque ya hiciera seis años que no me tenía en nómina. Al volver de La Paz, me había pasado dos meses en casa, cruzado de brazos, hasta que había decidido buscarme una ocupación. Entre mi antiguo empleo y los veranos que había trabajado como pasante de un abogado defensor, podía reunir suficientes horas de investigación para que me concedieran una licencia de investigador privado. Así que hice el examen y aprobé. Me dieron un carné y acto seguido fui a buscar a Jim. Él había sido mi principal fuente de ingresos los dos primeros años, pero con el tiempo había encontrado otras alternativas. Ahora las cosas me iban lo bastante bien como para necesitar un despacho propio.

—¿Así vienes a trabajar? —me preguntó, estudiando mi traje empapado.

—Solo cuando me espera un cliente.

Me quité la chaqueta y, retorciéndola, escurrí el agua en el suelo. Nos dimos la mano y él reculó de pronto.

—Hueles a bourbon, Lee.

—Este es mi despacho —repuse—. Mi tiempo.

Me saqué el llavero del bolsillo y abrí la puerta. Jim entró y yo lo seguí. Se sentó en una de las sillas que había frente a mi escritorio y sacó un pañuelo del bolsillo de la pechera de su traje de lana para secarse la lluvia de la cara.

—Bonito despacho —afirmó.

Dudaba que lo dijera en serio. Él tenía una oficina esquinera en una planta alta de One Market Street, con vistas al Ferry Building y a la bahía. Se sentaba a su mesa cuando aún era de noche y veía salir el sol por encima de las colinas de Oakland. Un equipo de doscientos abogados trabajaba para él en un edificio con suelos de mármol. Entraba dinero en la caja las veinticuatro horas del día. Siempre había tenido claro por qué me había permitido cruzar el umbral de su puerta: había llevado a cabo sus pesquisas y así me lo había comunicado. Yo era un don nadie entre muchísimos otros; no era mi renombre ni mi magnetismo lo que buscaba. Quería que el padre de Juliette fuera cliente suyo. La estrategia funcionó hasta que mi divorcio y mi inhabilitación me convirtieron en un paria y, por guardar las apariencias, Jim me desterró de forma muy pública. Ya me lo esperaba. Pero nuestra relación siguió adelante, y evolucionando, y eso sí que me sorprendió.

—Tendría que haberme pasado por aquí cuando firmaste el contrato de arrendamiento —dijo—. ¿Cuándo fue eso, el mes pasado?

—No celebré ninguna fiesta de inauguración. ¿Cómo ha terminado lo de DeCanza? Me he marchado pronto.

No quería contarle lo del agente White sin tener la certeza de que había un problema.

—¿Has llegado a verlo derrumbarse? —preguntó Jim. Asentí con la cabeza y él continuó—: Después de eso, lo he llevado por donde he querido. Todo lo que había declarado antes era mentira. Lorca es él. Controlaba todo el cotarro, de arriba abajo.

—¿Has acabado con él?

—Sí, pero Nammar no lo sabe. Mañana es mi testigo. Lo acribillaré a preguntas para asegurarme de que no ha cambiado de opinión de golpe y porrazo, y después se lo pasaré al fiscal.

—¿Lo harán cambiar de opinión?

Jim echó un vistazo al despacho, probablemente preguntándose si habría escuchas. Debió de decidir que no.

—¿Lo harías tú si fuera tu mujer la del barril?

Negué con la cabeza. Independientemente de por qué lo dijera, la respuesta era no. No cambiaría de opinión por una hipotética futura esposa, ni por Juliette. No le tenía especial cariño, pero nadie merecía terminar en uno de los barriles de Lorca.

—¿Dejarán que lo condenen? —pregunté.

—Es Lorca. El mandamás. No se van a arriesgar a una sentencia exculpatoria. Alguien por encima de Nammar lo llamará esta noche. Procurarán declarar nulo el juicio. Si no funciona, buscarán el modo de negociar la sentencia, ¿y por qué no? Ya lo tienen por fraude fiscal, con lo que irá a la cárcel de todas formas.

—Pero tú ganas —puntualicé yo.

—Yo gano.

Abrí el cajón de mi escritorio y saqué una botella.

—La tenía reservada.

—Pues sigue reservándotela, Lee. —Estaba a punto de descorcharla, pero al oírlo me detuve. Me apoyé la botella en la rodilla y lo miré—. No he venido aquí a hablar del juicio —añadió—. Tengo otro trabajo para ti: una clienta que necesita un detective. Es una buena clienta, desde hace mucho, y preferiría presentarle a un hombre sobrio. Y seco, si tienes ropa para cambiarte aquí.

—¿De qué va esto?

—Claire Gravesend.

Esperó mi reacción, pero el nombre no me decía nada.

—¿Debería conocerla?

—Esta mañana le has vendido una foto suya a un periodicucho. Está todo en internet.

Tardé un segundo en comprender a qué se refería. Aún estaba nervioso con lo de Lorca y el agente White. Entonces recordé mi paseo matinal. Mi nombre saldría junto a la foto. Para bien o para mal, el mundo entero iba a saber que la había hecho yo.

—¿La suicida...? ¿Qué tiene que ver ella?

—Mi clienta es Olivia Gravesend, su madre.

—¿Te refieres a esa Olivia Gravesend?

—Sí.

—La chica que he visto esta mañana... ¿es hija suya?

—Te lo acabo de decir.

—¿Y para qué quiere contratarme tu clienta?

—Su hija ha muerto. Quiere saber cómo y por qué.

—¿Y eso no se lo dirá la policía?

Jim se sacudió de la solapa la ceniza del puro.

—No se fía de nadie. Han identificado a la chica por las huellas dactilares y han mandado a un hombre con fotos a su casa para que realizara la identificación oficial. Estando en su casa, el policía le ha dicho que parecía un suicidio.

—Le preocupa que saquen conclusiones precipitadas.

Jim asintió con la cabeza.

—Van muy rápido —dijo—. Si empiezan así, llevarán una venda en los ojos.

—¿La ha visto saltar alguien? —pregunté—. Si hay algún testigo, si alguien se ha acercado a...

Jim me interrumpió con un manotazo al aire.

—No sé si hay testigos o no. Además, aunque encuentren a alguien dispuesto a testificar, ¿tú te fiarías? Ya sabes cómo va esto. Se puede comprar a un concejal por diez mil dólares. ¿Cuánto crees que cuesta un testigo de Turk Street?

Pensé en mis últimas semanas y en lo que había visto esa mañana. Un testigo era tan maleable como cualquier otro individuo. Además, no solo se podía dar forma a un testimonio con dinero. La coacción funcionaba igual de bien y era más barata.

—Has dicho que me la vas a presentar esta noche, ¿va a venir aquí? —quise saber.

—He quedado con ella en su casa, si tienes tiempo.

—Pensaba irme unos días fuera —respondí.

—¿Por lo de hoy?

—Sobre todo.

—Mira, Lee... Lo estaban amenazando para conseguir que declarara lo que querían. Al presionar nosotros también, ha cambiado su versión de los hechos. Como no teníamos las mismas ventajas que ellos, nos hemos servido de otras. Habría seguido mintiendo hasta que lo enderezáramos.

—¿Lo crees en serio o es lo que me quieres vender? —pregunté—. DeCanza se ha hecho caquita cuando has mencionado Eagle Pass, así que los dos sabemos que es verdad. Lo aterraba tu cliente y eso lo dice todo.

El silencio de Jim fue lo más parecido a darme la razón. Como no iba a conseguir más de él, dejé que se prolongara. Jim encontró un clip en el borde de mi mesa, lo cogió, lo estiró y se lo enroscó en la yema del dedo.

—¿Puedes ayudar a la señora Gravesend? —preguntó—. ¿O me busco a otro?

Sabía cómo camelarme. Me fastidiaba perder la oportunidad de trabajar para alguien como Olivia Gravesend, pero soportaba aún menos la idea de que le ofreciera el trabajo a otro. Además, igual tampoco era tan buena idea que me marchara de la ciudad. Al gobierno no le hacía falta que anduviera por allí para acusarme de algo. Si Nammar conseguía una acusación formal del gran jurado, alguien me estaría esperando en el aeropuerto cuando regresara, así que más me valía quedarme allí y estar pendiente.

—¿Cuándo nos vamos? —le pregunté a Jim.

—Ahora mismo —me contestó—. Lávate la cara. Procura parecer el chaval al que yo conocía. Voy a llamar a Titus para que pase a recogernos.

Íbamos sentados en la parte de atrás del Range Rover. Jim subió la pantalla negra que nos aislaba de su chófer y se inclinó sobre el humidificador instalado en la consola del centro. Eligió un Cohiba enorme. Empezó a rodar el puro entre los dedos, pero no hizo ademán de encenderlo.

—¿Qué sabes de Olivia Gravesend? —me preguntó.