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Encontró una familia cuando menos lo esperaba La profesora Misty Lawrence había vivido siempre en la bahía de Banksia, abrigando una lista secreta de sueños lejanos. Pero cuando estaba a punto de despegar, Nicholas Holt, alto, moreno y deliciosamente bronceado, se presentó en su clase con su hijo Bailey y un perro abandonado y herido. Misty se encariñó con los tres enseguida, pero su lista de deseos seguía llamando a su puerta. Tenía que elegir: ¿seguir sus sueños o a su corazón? Porque una chica no podía tenerlo todo… ¿verdad?
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Seitenzahl: 186
Veröffentlichungsjahr: 2011
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Marion Lennox. Todos los derechos reservados.
DE REGRESO A CASA, N.º 2428 - noviembre 2011
Título original: Misty and the Single Dad
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-072-1
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
¿CUÁNTOS hombres atractivos visitaban la clase de primero de primaria de la escuela de la bahía de Banksia? Ninguno. Nunca. Y cuando por fin se alineaban los planetas para enmendar ese error, tenían que hacerlo en viernes.
Misty llevaba a su clase a natación antes de comer todos los viernes. Aunque habían terminado una hora antes, su trenza de bucles castaños seguía húmeda. Olía a cloro y le brillaba la nariz.
Ajeno a todo eso, había un dios griego, un Adonis, de pie en la puerta de su aula.
Debía de tener treinta y pocos años. Su cuerpo alto y delgado hacía juego con una cara de ángulos marcados y rasgos casi esculpidos. Llevaba unos vaqueros gastados y una camisa remangada. Al fijarse bien, Misty pudo ver los músculos bien definidos.
¿Pero acaso Adonis tenía un hijo de seis años?
Porque el hombre de su puerta llevaba de la mano a un niño pequeño, y eran idénticos. Ambos llevaban vaqueros y camisas blancas. Su pelo negro se ondulaba de la misma forma. Su piel cobriza era de un color que no podría conseguirse ni con todo el bronceado falso del mundo, y sus ojos verdes parecían capaces de producir una sonrisa de escándalo.
Pero sólo Adonis sonreía. Se agachó y le dijo al niño:
–Éste parece el lugar adecuado. Están pintando. ¿No te parece divertido?
El hijo de Adonis no parecía estar de acuerdo. Parecía horrorizado.
–¿Puedo ayudarle? –preguntó Misty.
Pensó que debían haber sido interceptados por Frank, el director de la escuela. Si se trataba de un nuevo estudiante, le hubiera gustado que se lo comunicaran. Debería haber un lugar vacío con el nombre del niño, pinturas y papel esperando a ser utilizados, y el resto de la clase tendría que estar advertida para ser amable.
–¿Es usted la señorita Lawrence? –preguntó Adonis–. No hay nadie en el despacho del director y la mujer al otro lado del pasillo me dijo que ésta era el aula de primero.
Ella sonrió, pero le dirigió la sonrisa al hijo de Adonis.
–Sí, así es. Soy Misty Lawrence, la profesora de primero –el niño le agarró la mano a su padre con más fuerza. Definitivamente no se trataba de una visita de cortesía; se trataba de algo muy importante–. Siento que esté todo tan desordenado, pero estábamos pintando vacas –le dijo al pequeño sin dejar de sonreír. Estaba de pie junto a Natalie Scotter. Natalie era la niña de seis años más maternal de todo el pueblo–. ¿Natalie, te importa echarte a un lado para que nuestros visitantes puedan ver la vaca que estás pintando?
Natalie sonrió y obedeció.
–Ayer fuimos a ver a Strawberry, la vaca –le dijo Misty al niño–. Strawberry es del padre de Natalie. Está muy gorda porque está a punto de tener terneros. Mira lo que ha hecho Natalie.
El terror del niño pareció disminuir. Contempló nerviosamente el dibujo de Natalie.
–¿De verdad está tan gorda? –susurró.
–Más –dijo Natalie–. Mi padre dice que son gemelos, y eso significa que tendrá que quedarse despierto toda la noche porque siempre es un… –se detuvo y miró a Misty con una sonrisa culpable–. Quiero decir que a veces tiene que llamar al veterinario y dice palabrotas.
–Aquí está su foto –dijo Misty, y buscó una fotografía en el bolsillo de su peto. Miró a Adonis, le hizo una pregunta silenciosa y recibió un asentimiento de cabeza como respuesta. Aquél era el modo de proceder–. ¿Quieres sentarte junto a Natalie y ver si tú también sabes pintar? –le preguntó–. Si a tu padre le parece bien.
–Claro que sí –dijo Adonis.
–Puedes usar mis pinturas –declaró Natalie, y Misty agradeció en silencio que la mejor amiga de Natalie estuviera en casa con un resfriado.
–Gracias –susurró el hijo de Adonis.
–Hemos venido a matricular a Bailey en la escuela –explicó Adonis–. Sé que debería haber pedido cita, pero hemos llegado al pueblo hace una hora. Cuanto más nos acercábamos, más nervioso se ponía Bailey, así que pensamos que lo más sensato sería demostrarle que la escuela no da miedo. De lo contrario se habría puesto más nervioso durante el fin de semana.
–Es una buena idea. No da miedo en absoluto –dijo ella–. Nos gustan los nuevos amigos, ¿verdad, chicos y chicas?
–¡Sí! –gritaron todos, y Misty sonrió. En aquel pueblo remoto, cualquier recién llegado era recibido con los brazos abiertos.
–¿Van a quedarse mucho? –preguntó ella–. ¿Usted y su familia?
–Sólo estamos Bailey y yo, y pensamos quedarnos aquí. Soy Nicholas Holt –dijo mientras le estrechaba la mano a Misty.
Misty era absurdamente consciente de su trenza húmeda goteándole por la espalda. De pronto deseaba matar a Frank. Era su trabajo recibir a los padres. ¿Por qué no estaba en su despacho cuando tenía que estar?
–Señorita… –dijo un niño.
–Lo siento. No deberíamos haber interrumpido su clase –dijo Nicholas, y Misty logró apartar la mano y obligarse a pensar con claridad. O a intentarlo.
–Si Bailey va a ser alumno mío, entonces no estáis interrumpiendo –dijo mientras se volvía hacia el niño que la había llamado–. ¿Sí, Laurie? ¿Qué necesitas?
–Hay un perro –dijo Laurie desde el otro lado de la clase. Parecía alterado–. Está sangrando.
–Un perro… –Misty se giró hacia la ventana.
–Está debajo de mi mesa, señorita, en el rincón –dijo Laurie mientras se ponía en pie–. Ha entrado con el señor. Está sangrando por todas partes.
Ayuda.
Había veinticuatro niños mirando hacia la mesa de Laurie. Además de Nicholas Holt.
Un perro sangrando…
Había niños que se lo inventarían, pero Laurie no era uno de ellos. No era un niño con imaginación.
La mesa de Laurie estaba al fondo en un rincón, y la fila de estanterías de detrás conformaba un pequeño y oscuro escondrijo. Si había un perro ahí abajo, no podía ser un perro muy grande.
–Entonces vamos a investigar –dijo Misty–. ¿Laurie, puede sentarte en mi silla mientras veo lo que ocurre?
Laurie corrió como un rayo hacia su silla. Con el camino despejado, Misty podría ver…
O no. Se agachó y después se arrodilló. Bajo la mesa estaba oscuro. Sus manos tocaron algo húmedo en el suelo; algo caliente.
Sangre.
Sus ojos comenzaban a acostumbrarse a la penumbra. Sí, había un perro encogido de miedo contra las estanterías.
–¿Puedo ayudar? –preguntó Nicholas.
–Tenemos un perro herido –dijo ella–. Parece asustado. Tenemos que mantenernos tranquilos para no asustarlo más. ¿Daisy, puedes traerme dos toallas del armario de natación?
–¿Conoce al perro? –preguntó Nicholas mientras Daisy sacaba las toallas. Se arrodilló junto a Misty y miró bajo la mesa de Laurie sin tener ni idea de lo que su presencia estaba provocando en ella.
–¿Conoce al perro? –repitió.
–No.
–¿Pero está herido?
–Hay sangre en el suelo. Cuando tenga las toallas, podré alcanzar…
–Será más seguro que yo levante la mesa para que podamos ver a qué nos enfrentamos. Si apartamos a los niños, podrá tener el camino despejado hacia la puerta. Si quiere huir, podrá hacerlo.
–Tengo que ver lo que pasa.
–Pero no querrá que un niño se cruce en el camino de un animal herido.
–No –dijo ella. Por supuesto que no quería.
–He dejado la puerta del porche abierta –dijo él–. Lo siento. Así es como habrá entrado. Puedo cerrarla. Eso significa que, si levanto la mesa y sale corriendo, tendremos un espacio donde atraparlo.
Misty lo pensó y le pareció buena idea. Sí. Si el perro estaba asustado, correría hacia el lugar por donde había entrado. Podrían cerrar la puerta del aula y entonces estaría a salvo.
Pero atrapar a un perro herido…
Aquél no era su problema. Era lo que Frank diría. El director del colegio tenía claro lo que era y lo que no era su problema. Él habría dejado ir al perro y se habría olvidado del asunto.
Pero no se trataba de Frank. Se trataba de Nicholas Holt, y ella sabía que Nicholas no era uno de esos hombres.
Pero al final no tuvo elección; el perro no le dio ninguna. Se arrodilló con las toallas en la mano, Nicholas levantó el pupitre, pero el perro no corrió a ninguna parte. Simplemente se quedó allí, temblando, acurrucado contra el rincón, como si intentase fundirse con la pared.
–Oh, pequeño, no pasa nada. Nadie va a hacerte daño –lo cubrió con las toallas, sin taparle la cabeza, para poder arrastrarlo hacia ella sin causarle más daño.
Era un cocker spaniel, o lo era en su mayor parte. Tal vez fuese un poco más pequeño. Era blanco y negro, con las orejas caídas y los ojos negros. Estaba sucio, manchado de sangre, con el pelo enredado y cierto olor a goma de neumático. ¿Habría sido atropellado?
Tenía un collar azul en el cuello; de plástico, con un número grabado detrás. Misty conocía aquel collar.
Dos años atrás, el perro de su abuela se había escapado y había aparecido dos días más tarde en el refugio de animales con una de esas etiquetas en el cuello.
Aquél era un perro incautado. Callejero.
No importaba. Lo único que importaba era que el perro estaba temblando de miedo en sus brazos. Le faltaba pelo en los cuartos traseros, como si hubiera sido arrastrado por la carretera, y su pata trasera izquierda tenía un aspecto… horrible. Estaba sangrando, lenta, pero constantemente, y su cuerpo era prácticamente esquelético.
Necesitaba ayuda con urgencia. Misty quería llevarlo al veterinario inmediatamente.
Tenía a veinticuatro niños mirándola, así como a Nicholas.
–Está herido –murmuró Bailey. El niño había regresado junto a su padre y le había dado la mano–. ¿Lo han disparado?
¿Disparado? ¿Qué tipo de pregunta era ésa?
–Parece haber sido atropellado por un coche –dijo Misty–. Tiene la pata herida.
Lo miró mientras él la miraba a ella, con sus ojos grandes llenos de dolor y desesperanza.
Misty había tenido perros desde que era pequeña. Le encantaban los perros, pero había tomado la decisión de no tener ninguno más.
Pero aquél… Era un perro callejero herido y estaba mirándola.
–¿Quiere que llame a alguien para que se haga cargo de él? –preguntó Nicholas.
Encontrar a alguien que se hiciera cargo de él. ¿Quién?
¿El propio Frank? Si el director no estaba en su despacho, entonces no tenía a nadie a quien recurrir. Los demás profesores tenían sus propias clases.
Podría llamar al refugio de animales. Aquél era su perro. Su problema. Ellos lo recogerían.
Aquélla era la solución sensata.
Pero el perro temblaba contra su cuerpo y se acurrucaba contra ella como si estuviera necesitado de calor.
No podía permitir que regresara a una de las jaulas del refugio. Y sin más, su determinación de dejar atrás los perros se desintegró.
–Señor Holt, necesito su ayuda.
–Sí –contestó él.
–No puedo dejar a los niños. Este perro necesita ir al veterinario. Eso es lo que ocurre con los perros enfermos, ¿verdad, chicos y chicas? ¿Os acordáis del doctor Cray? Visitamos su consulta el mes pasado. Voy a pedirle al padre de Bailey si no le importa llevarlo a ver al doctor Cray. ¿Haría eso por nosotros, señor?
Entonces miró directamente a Nicholas.
–No sé nada sobre perros –dijo él.
–No importa –envolvió al perro en las toallas y se lo entregó antes de que pudiera poner objeciones–. El doctor Cray estará allí –le dijo. Pero al ver que seguía confuso, consideró que tal vez debiera darle alguna explicación más. Explicación sí, pero no elección. No podía permitirse darle elección–. No sé dónde está nuestro director. Estos niños son niños de campo en su mayoría. Sabemos mucho sobre animales heridos. Sabemos que el veterinario puede ayudarlo, pero primero tenemos que llevarlo allí. Pedimos a los padres que ayuden todo el tiempo; cuatro de nuestras madres y padres ayudaron esta mañana con las clases de natación. Sé que Bailey acaba de unirse a la clase, pero sabemos que usted también querrá ayudar. Así que, por favor, ¿puede llevar a este perro al veterinario? Dígale al doctor Cray que yo iré después del trabajo y que me encargaré de los gastos.
Y no debía olvidarse de Bailey.
Lo miró y algo en su expresión la conmovió. Le hizo recordar…
Su madre, entrando en su clase en una de sus visitas fugaces. Misty debía de tener la edad de Bailey, o incluso menos.
Su madre había ido sólo un par de minutos a ver a su pequeña.
–Cuide de mi Misty –le había dicho a su profesora mientras se dirigía hacia la puerta–. Es una buena niña –y después se había marchado. Como siempre. Para enviar postales de una vida que no incluía a la pequeña Misty.
Misty se agachó y se dirigió a Bailey.
–Bailey, necesitamos la ayuda de tu padre para llevar a este perro a curarse. ¿Quieres ir con él al veterinario o prefieres quedarte aquí con nosotros y pintar vacas? Tu padre regresará después de haber dejado al perro en el veterinario. ¿Verdad, señor? ¿Te parece bien, Bailey?
Parecía que Bailey confiaba en su padre más de lo que ella había confiado en su madre. Lo pensó durante unos segundos, miró al perro envuelto en toallas y asintió con solemnidad.
–Mi padre puede llevar al perro al veterinario.
–Eso es maravilloso –era maravilloso–. ¿No son geniales los padres? ¿Te quedarás con nosotros y quieres irte con él?
–Quédate con nosotros –dijo Natalie–. Tengo montones de pintura.
–Me quedaré –dijo Bailey.
–Excelente –dijo Misty, y miró a Nicholas con actitud suplicante. Aquello era una locura. Si Frank pudiera ver lo que estaba haciendo, la despediría en el acto. ¿Pero qué otra opción tenía?–. ¿Lo hará por nosotros? Por favor.
¿QUÉ acababa de suceder?
Simplemente deseaba matricular a su hijo en una nueva escuela. Estaba dispuesto a rellenar formularios, tranquilizar a Bailey y hacer todas las cosas que haría un padre responsable.
Y de pronto se encontraba en la calle con un perro herido, vigilado por una maestra de escuela que se aseguraba de que siguiese sus instrucciones.
Un comandante del ejército no lo habría hecho mejor.
Bailey estaría a salvo con ella.
Lo cual era algo absurdo que pensar en aquel momento; después de todo, qué riesgo entrañaba dejar a su hijo en una escuela de primaria, en Australia, en un pequeño pueblo costero donde lo más excitante que podía ocurrir era que… que…
Que atropellasen a un perro, para empezar. Incluso aquello era más excitación de la que Nick deseaba.
Aun así hizo lo que la señorita Lawrence le ordenó y se dirigió hacia el coche para llevar al perro al veterinario.
Eso al menos era fácil. La zona comercial de la bahía de Banksia consistía en una calle principal que llegaba hasta el puerto. En el límite del pueblo había un edificio de ladrillo apartado de la carretera. Había un enorme árbol en la entrada, un gran cartel azul que decía Veterinario y la imagen de un perro con la pata vendada señalando hacia el árbol.
Bailey y él habían sonreído al verlo cuando habían llegado al pueblo. Se encontraba apenas a una manzana y media de la casa que había alquilado.
–Podríamos tener un perro –había dicho Bailey, pero de forma tentativa, pues probablemente ya supiera la respuesta.
La respuesta sería no. Nick no quería nada más que pudiera romperles el corazón. Él era plenamente responsable de Bailey, y no quería que sufriera una tragedia más…
Cuando se dispuso a dejar al perro en el asiento del copiloto, el animal estaba temblando tanto que pensó que, si era calor corporal lo que necesitaba, ¿por qué no proporcionárselo?
Si la señorita Lawrence hubiera estado allí, lo habría abrazado. Y esperaría que él lo abrazara también.
Era una mujer mandona.
¿Fuerte? ¿Independiente? ¿Como Isabelle?
No como Isabelle. Ella era una maestra de pueblo, no una temeraria.
¿Era… mona?
Era absurdo pensar en eso. Se había mudado allí con Bailey para huir de los riesgos y de las tragedias.
Para huir de más complicaciones.
Isabelle llevaba muerta poco más de un año. Aunque su matrimonio hiciese aguas desde mucho antes, eso no había hecho que su muerte resultara menos traumática. Era demasiado pronto para pensar que alguien pudiera ser mona, y mucho menos la nueva profesora de Bailey.
Aunque era difícil no pensarlo. Y tal vez fuese hasta normal. Era una profesora de pueblo y su habilidad para entrometerse en su vida se limitaría a enseñar a su hijo.
Y a pedirle que llevase a un perro al veterinario.
Le llevó dos minutos llegar hasta el edificio de ladrillo. Cuando entró con el perro, un hombre mayor con gafas grandes y barba entrecana emergió de las puertas giratorias situadas detrás del mostrador de recepción. Miró a Nick fugazmente antes de fijarse en el animal herido.
–¿Qué ha ocurrido?
–La señorita Lawrence, de la escuela local, me ha pedido que traiga a este perro –explicó Nick mientras el veterinario desdoblaba un extremo de la toalla para poder ver a lo que se enfrentaba.
–¿Misty? –preguntó el veterinario mientras le tomaba el pulso al perro–. Misty no tiene perro.
–No, se coló en la clase mientras…
Pero el hombre había encontrado el collar. Comprobó el número de la placa y frunció el ceño.
–Es el segundo.
–¿Perdón?
–De nuestro refugio de animales –le arrebató al perro con facilidad–. Henrietta entrega a los perros siempre que hay ocasión, pero nunca hay suficientes hogares. Cuando los perros llevan allí… bueno, se supone que han de ser diez días, pero ella lo alarga mientras tenga espacio… después me los trae a mí. Tres meses después de Navidad, los cachorros adorables se convierten en perros no deseados. Ayer por la mañana llevaba una furgoneta llena y un coche chocó con ella. Muchos perros se escaparon. Éste es uno de ellos.
–Así que… –dijo Nick.
–Así que gracias por traerlo –el veterinario hizo una pausa y arqueó las cejas–. No pasa nada. Le prometo que será indoloro –pero vio que Nick seguía dudando–. A no ser que desee un perro.
–¿Yo?… No.
–No es usted de aquí.
–Mi hijo y yo acabamos de mudarnos.
–¿Y tienen una casa con jardín?
–Sí, pero…
–Todo niño necesita un perro.
–No.
–Sin presiones –dijo el veterinario–. Lo último que este animal necesita es otro hogar donde no se le quiera.
–La señorita Lawrence dice que ella pagará el tratamiento –dijo Nick.
–¿Misty ha dicho eso? ¿Quiere quedárselo?
–No lo sé –contestó Nick.
–El perro de Misty murió el año pasado. Y ella ha jurado que no quería otro.
–Lo siento. Yo sé lo mismo que usted.
–No se habrá dado cuenta de que iban a sacrificarlo. O tal vez sí –miró el reloj–. Tengo que hablar con ella, pero no podré localizarla hasta después del colegio. Y para eso quedan casi tres horas –volvió a mirar al perro y Nick supo lo que estaba pensando; que tres horas era demasiado tiempo para hacer sufrir a un perro si el final era inevitable.
No era su problema. Debería marcharse, pero…
Pero tendría que enfrentarse a Misty, la maestra mandona. ¿Consideraría que aquél era su perro?
Había dicho que cubriría los gastos. Tenía que darle la opción.
–Yo voy a volver a la escuela de todas formas –dijo–. Estaba matriculando a mi hijo cuando encontramos al perro. Podría hablar con ella y llamarle por teléfono.
–Excelente –dijo el veterinario–. Vamos a examinar al perro para que Misty sepa a qué nos enfrentamos. ¿Puede echarme una mano? Le daré un analgésico y le diremos a Misty exactamente en qué se está metiendo.
Bailey dibujó una vaca fantástica. Misty contempló el dibujo del niño con asombro. Tenía seis años, y su vaca incluso parecía una vaca.
–Vaya –dijo mientras sellaba el dibujo con su sello de elefante dorado; dorado por el esfuerzo y elefante por lo enorme–. Debe de gustarte mucho dibujar, Bailey.
–Mi padre sabe dibujar –contestó Bailey–. La gente le paga por pintar cuadros de barcos.
¿Su padre era artista?
–Entonces habéis venido al lugar adecuado –dijo ella mientras miraba por la ventana hacia el puerto.
Nicholas Holt no parecía artista, ¿aunque qué sabía ella de los artistas? ¿Qué sabía ella de nada salvo los confines de aquel pueblo?
Sería mejor no pensar en ello. Por el momento, la bahía de Banksia era su vida.
¿Y durante cuánto tiempo más? Acababa de ofrecerse a pagar por un perro.
¿Cuánto tiempo vivía un perro?
–Es hora del cuento –dijo con determinación–. ¿Sabes qué, Bailey? Como eres el chico nuevo hoy, puedes elegir el cuento. Cualquier libro de la estantería. Echa un vistazo.
Bailey la miró dubitativo, pero obviamente ya había decidido que aquél era un buen entorno, y además tenía a la pequeña Natalie a su lado.
–Elige El pequeño cachorrito –le susurró Natalie–. Va de un cachorro que se mete en problemas, como tu nuevo perro.
–No es el perro de Bailey –dijo Misty mientras se sentaba en el taburete de lectura con los niños alrededor.
–¿Entonces de quién es, señorita? –preguntó Natalie, y Misty sabía la respuesta. La había sabido nada más ver el collar de plástico.
–Supongo que es mío.
Y diez minutos más tarde, cuando Nick regresó a la clase, el asunto quedó zanjado. Nada más entrar en la sala, Natalie levantó la mano y habló antes de que Misty pudiera darle permiso.
–Por favor, señor, ¿cómo está el perro de la señorita Lawrence?
Nick le dirigió una mirada a Misty y ella se la devolvió con serenidad. Como si recogiese perros abandonados todos los días.
¿Por qué? Los perros debían de darle disgusto tras disgusto. La vida de un perro debía de rondar los dieciséis años. Y el chucho en cuestión tendría ya unos diez.