Panthera leo - Alicia Molina - E-Book

Panthera leo E-Book

Alicia Molina

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Beschreibung

Julia pasa por un momento complicado: su mamá y su papá se van tres meses a terminar sus estudios fuera del país y la han encargado con su tía Sofía, por lo que, además de casa, también tendrá que cambiar de escuela. Allí conocerá todo tipo de especímenes, una elefanta protectora, una comprensiva jirafa, algunas cebras obedientes y una tigresa peligrosa con la que deberá enfrentarse en más de una ocasión. Julia deberá sortear muchos obstáculos sola y, en medio de todo, deberá encontrar tiempo para visitar a un amigo muy peculiar: Panthera leo.

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Primera edición, 2020 [Primera edición en libro electrónico, 2020]

© 2020, Alicia Molina, texto © 2020, Jacqueline Velázquez, ilustraciones

D. R. © 2020, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios y sugerencias: [email protected] Tel. 55-5449-1871

Colección dirigida por Horacio de la Rosa Edición: Susana Figueroa León

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-6971-1 (ePub)ISBN 978-607-16-6906-3 (rústico)

Hecho en México - Made in Mexico

ALICIA MOLINA

ilustrado por JACQUELINE VELÁZQUEZ

Para Inés, con todos los abrazos que la pandemia nos robó.A. M.

A mi familia, que siempre me hace sonreír y es feliz viéndome dibujar. J. V. G.

Índice

Un nuevo territorio

Dejar huella en territorio ajeno

Panthera leo cae en la trampa

Las amenazas se concretan

Frente a frente

Fortalecer alianzas

Viaje a un pozo profundo

Aprender a ver, aprender a oír

Un nuevo territorio

El día en que todo cambió amaneció muy tranquilo. Julia saltó de la cama en cuanto escuchó el trajín de su papá en la cocina. Todos los sábados a él le tocaba servir el desayuno. Preparaba jugo verde en la licuadora vieja que sonaba como matraca; después abría y cerraba todos los anaqueles en busca de una sartén para hacer frijoles refritos chinitos, chinitos, y volvía a abrir cada una de las puertas para hallar una cazuela de barro en la que ponía a sazonar el platillo que le había ganado el apodo de el Gran Chilakiller.

Luisa, la mamá de Julia, debía de haberse levantado mucho más temprano, pero ella trabajaba en silencio y descalza, así que nadie la oyó cuando anduvo, de cuarto en cuarto, vaciando cajones y sacando ropa para terminar de armar las tres maletas panzonas que estaban alineadas al final del pasillo.

Se saludaron con los besos tronados que acostumbraban los fines de semana y se sentaron a la mesa esperando que Enrique terminara de “emplatar” la comida. Ese terminajo era una burla familiar y se refería a la tía Sofía. La hermana de su papá había tomado un curso de gastronomía muy elegante, y ahora en su casa la comida no se servía, se “emplataba”.

Luisa aclaró que había terminado de guardar el equipaje que consideró indispensable. En cuanto desayunaran, padre e hija debían revisar sus cajones y armarios por si se había quedado algo sin lo que no pudieran vivir durante los próximos tres meses.

Allí fue donde Julia puso los pies en la tierra y recordó de sopetón que ese día, a las seis de la tarde, sus papás se irían a Inglaterra a terminar sus maestrías y ella se quedaría con la tía Sofi, en lo que prometía ser un largo, largo trimestre.

Se sentó en las piernas de su mamá y se dejó apapachar largo rato. Después fueron juntas a recoger todo lo que Julia iba a necesitar con urgencia: un cachorro de león de peluche, los libros de Harry Potter, sus revistas, varios DVD sobre animales en peligro de extinción, las cintas de colores para el pelo y sus materiales para encuadernar por si un día se aburría tanto que le diera por trabajar.

Su papá, en cambio, no necesitaba nada. Todos sus documentos estaban en la nube y de allí los bajaría en Londres. Fuera de sus pantuflas viejas y sus pantalones vaqueros, que fue lo primero que Luisa guardó, nada más le urgía.

Llenaron una mochila deportiva con las cosas que Julia no podía dejar de ninguna manera y se dedicaron a ordenar el departamento para dejar todo muy limpio.

Llegó la hora de comer. Fueron juntos a la taquería del barrio y aprovecharon para volverse a despedir de amigos y vecinos.

De regreso a casa, Luisa hizo una larga lista de pendientes de los que se tendría que ocupar Lupita, la portera. La leyó en voz alta por si se les ocurría algo más y sí, Luisa se acordó de que había que retirar las flores secas para que siguieran floreando sus geranios, y Julia anotó que no debía olvidarse de cerrar las ventanas al terminar de hacer la limpieza semanal para que no se fuera a meter el gato del vecino del departamento cuatro.

Terminaron de dejar todo en orden y le entregaron a Lupita la lista con las recomendaciones, los teléfonos a los que podría recurrir en caso de algún problema y las llaves de la casa. Con todo en su lugar, se sentaron a esperar a Sofía, quien los llevaría al aeropuerto.

Entonces vino el momento de los regalos. Julia había preparado para sus papás un álbum que rotuló con letras grandes: “¿De qué se ríen?”, que incluía las fotos más divertidas que se tomaron ese año. Debajo de cada imagen anotó la fecha, el lugar y la explicación de qué había detrás de cada carcajada. Le quedó muy colorido y hermoso.

Su mamá le compró un celular con el que podrían mandarse mensajes de un continente a otro. Lo dudaron mucho pues siempre habían pensado que ese sería su regalo de trece años, cuando ya estuviera en la secundaria y lista para cuidarlo y hacer buen uso de él.

Sin embargo, aunque apenas iba a cumplir doce, de alguna manera tenían que cruzar el océano para seguir en contacto. Así podrían estar comunicados todo el tiempo. Además, se enlazarían por videollamada los domingos en la noche.

Su papá le regaló una cámara para su nueva clase de fotografía. Era semejante a la de él, aunque un poco más chica y bastante menos sofisticada.

Volvieron a abrir las maletas para guardar los regalos y, cuando las estaban cerrando, con puntualidad inglesa, llegó Sofía.

No había manera de meter todo el equipaje y además cuatro personas en el coche de la tía. Sofía propuso que se despidieran de la niña. Ella los dejaría en el aeropuerto y regresaría a recogerla.

Julia iba a protestar, pero no tuvo que hacerlo porque su mamá detuvo un taxi, metió en él la mitad de las maletas y se subió llevando de la mano a Julia.

Ya en el aeropuerto, después de documentar a las panzonas, los cuatro se sentaron en la cafetería. Enrique pidió tres cafés y, para Julia, una malteada de fresa con chispas de chocolate.

Dejaron hablar a Sofía, que llenó los silencios sin darse cuenta de lo que hacía, mientras ellos tres se contemplaban sin decir palabra, acariciándose con la mirada.

Finalmente oyeron una voz impersonal y mecánica anunciando el vuelo, primero en un español confuso y después en un clarísimo inglés. Se pusieron de pie, caminaron juntos hasta la puerta de embarque donde se trenzaron en un abrazo fuerte, con los ojos húmedos, pero sin soltar las lágrimas para no desencadenar el diluvio que cada uno traía guardado.

Justo después de que los viajeros cruzaron la línea, Julia y su tía caminaron en silencio hasta el estacionamiento.

Sofía puso en marcha el auto, surcaron el tráfico pesado de esa zona y cuando llegaron al Viaducto pisó el acelerador y se concentró en manejar de manera ágil y segura, siguiendo las instrucciones que le daba el celular para esquivar los atascos. El cielo empezó a llover y la niña comenzó a llorar suavemente, sin hacer ruido. Sofía le pasó un pañuelo desechable y luego otro y otro. Cuando la lluvia amainó, ya casi para llegar al edificio de Sofía, también se fueron secando las lágrimas de Julia.

Sofía le acarició la rodilla a su sobrina y le dijo, intentando sonar comprensiva:

–Seguro que los tres meses se van volando.

–Eso mismo dice mi papá –repuso Julia–, pero a mí me parece que será muuuy largo. Vendrán hasta mi cumpleaños.

–Y te traerán regalos muy lindos, ya verás. A mí cada año me parece más corto, es como si los cumpleaños llegaran un mes antes cada vez.

–En cambio a mí me parece que tardará una eternidad en llegar el mío.

A Julia siempre le había gustado el mini departamento de su tía, en ese súper lujoso edificio. Era tan chiquito que, como ella decía, no había lugar para el desorden. Cada cosa estaba en su lugar y no había nada allí que no fuera indispensable.

Tenía una recámara, un estudio que se convertía en sala de estar cuando tenía visitas o en otra habitación si era necesario, un baño con todo lo imaginable, una cocina amplia con una mesa para cocinar, para comer o para hacer algún trabajo que requiriera más espacio que el del mínimo escritorio.

Al fondo del pequeño corredor estaba un marco con fotos digitales. Cuando lo accionaba se iban desplegando una gran cantidad de fotos que narraban puntualmente la historia de Sofía.

La primera foto mostraba a los abuelos cuando eran muy jóvenes, tomados de la mano en lo que parece un paseo dominguero a Xochimilco; la segunda era su retrato de bodas, tiesos, pero sonrientes; en la tercera la pareja ya está cargando a Sofi de bebé; en la cuarta son ellos tres, pero en las piernas de la niña de seis años, ya está sentadito Enrique; en la siguiente los hermanos se gradúan, él de primaria y ella de preparatoria, están todos menos el abuelo; para la siguiente graduación, él de prepa, ella de la universidad, ya falta también la abuela.

Luego vienen algunas fotos de paseos que los hermanos hicieron juntos. En una de un lanchón en el Cañón del Sumidero ya aparece Luisa, aunque sólo como parte de un grupo de amigos que celebran quién sabe qué.

Luisa y Enrique el día de su boda: al lado derecho el familión que formaban los Huerta, a la izquierda, la mínima familia de Enrique: Sofía, que adoptó un aire curioso, una mezcla de madre y hermana mayor.

Julia recién nacida, cargada por sus papás; luego una con Sofía, su madrina. Las que siguen son fotos en el laboratorio químico en donde trabaja: le otorgan premios y reconocimientos, recibidos uno tras otro con la misma sonrisa, complaciente pero no del todo satisfecha. También hay algunas donde se le ve muy divertida con un grupo de amigas o con algún galán.

El departamento era chiquito, sin embargo, todo indicaba que la tía había hecho preparativos para recibir a su sobrina. Le había despejado la mitad del clóset para que colgara su ropa, aunque para eso tuvo que guardar en cajas y bajar a la bodega sus suéteres y chamarras de invierno.

Desocupó la mitad del cajón de la mesa donde guardaba artículos de escritorio y allí colocó una caja de colores y un estuche con plumas y lápices nuevos para que viera que podría guardar lo que necesitara para hacer la tarea.

También liberó una repisa completa en el baño donde su sobrina podría colocar champú, crema, peines y cepillo de dientes. Camuflada como mesita de noche, junto al sofá cama de la sala, colocó una caja con sábanas y cobijas cuidadosamente dobladas.

Y en la cocina, junto a la granola que desayunaba Sofía todas las mañanas, el cereal preferido de Julia.

Se sintió muy bien recibida, como siempre, en casa de su tía, sólo que esta vez no sería por dos o tres días como en otras ocasiones en que se había quedado para que sus papás pudieran asistir a un congreso o a un viaje de la universidad en la que trabajaban. Esta vez sería por tres meses. ¿Cabría allí por tanto tiempo?

Se entretuvieron colgando la ropa de Julia que apenas cupo en su mitad del clóset. Sofía no hallaba lugar para el peluche, los libros, las revistas y los DVD, pero entre las dos se dieron maña para irles encontrando un lugar en los entrepaños del estudio y en las cornisas de las ventanas.

Ya con todo en su lugar, armaron juntas el sofá cama donde dormiría los próximos meses. Cuando la dejó bien acurrucada entre las almohadas y tapada hasta la barbilla con el edredón azul, su tía se fue finalmente a la recámara.

Allí, Sofía pensó sus propios miedos. Por algo nunca había tenido hijos. ¿Qué iba a hacer con la niña durante tanto tiempo? Eran doce fines de semana que organizar para hacer algo juntas, eso sin contar con que habría que levantarse al alba para subir al gimnasio a hacer ejercicio y bajar a tiempo para hacerle el desayuno, reorganizar su horario para regresar a merendar con ella todos los días, ni hablar de salir con las amigas o con un galán, aunque pensándolo bien, alguna vez sí podría dejarla con doña Lupe en su departamento o pedirle a la señora Maru que la cuidara.

¿Por qué dijo que sí? ¿No hubiera sido mejor que la mandaran al pueblo con los Huerta? Ella la habría ido a visitar algunos fines de semana y asunto resuelto, pero no. Tuvo que reconocer que casi peleó por que le dejaran a la niña, insistió tanto en que ella la cuidaría con el mismo esmero con el que se hizo cargo de Enrique desde que se quedaron huérfanos, que Luisa no tuvo más remedio que ceder.

La parte difícil de negociar fue el colegio. Luisa, Enrique y desde luego Julia, hubieran preferido que fuera ella quien se cambiara de casa para que la niña siguiera inscrita en su misma escuela. A Sofía eso no le convenía, hubiera alterado toda su rutina. Prefería inscribirla en donde estaba la hija de su jefe, ella cubriría la cuota. Era un colegio magnífico y por la recomendación de don Roberto, el director estaba dispuesto a hacer una excepción y recibirla sólo por un trimestre.

Julia se negó durante semanas, hasta que descubrió que allí tenían clase de fotografía. De todas formas, hizo prometer a sus maestros que le guardarían su lugar en su escuela de toda la vida, para terminar sexto año de primaria con sus compañeros de siempre.

El domingo amaneció un poco tarde. Aquí las persianas eran espesas y no pasaba ni un poquito de luz. Había que poner despertador hasta los fines de semana. Desayunaron y recogieron los trastes repitiendo una rutina que ya tenían muy entrenada por las veces que se había quedado a dormir: mientras una lavaba, la otra secaba, y lo hacían platicando sobre la infancia de Enrique.

Una vez más, Sofía le contó cómo desde muy chiquito su papá estuvo interesado en la naturaleza y especialmente en los animales: los curaba con tanta paciencia que todos pensaban que sería veterinario, pero de repente eligió física.

Sofía había cuidado de él desde que murieron sus papás y por eso eran tan unidos. Muy pronto se dieron cuenta de que para sobrevivir tenían que protegerse uno al otro.

–¿Tú no te casaste para cuidarlo?

–No, Julia. No me casé porque primero me enamoré de un tipo que ya estaba comprometido y después de otro que no quería compromisos. Ahora ya le encontré el chiste a vivir sin cuidar de nadie más que de mí misma.

–Pero estos meses te va a tocar cuidarme a mí.

–Y a ti cuidar de mí, ¿qué te parece?

Se arreglaron con esmero porque estaban invitadas a la casa del jefe de Sofía. Así conocería a su hija Maruca, quien iba a ser su compañera de grupo en el colegio, y aprovecharían para recoger los uniformes nuevos. La mamá de Maruca era muy amiga de Sofía y se había ofrecido a ayudarla.

Pasaron a comprar un postre delicioso y se encaminaron a la casa de los Macorra.

Sofi aprovechó para contarle un poco: Maruca, o Cuquis, como le decía su mamá, era hija única, aunque muy pronto tendría un hermanito. Su papá, quien era el jefe de Sofía en el laboratorio, estaba encantado de que, tantos años después, por fin tendrían un varón.

–Maruca es muy bonita, rubia como su mamá y muy, muy aplicada… Seguro que será una gran ayuda para que te aclimates pronto en este colegio.

La casa de la familia Macorra era inmensa. Dejaron el coche fuera y caminaron por un largo sendero que cruzaba el jardín hasta la terraza donde se serviría la botana.

Allí esperaba ya Naty, que fue al encuentro de Sofía. Se saludaron con la alegría de dos muy buenas amigas. En contraste, don Roberto no perdió nunca su actitud de jefe. Con sorpresa, Julia vio a Sofía entiesarse y adquirir un aire de empleada eficiente. No duró mucho. El jefe saludó a Sofía, a Julia no le dirigió ni siquiera una mirada, y con un gesto displicente advirtió que no podría comer con ellas porque tenía un compromiso, en el club de golf, con el señor Thompson, el director del corporativo internacional. Subió a su coche y se despidió tocando el claxon para indicar al portero que le abriera el portón.

Una llamada telefónica requirió en el comedor a Natalia, quien regresó contrariada. Tampoco Cuquis, su hija, comería con ellas.

–Fue a pasar la noche en casa de una compañerita y la mamá de esa chica no podrá regresarla a casa hasta pasadas las seis. Y ya ves, Roberto casi nunca está en México los fines de semana porque tiene que ir a supervisar la planta en Guadalajara, y hoy, que está aquí, tiene que atender al mero mero.

Natalia se veía realmente apenada, hizo todo lo posible para suplir, a base de amabilidad y una deliciosa comida, las ausencias familiares. Tras el postre, las llevó al cuarto de Cuquis para entregarles el uniforme que, a partir del día siguiente, usaría Julia. Lo recogió en la escuela el viernes, para ahorrarle el viaje a su amiga. Insistieron en que se lo probara, y fue entonces cuando la dejaron sola en la habitación de Maruca.

Julia observó con cuidado la espaciosa recámara. Todo parecía muy arreglado, pero en un orden que se imaginó, era el de Naty, la mamá. Los juguetitos, los adornos y hasta los pósteres y las fotos que adornaban las paredes parecían colocados allí por una decoradora con una idea muy estereotipada de lo que son los intereses y los juegos de una chica de doce años.

Pensó en su propia recámara. Era mucho más chica pero cualquiera que entrara allí descubriría a la primera que le encantaba leer, cuáles eran sus autores favoritos y quién era su cantante preferida; sabría que había ido de campamento con todo el grupo a las grutas de Cacahuamilpa; que coleccionaba piedras y las decoraba; que le encantan los leones y, si esa persona cualquiera fuera muy, muy observadora, detectaría también a sus tres mejores amigas, y notaría que, entre todo el grupo, el niño que más le gustaba, el que estaba en todas las fotos sin faltar una sola, era Alejandro.

Ella no descubrió sobre Maruca más que lo que ya sabía: que era una jovencita rubia y bonita que sonreía, sólo con la boca, en una foto de estudio colocada sobre el tocador.

El uniforme le quedó, como diría su mamá “pintadito”.

La sentaron a ver una película en la tele mientras las amigas platicaban y hacían tiempo para que llegara Maruca, de modo que se conocieran antes del primer día de clases de Julia. Pero la dueña de la enorme recámara nunca llegó.

Cuando ya eran las seis y media llamó para avisar que la llevarían hasta las ocho, así que Julia y Sofía se despidieron quitándole importancia a la descortesía.

–Ya tendrán tiempo de conocerse y platicar en el colegio.

Sofía vivía bastante cerca de la casa de los Macorra. En el breve trayecto, recordó que había visto el boleto de regreso del señor Thompson para esa misma noche. Contando el viaje al aeropuerto y las tres horas de espera antes de abordar, no le habría dado tiempo de comer en el club con don Roberto, ¡qué contratiempo!

Julia nunca había usado uniforme, así que la novedad la ilusionaba. No perdería tiempo eligiendo playera ni decidiendo si llevaba zapatos o tenis y si el suéter combinaba o no. Colgó cada una de las faldas en su rincón del clóset y guardó las camisas, el suéter y el chaleco en el único cajón que aún quedaba libre. Los zapatos los metió debajo de la cama.

A las ocho de la noche de acá, olvidando que eran las dos de la mañana de allá, se comunicaron por videollamada. Sus papás se veían súper agotados por el viaje y el dichoso jet-lag. El cambio de horario los traía atolondrados. Julia les mostró el suéter nuevo y los dos insistieron en verla uniformada, así que se lo puso para darles gusto.

El plan de Julia para esta semana era aclimatarse en ese colegio, y el de sus papás cumplir con todos los trámites necesarios en la universidad para registrar su investigación a tiempo y encontrar un cuarto en la zona universitaria.

En casa de los Macorra hubo fricciones esa noche. Los pleitos no eran claros nunca. Los definía un tono de sorna y sarcasmo que Maruca y su papá manejaban con soltura, y que Naty prefería ignorar porque temía la violencia que presagiaban.

Maruca llegó justo dos minutos después de que desapareció el coche donde iban Sofía y su sobrina Julia.

–No me digas que ya se fueron las visitas. ¡Qué lástima! –dijo con ese sonsonete que Naty identificaba muy bien–. Me hubiera gustado tanto conocerlas…

Unas horas más tarde, don Roberto abrió el portón de la entrada. Para disculparse por la hora, le dijo a Natalia:

–Ya ves cómo son esos gringos.

Ya que era su primer día en ese colegio, Sofía le preparó a Julia el lunch y se ofreció a llevarla. La había inscrito en el servicio de autobús así que el regreso lo haría en el camión, con el resto de los compañeros, a eso de las seis de la tarde.

Al ver que el colegio estaba tan cerca del edificio donde vivía su tía, Julia se sorprendió de que el autobús escolar hiciera una hora de recorrido para llevarla. Sofía le explicó que, como ella llegaba hasta las siete y media, prefirió que la dejaran en casa en la ruta de regreso, así daría un largo paseo en el camión, pero no estaría tanto tiempo sola.

Julia pensó que cuando estaba en casa muchas veces tenía que esperar hasta las ocho el regreso de sus papás y a nadie le preocupaba. Se ponía a hacer su tarea, a ver la tele o a leer, y el tiempo se iba volando.

–Es que yo, ya sabes, soy muy preocupona –se justificó Sofía.

Como el lunes Julia llegó muy temprano a la escuela, se entretuvo buscando entre los rostros desconocidos de sus compañeros a Maruca, la única niña que podía identificar pues la había visto, por lo menos, en foto. No la encontró, así que fue al baño.

Lo primero que escuchó fueron dos voces burlonas.

–Se supone que yo la tengo que ayudar a que se adapte, que vamos a ser muy buenas amiguitas, igualito que mi mamá y su tía, ja,ja –se rio con sorna una chica.

–Ya me imagino cómo le irá a la nueva, si tú eres su comité de recepción.

Mientras se lavaba las manos Julia descubrió, en el reflejo del espejo, a su “nueva amiga”. Maruca, la misma Cuquis que sonreía dulce en la foto de su recámara, rodeada ahora de otras jovencitas que le hacían coro, tenía una mueca burlona y amenazante. Suerte para ella: ya sabía a qué atenerse.

En el patio, Julia buscó la fila de su salón que estaba marcada en el piso y se formó detrás de un par de niños que hablaban de futbol. Como su tía escuchó las noticias camino a la escuela, Julia tenía un resumen del juego y lo aprovechó para inmiscuirse en la plática de sus compañeros. Al sonar la chicharra se formó detrás de ellos y entró al salón sin tener que hacer demasiadas preguntas.