De la Tierra a la Luna - Julio Verne - E-Book

De la Tierra a la Luna E-Book

Julio Verne

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Beschreibung

Una novela científica y visionaria. Beatriz Actis nos sorprende con esta renovada versión del clásico invitándonos a sumarnos a un apasionado proyecto que nos llevará "De la Tierra a la Luna".

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© Letra Impresa Grupo Editor, 2022 / 1.a edición: enero 2022 / Guaminí 5007 (C1439HAK), Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina / Teléfono: 7501 1267

[email protected] / www.letraimpresa.com.ar

Verne, Julio

De la tierra a la luna / Julio Verne ; adaptado por Beatriz Actis. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Letra Impresa Grupo Editor, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-4419-56-9

1. Novelas de Aventuras. I. Actis, Beatriz, adapt. II. Título

CDD 843.9283

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción parcial o total, el registro o la transmisión por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin la autorización previa y escrita de la editorial.

DE LA TIERRA A LA LUNA

/ CAPÍTULO 1

El club del cañon

Al terminar la guerra de Secesión en los Estados Unidos, se creó en la ciudad de Baltimore un club especial. Estaba formado por quienes habían sido soldados de la Unión.

Antes de la guerra habían trabajado como empleados o comerciantes, y después de ella se convirtieron en soldados nostálgicos.

—Esos tiempos ya no existen… Se fueron para no volver —se escuchaba decir a varios de aquellos hombres.

Estaban contentos por la victoria de su bando, pero igual extrañaban la antigua camaradería entre los soldados, y les gustaba fabricar y coleccionar armas.

Entre 1861 y 1865, Estados Unidos sufrió aquella cruenta guerra civil en la que se enfrentaron el Norte y el Sur, que buscaban independizarse.

La Unión defendía las ideas del Norte. No solo proclamaban la unidad de todos los estados, sino que eran contrarios a la esclavitud (la que, en cambio, sí era aceptada por la gente del Sur). Fueron los norteños quienes ganaron la guerra.

Muchos de esos soldados del Norte integraron, tras declararse la paz, el llamado Club del Cañón.

La historia comenzó cuando alguien diseñó un nuevo cañón y se asoció con quien lo construyó. Ese fue el punto de partida del Club. Un mes después de su formación, se componía de unos… ¡treinta y dos mil miembros!

A todo el que quería entrar a la sociedad se le imponía como condición haber ideado o, por lo menos, perfeccionado un nuevo cañón (o, a falta de cañón, cualquier arma de fuego).

Es decir, entre sus miembros se contaban personas que habían contribuido a inventar alguna pieza de artillería. Para aquellos que no lo saben aún, la artillería es el conjunto de armas de guerra que disparan proyectiles de gran tamaño a largas distancias y que emplean, para eso, como elemento impulsor, una carga explosiva.

El presidente del Club del Cañón era Impey Barbicane y el secretario, J. T. Maston.

Una noche, estaban reunidos en uno de los salones del Club junto a otros miembros, cuando uno de ellos, Tom Hunter, dijo con tono risueño:

—¡Aquí no hay, a lo sumo, más que un brazo por cada cuatro personas y dos piernas por cada seis!

Es que casi todos llevaban en el cuerpo señales evidentes de su paso por los campos de batalla.

—¡Así es! —exclamó Bilsby, otro de los miembros, con mezcla de resignación y orgullo, señalando el brazo que le faltaba.

—Quién más, quién menos —añadió el coronel Blomsberry—, todos tenemos muletas o brazos artificiales o patas de palo...

—… o narices de platino o manos postizas —completó el listado Hunter—, excepto nuestro presidente que, extrañamente, se encuentra ileso.

Después de un breve silencio, habló Maston, el secretario, que había permanecido pensativo mientras conversaban sus compañeros:

—¿Dedicaremos los últimos años de vida al perfeccionamiento de las armas de fuego? ¿O se presentará, tal vez, una nueva oportunidad de ensayar el alcance de nuestros proyectiles?

—¡Les aseguro que habrá pronto otra oportunidad y que no será una guerra! —respondió con ímpetu Barbicane. Y se agitó en su asiento, inquieto, con la mirada perdida y un aire misterioso.

Al día siguiente de aquella conversación, cada integrante del Club del Cañón recibió esta carta:

Baltimore, 3 de octubre

El presidente del Club del Cañón tiene el honor de informar a sus colegas que en la sesión del 5 del corriente, en el horario habitual, se dará a conocer una noticia de la mayor relevancia. Por ello, se les solicita que, aunque tengan programadas para ese día otras actividades, igualmente acudan a la cita. Es importante.

Saludos cordiales,

Impey Barbicane

Presidente del Club del Cañón

El 5 de octubre, poco antes de las ocho de la noche, una multitud se apiñó en los salones del Club. Las salas y los corredores, decorados con armas de todo tipo, se encontraban repletos de hombres ávidos que aguardaban conocer qué tenía para comunicarles el presidente. Conversaban ruidosamente, se consultaban unos a otros qué suponían sobre la noticia inminente e intentaban controlar la ansiedad que esa incógnita les despertaba.

En la vereda y en los alrededores, quienes habían llegado a la sesión desde otras poblaciones cercanas a Baltimore se empujaban para tratar de ubicarse lo más cerca posible de la entrada del Club.

—¡No me pisotee, camarada! —se oía decir a cada rato.

Todos esperaban con impaciencia el comunicado del presidente Barbicane, quien guardaba silencio mientras presidía la reunión desde una mesa (en realidad, una larga plancha de hierro sostenida por una pieza de artillería) que estaba ubicada sobre un estrado.

A su lado se encontraba el secretario Maston, que tenía enfrente de sí una pila de papeles en blanco, una pluma y un tintero hecho con un casco de metralla.

Al fin, el gran reloj del salón dio las ocho de la noche.

Barbicane se levantó de golpe, como movido por un resorte, y comenzó su discurso:

—Como sabrán, estimados miembros del Club del Cañón, los norteamericanos aventajamos a los europeos en la ciencia de la balística, que investiga el alcance y la trayectoria de los proyectiles que disparan las armas de fuego.

Esta afirmación inicial despertó la algarabía de los presentes que, a través de gestos y ademanes, comenzaron a mostrar su aprobación.

El presidente continuó:

—Teniendo en cuenta lo antes señalado, hace un tiempo comencé a preguntarme si este siglo XIX nos daría la oportunidad de encarar una gran empresa, digna de los progresos de la balística que hemos desarrollado.

La multitud mostró ya no solo aprobación, sino entusiasmo a través de murmullos crecientes y algunos aplausos aislados.

Como había mucho ruido, el secretario (que intentaba tomar nota de lo que Barbicane decía) tuvo que pedir silencio para que el orador pudiese continuar:

—Investigué, calculé, pensé y llegué a este plan cuya realización a otros resultaría imposible, pero a nosotros no. Nadie puede decir que no ha visto la Luna o que no ha oído hablar de ella. Se sabe de la Luna todo lo que la astronomía, la matemática, la geología y la óptica pueden saber, pero hasta ahora no se pudo establecer comunicación directa con ella.

Los asistentes a la reunión se mostraron intrigados; algunos conversaban entre ellos o reflexionaban en voz alta y otros les pedían que se callaran.

El presidente dijo:

—Se sabe también que el poder de los cañones y de la pólvora es ilimitado. Pues bien, partiendo de estas ideas, les propongo la construcción de la mayor pieza de artillería que se haya conocido hasta ahora: ¡un cañón tan gigantesco y potente como para enviar una bala a la Luna!

/ CAPÍTULO 2

¡Viva la Luna!

La multitud presente en la asamblea del Club del Cañón estalló ante el anuncio de su presidente. Se escuchaban gritos desaforados dentro del salón y afuera, en las calles:

—¡Hurra, hurra, hurra!

—¡Hurra por la Luna!

—¡Tres veces hurra!