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Una conversación existencial entre una niña y las cucarachas. Una mujer con serios problemas de visión, cocinando al gato que cree perdido. Espíritus errantes que buscan entrar a las casas de los vivos. Dos señoras se convierten en el centro de las miradas, mientras esperan al oculista. Un lobizón suelto en plena pandemia del 2020. Un escritor neófito que busca cómo escribir la muerte. Una pesadilla inducida por el trabajo espiritual erróneo de una bruja de poca monta. Un romance viejo, atravesado por la magia oscura. Una carta para un difunto que sigue vivo más allá del suicidio. La descripción de una foto, en donde el protagonista trata de entender la vida como un instante irrepetible. De extraña naturaleza es un conjunto de poesías, cuentos, relatos, cartas, memorias y reflexiones que marchitan y desangran que, como espinas dolorosas, buscan clavarse profundo en la memoria de quien los lea, dejando una zanja abierta, un recuerdo ferozmente tatuado. "En esta historia, con una foto en la que miro de refilón, así de extraño, parezco esperar la muerte que lenta y rápida, se me avecina rampante. Eso sí, como siempre, con un libro entre las manos…".
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Seitenzahl: 237
Veröffentlichungsjahr: 2023
FLAVIO SALINAS
Salinas, Flavio De extraña naturaleza / Flavio Salinas. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-3461-3
1. Narrativa. I. Título.CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Prefacio. que marchitan y desangran
CÓMO SE ESCRIBE LA MUERTE
Amelia, qué poco ves
Los amarillos de mi historia
Una lectura imposible
El rudimento de la María
Me llamó Principito
Errantes que buscan entrar
EL RASTRO DEL CARACOL
las espinas dolorosas
El cuerpo
El corazón
el nombre
EL TIEMPO
ROMANCE DE MAGIA OSCURA
pesadilla inducida
MANIFIESTO SIN RIMAS
COMO SOY, TAL CUAL SOY
la galaxia vecindad
DE EXTRAÑA NATURALEZA
vivir muriendo
plantas de jade
Sofía y las cucarachas
una mañana cualquiera
entre las nubes se esconden
testimonios de malicia
Artemio (Hermano de la víctima)
Elvira (Amiga de la víctima)
Lisandro (sobrino de Él)
Él
Artemio
Elvira
Lisandro
Él
Artemio
Elvira
Lisandro
Él
Artemio
Elvira
Lisandro
Que hablen los muertos
sala de espera
el sillón lastimado
payada para lorenzo
EL SILENCIO ES TRAICIONERO, LILIÁN
Cuántos muertos cuento
LAS ALAS SE HAN VUELTO MANOS
ojalá te enamores
A LA HORA DEL CREPÚSCULO
QUINCE DE ABRIL ES OTOÑO
la sátira de la muerte
el extenso de galera de trapo
instrucciones para la puerta de atrás
casimiro y los bichitos
dormir como marmota
tres llaves para una tumba
UN LOBIZÓN SUELTO EN PANDEMIA
Agradecimientos
Para ese niño que fui,
ese que se asustaba de todo,
pero que a todo, sin saberlo,
lo convertía en poesía.
Para este hombre que soy,
que ha cambiado tanto
y que ahora al pasado lo estampa,
lo recuerda y lo deja clavado
en otras hojas del alma
y con historias y cuentos.
Para quienes lean y encuentren
la luz de mis sombrías letras,
que no son tan oscuras,
quizás un tanto castañas
y un poco tristeza violeta.
Los monstruos son reales y los fantasmas también.
Viven dentro de nosotros y a veces ellos ganan.
STEPHEN KING
¿Qué mundos tengo dentro del alma
que hace tiempo vengo pidiendo mediospara volar?
ALFONSINA STORNI
Si cada día cae dentro de cada noche,
existe un pozo donde la claridadestá aprisionada.
Necesitamos sentarnos en el borde del pozo
de la oscuridad y pescar la luzcaída con paciencia.
PABLO NERUDA.
Para una mente bien organizada,
la muerte no es más que la siguientegran aventura.
J. K. ROWLING.
Hasta a la extrañeza es posible acostumbrarse,
creer que el misterio se explica por sí mismo
y que uno acaba por vivir dentro, aceptando lo inaceptable.
JULIO CORTÁZAR.
Los cuentos y las reflexiones que marchitan son historias que nacen del fango, que vienen a mi cabeza, quizá por tanta arrumbe que esconde el subconsciente. Estos textos no pretenden demostrar nada, no han querido ser, se dicen y se desdicen, quien los lea sabrá si incorporarlos o no, si interpretarlos o no. La verdad es que marchitan y disecan fuertemente a sus personajes. Algunas son historias ficticias: cualquier semejanza con la realidad es mera coincidencia, como ya habrán leído y oído por demás. Algunas otras son tristemente reales. Pero marchitan, aunque sean ficción o realidad, me marchitaron a mi desde antes de nacer desde las puntas de mis dedos flacos, me marchitan todavía hoy, aún más cuando los leo y es por eso que sé, a ciencia cierta, que van a seguir marchitando a quien los lea.
También, en este libro, van a encontrar reflexiones de mi fibra más íntima y personal, y tal vez es necesario que, al leer duela, aunque sea un poco. Quizás debería decirte: no permitas que estos textos te marchiten, esa sería una leyenda inicial bastante clara y atractiva a la vez, una advertencia dulce como el ámbar, como la savia de las plantas con flor, pero aún la más bella y tierna flor tiende a marchitarse. Por eso, no dejaré clara esta presentación formal, será más bien una página sin marchitar, por ahora.
Las poesías que desangran se intercalan con los textos. Sucedió hace mucho tiempo, en mi primera adolescencia, yo buscaba con mis letras sacar afuera el silencio de las historias que se amontonaban en mi cabeza. Un poco, tal vez, las historias que vivía; otro poco, quizás, las que inventaba y soñaba. Y así fue, lo primero que escribí fue poesía romántica y depresiva, al mejor estilo Alfonsina. Evidentemente, desde el principio se venía asomando mi manía de escribir las penas. A alguien escuché decir una vez: “la poesía es para ir y venir, ir y venir” y eso es lo que hago, antes, durante y después de escribirlas.
Las poesías y los poetas, desde siempre, han embrujado mis ojos y ya no puedo escapar de eso. Estas que aquí escribí son rosarios de sangre herida, que se intercalan con los cuentos que marchitan, y algunos textos y memorias que me duelen hondo y profundo, porque tanto palabrerío tan denso y rabioso, lo debo dosificar en estructuras diversas y un poco más amigables.
Esta es una invitación para estrecharle la mano a la poesía oscura, acariciar los cuentos un tanto grises y entenderse un poco con la vida que es dura, porque si no, no sería vida. Aquí les dejo la literatura trenzada con mi espiritualidad más honda y coyuntural.
Los fantasmas de mi pasado me seguirán guiando por un camino de letras, eso ya lo tengo asumido. Pero sucede que ahora, mi presente son mis historias, son mis cuentos y mis poesías. Que si marchitan, que si desangran, no sé a ustedes, pero a mí me duelen y arden en los nervios. Que si voy o que si vengo con estas historias, no se ustedes, pero yo desde que las escribí, no puedo parar de pensar, se nota mucho que dejé piel.
Y qué otra cosa puedo esperar, si para mí, escribir se trató siempre de eso, de distintas cosas, si por supuesto, pero lo primordial es lo mismo, sacar afuera lo de adentro: el dolor, la pena y el sufrimiento podrido, vencido y fermentado; y la alegría, la felicidad y la plenitud ambarinas, cálidas y bendecidas. La luz y la oscuridad que me complementan. La batalla que ando siempre librando con la espada del teclado y el escudo de los libros.
Lo que se escribe doliendo, no se puede leer sin la pena.
Lo que recordé escribiendo, aún hoy, no es más que pena y más pena.
Aquí la tristeza se transmuta en la palabra, se revienta en la lectura, se convierte en el fonema.
Aquí van los cuentos y las memorias que marchitan y las poesías que desangran.
Aquí van las epístolas que punzan hasta los huesos.
Aquí van las vidas de mis muertos y la muerte digna que espero para el ocaso de mi vida.
Aquí van desnudas mis raíces más profundas y privadas.
Aquí van los frutos extraños que nacieron en mi árbol.
Aquí van mis venas abiertas y mi pasado en carne viva.
Aquí va un poco más de mí.
—¿Cómo se escribe la muerte? —Preguntó el profesor de literatura, cuando Juan apenas tenía veinte años. Parecía ser que a él y a sus compañeros del taller la pregunta los había descolocado demasiado, cómo podría el profesor preguntar semejante cosa, habiendo tantos temas y géneros que abordar en el cuento, cómo podía.
Juan leía en la cama, en el comedor, en los sillones del salón y hasta en el jardín, sabía que solamente leyendo podría convertirse, en algún momento, en un buen escritor. Un escritor bueno, según su profesor, era aquel que escribía para gritar aquello que no tiene voz ni sonido. Por aquel entonces, Juan tenía pocos amigos y una familia bastante numerosa, todo su entorno hacía que se encontrase a salvo en el mundo, lo que daba pase libre a que su imaginación volara alto y muy lejos de pensamientos nefastos y marchitos como los que el profesor de literatura quería hacerle pensar. No era terreno para sus primeros pasos en la escritura, no todavía, mientras tenía tanta vida dentro.
Él quería escribir fantasía, sobre magos y brujas inteligentes, sobre duendes y elfos del bosque, crear personajes que se regodeasen en los claros de la luna y se calentaran con los rayos del sol como una lagartija panza arriba. También hubiese estado bueno escribir ciencia ficción, cuentos sobre extraterrestres que vienen del espacio para compartir conocimientos sobre nuestro planeta, para estrechar lazos intergalácticos de unión y convivencia universal. Escribir historias de magia, darles ilusión a los lectores y lectoras de todo el mundo, magia en dosis de letras conjugadas en embrujos, distribuidas en maravillas de la razón, palabras que estimulasen las sensaciones de seguridad. En fin, Juan quería escribir cualquier cosa menos la muerte.
A la semana siguiente uno solo, de los quince alumnos del taller, presentó su escrito. El profesor guardó la producción en su maletín de cuero viejo y con una mirada tan vieja y gastada como ese cuero y tan triste como la muerte, dijo que no podría seguir con ellos durante ese año. Su madre había fallecido, recostada en la mecedora, junto al jardín, mirando en dirección al río, en aquel predio tranquilo rodeado de árboles que tenía en las afueras de la ciudad. Qué ironía cruenta del destino era aquella, la muerte de la madre del profesor quien nos pedía escribir la muerte.
Juan se despidió de sus compañeros, sobre todo de aquellos que sabía que nunca volvería a ver, esos que viajaban desde lejos, una vez por semana al taller de literatura. Supo que aquella tarea que el profesor había guardado con tanto cuidado en su bolso, nunca tendría una devolución real.
¿Cómo se escribe la muerte?, quizás si el profesor hubiese dicho —Juan, ¿Cómo se escribe la vida?, ahí sí, él podría haber escrito muchas cosas, habría tenido que mostrarle alguna de sus memorias con su abuela pancha, una de esas historias reales y vivas que tenía escritas tiempo atrás, en su cuaderno azul, por ejemplo.
Hoy mi abuela se ha enojado, porque no tuvo tiempo de hacer todo lo que tenía previsto hacer, pasa que el tiempo es sabandija, eso piensa mi abuela. El tiempo corre como una laucha asustada cuando estamos entretenidos y se queda tieso como una gallina encandilada, cuando estamos aburridos. Eso dice mi abuela. Pero hoy me di cuenta que para mi abuela no existen días aburridos, ella tiene tanto para hacer en un mismo día que siempre resulta poco el tiempo de sobra, no hay casi tiempo para ver la novela o para escuchar la música de la radio. Quizás para mi abuela, hubiese sido mejor que el día durase el doble de tiempo, aun así sospecho que no le hubiese sido suficiente.
Y es que hoy la vi y no supe bien si era mi abuela o un huracán dentro de la casa de pisos rojos. Sus manos se mezclaban con la harina de los ñoquis para el almuerzo, de tanto en tanto me acariciaba la cabeza y sonreía, pensando que mis ojos negros se parecían demasiado a los de mi papá, su hijo menor. Sucede que hoy la vi, y entre la harina y las caricias, también tuvo tiempo de irse al mercado y hacer la compra, volvió y se puso a revisar las plantas del frente de la casa, se enojó por los pulgones y se maravilló con las rosas rojas al costado de la acequia, yo alcancé a verla reflejada en esa corriente de agua cristalina que me acompañaba y se llevaría mi infancia, las piedras del fondo y las ramas en su cauce.
Hoy la vi tan apurada y concentrada que no me di cuenta que estaba un poco más vieja y más buena que antes, cada vez más vieja y más buena. La vi preparar el mate con tres yerbas diferentes, pintarse las uñas con un cuidado parsimonioso y la vi rezar junto al cuadro del sagrado corazón pendiendo en la cabecera de su cama. Hoy la vi más viva que nunca antes.
Pero qué pregunta fue esa del profesor, Juan aún no la entendía, no podía comprenderla, no conocía la muerte, entonces ¿cómo podría escribirla? No había podido despedirse correctamente de su maestro, porque se había ido muy rápido aquel día nublado para él y radiante de sol y verano para sus alumnos.
Juan pensaba y rumiaba en su cabeza todo aquello que podría haber escrito en relación a la vida, la vida de su bisabuela, una mujer de ochenta y cinco años aún presente en su tiempo, Juan podría haber escrito
Se llama Julia y es tan terca que por momentos me saca de quicio, no sé todavía por qué la quiero tanto, en realidad sí sé, porque es mi bisabuela y mi abuela Antonia se parece mucho a ella.
Es una persona tan rara como brillante, me ha hecho reír tanto que me ha demostrado que la vida, la verdadera vida es esa que se siente a las carcajadas, lo demás es sobrevivir, pasar el momento nada más. Es que sus anécdotas de otros tiempos, sus chistes mal contados y casi olvidados, sus ocurrencias inigualables me han marcado de por vida.
Hoy la vi sentada en su silla de totora, bajo el alero de su casa blanca y de tejas rojas. Con un palito entre las manos buscaba algo en la tierra, estaba concentrada, fruncía el seño y estiraba los labios murmurando algo, algo que estaba dentro de sí misma, algún secreto guardado imagino, algo que nunca se lo diría a nadie, al menos eso pensé, hasta que le pregunté. Estacioné mi auto tan cerca de su patio como pude, bajé muy de prisa y sus dos perros me dieron la bienvenida, movían sus cabezas y sus colas, soplando el viento que les daba vida; me acerqué a Julia y le pregunté por qué estaba tan concentrada, hurgando el suelo con una rama, qué decía o qué pensaba en medio de aquella ventolera. El recuerdo de esa tarde me dejó marcado por el amor de aquella mujer un tanto rota, una ráfaga de fuego más avasallante que toda la inmensidad de nuestro mundo. Me miró directo a los ojos, con sus ojos chiquitos y viejos y su respuesta me dio vida y me mató por igual. Estaba pensando en que hacía mucho tiempo que no te veía, me dijo, yo le pregunté que más pensaba y ella me pidió que me acercara, quería susurrarme algo, que aquello que me iba a decir no debía escucharlo ni el viento, qué es, decime, yo le insistí, y justo cuando el viento dejó de soplar insistente en aquella siesta me dijo muy bajito, yo te quiero más que a un hijo.
Cuántos años habían pasado desde la muerte de la madre del profesor, muchos sin lugar a dudas, tantos habían pasado, que la muerte se había llevado al mismo profesor. Juan se había enterado de su fallecimiento la semana anterior, cuando Luis, un compañero de la oficina y también de aquel taller de escritura, se lo había comentado tomando un café.
Una noticia pasajera puede desatar la esencia más íntima de quien la escucha y eso fue lo que le sucedió a Juan. Pero por qué, se preguntaba, más bien le preguntaba a su profesor, mirando al cielo, buscando cometas, por qué no me preguntó ¿Cómo se escribe la vida? Entonces Juan, con sus tan solo veinte años, podría haberle escrito sobre su abuelo y sobre sus tíos, esos que entonces vivían. Podría haberle escrito
Lorenzo, es el nombre de mi abuelo, del que conozco y conoceré, el otro estaba muerto cuando yo nací. Lorenzo se escribe con letras de vino y sobre tierra de campo, ese es el nombre de mi abuelo y así lo escribo yo, ese hombre que vive rodeado de finca y de parcelas de viña. Cuando miro sus manos arrugadas puedo contar las grietas de los surcos que ellas mismas van labrando cada mañana. La chupalla gastada que anda llevando siempre, cubriendo esa cabeza calva y de tres pelos locos que cada tanto le peina con cuidado mi abuela. Lorenzo es un nombre que me hubiera gustado tener, me gustan mis ojos negros, porque miran profundo, pero me hubiese gustado mucho también llamarme Lorenzo y tener los ojos verdes que él tiene y tenía y que abría grandes y orgullosos para las fotos que sacábamos todos los domingos en familia, ojos que por lo general andaban tristes y cansados por sobre las zanjas del parral, ojos que miraban al cielo cuando los nubarrones oscuros y furiosos del granizo, amenazaban con descamparse tiranos sobre las uvas y los duraznos. Esos ojos que me miraron por última vez, estando lejos de su tierra y que me hicieron asociar para siempre el verde esmeralda de sus ojos con la despedida más gris y triste.
Pero qué distinta hubiese sido aquella historia, si en lugar de la muerte en la pregunta, hubiese estado la vida. Tanta vida podría haber escrito Juan en su producción, que desatado de vida escrita le hubiese entregado esa historia a su profesor. Juan ya tenía más de cincuenta años y aún recordaba sus veinte, a su profesor más allá de la muerte y de la escritura. Bien podría haberle escrito la vida, esa vida vigorosa y pasional que llevaba su tío Rafa
En aquel tiempo la ignorancia y el miedo nublaban un poco la conciencia, por eso tal vez mi tío no se había vacunado contra la poliomielitis, quizás por eso aquel pernicioso virus había invadido su cuerpo apretándole los nervios, dificultando su respiración y su andar diario. Lo que el virus no pudo fue retenerlo, no lo logró, mi tío con sus manos apretadas logró adaptarse su auto para poder manejarlo, pese a que su pierna no llegaba al embrague, la adaptación fue exitosa y elaborada por él mismo. Mi tío, con sus manos apretadas por la enfermedad, logró viajar a Buenos Aires y estudiar mecánica y así pudo tener su propio taller de reparación de electrodomésticos en su casa. Mi tío con sus manos apretadas logró sumarse a un equipo de básquet con capacidades diferentes, sus brazos eran fuertes para mover la silla de ruedas y tenían de sobra la vida que les faltaba a sus piernas. Mi tío por eso y por otras cosas fue declarado ciudadano ilustre antes de morir. Mi tío solo se rindió ante el cáncer.
O la vida tranquila y natural que desandaba su tío Antonio. Juan podría haber escrito
Lo veo tan sólo y tan acompañado que siempre me confunde, pero estoy seguro que a pesar de sus constantes reproches y berrinches, encuentra una paz y una calma únicas dentro de las paredes de su pequeña casa. Mi tío Antonio también es mi abuelo, o al menos eso siento. Me enseñó a observar cómo una mamá canaria alimentaba a sus pichones en los nidos que él mismo les cosía. Me mostró cómo le cortaba el pico a la catita, porque le crecía tanto que no podía romper las semillas del girasol, así esa cata podía seguir comiendo y seguir viviendo, esa cata verde como el verde en los ojos de mi tío. Un verde que guardaba esperanzas viejas y un amor que no tuvo y que nunca iba olvidar.
Mi tío Antonio hervía verduras en una ollita pequeña y se las comía condimentadas en la mesada de la cocina, a veces ni usaba la mesa. Cuando lo visitaba, siempre tenía pan tostado para convidarme y si no tenía, yo le decía, distraídamente, que había rico olor a pan tostado, entonces él enseguida se disponía a tostarme. Nunca más comí un pan tostado igual al que me daba mi tío.
Y también mi tío Antonio se fue, una mañana nublada de febrero, decidió irse tan sano como siempre había vivido. Fue valiente y se fue como él quería y cuándo él quiso. Me dejó un mensaje secreto y silencioso entre los malvones de su patio, al rescoldo del clavel del aire, me dejó un saudade eterno de un abrazo prolongado, me dejó en la boca el sabor al pan tostado, me dejó el recuerdo lejano de la lluvia que se filtraba húmeda por entre los racimos de su parral y dejó para siempre sus pájaros y sus plantas de jade, guardianes imponentes a los costados de la puerta de su casa, custodiando el pasado de su vida en macetas de cemento inerte.
El tiempo había pasado lento y feroz al mismo tiempo, la vida no era más que tiempo pasado y por pasar en el reloj y en el cuerpo de Juan. ¿Cómo se escribe la muerte? Era una pregunta que vivía en su cabeza hacía más de treinta y cinco años, cuando supo la respuesta, supo también que había escrito algo interesante, aquella producción que les había pedido el profesor en el taller de literatura.
Una mañana se encontró con su amigo Luis y le preguntó si sabía en dónde estaba enterrado el profesor, Luis lo miró con lástima y resignado le dijo
—Sus cenizas fueron volcadas al río, el profesor no quería cementerios para que lo visitaran, prefería la corriente de agua dulce —dijo Luis, agachando la cabeza.
—Fuiste el único que entregó la tarea que el profesor pidió ese día —comentó Juan, con el ceño fruncido —puedo preguntarte cómo conseguiste escribir.
—Sabía que pronto mi abuela se iba a morir, por eso mi tío nos dio esa tarea, nuestro profesor de literatura era mi tío, acaso no lo sabías —luego de esa confesión, Luis, angustiado lloro muy despacio, casi en silencio, como se sufren las penas más viejas y hondas.
—Pero es que yo no sabía eso, Luis, yo quiero responderle, yo ya hice la tarea, yo ya tengo el texto para nuestro profesor, yo quiero…
—Ya es tarde, Juan, han pasado treinta y cinco años, el lleva muerto varios años también, ya lo sabes —le dijo Luis, con la mirada mojada.
Juan, más sombrío de lo que nunca había sido capaz de sentirse, ese mismo día se dirigió al río, a ese cuerpo de agua corriente que no hacía más que acarrear y arrasar todo a su paso, quizás así el torrente se llevaría su propia historia y tal vez así la acercaría más a su profesor. Esperando que el cauce domara las letras que aún estaban rabiosas y heridas por tanta tristeza escrita, lanzó la producción al río. Las aguas bravas y abiertas de frío se llevaron esa tarea que el profesor le había encomendado en el taller tanto tiempo atrás, con esa pregunta tan pretérita y tan presente en la memoria, pero que ya no ardía sin respuesta en su corazón, una pregunta que ahora se respondía en el papel y en el reflejo del río.
Estimado profesor, en el lapso de un año pesado y oscuro han partido cinco familiares míos, tres generaciones mías, cinco ramas viejas de un árbol grueso y robusto que me sostuvo cuando vivía mi infancia, un árbol en el que ya no puedo subirme a jugar, por más que quiera, ya no puedo. Por suerte, con su pregunta pude reverdecerlo y con mis letras lo escribí eterno, para siempre, aunque más no sea, para sentarme bajo su sombra y mirarlo con los ojos de niño que tuve antes. Me hubiese gustado poder escribir esto a mis veinte años, tal vez así podría haber valorado más sus vidas y la mía. Con mis mejores sentimientos le envío mi producción, le dará satisfacción saber que ya descubrí cómo se escribe la muerte, no sé a ciencia cierta si me he convertido en un buen escritor, usted sabrá apreciar, mejor que nadie, mi texto que hoy el río le va a acercar en forma de barco y literatura.
¿Cómo se escribe la muerte?
Hoy mis muertos me han hablado y me han ahogado en los recuerdos. Sin querer me he mordido la lengua por las palabras que no les dije antes y que ya se han disuelto en mi boca. No puedo seguir mis planes en este día que se ha pausado, me ha invadido la urgencia de escribir y de llorar, no importa en qué orden, porque escribir y llorar, de igual forma, derrama el agua que tengo dentro.
Hoy mis muertos me han hablado con silencios sepultados, con golpes y emociones del pasado perdido. No encuentro qué estímulo sentir para sacar afuera esta pasión violenta que tengo apretada en el ánima. Pero por qué el tiempo no absuelve y hace que siga doliendo lo que no tiene sosiego, por qué necesito sentir esto que sigue doliendo, por qué sigue doliendo, por qué se tiene que vivir para que duela y siga doliendo la vida que viví antes. Qué se tiene que aprender con lo perdido, qué me viene a enseñar a mí la pérdida. A dónde envío estás preguntas sin respuestas, aun sabiendo que estoy vivo, ese misterio sigue muerto.
Hoy mis muertos me han hablado de sus vidas cuando vivos. Una bisabuela lejana que viene asomando la cabellera lustrosa y blanca, con una bolsa colgando de su cuello, un colgajo de piel morena, con palabras atragantadas, con penas muy sufridas y una vida de luchas ajenas apropiadas. Dónde está hoy su pañuelo. Ese con el que se secaba la frente por el sudor del sol de la tarde, sentada bajo su casa de tejas rojas, esperando que la visitara. Dónde está hoy su pañuelo, ya no lo encuentro en mis momentos, pero sigo viendo su rostro y es esa cara con esos ojos, los que me interpelan urgentes. Qué busca un ancestro mirándome.
Hoy mis muertos me han hablado y el recuerdo de la lejana bisabuela se ha abierto paso, para darle el lugar a una abuela más reciente que siempre andaba apurada, en mi recuerdo sigue así, con la agenda apretada, tratando de encontrar un hueco en el día para ver si las plantas están húmedas o secas. A mí se me han perdido esas ideas de cuidar lo que está vivo porque hoy sólo recuerdo lo de antes, las que siguen vivas son mis cavernas, esas que comen y beben cuando yo lo ordeno, yo no tengo plantas que regar afuera.
Y mi abuela me ha hablado en tono bajo, como siempre, porque los muertos no cambian cuando muertos, transfiguran la esencia viva de la corporalidad y se vuelven muertos. Mi abuela me ha mirado con ojos borrosos de cataratas plateadas y me ha acariciado con manos con artrosis. Por eso sé que sigue muerta y sigue viva al mismo tiempo, porque sigue igual, muerta sigue igual. Se convirtió en nada su cuerpo, se volvió frío y se fue de su espacio trasmutada.
Y se abren con apuro feroz más muertos, mientras me pregunto: cuántos muertos más se pueden contar dentro del corazón que me mantiene vivo. Hoy comprendo que este músculo ardiente me contiene vivo mientras colecciona muertos para anticipar mi muerte, para que interprete el tiempo que vive y que muere con cada segundo y con cada latido.
Hoy los muertos me han hablado y viene un tío, otro abuelo y otro tío. Derrumbaron las voluntades y los planes de este fin de semana de septiembre. Parece que la naturaleza se burlara de sus ausencias. Con ironía de pasado y sin saberlo antes, he preparado un mate fuerte, con hierba amarga y sin azúcar, como los que me compartía un tío muerto. El rosal del jardín está brotado y florecido, ni ha sentido que las manos que lo podaron hace un mes no son las de mi otro tío muerto, fueron las mías, hice lo que pude con mis manos vivas, con la tijera de podar de mi otro abuelo muerto. Ese abuelo que hace tiempo dejó también su tierra y del que ya ni huesos quedan, hoy también sigue muerto. Ya no es tierra ni cemento, sigue siendo abuelo muerto.
Hoy los muertos me han hablado, mis muertos me han hablado con palabras que no entiendo, con silencios y recuerdos transparentes del pasado aún pasado, ese tiempo no se recupera recordándolo. Porque es triste y etérea la vida perdida, porque es nube de gas de un color nostálgico y de pérdida. Hoy los muertos me han hablado y me han contado los dolores que han pasado. Por eso no recuerdo la alegría de mis muertos, por eso sigo mirando el mate amargo, la tijera de podar y el rosal que sigue floreciendo, porque sigue vivo.
Cuántos muertos más tendrá que guardar mi vida, podré soportar más pérdidas. Y lo pienso y lo reflexiono como un cuerpo, llanamente, no sé si podré hacerlo. Me esperan semanas que serán pasado en pocas semanas, meses, años, cuántos más me llegarán al cuerpo. Para qué, para hacer con ellos qué.