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Santiago Morán era fuerte, orgulloso y apasionado, todo lo que no era el canalla con el que Lily había estado casada. Y fue en sus brazos donde descubrió que no era la mujer fría que creía ser. Pero un descubrimiento sorprendente hizo que Santiago creyera que Lily lo había traicionado y la echó de su lado… sin saber que era el padre de su futuro hijo. ¿Tendría que enfrentarse sola a la maternidad?
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Seitenzahl: 175
Veröffentlichungsjahr: 2010
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2005 Kim Lawrence. Todos los derechos reservados. DE OTRO HOMBRE, Nº 1705 - diciembre 2010 Título original: Santiago’s Love-Child Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres. Publicada en español en 2006
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-671-9343-5 Editor responsable: Luis Pugni
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Después de llevar diez minutos tratando de vender una idea casi todo el mundo se daría por vencido. Pero Dan Taylor no era uno de ésos. Algunos aseguraban que lo que le faltaba en talento no compensaba con su determinación. Y era cierto. Santiago Morán, a quien todo el mundo consideraba un hombre con mucho talento, escuchaba decir a su amigo, unos años más joven que él, por qué necesitaba que ese fin de semana fuera con él y dos amigas a su casa de campo.
—No.
La respuesta de Santiago era inequívoca y a Dan le sorprendió un poco su total falta de cooperación. Se estaba portando con la misma fría indiferencia que Dan había esperado de él hacía cinco años cuando se presentó en las oficinas londinenses de Morán International para pedir una oportunidad. Lo único que podía presentar a su favor era un tenue, más que tenue, vínculo familiar con los Morán.
Aunque había llegado esperando ser expulsado del impresionante edificio sin contemplaciones, lograr ser recibido por el presidente fue tan duro como había anticipado. Cuando por fin se encontraron cara a cara, Dan se sintió desfallecer. Santiago era mucho más joven de lo que él esperaba y mucho más duro e implacable.
Al verse delante de los ojos negros y penetrantes que lo contemplaban con una expresión helada y cínica, Dan dejó a un lado la presentación que tan cuidadosamente había preparado en los días anteriores y dijo:
—Escucha, no hay ninguna razón para que me des trabajo sólo porque un tío abuelo mío se casó con una prima lejana de tu madre. No tengo estudios. De hecho nunca he terminado nada de lo que he empezado, pero si me das la oportunidad no te arrepentirás. Lo intentaré con todas mis fuerzas. Tengo algo que demostrar.
—¿Tienes algo que demostrar?
La voz profunda del hombre sobresaltó a Dan.
—No soy un perdedor.
El hombre detrás del escritorio se puso en pie y lo observó durante un largo momento en silencio con aquellos penetrantes ojos que parecían descubrir todos sus secretos.
—Bueno, siento haberte molestado... —dijo por fin tras el largo e incómodo silencio.
—El lunes a las ocho y media.
Dan abrió la boca, sin poder creérselo.
—¿Qué has dicho?
Santiago alzó una ceja.
—Si quieres el trabajo, ven el lunes por la mañana a las ocho y media. Dan se dejó caer en la silla más cercana.
—No te arrepentirás —le juró entonces.
Dan había cumplido su promesa. No había tardado en demostrar su valía y, quizá más sorprendentemente, entre los dos hombres enseguida había surgido una estrecha amistad que se mantuvo cuando dos años atrás Dan dejó Morán International para montar su propia empresa.
Dan adoptó una expresión herida al mirar a Santiago en esos momentos.
—Debo decir que tu actitud me parece muy insensible.
—Si por insensible quieres decir que no pasaré el fin de semana entreteniendo a una mujer gorda, aburrida y mentalmente desequilibrada, y estoy citando tus propias palabras, para que tú puedas estar cortejando tranquilamente a tu Rebecca, sí, soy insensible.
—Rachel —le corrigió Dan—, y su amiga no está mentalmente desequilibrada. Sólo ha sufrido una depresión nerviosa o algo así.
—Me lo puedes repetir de mil maneras, pero la respuesta sigue siendo no, Dan.
—Si conocieras a Rachel no serías tan cruel —insistió Dan que no estaba dispuesto a pasar otro día más con su novia y la amiga de ésta.
—¿Es guapa?
—Mucho, y no me mires así. No es un romance pasajero, es la mujer de mi vida. Sé que lo es —insistió indignado al ver la cínica sonrisa que esbozó Santiago al escuchar su romántica admisión—. Y tú deberías ser más comprensivo, teniendo en cuenta... —Dan se interrumpió.
Santiago abandonó su intención de continuar trabajando y se apartó el pelo de la cara con un gesto cargado de paciencia.
—¿Teniendo en cuenta qué?
—¿No vas a casarte?
—Supongo que en algún momento será necesario que lo haga, sí —comentó con ironía.
—Ya sabes a qué me refiero —le dijo su amigo y primo lejano—. ¿No vas a casarte con esa cantante con la que sales fotografiado en todas las revistas?
—Esa cantante tiene un representante con mucha imaginación. Susie no está enamorada de mí.
—Bueno, es que... —empezó Dan con curiosidad.
—No es asunto tuyo —le atajó Santiago, que no permitía que nadie se metiera en su vida privada.
—De acuerdo, pero sigo pensando que no eres razonable. Sólo te pido que pasas el fin de semana en una preciosa casa rural restaurada por mí mismo —continuó insistiendo Dan—. Mira... mira, ésta es Rachel —dijo sacando una foto con los bordes arrugados del bolsillo—. ¿No es preciosa? Y sí, es algo mayor que yo, pero me gustan las mujeres maduras —añadió a la defensiva, poniéndole la foto delante de los ojos.
Con un suspiro Santiago tomó la fotografía de los dedos de su amigo y miró a la mujer alta y rubia que a él le pareció más o menos como todas las mujeres altas y rubias que conocía.
—Sí, es muy... —se interrumpió y palideció al ver a la persona medio oculta por la novia de Dan.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Dan con preocupación, al recordar que el padre de Santiago había muerto repentinamente con apenas cincuenta y cinco años de un ataque al corazón.
Dan trató de recordar cuáles eran los cuidados que debían administrarse a una persona cuando sufría un infarto, pero afortunadamente Santiago alzó los ojos y lo miró. Estaba pálido, pero desde luego no al borde de la muerte.
—Estoy bien, Dan —dijo Santiago que no estaba dispuesto a revelar que conocía a la mujer de la fotografía—. Esta mujer, ¿es la amiga de tu novia? —preguntó con cuidada indiferencia.
—Sí, ésa es Lily —admitió el joven sin entusiasmo—. Lleva tres semanas viviendo en casa de Rachel. Son amigas desde hace tiempo, pero desde que está aquí nunca puedo ver a Rachel a solas. Lily siempre está presente. Y creo que no le gustan los hombres. Al menos yo no. Por lo visto, el marido la abandonó y desde entonces está hecha polvo.
—¿Su marido la abandonó?
Dan asintió.
—No estoy muy seguro de los detalles, pero por lo visto eso fue lo que desencadenó la depresión.
—¿Están divorciados? —preguntó Santiago.
—Ya te he dicho que no conozco los detalles. Había invitado a un amigo este fin de semana para queme la quitara de encima, pero el tío ha tenido que pillarse las paperas.
—Qué desconsiderado por su parte —murmuró Santiago con sarcasmo, pensando deprisa, algo que se le daba siempre bien.
—No diré que lo ha hecho a propósito, pero, maldita sea, Santiago, llevó preparando este fin de semana desde hace meses —exclamó, y bajando la voz añadió—: Desde que compré el anillo.
—¿Le vas a pedir que se case contigo? —preguntó Santiago.
Para él, ser amiga de Lily no era la mejor recomendación.
—Seis años no es mucha diferencia.
—Insignificante —coincidió Santiago, divertido al ver que la diferencia de edad era lo único que parecía preocupar a su joven amigo—. Esto cambia las cosas —musitó en voz alta.
—¿Sí?
—Siendo un romántico como soy...
—¿Desde cuándo?
—Haré compañía a esa... Lily.
Dan estaba tan agradecido que Santiago tardó diez minutos en deshacerse de él. Cuando por fin se quedó a solas, Santiago sacó la fotografía que se había metido furtivamente en el bolsillo y la dejó sobre la mesa. Con las manos apoyadas en la superficie de madera se inclinó hacia delante y clavó los ojos en los rasgos de la mujer que apenas se distinguía en el fondo de la imagen.
El pelo de Lily parecía oscuro, pero Santiago sabía que era de un tono castaño claro con una fascinante gama de tonalidades, que iban desde rubio dorado a suave rojizo.
La cara pequeña, bastante más delgada de lo que él recordaba, los ojos azules grandes y sensuales, y la boca suave y seductora no daban la impresión de pertenecer a una mujer con los principios de un gato callejero.
¡Cómo se había burlado de él!
Pero como Santiago se repitió muchas veces en los últimos meses, le quedaba el consuelo de saber que se había librado de ella y no cometió ninguna tontería por culpa de un repentino flechazo.
Él no estaba casado con aquella desalmada sin corazón. Era otro hombre quien disfrutaba de la suavidad de sus labios, otro quien dormía con la cabeza apoyada en los senos suaves y cálidos por las noches. Era otro hombre quien escuchaba sus mentiras y las creía.
«Otro hombre, pero no yo».
Entonces recordó las palabras de Dan y se dio cuenta de que quizá no había nadie disfrutando de las delicias carnales del cuerpo voluptuoso de la mujer. Recordando su sensualidad y su desinhibición, dudaba que la situación durará mucho tiempo.
Se miró las manos, apretadas y con los nudillos blancos, y giró la cabeza para aliviar la tensión del cuello y los hombros. La había olvidado; lo que le obsesionaba era haber sido tan crédulo con ella que desde entonces dejó de disfrutar plenamente de la vida. La única forma de recuperar el equilibrio era enfrentarse al problema. Necesitaba alcanzar lo que los psicólogos llamaban la total superación del problema, y lo que para sus adentros él llamaba darle su merecido.
Ahora gracias a Dan tenía la oportunidad.
Mirando por la ventana, pensó en cómo utilizar ventajosamente la información que acababa de conocer. Por lo visto Lily estaba pasando por una mala época. Los instintos protectores que surgieron en él al pensar en la vulnerabilidad de la mujer no sobrevivieron más de una décima de segundo.
Sonrió sombríamente. Quizá ahora le tocaba a Lily recoger lo que había sembrado. Aunque también era posible que la depresión nerviosa fuera parte de algún elaborado plan por su parte. Conociéndola, sabía que era capaz de cualquier cosa.
Aunque no tenía nada que demostrar, así confirmaría lo que ya sabía: que la había olvidado.
—Has estado llorando.
Lily, que creía estar sola, dio un respingo y se secó una furtiva lágrima antes de levantar la cabeza.
—No —murmuró forzando una sonrisa—, es esta maldita alergia.
Su amiga suspiró.
—Tú no tienes alergia, Lily —le aseguró Rachel dejando el bolso de marca en el suelo y quitándose los altos zapatos de tacón.
—Ahora sí —insistió Lily.
Rachel arqueó las cejas y suspiró.
—Si tú lo dices —dijo frotándose primero un pie dolorido y después el otro contra las esbeltas pantorrillas—. Bueno, ¿qué vamos a hacer esta noche?
—Me apetece acostarme pronto, la verdad.
—¿Acostarte pronto? Eso es lo que has hecho toda la semana —exclamó Rachel.
Lily llevaba una vieja camiseta ancha que no le hacía justicia. Raquel pensó en tirarla a la basura y ponerle algo más ceñido y escotado; sí, un buen escote en pico, quizá en un tono pastel, un suave azul ahumado que resaltara el color de sus ojos.
—Ya es hora de que te sueltes un poco la melena, Lily. Nos haría bien a las dos.
Lily reparó por primera vez en las arrugas de cansancio que se habían formado alrededor de los ojos de su amiga.
—¿Has tenido un mal día?
—A veces no sé por qué me hice contable —reconoció Rachel, frotándose las sienes.
—¿Por la pasta?
Rachel sonrió.
—Me lo pagan bien porque lo hago muy bien. Y no me molestaré en intentar explicar a alguien que ni siquiera sabe usar una calculadora que los números son sexys. Bien, sobre esta noche. Dan tiene un amigo encantador, soltero, solvente... claro que no es Brad Pitt, pero...
—¿No se puede pedir peras al olmo? —terminó Lily por ella.
—Iba a decir «Brad Pitt sólo hay uno», pero ya que has sacado el tema, Lily, tienes que ser realista —dijo, mirando el rostro pálido y demacrado de la mujer más joven—. Claro que teniendo en cuenta que tu sistema de cuidados faciales consiste en echarte agua y jabón debo reconocer que tienes una piel asquerosamente perfecta —observó con una envidia sana—. Con un poco de maquillaje disimularías esas pecas —le aseguró mirándola al puente de la nariz—. Aunque a algunos hombres les gustan las pecas. ¿Llamo a Dan y le digo que...?
—¡No! —exclamó Lily, y acto seguido añadió con voz más calmada—: No. Te agradezco la intención, pero no, de verdad, un hombre es lo último que necesito.
—Necesitar y querer no son siempre la misma cosa.
—Esta vez sí —le aseguró Lily.
Rachel la miró con exasperación y después echó un vistazo a un mensaje en su móvil antes de metérselo de nuevo en el bolso.
—De hecho, estaba pensando que ya es hora de que me vaya a mi casa.
Su casa... pero ¿por cuánto tiempo más? El hogar conyugal estaba a la venta, y según el agente inmobiliario había una pareja aparentemente interesada, aunque teniendo en cuenta lo sucedido el día que fueron a visitar la casa parecía prácticamente un milagro.
Lily recordó lo ocurrido hacía tres semanas. Rachel había aparecido inesperadamente en su casa cuando estaba enseñándosela a unos posibles compradores. Su amiga la miró, miró a la sorprendida pareja y con toda tranquilidad les informó de que tendrían que volver otro día. Después los acompañó hasta la puerta.
A continuación, Rachel recogió algunas cosas de Lily en una bolsa, buscó a alguien que se ocupara del gato y pidió a una vecina que le regara las plantas.
El cambio le había sentado bien y ahora, a pesar de las lágrimas de aquella tarde, Lily se sentía menos frágil. Menos... desconectada de todo cuanto la rodeaba. Pero ahora que tenía de nuevo los pies en el suelo, estaba llegando el momento de reflexionar y tomar decisiones difíciles. Ahora se daba cuenta de que llevaba meses viviendo en un limbo; ni siquiera había buscado un lugar para vivir. Se había limitado a firmar todo lo que le fue enviando el abogado de Gordon.
Sí, ya era hora de tomar las riendas de su vida.
Pero Rachel no estaba de acuerdo.
—No puedes irte a casa. Tengo cosas planeadas.
Lily, a quien no le gustó el sonido de «cosas», frunció el ceño con suspicacia.
—¿Qué cosas?
Rachel fingió no haberla oído.
—Cielos, estos zapatos me están matando —se quejó, sujetando uno de los altos zapatos de aguja que llevaba.
—Pues no te los pongas —dijo Lily, que no era tan esclava a de la moda como su amiga.
—¿Cómo que no? Me hacen unas piernas de cine.
—Tus piernas son de cine con botas de lluvia, Rachel —le aseguró Lily sonriendo.
—Sí, ¿verdad? —las estiró hacia delante y las contempló complacida.
Lily sonrió.
—Pero no hablemos más de mis piernas —dijo, y dándose una palmada en el muslo bronceado bajo la minúscula minifalda que llevaba, se concentró en Lily, a quien observó en silencio durante unos minutos.
A Rachel le resultaba muy difícil entender el secretismo de Lily. Si ella hubiera sufrido tanto como su amiga, le gustaría poder contárselo a alguien para desahogarse, pero no Lily. Apenas le había contado nada de los terribles sucesos en su vida en el último año.
—¿No crees que te sentirías mejor si hablaras de ello?
Ambas sabían a qué se refería: al divorcio de Lily, la tinta todavía estaba húmeda, y el inesperado aborto unos meses antes.
Por una décima de segundo Lily se sintió tentada a sincerarse con Rachel, pero el impulso pasó rápidamente.
Rachel no conocía ni la mitad de lo sucedido, y la verdad era tan sorprendente e inesperada que Lily ni siquiera podía anticipar la reacción de su tolerante amiga.
Además, las costumbres de toda una vida eran difíciles de cambiar, y Lily siempre recordaba las impacientes palabras de su abuela cada vez que ella mostraba sus sentimientos. «A nadie le gustan los quejicas», le solía decir cada vez que la niña hacía amago de llorar o protestar por algo. Así Lily aprendió a no quejarse y sus lágrimas eran siempre a puerta cerrada.
—No hay nada de qué hablar —dijo Lily poniéndose una mano en la curva del vientre.
Entonces descubrió con sorpresa que había perdido buena parte de las suaves y femeninas redondeces que siempre había detestado.
Las redondeces que a Santiago le resultaban tan sexys y femeninas.
Lily sabía por experiencia que algunas veces era inútil intentar luchar contra los recuerdos y que era preferible dejarlos aflorar. Apenas consciente de la voz de Rachel, sintió que se le cerraban pesadamente los ojos al permitir que las agridulces sensaciones del pasado la recorrieran de la cabeza a los pies.
Recordó perfectamente el calor en los increíbles ojos masculinos al alzarle la barbilla hacia él y esbozar una lenta y sensual sonrisa a la vez que la atraía contra él y le murmuraba al oído:
—«Una mujer debe tener formas suaves y redondeadas, no duras y angulosas».
Era humillante pero doce meses después del primer y apasionado beso todavía era incapaz de recordarlo sin sentir palpitaciones.
—¿Y bien?
La impaciente voz de Rachel la devolvió al presente. Se pasó la lengua por las gotas de sudor en el labio superior y sonrió a su amiga, a la vez que se frotaba las palmas húmedas en los vaqueros.
—Perdona, yo...
«¿Soy ridícula y vivo en el pasado? ¿Soy incapaz de meterme en la cabeza que nunca me quiso? ¿Las dos cosas a la vez?»
—No me estabas escuchando —protestó Rachel—. No tienes muy buena...
—Estoy bien —le aseguró Lily apartando las imágenes del hombre de la mente y esbozando una sonrisa que no sentía.
—Lo que necesitas es una copa de vino —decidió Rachel—. No te muevas —la rubia fue descalza al enorme frigorífico de acero inoxidable de la cocina y un momento después volvió con una botella de Chardonnay y dos copas—. Una noche agradable en casa, sí, no me importa —le aseguró a su amiga entregándole una copa—. ¿Qué pondrán hoy en la tele? —preguntó.
Después de servir ambas copas, buscó el periódico y empezó a pasar las páginas apenas ojeando las fotografías. De repente se detuvo y bajó la página a la mesa.
—Vaya, aquí hay algo que no me importaría encontrar entre mis regalos de Navidad —comentó con una lasciva sonrisa.
—Creía que estabas enamorada de tu delicioso Dan —rió Lily, estirándose por encima del hombro de su amiga para intentar ver a quién se refería.
—Estoy enamorada, no ciega —protestó Rachel—.Te aseguro que éste es un tipo que no usa una caja de zapatos para archivar las declaraciones de Hacienda. Mira qué boca y qué ojos...
—¿No me digas que puedes adivinar el sistema de archivado que utiliza por el color de los ojos? —bromeó Lily.
—No, eso lo sé porque aparece siempre en las páginas económicas de los periódicos. ¿Será tan guapo en la vida real? —se preguntó mirando divertida a su amiga—. Y no me digas que es la iluminación.
Lily se quedó helada al ver la foto a media página de un hombre de ojos negros y expresión seria. Sabía que ni la iluminación ni nada podían captar el magnetismo y la sensualidad del hombre en la vida real.
Consciente de que su amiga esperaba algún tipo de respuesta por su parte, Lily se aclaró la garganta.
—Tiene algo —reconoció, leyendo el titular.
Morán vuelve a dejar a sus rivales calculando sus pérdidas.
«Igual que a mí», pensó ella.
—¿Cómo que tiene algo? —exclamó Rachel—. Está buenísimo, para comérselo, te lo aseguro. Este hombre —continuó su amiga apuntando la foto con el dedo—, no sólo tiene pinta de ser deliciosamente malo en la cama...
«Nunca volveré a burlarme del instinto de Rachel», decidió Lily. Aunque el hombre además de ser deliciosamente «malo» en la cama también podía ser exquisitamente tierno y apasionadamente entregado. Lily se llevó las manos al estómago para controlar la fuerte contracción de dolor que la hizo doblarse ligeramente por la cintura.
—... sino que además es un mago de las finanzas. Se llama Santiago Morán. Es italiano o...
—Español —dijo Lily en un hilo del voz—. Es español.
«Y yo lo he olvidado por completo», se aseguró para sus adentros tratando de aliviar la presión que sentía en el pecho apretando con fuerza las manos.
—Sí, es verdad. ¿Desde cuándo lees las páginas de economía, querida? —se burló Rachel.