De mano en mano - Alicia Molina - E-Book

De mano en mano E-Book

Alicia Molina

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Beschreibung

Mariana ansía unos tenis, Toño quiere ver feliz a su mamá, lo que más desea Sofi en el mundo es una mascota, Pablo añora ver a su madre de nuevo, Emilia quiere aprender a hacer malabares y Lucía está decidida a tener una fiesta de cumpleaños. Las niñas y niños protagonistas de estos cuentos tienen deseos y anhelos que cumplir, pero no saben que todo lo que quieren se volverá realidad con un simple objeto que pasa de mano en mano… ¿Qué será lo que los une?

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Seitenzahl: 173

Veröffentlichungsjahr: 2025

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ALICIA MOLINA

 ilustrado porVÍCTOR GARCÍA BERNAL

Primera edición, 2024 [Primera edición en libro electrónico, 2024]

Distribución mundial

© 2024, Alicia Molina, texto © 2024, Víctor García Bernal, ilustraciones

D. R. © 2024, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho Ajusco, 227; 14110 Ciudad de México

Comentarios: [email protected] Tel.: 55-5449-1871

Colección dirigida por Horacio de la Rosa Edición: Susana Figueroa León

Se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.

ISBN 978-607-16-8560-5 (rústica)ISBN 978-607-16-8607-7 (ePub)ISBN 978-607-16-8612-1 (mobi)

Hecho en México - Made in Mexico

Índice

  

Cambio de planes

Cazador de talentos

Boronas

10 de mayo

La apuesta del Güero

Ocho bolas en el aire

El canto del Grillo

La fiesta de Lucía

En busca de Orión

El complot de las princesas

   Para Paco, a 60 años de nuestro primer sí.A. M.

 Para mi jefita, hasta allá adonde anda, y a mi jefesiux, mi mano izquierda.V. G. B.

Capítulo 1Cambio de planes

   Cuando su mamá le explicó que iba a tener que ir a la escuela vespertina, Mariana no estuvo de acuerdo y repeló lo más fuerte que pudo.

Primero se fue a llorar al baño, cuidando de hacerlo con suficiente volumen para que todos en el vecindario la escucharan. Su mamá trató de consolarla, pero ella no se lo permitió. Dispuesta a convencerla a como diera lugar, se puso a escribir sus razones, una por una:

—La vespertina no es de tiempo completo, y no nos dan de comer, eso va a ser más trabajo para ti, además, no hay club de lectura, clases de danza ni computación, tampoco salimos con la tarea hecha, la tendrás que revisar tú. En mi escuela yo veo que Migue coma bien, y que el Chuy termine sus planas (eso también te va a tocar hacerlo a ti). Si se te hace tarde para recogernos, juego con mis hermanos, y doña Lucha, la conserje, nos echa un ojito a los tres. La mayoría en mi salón somos amigos desde el jardín de niños. Al grupo de 5º B nos va a tocar de nuevo la maestra Luisa, que es la mejor de la escuela, en cambio en la tarde quién sabe cómo serán los maestros, y de los compañeros no conozco más que a Rebeca, que me cae muy mal. Además, tengo dos preguntas: ¿por qué soy yo la que se queda en la mañana a recoger el tiradero que hacemos todos?, ¿por qué a mí siempre me toca hacer lo que los demás quieren?

—Tienes muchos y muy buenos motivos, hija. Cada uno cuenta, aunque tener la razón a veces no es suficiente. ¡Qué más quisiera yo, que todo siguiera como antes!, pero ahora que tu papá se fue a trabajar al otro lado, a todos nos toca ayudar. Yo me tengo que poner a chambear para poder ahorrar todo lo que él nos pueda mandar, así estará menos tiempo lejos. Tu bisabuelita, ya ves cómo está, no se puede quedar sola mucho tiempo, no se le vaya a ocurrir prender la estufa o se caiga y ni quién la ayude.

En el fondo, Mariana sabía que así estaban las cosas y como decía su bisa, ella tendría que ponerle muy buena cara a este pésimo tiempo, porque ni modo de estar mal y, encima, de malas.

Al irse su papá, la rutina de la casa cambió de golpe. Cuando estaba en cuarto año, él los llevaba a la escuela y empezaba a hacer bromas desde el desayuno, así que, para cuando llegaban a la reja de la primaria, ya se habían reído un buen rato. Doña Lucha siempre le decía:

—¿Qué le da a sus chamacos que los trae tan contentos?, ni parece que vienen a la escuela.

—Pa’ reír es esta vida, si no, ¿pa’ qué? —respondía él, entre carcajadas.

Esa alegría que contagiaba a todos, era lo que más extrañaba Mariana.

Ahora su mamá era quien dejaba a sus hermanos en la escuela, pero los tenía que llevar muy temprano para que le diera tiempo de llegar antes de las ocho a abrir el café que atendía.

La escuchaba levantarse todavía de noche para darse tiempo de dejar hecha la comida y ver que cada uno tendiera su cama antes de irse. Mariana se quedaba a recoger los trastes del desayuno.

Al principio desayunaba temprano con sus hermanos y su mamá, pero luego le dio por almorzar y hacerle plática a la bisa, aunque le contara las mismas historias una y otra vez. Ya se las sabía, pero le divertía ir adivinando sus palabras. Además, tenía un proyecto secreto: había comprado una libreta azul donde iba copiando los refranes y los dichos de doña Loreto. Era un regalo que estaba preparando para el cumpleaños de su papá. “Los dichos de mi abuela son semillitas de bien pensar”, decía él con frecuencia.

A veces, cuando la anciana se cansaba de platicar, entrecerraba los ojos y se perdía en sus recuerdos. Mariana, entonces, sintonizaba la radio en una estación de puras canciones viejitas que su bisa recordaba de su juventud, y ella había ido aprendiendo de tanto oírlas. Muy alegres, cante y cante a duo, mientras ella recogía el tiradero de sus hermanos, iba pasando la mañana.

Lo malo de ir a la escuela en las tardes era que no podía salir a jugar a la calle porque en la mañana no había nadie. Todos estaban en clases o haciendo el quehacer de su casa. Así que, ni modo, cuando la abuela empezaba a cabecear, ella hacía la tarea.

Dos semanas después de iniciado el curso, tuvo que reconocer que no le fue tan mal con el cambio de horario. Le tocó un buen maestro, se llamaba Fidel Negrete. Enseguida detectó que a la nueva alumna le gustaba leer y empezó a prestarle libros de la biblioteca de aula.

Además, y eso Mariana no lo podía creer, la Rebeca que le caía tan gorda cuando fueron compañeras en primer año porque llegaba con sus botines y sus moños de colores a juego con el vestido, ahora ya no le pareció tan presumida. Le dio la bienvenida muy contenta y enseguida le presentó a las otras niñas, diciéndoles que la recién llegada era justo lo que faltaba en su grupo, alguien de veras buena para los deportes.

Se quedó observándola y no le pareció tan creída como antes. Ya no usaba esos zapatitos de colores, sino unos tenis negros con rayas rojas, como todas las de su equipo.

Poco a poco fue conociendo a las demás. Eva era estudiosa y tenía unos cuadernos muy ordenados. Le prestó los del año anterior y allí pudo comprobar que iban al parejo con los de la matutina. Habían cumplido con todo el programa de cuarto. Male era muy simpática. No era que contara chistes o hiciera bromas a las demás, sino la forma en la que se burlaba de sí misma y se reía de lo que le pasaba cada día. Nora era tímida y hablaba poco, pero a la hora de resolver problemas se veía que estaba atenta a todo lo que pasaba.

Primero descubrieron que hacían buen equipo en las carreras de relevos. La más rápida resultó ser Mariana y por eso la ponían en primer lugar, para salir con ventaja. Aunque algunas eran menos ágiles, cada una estaba atenta para no perder tiempo en el relevo. Se sincronizaron muy bien y luego las pasaron a las carreras de vallas, ahí no era sólo la velocidad sino el reto de saltar más alto y de coordinarse. A Mariana le gustó cómo aprendían unas de otras y mejoraban cada semana. Pronto empezaron a hacer equipo también en las tareas escolares y en las actividades de educación artística.

 ***

 A Mariana le caía muy bien la vecina de al lado. Adela era una señora joven que tenía un par de gemelos de diez meses a los que vestía como muñequitos, siempre iguales. Muy acomedida, le decía:

—Si tienes cosas que hacer, déjame a doña Loreto en el patio y desde acá, mientras cocino, platicamos y le echo un ojo.

Allí la dejó la mañana en que fue a buscar tortillas en una carrerita. Lalis, la encargada, la dejaba pasar sin hacer fila, pues todos sabían que no podía dejar sola a la abuela mucho rato. Se formó enseguida de Romualdo, a quien ya estaban atendiendo, era un chalán que iba por tres kilos para la tropa de albañiles que tenía meses arreglando la casa de la esquina.

Mientras esperaba, vio llegar a la señora Perla en ese coche grandotote que nunca encontraba lugar para estacionar y que ella dejaba a media calle, estorbando el paso. Era la dueña de esa tortillería y de varias más. Venía todos los miércoles a recoger su cuenta de la semana y a regañar a Lala por desordenada y platicadora.

—Por eso se hace esa cola tan larga y algunos terminan yendo a comprar pan —reclamaba impaciente.

Mariana vio clarito cómo, en su prisa, Perla se bajó del coche con la bolsa abierta, dejando tras de sí un reguero de cosas: su pañoleta roja, un cepillo redondo, dos barnices de uñas, uno se rompió y el otro no, el monedero, lápiz y pluma, crema, esa bolsa de colores chillones donde guardaba su maquillaje, el paquete de galletas, una coca de lata. ¿Cómo le cabía tanto? Entre varios le ayudaron a recoger y ella en vez de agradecer les gritaba:

—No tomen mis cosas, no toquen, son mías.

En eso, Mariana vio un billete que no venía en el dichoso monedero morado que Perla recogió primero. Ese billete se quedó solitario, entre la llanta trasera del coche y la banqueta. Ella lo levantó con la intención de regresarlo y alcanzó a su dueña cuando ésta entraba a la tortillería.

—Mira lo que me haces hacer, por tu desorden —le gritaba doña Perla a Lala.

Mariana le jaló la falda para llamar su atención y devolver el billete. Pero lo que recibió fue un regaño destemplado:

—No me jalonees, chamaca igualada, pues ¿qué te crees?

Mariana dijo muy seria:

—Yo no me creo nada —y muy enojada, guardó el billete de doscientos pesos en el bolsillo de su suéter verde y volvió a formarse para recibir el kilo de tortillas que ya le había envuelto su amiga Lalis.

Cuando regresó a la casa, fue a guardar el dinero en el cajón de su buró y le preparó el almuerzo a su bisa. Hizo unos tacos de queso con la salsa de tomate que había preparado su mamá antes de irse. Le sirvió el jugo de una naranja y al final su cafecito con pan.

La bisabuela estaba platicadora. Le contó que en su pueblo decían que los jimagüas, los cuatitos pues, como los de Adela, la vecina, venían juntos a la vida para ayudarse, para enseñarnos a todos que la tristeza cuando se comparte se hace menos y la alegría en compañía se hace más.

A Mariana la última frase le sonó a refrán, así que sacó la libretita azul para anotarla. Platicaron un poco más y, al final, como para cerrar la charla, su bisa soltó un dicho que parecía dirigido a ella:

 

 

—Tos, amor y dinero no se pueden esconder...

“¿Cómo lo sabe, si ni he sacado el billlete?”, se sorprendió Mariana. Ni imaginar que la hubiera visto desde el patio, si no traía lentes.

La bisabuela se meció en su sillón hasta quedarse dormida, y Mariana terminó temprano la tarea.

Cuando la oyó roncar, sacó el billete del cajón del buró y lo contempló. De un lado tenía a Sor Juana, Juana de Asbaje y Ramírez de Santillán. Se había aprendido su nombre porque se apellidaba Ramírez, como su familia, y era de Nepantla, un pueblo cercano al de su papá: Amecameca. A lo mejor tenían un parentesco lejanísimo… Era bonita la monja.

Por el otro lado, estaba dibujada la hacienda de Panoaya, donde la famosa escritora vivió unos años. Se ven también el Popo y el Ixtla dibujados al fondo. Mariana ha ido varias veces a ese lugar. Ahora es un parque donde hay venados que se dejan acariciar y hay un laberinto de verdad en el que juega con sus hermanos a perderse y encontrarse.

El billete tenía una marca, esa especie de palomita con la que Lalis señalaba el dinero que anotaba en sus cuentas. No era una simple raya como la que usaban en la escuela para marcar los aciertos, era una paloma muy bien dibujada, con cabecita, cuerpo, cola y sus dos alas abiertas como si esperara un soplido para echarse a volar. Mariana hasta intentó copiarla, pero no le salió tan bien.

Pensó y caviló qué comprar con ese billete de doscientos pesos, pero no se decidía. “Si compro pan se me acaba”, se acordó de la ratoncita del cuento.

Esa tarde en la escuela miró a Rebeca y a sus cuatro amigas sentadas juntas, con el uniforme y sus tenis. Eran un equipo, y ella ya era parte.

Entonces se le ocurrió que podría buscar en el mercado, donde vendían zapatos chinos, unos igualitos: negros con rayas rojas.

A la hora del recreo le preguntó a sus amigas dónde habían comprado sus tenis. Todos venían del mismo lugar. La tienda de productos chinos del mercado de la colonia.

Mariana, como prueba de confianza y amistad, les contó con detalle cómo se había hecho del billete.

Todas fueron opinando por turnos.

Male pensaba que sí era un robo, pero que estaba muy justificado porque quiso devolverlo y la señora ni la dejó hablar. Rebe dijo que era un robo justiciero porque esa señora tenía fama en toda la colonia de ser una altanera de lo peor. Eva opinó que ni siquiera fue robo porque el billete estaba tirado en el piso, no era como si se lo hubiera sacado del monedero. Nora dijo que se lo podía gastar en lo que quisiera porque esa señora ni lo necesitaba ni lo iba a extrañar.

Avalada por las opiniones de su grupo, Mariana decidió comprarse los tenis.

Pero ¿qué le iba a decir a su mamá? No podía inventar que se los regalaron, no lo creería, además, iba a insistir en dar las gracias y, ¿a quién?

Al final de la última clase se le ocurrió una solución. Le diría a su mamá que se había encontrado el dinero en la calle, lo que era cierto, y que no había nadie cerca que lo hubiera podido perder. Esto, como ya sabemos, no sucedió exactamente así.

Cuando regresó a la casa ya estaban todos esperándola. Estuvo a punto de sacar el dinero y contar la historia que había urdido, pero no se atrevió a hacerlo enfrente de la bisa. Desde esa mañana sentía que le leía la mente.

El sábado acompañó a su mamá al mercado. Ya estaban cerca de la tortillería cuando tuvo la idea de fingir que encontraba el dinero. Si su mamá lo veía allí tirado, sabría que de veras fue pura suerte.

—Mira, ma, mira lo que me encontré: ¡un billete!

—A lo mejor se le cayó a alguien.

—No hay nadie en la calle.

—Allá en la esquina va doña Perla, la dueña de la tortillería.

Antes de darse cuenta ya había pasado todo:

Su mamá llamó a la señora esa y corrió a entregarle el dinero.

La tal Perla al principio dijo que no era de ella, pero vio la marca de Lala en el billete y se lo embolsó. Ahora sí dio las gracias.

La mamá de Mariana regresó con su expresión sonriente de misión cumplida. Ella, en cambio, no sabía que cara poner. Sentía que esa mujer la humillaba por segunda vez. No halló cómo poner en palabras el coraje que sentía. Y, además, a quién le podía contar que el dinero que ella no devolvió, su mamá lo regresó sin saber.

Todo el camino al mercado fue dándole vueltas al asunto.

Tal vez sí había sido un robo lo del billete. Ella sabía que lo había tirado doña Perla, quizá tenía que haberle insistido y devolverlo o dárselo a Lalis para que ella lo entregara. Lo malo fue que la señora esa fue tan grosera.

Recordó su voz y sus malos modos cuando le dijo: “No me jalonees, chamaca igualada, pues ¿qué te crees?”

“Yo no la jaloneé —pensó Mariana—, apenas toqué su vestido. Y luego lo de ‘chamaca igualada’, como para decir que no somos iguales, que ella es más rica, más elegante, más quién sabe qué… Y el colmo, cuando me dijo: ‘¿Qué te crees?’. Como si yo, siendo una niña de la colonia, que iba a comprar a su tortillería, no tuviera siquiera derecho de hablarle.”

Y a esa señora horrible, orgullosa y mal pensada le había devuelto el dinero su mamá.

No podía explicarle lo que sucedió porque la iba a regañar. Seguro iba a decir:

—Sea como sea, el dinero era suyo.

Y en eso tendría razón, tal vez estaba bien así porque no iba a sentir culpa de nada. Si se compraba los tenis con ese billete siempre se iba a estar acordando de ella.

Cuando pasaron frente a la zapatería vio que los tenis que deseaba estaban de oferta y costaban exactamente los doscientos pesos que ya no tenía.

Para colmo, al regresar, escuchó cómo su mamá comentaba con todo detalle lo sucedido con la bisa, rematando:

—Lo que no entiendo es qué bicho le picó a Mariana que anda bien pensativa.

 ***

 Al día siguiente, la situación dio un vuelco inesperado. Como cada domingo, se levantaron un poco más tarde y fueron a comprar bolillos para preparar unos molletes con frijoles, quesito y salsa pico de gallo. La bisabuela tenía antojo de pan de yema, así que aprovecharon para consentirla.

Su mamá cocinó sin prisas y después del desayuno, todos le entraron parejo a la tarea de dejar la casa limpiecita y en orden para toda la semana.

A las once en punto, sonó el teléfono. Su papá era muy puntual para llamar cada domingo. Tenía muy buenas noticias: ¡había conseguido trabajo! Su experiencia como enfermero era muy valiosa allá. Romualdo, el amigo que lo animó a irse al otro lado, le consiguió una cita en el hospital donde estaba trabajando. Ellos habían sido compañeros en los estudios y luego en el hospital, así que lo conocía muy bien para recomendarlo.

Le consiguió una cita con su supervisor, llevó sus documentos, lo tuvieron a prueba unos días y supervisaban todo lo que hacía.

Finalmente, decidieron aceptarlo. Empezaría como camillero, pero en cuanto pudiera validar sus papeles, lo ascenderían. Cuando le dieran el puesto de enfermero, como el que tenía su amigo, ganaría casi cuatro veces lo que ganaba en México. Eso les permitiría cubrir su deuda de la vivienda en un año. ¡Estaban contentísimos! Después su mamá se fue a la recámara a terminar de hablar, pues lo que seguía era nomás entre ellos dos.

Un rato después volvió con el teléfono para que todos se despidieran de él. Allí fue cuando les dijo cuánto los extrañaba y también que le habían dado un pequeño adelanto. La mayor parte la usaría para instalarse, pero les acababa de depositar dinero para completar los gastos de la casa y diez dólares para cada uno de sus hijos.

—Cuánto son diez dórales —quiso saber Migue.

—Dó-la-res —corrigió Chuy.

—Como doscientos pesos —le respondió su mamá.

Cada uno empezó a imaginar qué haría con su domingo.

—Ni piensen que así va a ser cada semana. Esto es un regalito especial porque quiere compartir su primer sueldo, pero tenemos que ahorrar cada centavo para que valga la pena tanto sacrificio.

 ***

 El lunes su mamá regresó del trabajo muy temprano, había pedido permiso para ir al banco. Dejaron a doña Loreto encargada con la vecina y en una carrerita, Mariana la acompañó a cobrar la remesa que mandó su papá. Decidieron pasar al mercado a comprar fruta, y Mariana salió de allí estrenando unos tenis relucientes, negros con rayas rojas.

Iba súper contenta. Lo que más gusto le daba era que cada vez que se los pusiera no se acordaría de doña Perla, sino de su papá.

Al verla llegar, doña Loreto le guiñó un ojo y sentenció:

—El hombre propone, el diablo dispone, llega Dios y todo lo recompone.

—Loretito, creo que el refrán es al revés —comentó Adela, la vecina.

—No importa, Mariana me entiende porque ella sabe que: “Cuando te toca, aunque te quites, y cuando no te toca, aunque te pongas”.