De la misma madera - Marion Fayolle - E-Book

De la misma madera E-Book

Marion Fayolle

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Beschreibung

Con la misma poesía que nos transmite en sus ilustraciones, Marion Fayolle cuenta la historia de la niña, su familia, la granja y su vida diaria. La dificultad de transmisión que nos gustaría para los nuestros y las similitudes que no vemos. Crecer, emanciparnos, escapar y parecernos a los nuestros, a pesar de nosotros mismos, a pesar de todo. Fayolle sustituye el lápiz por el bolígrafo pero nada cambia: los cuadros descritos siguen siendo igual de llamativos. Y del contraste entre la dureza de la cotidianidad rural y la dulzura de las palabras nace una belleza infinita. Prix Paysages Écrits (2024) Prix Marcel-Pagnol (2024) Prix Habiter le monde (2024)

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Seitenzahl: 108

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Marion Fayolle

DE LA MISMA MADERA

Traducción de

Íñigo Jáuregui

A mi familia

LA GRANJA

La construcción es completamente alargada, con una habitación en un lado, otra en el otro y en medio un establo. El ala izquierda para los jóvenes, que se hacen cargo de la granja, y la derecha para los viejos. Trabajan, se agotan, y un día se mudan al otro lado. Es más práctico, hay una habitación en la planta baja, las escaleras son menos empinadas, los cuartos parecen diseñados para envejecer. Y además, cuando uno de ellos muere, generalmente el marido, los hijos están en el otro lado, y eso tranquiliza, evita la soledad, miran al pasar si hay luz, si las persianas están abiertas, si la ropa está tendida, se paran un momento para ponerse las medias compresoras, contar las pastillas para la tensión y enfadarse un poco por unos oídos que ya no oyen.

Y un día notan que se ha vuelto difícil levantarse por la noche cuando pare una vaca, que el cuerpo les duele. Saben que pronto les tocará trasladarse al ala derecha y ocupar las habitaciones del final de la vida. Pero mientras siga estando la abuela, están tranquilos, porque eso significa que todavía tienen tiempo por delante. Todavía hay un establo ante ellos, antes del otro lado. De modo que sí, a veces la abuela es cansina, no entiende nada, se mete en todo y habla del buen Dios, pero la cuidan porque no tienen prisa en que deje su lugar, que el tiempo que pasa los haga trasladarse al ala derecha y dormir en la cama donde murieron sus padres, sus abuelos, sus bisabuelos y sus tatarabuelos.

Los niños corren para conectar ambos lados, y llevan los huevos frescos a sus padres y cazuelas vacías a la abuela. Tropiezan en el empedrado y miran el futuro a través de las ventanas.

Aquí se hace todo bajo el mismo techo, se nace en la cama del ala izquierda, se muere en la de la derecha y, entre tanto, se cuidan los animales en el establo.

Ellos también son alineados y ordenados, también siguen un ciclo. A la entrada, los pequeños terneros, más allá las vaquillas, a continuación las madres y, al fondo, las vacas viejas que pronto se irán. Los niños aprenden pronto el oficio y deambulan con bastones detrás de esa colección de traseros. Saben lo que cuentan sus vulvas, cuándo se hinchan, cuándo sangran, cuándo las colas se levantan, cuándo los lomos se arquean, cuándo deben llamar a sus padres, cuándo la vaca extraña a su ternero. Ven nacer y ven morir, porque a veces sucede y hay que endurecerse.

También ven envejecer a la abuela, no la esconden en una residencia de ancianos, y tendrán que ser fuertes si son ellos quienes la encuentran inerte un día al regresar con algunas cacerolas vacías. La muerte de los terneros, tan pequeños y tiernos, los entrena para aceptar la muerte de los ancianos, como dicen.

LA NIÑA

Es una de sus mejores vacas, ningún vicio, partos siempre fáciles, nunca tiene mamitis, terneros que se desarrollan bien. Pero ahora está irreconocible. El padre le acerca el ternero, ella da coces y menea los cuernos. Pero qué mala es, apartaos, niños, no os quedéis ahí. Le habla en dialecto y la amansa. No se sabe por qué no quiere ver al ternero. Si no estuviera amarrada, lo mataría, está seguro. Pero qué mala es. Si fuera su primer ternero, él no la mantendría ni tendría ningún remordimiento en separarse de ella, pero es su preferida, la que siempre ha sido tan buena que incluso acogía a los gemelos de su vecina cuando le faltaba leche. ¿Te acuerdas?, le dice a su mujer, ¿recuerdas lo maternal que era el invierno pasado? ¿Qué tiene ese ternero para que ella se niegue a amamantarlo? Es grande, de acuerdo. Hubo que sacarlo con fórceps, a ella le costó expulsarlo. Él se echa la culpa, no eligió bien el toro, ese engendra terneros demasiado robustos y eso destroza a las vacas, no podía saberlo, pero ahora todo salió bien, el ternero no ha sufrido, la madre se encuentra perfectamente. Entonces, ¿por qué no quiere limpiarlo con la lengua, por qué no ha querido mirarlo ni olerlo, por qué se ha vuelto tan mala?

Él siempre se emociona un poco, mira a la madre y al pequeño encontrarse, lamerse, se felicita cuando el ternero se mantiene en pie y logra tomar la ubre. En la penumbra del establo, ese día no reconoce a su animal. Volved a casa, niños, no os quedéis ahí, no es un bonito espectáculo.

La vaca zarandea a su pequeño. Él se mantiene a duras penas sobre sus patas demasiado largas y frágiles, sobre esas patas que son como muletas y, cuando va a buscar el calor de su madre, ella se agita, lo amenaza con los cuernos, hace sonar las cadenas y empuja ese pequeño cuerpo totalmente nuevo, todavía cubierto de sangre, sobre el frío suelo del establo. Qué mala es, no os quedéis ahí, niños, entrad en casa. Mira que es mala. Lo va a matar si se la deja hacer. ¿Qué tiene ese ternero para que su vaca se haya vuelto tan mala? Una vaca tan buena, sin ningún vicio, la primera de la fila, que él colocó a propósito allí, a la entrada del establo, para poder ver sus ojos, su cabeza, sus orejas, mientras que de las otras solo se ve la cola.

El parto de las primerizas suele ser largo. Su bebé no quiere bajar, a menos que sea ella quien lo esté reteniendo. La comadrona le explica que cada contracción es un paso del bebé hacia ella, que debe recibirlo. Sí, pero ella no siente las contracciones. Con la epidural no siente nada, quizá no empuja en el momento adecuado, empuja cuando se lo dicen y como le han explicado.

Piensa en esa vaca, debería haber escuchado a su padre, no quedarse allí, salir del establo, no mirar. Tiene miedo, no quiere volverse mala y se pregunta si es posible no querer a tu hijo.

Le dicen que se relaje, hay que llamar al médico, hará falta el fórceps, el bebé empieza a cansarse, no se sabe por qué no avanza más, por qué, entre cada empujón, retrocede tan profundamente dentro de ella.

Le ponen a su chiquilla en el pecho. A ella le gustaría lamerla, besarla, olerla, se siente tan aliviada de no tener ganas de matarla. Es justo al contrario, no puede dejar de mirarla. Hace exactamente lo mismo que las otras madres, y aún más. Todo lo necesario, la baña, le da el pecho, tararea, la acuna, mantiene al bebé contra su piel de día y de noche, aunque no lo recomienden. Le duele el desgarro, pero qué importa, quiere que el bebé esté bien, quiere estar ahí, no abandonarlo, ni siquiera para dormir.

La pequeña no coge mucho peso, y eso le preocupa. Le parece que se calma menos rápidamente que los bebés de las habitaciones contiguas, que lleva dentro de sí una especie de angustia, algo que no es normal. Un bebé nacido con fórceps no puede ser completamente sereno, ya se calmará, el parto tampoco fue fácil para ella. Se retuerce, seguramente digiere mal. A lo mejor es su leche. ¿Y si no estuviera suficientemente dotada para amamantar a su hija?, piensa, presa del pánico. La vuelve a poner contra su seno, la niña se enerva rápidamente, no logra agarrar el pezón, se separa, hace ruidos extraños con los labios, no se duerme, mantiene los ojos abiertos, incluso sostiene la mirada, no se relaja nunca, su cuerpo se retuerce como un gusano, se enrosca y forma nudos.

Es su primer bebé, probablemente se preocupa sin motivo. Camina durante horas por los pasillos de la maternidad, lee los números que coronan las puertas de las habitaciones, observa a los niños que duermen tranquilamente, con los brazos levantados, hace lo posible por intentar calmar su pequeña bola de nervios, pero en el fondo lo sabe. Sabe que su niña lleva dentro de sí eso que tienen todos en la familia de su marido y a lo que no han puesto nombre.

Además, está esa fragilidad que lleva a su marido a beber y trabajar demasiado. Ella pensaba que ser padre lo cambiaría y lo haría más fuerte y presente, pero no. Para no criar a su hija sola, pasa su tiempo en la granja y finalmente vuelve a casa de sus padres.

Nunca se ha visto una niña así, que no quiere comer nada, que no disfruta ningún plato, ni siquiera los que llevan patatas, queso fundido o azúcar. Para la abuela, comer es lo más importante: cocinar es una prueba de amor. Así que la entristece ver a la niña quedarse durante horas delante del plato, separarlo todo, cortar los bordes de la carne porque le parecen demasiado duros, y retirar el más mínimo nervio. Una carne buena como esa, de animales de granja, que se han criado allí y han tenido todo un paisaje para pastar y una vida de trabajo. Y ella los hace montoncitos, perfora la carne, quita los bordes y pincha encima para extraer el jugo. Su trozo de carne se parece al ganchillo que hacía la bisabuela, lo desmenuza y lo picotea en trozos diminutos. Es evidente que no lo hace adrede, que tiene un paladar demasiado delicado, pero aun así, es a toda su familia a quien disecciona y desmenuza en el plato. El trabajo de toda una vida que ella arruina, que escupe y no logra deglutir, todo ese amor que se niega a tragar, es sobre todo eso lo que duele en el corazón.

Pero ¿qué le pasa a esa niña, que siempre está lloriqueando?

Dan golpecitos en el barómetro. ¡Ojalá que llueva!

Venga, deja de sorberte los mocos, ya ni siquiera sabes por qué lloras. La abuela se saca un pañuelo del escote. Sécate las lágrimas, basta ya.

Consultan el barómetro, comprueban la dirección del viento, esperan la luna favorable. ¡Ojalá que llueva! Nunca se ha visto el prado tan seco. ¿Y el manantial? No debería secarse. Tranquilízate, nunca ha ocurrido.

Pero ¿qué le ocurre a esta niña? No vamos a regar el huerto con sus penas. Si no, no nos preocuparíamos. Haría falta una lluvia fina. Pero aquí lloverá a cántaros. Suele ser así en las mesetas, vivimos entre relámpagos. Estos resuenan y hacen vibrar la casa. Las contraventanas golpean contra la piedra, los pequeños se chocan con su madre. La tormenta tiene aún más furia que la niña.

Finalmente se calma.

El tío, el yerno de los abuelos, recorre los campos. Dos vacas tiesas bajo los grandes árboles. ¡Maldita sea!

¿Qué? ¿No antes de la próxima semana? Pero entonces empezarán a oler, hincharse y atraer a los carroñeros. ¿No quieres llamar al servicio de recogida de animales muertos para insistirles? Si la niña lo ve, no va a parar de llorar.

Llámalos por última vez. Ella estaba convencida de que fueron sus rabietas las que fulminaron a los animales.

La llevan a curanderos y brujos. Le frotan trozos de tocino en la piel antes de enterrarlos profundamente en la tierra, le hacen dibujar su enfermedad para quemarla en una gran hoguera, parece que funciona, que ayuda a librarse de lo que carcome. La niña bebe tisanas de plantas preparadas expresamente. Va a ver a un hombre que le pasa las manos por encima del cuerpo, como un masaje pero sin tocarla en ningún momento. Él atrapa con el pensamiento los demonios de la niña, y luego eso le hace bostezar. El curandero explica que todo sale por su boca y se va. Bosteza, bosteza y bosteza, no para de bostezar. ¡Cuántas cosas tiene que sacar! Habrá que volver, tener otras sesiones para purificarla y calmarla de verdad. El hombre abre la ventana para que todo lo que acaba de salir de la niña salga también de la habitación.

Una contrariedad y se desencadena una crisis. Estalla de golpe, sin avisar. Sus rabietas agrietan el pladur, sus manos se arrancan el pelo a puñados, sus uñas se arañan la piel, agita la cabeza, repite frases como una canción. Aquello tiene que salir, derramarse, brotar. Su desesperación se extiende, baja de su cuarto, gotea entre los pisos. Sus padres no saben cómo actuar, asciende en ellos por capilaridad. Ella les devuelve la tristeza que le han transmitido. No se sabe muy bien de dónde viene pero es cosa de familia, las hermanas de su padre tienen lo mismo y seguramente lo hayan heredado de aún más atrás. La melancolía se reproduce, se replica, se fotocopia, ha debido de apoyarse fuertemente sobre el papel carbón para que traspase tanto y deje marcas en todas las hojas.

La niña no ha conocido a las hermanas de su padre. A su madre le preocupa que contagien a la pequeña, que eso la marque, que la impregne, que no se borre.