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A veces, el amor echa raíces en lugares inesperados... si se le deja crecer.Colin Riordan llegó a Virgin River para recuperarse de un espantoso accidente de helicóptero que le había dejado cicatrices por dentro y por fuera. Su familia era un apoyo maravilloso, pero era en la pintura donde hallaba verdadero consuelo para su alma atormentada. Herida en lo profesional y en lo personal por una desastrosa aventura amorosa, la publicista Jillian Matlock había alquilado una vieja casona victoriana en Virgin River. La casa tenía un huerto prometedor y Jillian quería dedicarse a cosechar algo que no fueran simples beneficios.Los dos buscaban simplificar sus vidas, no complicarlas, pero cuando Jillian encontró a Colin pintando en su jardín entre ellos surgió una atracción inmediata. Y, en Virgin River, a veces el amor era el camino más fácil de tomar... Carr ha acertado de lleno con esta serie cautivadora. Library Journal Creo que no ha habido ni un libro de esta serie que me decepcione. Colin es uno de los hermanos Riordan, que ya conocemos de antes y que me encanta aunque no comprendo sus ansias de aventura, pero claro, yo nunca he sido muy aventurera. Jillian me gusta por su manera de ser, por cómo decide lo que quiere y se lanza con todo su ser. Y me encanta que salgan todos los personajes que han hecho que esta sea una de mis series favoritas, casi como mis vecinos. El Rincón de la Novela Romántica. Me encanta esta autora, para mi ha sido un descubrimiento total su serie Virgin River es genial, desde su primera novela te hace partícipe de esa gran comunidad, sus historias tratan temas de gran actualidad, siempre tratadas de forma magistral, historias con las que te puedes sentir participe, que son cotidianas, entrañables, dulces y a la vez con momentos duros, que hacen que se te salten las lagrimas, para mi una autora buenísima. El Rincón de la Novela RománticaUna nueva serie televisiva, basada en las novelas de la saga Virgin Riverde Robyn Carr, se emitirá en Netflix.
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Seitenzahl: 516
Veröffentlichungsjahr: 2013
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Robyn Carr. Todos los derechos reservados.
DE REPENTE, UN VERANO, Nº 161 - octubre 2013
Título original: Wild Man Creek
Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.
Traducido por Victoria Horrillo Ledesma
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
™TOP NOVEL es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3819-2
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Jillian Matlock tenía talento natural para los negocios y una gran capacidad para anticiparse a sorpresas y contratiempos. Llevaba muchos años trabajando en el mundo de las comunicaciones y jamás se le había ocurrido que pudieran engañarla. Tenderle una trampa. Dársela con queso.
Una ajetreada mañana de lunes, Jillian se preguntó fugazmente por qué no había ido Kurt Conroy a trabajar. Kurt trabajaba para ella en el departamento de Comunicación Corporativa, en la empresa de fabricación de software Benedict Software Systems, con sede en San José. Era el director de Relaciones Públicas, y también su novio, aunque eso no lo sabía nadie dentro de la empresa. Jillian había hablado con él la noche anterior, pero Kurt no le había dicho nada de que se encontrara mal o fuera a tomarse un día libre.
Pero de momento Jillian tenía cosas más urgentes de las que ocuparse, pues acababa de recibir una llamada de su jefe, Harry Benedict, presidente y consejero delegado de la compañía. Como vicepresidenta de Comunicación Corporativa, llamadas como aquella eran casi el pan de cada día en su agenda. Tenía varios encuentros cara a cara con Harry cada semana. Era su jefe, su mentor y su amigo.
Tocó un par de veces a la puerta por cortesía antes de entrar en su despacho. Su duda acerca de por qué no se había presentado Kurt se despejó al instante: su novio estaba sentado delante de la mesa del presidente.
—Vaya, buenos días —le dijo—. Me preguntaba dónde estabas. No me habías dicho que pensabas tomarte la mañana libre.
Tardó unos segundos en darse cuenta de que Kurt no la miraba a los ojos y Harry tenía el ceño severamente fruncido. Se sentó en la otra silla de visitas, sin percatarse todavía de que algo iba mal. Muy mal.
—Tenemos un problema —dijo Harry, mirando primero a Kurt y luego a ella—. El señor Conroy me ha informado de que piensa presentar una denuncia por acoso sexual, ha contratado los servicios de un abogado y está aquí para proponer los términos de un acuerdo que nos permita a todos evitar un proceso judicial —Harry tragó saliva y frunció aún más el ceño.
Jillian seguía aún en otro planeta. ¿Alguien estaba acosando sexualmente a su novio?
—Dios mío —dijo, atónita—. ¿Por qué no me has dicho nada, Kurt? ¿Quién te está haciendo algo así?
Kurt la miró por fin a los ojos y esbozó una sonrisa desdeñosa.
—Muy graciosa, Jillian —dijo—. Muy graciosa.
Ella arrugó el entrecejo sin darse cuenta.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó, mirándolos a ambos.
Harry carraspeó, visiblemente incómodo.
—El señor Conroy afirma que tú eres la responsable, Jillian.
—¿Qué? —preguntó, levantándose automáticamente—. ¿Qué demonios...? —clavó la mirada en Kurt—. ¿Es que te has vuelto loco?
—Por favor, Jillian, siéntate —dijo Harry. Volvió a mirar a Kurt y dijo—: Tómate el resto del día libre, Kurt. Luego te llamaré.
Sin decir una palabra ni mirar atrás, Kurt se levantó, salió del despacho del presidente de la compañía y cerró la puerta sin hacer ruido.
Jill miró a Harry.
—¿Es una broma pesada o qué?
—Ojalá —dijo Harry—. Estoy deseando oír tu versión de esta historia, Jill.
Ella soltó una risa, incrédula.
—¿Mi versión? ¡Pensaba que éramos novios! ¡Harry, Kurt y yo llevamos meses saliendo juntos! Ha sido absolutamente de mutuo acuerdo y hace muy poco que... —buscó la palabra adecuada— que llegamos a mayores. ¡Fue él quien me persiguió! Y, créeme, nuestra relación personal no tiene nada que ver con el trabajo. A Kurt lo ascendieron mucho antes de que empezáramos a salir juntos.
—¿Has estado viéndote con él en secreto? —preguntó Harry.
—«Discretamente» sería un término más preciso, en mi opinión. Ayudé a Recursos Humanos a crear la política corporativa hace años, cuando la empresa era aún muy joven. No hay problema por salir o casarse con alguien de la empresa, siempre y cuando no sea del mismo departamento. Según esa política, uno de los dos tendría que haber cambiado de departamento. Obviamente tenía que ser Kurt puesto que ocupa un puesto más bajo en el escalafón, pero solo tiene experiencia en relaciones públicas y no podía encontrar hueco en otro departamento. ¡Trabajábamos bien juntos! O eso pensaba yo...
Harry meneó la cabeza.
—Tú fuiste decisiva a la hora de poner en marcha esa política, Jillian. De hecho, si no recuerdo mal, fue idea tuya desde el principio.
Jill se desplazó hasta el borde del asiento.
—Sí, pero no la desarrollamos por el peligro del acoso sexual. El acoso sexual nunca es de mutuo acuerdo y nunca se confunde con una relación estable. Siempre media una extorsión de alguna clase. A nosotros, y me refiero al equipo de Recursos Humanos, nos preocupaba que hubiera quejas de favoritismo dentro de los departamentos respecto a los ascensos. Por eso era mala idea permitir que hubiera parejas dentro de un mismo departamento. ¡También estipulamos que los empleados no debían llegar tarde, ni vestir inadecuadamente ni aparcar en el sitio del presidente!
Consiguió arrancar una sonrisa a Harry, pero fue una sonrisa muy tenue.
—Pensaba que, con el tiempo y la práctica, Kurt podía ser un buen sucesor mío. Y, antes de que lo preguntes, mi opinión no se basaba en que me gustara, sino en que no había nadie mejor cualificado. Sé que detestas buscar fuera de la compañía para ocupar un puesto vacante si cabe la posibilidad de que lo ocupe alguien que ya está en nómina —la gravedad de la situación empezaba a hacerse brutalmente evidente, y Jill se tomó un momento para pasarse la mano por la frente. Luego miró al otro extremo de la habitación.
—Vaya, qué coincidencia —comentó Harry al pasarle una carpeta—. Kurt también se ve como tu sucesor. Échale un vistazo a esto.
Le temblaron un poco las manos cuando abrió la carpeta y vio un conjunto de informes, correos electrónicos, mensajes de texto impresos y notas diversas. El primer e-mail que leyó era suyo y decía: ¿Que cómo estoy? ¡Me vendría de perlas un masaje en los hombros!
—¡Harry, esto no tiene nada que ver con una relación íntima! Después de una reunión agotadora, me mandó un correo preguntándome cómo estaba. De hecho... —miró la fecha detenidamente y sacudió la cabeza—. ¡En aquel momento ni siquiera salíamos juntos! —tendría que revisar meses y meses de correos antiguos. Meses y meses de e-mails borrados. De mensajes triviales e insignificantes.
Después había una página con diversos mensajes intercambiados y, subrayado en amarillo, uno enviado desde su móvil que decía: ¡Te echo de menos!
—Pero esto es completamente inocente —dijo, mostrándoselo a Harry—. Tendría que revisar mi agenda, pero creo que estaba de viaje. Y era verdad. ¡Lo echaba de menos!
En ese instante comprendió lo que había hecho Kurt: le había tendido una trampa.
—Dios —masculló—. Mensajes juguetones entre dos personas que trabajan en la misma empresa. ¿Cómo no me lo olí? ¿Cómo he podido equivocarme así?
Al echar una ojeada a las páginas, vio un sinfín de mensajes parecidos, mensajes cariñosos que cualquier mujer podría haber mandado a su pareja. No había modo de saber si se habían enviado en horario laboral o fuera de él. A su modo de ver no eran más que inocentes detalles románticos que no entrañaban ningún peligro. Pero entre ellos no encontró ni uno solo que procediera de Kurt.
El seductor había sido él, pero era más que probable que todas sus respuestas hubieran sido de viva voz e imposibles de rastrear.
—Harry, Kurt me decía cosas seductoras, coqueteaba conmigo. La diferencia está en que él no ha dejado rastro por escrito. Nunca me dio miedo enviarle un e-mail o mensajes como estos. Confiaba en él —sacudió la cabeza—. ¿Ves lo delgado que es este dossier, Harry? Lo lógico sería que, dado que llevábamos meses saliendo, hubiera muchos más mensajes, ¿no crees? Pero en la oficina éramos muy profesionales. Tendré que revisar mis archivos de e-mail y mis mensajes de texto, pero no me cabe duda de que encontraré lo necesario para demostrar que él era quien más coqueteaba, quien más insinuaciones hacía, y que yo respondía porque estaba convencida de que éramos pareja.
—Supongo que no recordarás nada importante ahora —dijo Harry levantando las pobladas y canosas cejas.
—Bueno, al encargado de una joyería seguramente no le importará declarar que Kurt se mostró muy atento y cariñoso cuando me convenció para que entráramos a mirar anillos una noche después de cenar. Pero eso no está por escrito, ¿no es cierto? —comentó con una risa amarga—. Habíamos acordado ser discretos sobre nuestra relación hasta que uno de los dos encontrara otro departamento al que trasladarse. Yo sería la primera, probablemente, aunque Kurt fuera mi subordinado. Hace ya un año que me estás tentando con el puesto de vicepresidenta de Marketing y le había advertido a Kurt que, si llegabas a ofrecérmelo en firme, tal vez no estuviera preparado para hacerse cargo de Comunicación Corporativa, o tú no estuvieras dispuesto a ofrecerle el cargo. Me contestó que nuestra relación de pareja era mucho más importante para él que su próximo ascenso —bajó la barbilla y se contuvo para no llorar—. No puedo creer que esté pasando esto —levantó los ojos—. ¡Le creí, Harry!
—También tiene compañeros de oficina que han presenciado... contactos inapropiados. Y ha guardado un registro de los hechos. Un registro muy detallado.
Al pensar en los meses anteriores, Jillian tuvo que reconocer que Kurt había engatusado a un montón de gente. Todas las mujeres de la oficina lo adoraban: era tan simpático, tan mono, tan servicial... Jillian creía haberse comportado irreprochablemente en la oficina; era muy consciente de lo necesario que era mantener bien alto el listón de la profesionalidad. Pero ¿le había dado alguna vez una palmadita cariñosa en el hombro? ¿Le había tocado la espalda en una rápida caricia cariñosa? ¿Había sonreído mirándolo a los ojos? Kurt era un par de años más joven que ella, guapo, sexy y muy inteligente. Jillian no se había dado cuenta de hasta qué punto. Tramar algo tan complejo exigía grandes dosis de astucia y previsión. ¡Debería haber invertido aquellas capacidades en su trabajo!
¡Ah, cómo habría deseado poder prolongar su ignorancia un poco más! Conteniendo las lágrimas, se mordió el labio para impedir que le temblara la barbilla.
—¿En ese registro dice que tuvo que invitarme a salir una docena de veces para que accediera a tomar una copa con él después del trabajo, algo que es completamente normal entre compañeros de trabajo? ¿O que hace unas cuantas noches, cuando me preparó un baño le...?
Harry levantó una mano.
—Basta. No soy idiota y no estoy enfadado contigo. Sé lo que está pasando. Tú has estado conmigo desde el principio, Jill. Me has ayudado a levantar esta empresa. Sé que no harías una cosa así. Pero a menos que tengas pruebas concluyentes en las que apoyarte, tenemos un problema muy serio. Y, por favor, ten presente que, si su objetivo fuera únicamente acusarte de algo así, no habría sido necesario que saliera contigo. Podría haberte convertido en su víctima sin tu cooperación.
—Pero ¿por qué? —preguntó angustiada.
—No lo sé —contestó Harry muy serio—. Puede que eso nos lo aclare una investigación.
Jill tuvo que apretar los dientes para no echarse a llorar. Nunca había llorado delante de Harry. Era su brazo derecho, su pupila, su protegida. Nunca se había puesto a lloriquear, a pesar de haber empezado muy joven con Harry en una empresa recién fundada, y estaba orgullosa de ello. Sus productos entraban dentro de la categoría del software contable: de todo, desde sistemas de contabilidad hechos a medida para empresas a programas de facturación y control de gastos domésticos. Algunos de sus clientes eran grandes compañías que aportaban gran cantidad de dinero a la empresa, además de plantearle numerosos retos. Jillian, sin embargo, era dura y lo afrontaba todo con valentía y franqueza. En el trabajo podían ocurrir cosas horribles: que fallara un programa, por ejemplo, o que un competidor amenazara con quitarles a un cliente importante. En el campo de las relaciones públicas, la labor de Jillian consistía en mostrar lo mejor del producto y mantener contentos a los clientes. Se habían visto en apuros de vez en cuando, hasta el extremo de que el futuro de la empresa había estado en entredicho, pero Jill nunca lloraba. Ella luchaba.
El hecho de que su jefe afirmara que todavía tenía confianza en ella casi le hizo perder la compostura. Casi la hizo llorar. Estiró la espalda.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó débilmente.
—Algún tipo de acuerdo. Y tu dimisión.
Jill levantó la carpeta.
—¿Este tipo de cosas son admisibles como pruebas?
—En derecho civil, muy probablemente. En los periódicos, sin duda.
—Creía que me quería, Harry. Primero coqueteó conmigo mucho, mucho tiempo. ¿Vamos a dejar que se salga con la suya?
Harry se inclinó hacia delante y juntó las manos sobre la mesa.
—Nada me gustaría más que dar la cara y luchar, Jill. Llevamos diez años trabajando juntos y nunca he visto una sola conducta reprobable por tu parte. Siempre has sido una profesional honrada y sincera. Nunca he tenido un empleado que dedicara tantas horas al trabajo, que se esforzara tanto o con el que haya tenido una relación más personal que contigo. Te has convertido en parte de mi familia. Si alguna vez te has aprovechado de tus subordinados, nunca he visto ningún indicio de ello. O soy muy malo juzgando a la gente, o ese malnacido nos ha estafado a todos.
»Así que nuestra situación es la siguiente: al parecer tiene todos los ases en la manga. Nos hemos enfrentado a cosas parecidas en otras ocasiones y siempre hemos conseguido solucionarlas de puertas para dentro. Nuestro departamento jurídico echará un vistazo a la queja y a las pruebas y se reunirá con él. Si consideran que es un peligro potencial, haré todo lo que esté en mi poder para que esto no llegue a los tribunales, por tu bien y por el de la empresa. Ten en cuenta que tenemos dos mil quinientos empleados que no tienen por qué verse implicados en este asunto. Por más que me enfurezca, tal vez tengamos que dar nuestro brazo a torcer.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Jill.
—De momento, quiero que te tomes el resto de la semana libre. Quiero que te vayas a casa sabiendo que haré todo lo que esté en mi mano para protegerte a ti y proteger a la empresa. Si tenemos que hacer un sacrificio, no te dejaré en la estacada, Jill. No voy a arrojarte a las fieras. Como mínimo, me aseguraré de que cualquier posible acuerdo incluya una cláusula de confidencialidad para que tus perspectivas de futuro no se vean dañadas por este embrollo. De todos modos, hace cinco años que la mitad de mis competidores andan detrás de ti.
—Pero yo me decidí hace mucho. Elegí BSS.
—Lo sé —contestó—. Búscate un abogado, Jill, solo por si fuera necesario. No pases por esto sola y no cuentes conmigo a ciegas, porque tengo toda una empresa que proteger.
—¿Vas a darle un montón de dinero?
—No, si puedo evitarlo.
Jillian se rio de mala gana y se pasó una mano por la nariz.
—Tú me has hecho rica —dijo—. Le habría convenido más casarse conmigo. Además, no tiene tanto talento para las relaciones públicas. Se defiende, pero tiene mucho que aprender. Vas a salir perdiendo en el trato.
—Aunque se salga con la suya, no se quedará aquí —afirmó Harry en tono confidencial—. Nosotros no somos más que un escalón en el camino. Apuesto a que se jactará de su cargo, presumirá de méritos que no son suyos y se buscará un cargo más importante en Microsoft o Intel. Donde sin duda caerá con todo el equipo.
—A menos que encuentre una mujer a la que seducir —repuso Jill en voz baja.
—Sé que ahora no te lo parece, pero superarás todo esto. Eres lista, eres buena en lo tuyo y saldrás de esto indemne. Intenta tener paciencia mientras lo solucionamos. No pierdas la cabeza.
«Ni el corazón», pensó ella.
—Tómate la semana libre por el momento —añadió Harry—. Créeme, si hay un modo de salir de esta, lo encontraremos. Solo quiero que estés preparada para lo peor. Por si acaso. Evidentemente, no puedes hablar de esto con nadie, habiendo una demanda en el aire —se levantó. La reunión había acabado. Le tendió la mano—. Siento que haya ocurrido esto. Ojalá me hubieras contado hace tiempo que salías con él. Salir con un compañero de oficina no es para tanto. Podríamos haberlo arreglado. No habría sido el primer caso, ni será el último. Pero al mantenerlo en secreto por motivos laborales, le has dado la oportunidad que andaba buscando.
—Creía estar protegiéndote —dijo ella—. No quería ponerte en una situación delicada por culpa de una elección personal.
Harry retuvo su mano al estrechársela.
—Esto es muy impropio de ti. Lo que más me preocupaba era que no tuvieras vida privada, que te dedicaras en cuerpo y alma al trabajo. ¿Qué tiene ese hombre, Jill? —preguntó en voz baja—. ¿Cómo consiguió que te arriesgaras tanto por él?
Ella se rio desganadamente. Kurt tenía defectos evidentes, pero ella los había pasado por alto porque nadie era perfecto. Era mono y parecía considerado, pero no era el tipo más listo del mundo. Si no se hubiera empeñado en perseguirla, quizá ni siquiera se hubiera fijado en él. Sacudió la cabeza patéticamente. ¿Era acaso porque Kurt era el único hombre para el que había tenido tiempo? No era de extrañar que los idilios de oficina fueran tan frecuentes. ¡Resultaban tan prácticos!
—Puede que no lo creas, Harry, pero tuvo que invertir mucho tiempo para convencerme de que le diera una oportunidad. Y puede que se reduzca todo a eso: a que él no cejó y a que yo estaba sola. Si gana esta batalla, vas a quedarte con un ejecutivo de Comunicación Corporativa lamentable. Apenas puede atarse los zapatos o hacer una llamada telefónica sin que le digan cómo tiene que hacerlo. Vas a tener que despedirlo.
—Estoy seguro de que eso también lo ha previsto —dijo Harry.
—Dios mío, lo siento, Harry —repuso Jill—. Lo siento. ¡Me siento tan idiota!
A pesar de que sabía que no debía hacerlo, intentó contactar con Kurt. Él no respondió a su móvil ni le abrió la puerta y, después de dejarle unos catorce mensajes en el buzón de voz en tono moderado, se dio cuenta de que solo estaba empeorando su situación. ¿Acaso no estaba claro lo que pretendía? Se aprovecharía de su histerismo y ella parecería aún más culpable. Se obligó a parar.
Se reunió con un abogado que a su vez se puso en contacto con Harry, con el jefe de Recursos Humanos y el Consejo General de BSS. Entregó una copia del disco duro de su ordenador personal, además de su ordenador corporativo, su móvil y el contenido de su mesa. Puesto que no había intentado tender una trampa a nadie, sus pruebas contra Kurt no podían estar allí. Pero al menos su abogado podría mantener la investigación dentro del ámbito de la empresa y no dejar que llegara a la Comisión de Igualdad de Oportunidades para el Empleo o a un tribunal de justicia.
Pasó una semana, luego otra, y Jill empezó a perder la paciencia. Encerrada en su casa de San José, sin nada que hacer salvo navegar por Internet en su nuevo ordenador portátil, se subía por las paredes.
Y entonces llamó Harry.
—Parece que vamos por buen camino —le dijo—. De momento, lo que más puede perjudicarte es el testimonio de dos empleados que creen haber visto señales de acoso. Dos empleados cuyos nombres van a permanecer en el anonimato. Y para ser justos, si Kurt ha sabido manipularlos, sin duda creen que eso fue lo que vieron.
—Ya —contestó ella con sarcasmo.
Solo había quince empleados en el departamento de Comunicación Corporativa. Sabía perfectamente quiénes eran aquellos dos empleados, o empleadas, mejor dicho. Ambas unos quince años mayores que ella, solían ponerse como locas cuando Kurt andaba cerca.
—Quiero que abandones la pelea, Jillian. En lugar de presentar tu dimisión, me gustaría que te tomaras una excedencia. De al menos tres meses. Voy a poner a otra persona en tu puesto. A un asesor externo. Kurt obtendrá lo que le corresponde legalmente y, como era de esperar, ha accedido a la cláusula de confidencialidad.
—¿Como era de esperar?
Harry se rio.
—No quiere que su queja contra su superior lo persiga. Ya te he dicho que piensa marcharse. Y aún no he acabado de hacer averiguaciones sobre su pasado —bajó la voz y añadió—: Nunca le dijiste cuánto ganas, ¿verdad?
—No sé —contestó con franqueza—. Creo que no. No suelo hablar de eso. ¿Por qué?
—Porque, si lo hubieras hecho, no se habría conformado tan fácilmente. Va a recibir un paquete de opciones interesante, pero nada comparado con lo que has ganado tú estos diez años. Debería haberse tomado la molestia de leer antiguos informes financieros, o de echar un vistazo a tu cartera de acciones.
Jillian tenía una asesora financiera muy eficiente. Había contratado sus servicios después de recibir su primera y modesta bonificación. Ya dedicaba todo su tiempo a una sola compañía y era absurdo mantener inmovilizados los valores y las acciones, así que Jillian las movía o las vendía e invertía el dinero en otra parte. Mientras ella ganaba cada vez más dinero en BSS, su asesora financiera multiplicaba sus beneficios en otras inversiones.
El dinero le había importado siempre menos que el trabajo... o que la confianza y la fe que Harry tenía en ella.
—¿Qué se supone que voy a hacer esos tres meses? —exclamó.
—No sé. Date un respiro. Tienes dinero de sobra. Haz un viaje, apúntate a unas clases o algo así. Relájate y deja que esto vaya quedando atrás. Tómate algún tiempo para pensar qué camino quieres seguir. Y no te precipites. Sé que te encanta ser espontánea. Procura aprender a relajarte y a disfrutar de la vida. Recupera tus fuerzas. Estoy seguro de que dentro de un par de meses Kurt se habrá largado de aquí. Y no hay nada en nuestro acuerdo que te impida volver, si te apetece. Tampoco hay nada que te impida cambiar de rumbo. Has recuperado tu vida, Jillian. Piénsalo.
Ya lo había pensado, y le aterrorizaba. Añoraba los tiempos en que trabajaba hasta las cuatro de la madrugada y se mantenía a base de pizza fría y Red Bull para seguir tirando mientras preparaba una campaña o una reunión ejecutiva de importancia crucial. Le encantaban los plazos de entrega, la emoción de hacer subir los beneficios de la empresa antes del informe trimestral, el temor y la excitación de las auditorías, las reuniones de la plana mayor para preparar el plan de acción corporativa. La gurú de las relaciones públicas era ella; ella quien presentaba las perspectivas de desarrollo de la compañía ante la junta directiva, ante la Comisión del Mercado de Valores, los corredores de bolsa y el público en general. Ella quien se esforzaba denodadamente por hacer realidad las ideas de Harry, por cumplir sus objetivos.
No estaba segura de cómo echar el freno, ni quería hacerlo.
A pesar de que Harry le había pedido total discreción respecto a aquel asunto, Jill se lo contó a Kelly, su hermana y mejor amiga. Kelly era la atareada ayudante del chef de un restaurante de cinco tenedores de San Francisco y tenían pocas oportunidades de verse, pero todos los días hablaban por teléfono o se enviaban algún mensaje de texto. Lo que más la consolaba de haber confiado en su hermana era que Kelly quería matar a Kurt. Metafóricamente, al menos.
—Más le vale no venir a comer a mi restaurante —dijo con odio.
—Sabe lo que le conviene, seguro que no irá —contestó Jill—. Lo tiene todo previsto.
—Yo solo digo que sé cómo hacer que parezca un accidente...
—¡Calla! ¡Puede que me haya pinchado el teléfono! —Jill respiró hondo—. Y ahora que lo pienso, como cabe la posibilidad de que sea así, tienes que dejar que siga viviendo.
—Qué rabia —contestó Kelly—. Es un cerdo. Nunca me gustó. ¿No te lo había dicho?
—No, ¡claro que te gustaba! A ti también te engatusó, lo cual nos convierte a las dos en tontas. Ay, Dios, ¿qué me ha pasado? Porque no soy ningún Einstein, pero nunca había sido tan ingenua. ¿Quieres que te diga la verdad? No pensaba que fuera lo bastante listo para hacer algo así.
—Eres muy impulsiva —dijo Kelly—. Siempre lo has sido. Ves algo que quieres y vas a por ello.
—En este caso no fue así —contestó Jill—. Estuvo mucho tiempo cortejándome antes de que... En fin, da igual. Harry tiene razón. Aunque luchara y ganara, esto saldría a la luz y su acusación pesaría sobre mí muchísimo tiempo.
—Lo que yo me pregunto —dijo Kelly— es cómo es posible que haya dado gato por liebre a todo el mundo y sea tan torpe en su trabajo. ¿No es eso en lo que consisten las relaciones públicas? ¿En saber cómo presentar el lado positivo de las cosas, en vender un producto, en convencer a la gente de que quiere lo que ni siquiera sabía que quería?
—En resumidas cuentas —dijo Jill cansinamente—, que debería haber invertido toda esa energía en su trabajo.
—Bueno, tú ayudaste a construir ese pequeño imperio que es BSS —comentó Kelly—. Las cosas no han salido como esperabas, pero has ganado un montón de dinero y has conseguido multiplicar tus beneficios. Ha habido un montón de empresas de software e Internet que han quebrado, pero a la tuya le ha ido a las mil maravillas. Deberías poder conseguir lo que quieras. Vamos a pensar un segundo en el futuro. ¿Cuál es tu primera opción?
—Voy a seguir el consejo de Harry. A tomarme un tiempo libre —dijo—. Y luego me pensaré lo del trabajo...
—Me sorprendes. Normalmente, mi hermanita no tendría ninguna duda. A pesar de los esfuerzos de Kurt por hundirte, tu reputación sigue siendo impecable. Si alguien llama a Harry pidiéndole referencias, obtendrá las mejores. Puedes ir a donde se te antoje...
La voz de Jillian sonó tan baja que Kelly apenas la oyó:
—Pero sigo estando demasiado dolida.
Su hermana se quedó callada un momento.
—Ay, nena...
—¿Sabes que cuando salía con Kurt me sentía culpable? ¡Me preocupaba que él me quisiera más de lo que yo lo quería a él! Y mientras tanto él estaba maquinando cómo hundirme.
—Es un sinvergüenza.
—Nunca antes había dudado de mí misma —dijo Jillian con un hilo de voz—. Siempre he sabido instintivamente en quién podía confiar y en quién no. En cuanto conocía a alguien, sabía si podía fiarme de esa persona o no, y rara vez me equivocaba. Pero ahora...
—Solo necesitas un poco de tiempo —afirmó Kelly.
—Nunca volveré a fiarme de un hombre. Si lo consigo, será un milagro.
Se hizo un silencio entre ellas.
—Voy a irme una temporada, Kell —anunció Jillian—. A tomarme unas vacaciones en un sitio tranquilo, a hacer un paréntesis. Harry tiene razón: tengo que reflexionar, me lo debo a mí misma.
—¿Adónde vas a ir? —preguntó Kelly—. ¿Quieres que vaya contigo?
Jillian se rio.
—Sé que no puedes marcharte del trabajo. No, voy a ir sola. Aún no sé adónde, pero no te preocupes, estaré bien. Solo necesito un poco de tiempo para asimilar todo esto. Un poco de tiempo para recuperarme de mis heridas.
Kelly lanzó un suspiro. Luego dijo:
—En serio, más le vale no aparecer por mi restaurante porque me encantaría verlo muerto. ¡Y espero que lo esté grabando!
Fue un alivio para ella llenar un par de bolsas de viaje, cerrar su casita en San José y salir de viaje en coche. Nada daba más ganas de huir a una mujer que saberse utilizada y traicionada por un hombre.
Para tranquilizar a Kelly, condujo solo hasta San Francisco, como primera etapa de su viaje hacia lo desconocido. Esa noche cenó en el restaurante de su hermana. Era tan difícil conseguir mesa en el restaurante de cinco tenedores en el que Kelly era ayudante del chef, que los que estaban dispuestos a esperar solían pasarse dos horas en el bar después de consultar al maître, y eso si tenían reserva. El chef era un tal Durant, conocido solo por ese nombre y famoso en toda la región. Jillian, sin embargo, se sentó enseguida y en una mesa excelente, casi un reservado. Después, los mejores camareros le sirvieron todas las especialidades del restaurante. Kelly debía de haber pedido un montón de favores para conseguirlo.
Después de cenar, Jill se fue en coche al pisito que Kelly tenía en la ciudad, donde pensaba quedarse a pasar la noche. Kelly no llegó a casa hasta pasada la una, de modo que no pudieron hablar hasta al día siguiente, mientras desayunaban, ya tarde.
—¿Y ahora qué? —preguntó Kelly.
—Hay múltiples posibilidades —dijo Jill—. Quizás el lago Tahoe. Y nunca he estado en Sun Valley, Idaho. Lo que importa no es tanto el destino, sino el simple hecho de conducir. Ver acumularse los kilómetros por el espejo retrovisor. Dejar todo esto atrás, en sentido figurado y literal. Me alojaré en hoteles grandes, cómodos e impersonales, me relajaré, comeré bien, veré todas las películas que me he perdido estos últimos diez años y visitaré muchas, muchas librerías. Antes de volver a la refriega, voy a ver si consigo recordar lo que es tener una vida propia.
—Llevas tu móvil, claro.
Jillian se rio.
—Sí. Lo mantendré cargado en el coche, pero no pienso contestar a ninguna llamada, salvo a las tuyas y a las de Harry.
—¿Puedes hacerme un favor? —preguntó Kelly—. ¿Puedes mandarme un mensaje todas las mañanas diciéndome dónde estás? ¿Y podemos hablar antes de que empiece a trabajar en la cocina? Solo para saber que estás bien.
Jillian distaba tanto de estar bien que casi le dieron ganas de reír. Tenía la impresión de estar como una cabra. Estaba tan descentrada, le costaba tanto concentrarse, que seguramente no era buena idea conducir, pero le apetecía tan poco volar a un lugar turístico como Hawái o Cancún o sentirse atrapada en un crucero que había descartado ambas cosas casi inmediatamente. Quería tener los pies en la tierra. Quería volver a centrarse. Se sentía casi como si ya no se conociera a sí misma. Solo el interior de su coche tenía absoluto sentido para ella. Allí podría pensar sin que nadie le molestara e intentar ver todo aquello con perspectiva.
Sin embargo, puso una expresión resuelta.
—Claro que sí —contestó, y sonrió—. Si llamas y hay cobertura, contestaré.
Se despidieron, Kelly se marchó a trabajar y ella montó en su coche y puso enseguida rumbo al Este. Estaba a medio camino del lago Tahoe cuando se acordó de las vacaciones que se había tomado con Kelly y dos amigas el otoño anterior. Habían ido en coche hasta Vancouver (una opción excelente), pero en el camino de vuelta habían parado en un pueblecito de las montañas, no recordaba su nombre. Estando allí, habían entrado por casualidad en una subasta y la vieja casona donde se celebraba le había recordado a la casa en la que habían crecido su hermana y ella en compañía de su bisabuela. Embargada por la nostalgia, casi se había echado a llorar por el recuerdo, a pesar de que las dos casas tenían muy poco en común. La otra imagen que se le vino a la cabeza fue la de unas pequeñas cabañas a la orilla de un río, donde se habían alojado un par de días. Unas cabañas bonitas, apartadas pero muy cómodas. Por la noche habían dejado las ventanas abiertas y dormido oyendo los sonidos de la naturaleza, el rumor del río, el viento que susurraba entre los enormes pinos, los cantos, voces y graznidos de los animales del monte. Habían metido los pies en el agua helada y habían visto brincar a las truchas y cómo caían las hojas girando en el agua. Había sido precioso. Sedante y tranquilizador.
Con esa idea en mente, Jill tomó un desvío y se dirigió hacia el Norte. Cruzaría Napa, así enfilaría el camino correcto. Aquellas cabañas no estaban en un motel de carretera, ni en un camping para caravanas. No era la clase de sitio en el que uno podía presentarse a media noche pidiendo habitación. Los dueños y encargados del negocio eran un tal Luke y su joven esposa. Vivían en la finca.
Pasó la segunda noche en la carretera, en un pequeño hostal de Windsor, más o menos a medio camino de su destino. A primera hora de la mañana se puso de nuevo en marcha. Ni siquiera llamando a Kelly había logrado averiguar el nombre exacto del pueblo, pero sabía aproximadamente dónde estaba.
Después de recorrer unos cuatrocientos kilómetros y tomar unos cuantos desvíos equivocados, acabó en un remoto cruce del Norte de California, donde vio a un par de tipos que habían aparcado sus camionetas en la cuneta. Saltaba a la vista que estaban pasando el rato. Paró junto a ellos.
—Hola, chicos —dijo—. Estoy buscando un pueblecito que hay por aquí cerca. Una vez cené allí en un restaurante que se llamaba Jack’s, creo, y hay unas cabañas a la orilla del río. El dueño es un tal...
Uno de los hombres se quitó el sombrero y se alisó el escaso pelo sobre la calva pecosa.
—Luke Riordan es el dueño de esas cabañas en Virgin River. Luke y Shelby.
—¡Sí! —exclamó—. ¡Eso es! ¡Virgin River! Debo de haberme pasado el desvío, no he visto la señal.
El otro se rio.
—No hay señal. Y no te lo has pasado por mucho —dijo—. Por la treinta y seis, a unos cuatrocientos metros de aquí. El desvío está a la izquierda, pero para llegar donde Luke tienes que torcer otra vez a la izquierda a unos dos kilómetros, subiendo por aquel monte. Luego vuelves a bajar y doblas una curva al pie de la montaña. El segundo desvío no está indicado, pero hay una secuoya seca en la cuneta, justo donde está el desvío. Es enorme. Luego verás el río, seguramente. Sigue el camino del río hasta llegar a las cabañas. No queda lejos.
Jill sonrió. Hacía semanas que no sonreía con tantas ganas. Sí, se acordaba del árbol seco, de las subidas y las bajadas y de la curva que describía la carretera.
—Ahora me acuerdo. Me acuerdo del árbol seco. Gracias. ¡Muchísimas gracias!
Puso rumbo al primer desvío y luego hacia el árbol muerto, sin dejar de sonreírse. Se reía de lo distinto que era todo aquello. Parecía haber viajado a otro país. Aquella gente sabía tan poco de iPhones y iPads, de informes bursátiles y de juntas directivas como ella de pesca con mosca y acampadas al aire libre. De pronto cayó en la cuenta de que casi nada de lo que llevaba en el equipaje iba a servirle para pasar unos días en Virgin River. Creyendo que acabaría en algún complejo hotelero de un lugar como Sun Valley, había metido en la maleta su ropa de club de campo, la que solía ponerse para ir a eventos corporativos o a meriendas campestres organizadas por la empresa. Pantalones de lino, un par de vestidos elegantes pero desenfadados, faldas, sudaderas, esa clase de cosas. Y tacones bajos, montones de tacones bajos. Tenía exactamente un par de deportivas Nike y dos chándales, ambos de diseño.
Que ella recordara, Virgin River era un lugar muy agreste, además de fresco. ¡Y qué humedad, santo cielo! Era principios de marzo y no había parado de lloviznar intermitentemente durante todo el día. Se veía todo un poco lúgubre, de no ser por las yemas verdes que empezaban a asomar en los árboles y por la vegetación que despuntaba a lo largo de la carretera.
Había además muchísimo barro. Su precioso Lexus híbrido estaba sucio y lleno de salpicaduras.
Siguió la carretera del río y al llegar al complejo de cabañas vio que Luke estaba subido al tejado de una de ellas, haciendo reparaciones. Se volvió hacia ella al oírla llegar. Jill detuvo el coche, salió y lo saludó con la mano.
Él sonrió antes de bajar de la escalera.
—Hola —dijo cuando llegó abajo. Sacó un trapo del bolsillo de atrás del pantalón para limpiarse las manos.
—Supongo que no te acordarás de mí, Luke —dijo ella—. Estuve aquí el otoño pasado con mi hermana y unas amigas. Pasamos un par de días en una de las cabañas. Nos invitaste a una subasta en casa de una señora mayor.
Luke se rio.
—Claro que me acuerdo de ti, pero no de tu nombre.
—Ah, perdona. Soy Jill. Jillian Matlock. Perdona, ni siquiera he llamado por adelantado. Se me ocurrió que a lo mejor tenías alguna cabaña libre y...
—En esta época del año suele haber sitio libre —repuso él con una sonrisa—. Es el mejor momento para hacer reparaciones. Cuando la lluvia lo permite, claro. Puedes elegir la cabaña que quieras. Las llaves están colgadas de un gancho, al lado de la puerta.
—Gracias, ya me acuerdo. Oye, ¿puedo quedarme unos días?
—En esta época no hay cazadores, muy pocos pescadores y los veraneantes no aparecen hasta junio. Entre junio y enero tengo mucho trabajo, pero a principios de primavera esto está muy tranquilo. ¿Qué piensas hacer por aquí unos días?
—No sé —se encogió de hombros—. Descansar, dormir hasta tarde, explorar un poco. Se puede explorar sin peligro, ¿verdad?
—Si evitas las plantaciones de marihuana, sí. Pero suelen estar bien escondidas. Y los osos aún no están del todo despiertos. ¿Pescas?
—No, desde que tenía siete u ocho años —contestó.
—Art puede enseñarte —propuso Luke—. En el cobertizo hay una caña de sobra y sedal. Art sabe dónde. De hecho, si necesitas algo, seguramente podremos prestártelo. Pero recuerda que el río está muy crecido. Se está derritiendo la nieve de las montañas. Y llueve dos de cada tres días. Avísanos si necesitas algo —la miró de arriba abajo.
Jill llevaba vaqueros, tacones altos, blusa de seda y americana de ante.
—Um. Shelby tiene unas botas de agua que puede prestarte. Si no, te estropearás los zapatos en un abrir y cerrar de ojos.
—Eres muy amable, Luke.
—Solo quiero que te diviertas y que estés cómoda, Jillian.
Jillian sabía que tendría que comprarse ropa más cómoda, algo que pudiera ponerse para dar largas caminatas, ir a pescar o sentarse bajo un árbol con un libro. Al día siguiente fue en coche hasta Eureka, la ciudad más cercana, y envió un mensaje a su hermana desde el aparcamiento de una tienda de ropa: Seguro que no adivinas dónde estoy. ¡En Virgin River! ¿Te acuerdas de Virgin River?
Se estaba probando unos vaqueros cuando llegó la respuesta. ¿Por qué?, preguntaba Kelly. Para descansar, relajarme y reflexionar, respondió Jillian.
Compró unas botas de cordones por si salía a la montaña, unos vaqueros, unos pantalones de loneta, sudaderas y pantalones de chándal sin etiquetas de marca, un chubasquero y una chaqueta con capucha, dos pijamas abrigados y un montón de calcetines. Iba a relajarse en plena naturaleza, en aquellas húmedas, bellas y frías montañas. Pero no iba a renunciar del todo a la civilización: seguía teniendo su ordenador, su DVD portátil, su iPad, su iPhone y varios DVDs que quería ver.
Relajarse, sin embargo, no era tan sencillo. Llevaba años fantaseando con tomarse unas vacaciones, con darse un descanso, pero con el paso del tiempo había tenido que reconocer que no era eso en absoluto lo que quería. ¡Quería trabajar! ¡Actuar! ¡Competir! ¡Superarse! ¡Ganar! Lo que más la estimulaba era el éxito, los elogios de su personal y de su jefe.
Acababa de salir de la universidad con una flamante licenciatura en publicidad y un montón de créditos para obtener un máster en administración de empresas cuando Harry Benedict le había ofrecido un trabajo mal pagado en una empresa recién fundada. El capital inicial era muy limitado, pero Harry necesitaba pocos empleados: un CPA, un ingeniero informático y alguien que se ocupara del marketing de sus productos de software. Jillian podía encargarse del marketing, y le gustaba el riesgo. Harry tenía buenos antecedentes: había fundado con éxito varias empresas que había vendido posteriormente. Lo que le ofrecía era una oportunidad: la oportunidad de aprender de él, de ver levantarse desde la nada una empresa de alta tecnología y de crecer profesionalmente.
Kelly tenía razón: era muy impulsiva. Había aceptado de inmediato el ofrecimiento. Además, Harry le había caído bien. Le gustaba su actitud un poco gruñona y seria. Le gustaban su aplomo y su experiencia. Su energía era contagiosa. Recordaba que una noche, cuando todavía estaban trabajando a las cuatro de la madrugada, había dicho «Cuando dejemos de divertirnos, nos vamos, ¿de acuerdo?». Jillian había apostado por él en la misma medida que él por ella. Y ahora lo echaba muchísimo de menos.
No había nada más divertido que ayudar a levantar una empresa. Había llegado a tener una relación muy estrecha con la familia Benedict, había ascendido y, de hecho, había ayudado a organizar la empresa desde sus inicios hasta el día en que salió a bolsa. A la edad de veintinueve años había sido nombrada vicepresidenta de Comunicación Corporativa, con un montón de empleados a su cargo, y se había convertido en una de las ejecutivas más próximas a Harry. Por el camino había cobrado bonificaciones y paquetes de acciones, y su sueldo había ido creciendo en proporción a sus responsabilidades. Sus cuidadosas inversiones le habían permitido tener una cartera bursátil bien nutrida y diversificada.
En los diez años anteriores, solo se había ido de vacaciones con su hermana y sus dos mejores amigas del instituto. Cuatro mujeres de profesiones muy distintas, pero todas ellas competitivas, ambiciosas, trabajadoras y solteras. Lograban escaparse una vez al año por espacio de una semana o diez días. Aparte de esas vacaciones, Jillian no sabía qué hacer con su tiempo libre.
Kelly y ella siempre habían trabajado duro para convertir en realidad sus grandes sueños. Kelly había tenido claro lo que quería hacer casi desde el principio: primero había estudiado cocina, después había trabajado de pinche y de ayudante de cocina cada vez en mejores restaurantes, más tarde había pasado a ser ayudante del chef, y confiaba en llegar a ser algún día la chef de su propio restaurante. Jillian, por su parte, tampoco había dudado mucho al escoger su camino. Después de la universidad, había aprovechado la primera oportunidad idónea que se le había presentado. El camino elegido por cada una de ellas había resultado el acertado. Kelly iba derecha hacia su objetivo y Jill había extraído de sus diez años en BSS un mullido colchón en el que apoyarse.
De momento, sus días estaban siendo muy sencillos. Disfrutaba pescando con Art, el ayudante de Luke, un hombre de treinta y pocos años que tenía síndrome de Down. No hablaban mucho, pero Jill notaba que Art disfrutaba enormemente. Dormía la siesta todas las tardes, leía o veía películas hasta muy tarde, paseaba por el río a primera hora de la mañana o al atardecer y conducía por el condado de Humboldt, observando el paisaje, los pueblos y a la gente, tan distinta a la que poblaba Silicon Valley. Aunque agradecía las invitaciones a cenar de Luke y Shelby, siempre rehusaba. Prefería estar sola.
Costaba deshacerse de rutinas y costumbres que había mantenido durante diez años: compraba platos precocinados fáciles de calentar y comer como si siguiera trabajando hasta tarde todos los días. Se alegraba muchísimo de tener otra vez tiempo para leer, de disfrutar de unas cuantas novelas de amor, pero las escenas románticas solo la hacían llorar.
Yendo en coche hasta una zona despejada, podía hablar con Kelly al menos una vez al día.
—¿Estás bien? —preguntó su hermana—. ¿Tienes idea de qué vas a hacer después?
—Estoy barajando posibilidades —respondió Jillian. La verdad era que no se le ocurría ni una sola—. Pero no quiero decir nada hasta que me lo haya pensado mejor.
—¿Qué tal tu pobre y maltrecho corazón?
—Bah, mi corazón está perfectamente. Odio a Kurt y tengo ganas de matarlo.
—¡Así se habla! —exclamó Kelly en tono de aprobación.
Lo cierto era que tenía el corazón hecho pedazos. Aún le costaba creer que el hombre que la había apoyado, que la había reconfortado y alabado, la hubiera traicionado después. Hacía mucho tiempo que no le dolía tanto el corazón... ¿Desde el instituto, quizá? ¿Desde la universidad? No había sido una perfecta adicta al trabajo mientras había trabajado en BSS. Había salido con hombres de vez en cuando. Pero el único que de verdad la había «pescado» había sido Kurt.
Había, además, otra cosa que le estaba costando asumir: no estaba segura de qué lamentaba más, si haber perdido a su novio o haber perdido el trabajo.
Por irónico que pareciera, había sido aquella extraña y vieja casona y los recuerdos que había evocado en ella lo que la había impulsado a ir a Virgin River, y sin embargo, tardó tres días en decidir que quería volver a ver aquella casa.
Pero la casa había cambiado mucho durante aquellos seis meses, desde la última vez que la había visto. Ahora era sencillamente preciosa. Y tan distinta a aquella primera vez... Estaba pintada de blanco, con ribetes marrones y ocres. Las contraventanas eran oscuras. Los ribetes, más claros. Los aleros estaban decorados y las torrecillas de la parte delantera se erguían tan airosamente como las de un castillo. El porche se había reforzado y estaba pintado de blanco y ocre. Se habían instalado ventanas y puertas nuevas. Era una casa remodelada preciosa que, aunque quizá tuviera cien años, parecía tan nueva y sólida como el día de su construcción.
Como si la casa no fuera por sí sola suficientemente bonita, el terreno que la rodeaba era tan fabuloso como recordaba Jillian: arbustos bien recortados, flores que empezaban a despuntar junto al zócalo de la casa y el camino y árboles rebosantes de verdes yemas. Vio hortensias y rododendros, además de otros muchos matorrales que al cabo de un mes estarían repletos de flores. Rodeó sin prisa la casa y el jardín, fijándose en todo y suspirando llena de admiración. Subió al porche y, al mirar por una ventana, confirmó lo que sospechaba: que la casa estaba vacía. Nadie vivía en ella.
En realidad, se parecía muy poco a la casa en la que habían crecido Kelly y ella: la de su nana era mucho más pequeña, una casita de tres habitaciones, con el dormitorio de abajo, del tamaño de un armario grande, pegado a la cocina. Tenía, sin embargo, aquel mismo recubrimiento victoriano de tablones de chilla con gabletes, un jardín grande y porches delante y detrás.
Jillian y Kelly llevaban varios años solas. Cuando tenían apenas cinco y seis años de edad, sus padres habían sufrido un accidente de tráfico. Su padre había muerto y su madre había quedado inválida. Su bisabuela, ya anciana, se había hecho cargo de ellas y de su madre, que necesitaba constantemente alguien que la ayudara. Las niñas habían crecido en aquella casita de un barrio antiguo de Modesto, California. Como su madre estaba en silla de ruedas y tenía muy poca movilidad, dormía en la planta baja, en una anticuada cama de hospital, mientras que las niñas compartían uno de los cuartos del piso de arriba y la abuela ocupaba el otro. Su madre había muerto primero, cuando las niñas iban al instituto. Su bisabuela había fallecido cuando ambas estaban ya en la veintena. Tenía casi noventa años.
Al rodear el porche trasero, recordó que cuando había estado allí anteriormente se había sentado en la oxidada silla de exterior en la que había muerto la anciana señora propietaria de la casa. Ahora se sentó en los escalones del porche, se apoyó contra el poste de la barandilla y contempló el inmenso terreno, casi tan grande como un campo de fútbol. Estaba ocupado casi en su totalidad por el huerto, que necesitaba un buen desbroce antes de la siembra de primavera.
Había tanto silencio que casi se oyó pensar. Y lo que pensó fue: «¿Cómo podía tocarme como me tocaba, sabiendo que iba a robarme mi trabajo, a destruir mi reputación y a partirme el corazón? ¿Cómo es posible que un ser humano le haga eso a otro?». Empezó a llorar otra vez, lo cual solo se permitía hacer cuando estaba sola. ¿Cómo le había podido decir todas las cosas que le había dicho?, se preguntó. «Jillian, cásate conmigo. Jillian, eres lo mejor que me ha pasado nunca. Jillian, no puedo vivir sin ti, lo digo en serio. Me importas mucho más que mi trabajo».
Era la premeditación de aquellas mentiras lo que le resultaba más incomprensible. Ella era capaz de contar pequeños embustes, claro; podía decirle a una gorda con un vestido rojo que aquel color la favorecía; podía echarle la culpa al tráfico cuando llegaba tarde, o decir que acababa de recibir el mensaje. Esa clase de cosas. Pero ¿cómo podía alguien abrazar a otra persona desnuda y susurrarle palabras de amor cuando desde el principio pensaba destruirla? Ella jamás podría hacerle eso a otro ser humano.
Las lágrimas le corrían por las mejillas cuando rodeó el jardín trasero y se acercó a una caseta grande, construida en aluminio. Sollozando todavía, abrió las puertas de doble hoja, que no estaban cerradas con llave, y encontró una segadora de césped junto con todos los útiles de horticultura de una señora mayor. No quería desordenar nada, pero pensó que no hacía ningún mal si sacaba una azada. Se puso a trabajar en el jardín de atrás, labrando el suelo embarrado. Le habían dicho que la última ocupante de la casa había muerto a los ochenta y seis años. Y a pesar de su edad siempre se había ocupado ella misma de aquel huerto, tan grande como una pequeña explotación agrícola. Su nana había sido igual.
Cuando Kelly y ella eran pequeñas, las hacía trabajar en el huerto y en la cocina y, aunque apenas había recibido educación formal, les había enseñado a leer para que pudieran turnarse para leerle en voz alta a su madre inválida. Habían hecho labores en el jardín, en la cocina y en el resto de la casa hasta que se habían independizado. Habían trabajado mucho durante su infancia, pero el trabajo siempre les había sentado bien. Seguramente por eso nunca habían temido el trabajo duro. Su nana solía decir: «¡Gracias a Dios que tengo trabajo!». Y vaya si lo tenía: ella lavaba la ropa, planchaba, hacía conservas de hortalizas y frutas, salsas y dulces y los vendía, además de ayudar a sus vecinos. Tenía una pensión, al igual que las niñas por haber perdido a su padre, pero todas ellas trabajaban con denuedo y apenas les alcanzaba para vivir.
Lo que más entristecía a Jill era la falta de trabajo y de amor. Mientras cavaba en el jardín, siguió llorando sin pensar en sus lágrimas y se embarró por completo. Cuando no conseguía arrancar un hierbajo con la azada, se ponía de rodillas y lo arrancaba a tirones.
En la caseta había bulbos y semillas y, a juzgar por la vegetación que comenzaba a despuntar por todas partes, era época de siembra. Unas tres horas después de haber llegado, tenía gran parte del huerto labrado y desbrozado y hasta había plantado algunos bulbos de especie desconocida que encontró en la caseta. Llevada por un impulso, se arrodilló, agarró un puñado de tierra y la olfateó: tenía la nariz un poco taponada, pero no detectó ni rastro de productos químicos. No había visto pesticidas en la caseta y dedujo que la difunta propietaria de la casa había practicado la agricultura orgánica. Siguió cavando y arrancando malas hierbas, sin dejar de llorar en silencio y de limpiarse las lágrimas.
—Um, disculpe —dijo un hombre.
Estaba de rodillas, con el barro hasta los codos. Sofocó un gemido de sorpresa, se echó hacia atrás y se limpió rápidamente las lágrimas de las mejillas. Al mirar hacia arriba, vio a un hombre muy alto. Su cara le sonaba un poco, pero no sabía de qué.
—¿Va todo bien? —preguntó él.
—Eh, claro. Es solo que estaba... eh... acordándome del jardín de mi bisabuela y... en fin, creo que me he emocionado un poco —se levantó y se sacudió las rodillas, pero no sirvió de nada.
Él le sonrió.
—Debía de ser un jardín impresionante. Hope se ponía a trabajar en el huerto como una loca todos los veranos. Regalaba casi todo lo que recogía y se quejaba de que los insectos y los animales del monte eran una lata. Pero debía de encantarle, por el ímpetu que le ponía —ladeó la cabeza—. ¿Echa de menos a su abuela o algo así?
—¿Cómo?
—Bueno, espero que no le moleste que se lo diga, pero da la impresión de que ha estado llorando. O algo así.
—¡Ah! —exclamó, y volvió a limpiarse los ojos—. Sí, estaba pensando en ella.
—Con las manos tan sucias no va a conseguir gran cosa —comentó él, y sacó un pañuelo de su bolsillo—. Tenga. Salga del barro y límpiese la cara o se le meterá tierra en los ojos.
Jill sorbió y agarró el pañuelo limpio y blanco.
—¿Esta casa es suya ahora? —preguntó mientras se limpiaba la cara, y le asombró lo manchado de barro que acabó el pañuelo.
Él se rio.
—No. Trabajo en ella, nada más —le tendió la mano y luego levantó las cejas: una costra de barro cubría la mano de Jillian. Se lo pensó mejor y retiró la mano—. Paul Haggerty, constructor. Construyo, reformo y restauro casas por esta zona.
—Jillian Matlock —miró sus manos de ejecutiva, antes perfectamente cuidadas. Estaban en un estado lamentable. Se las limpió en los vaqueros—. ¿De quién es la casa, entonces? —inquirió.
—Del pueblo. Hope dejó la casa, el terreno y todos sus bienes al pueblo.
—¡Ah, claro! Estuve aquí el otoño pasado. Vine a la subasta y alguien me lo contó. Entonces, ¿qué va a pasar con la casa?
Paul Haggerty se metió las manos en los bolsillos y miró hacia el cielo.
—Se ha hablado mucho sobre ese asunto. Podían convertirla en un museo, en un hotel, o en el ayuntamiento. O simplemente dejarla así una temporada. O venderla. Pero estando la situación económica como está, seguramente no podría venderse por un buen precio.
—Entonces, ¿no es de nadie? —preguntó Jillian.
—Sí, del municipio. El tipo que se ocupa de ella es Jack Sheridan, el dueño del bar del pueblo.
—¿No hay ningún propietario?
—No, ninguno.
—Vaya, me encantaría ver lo que han hecho con el interior.
Paul Haggerty sonrió.
—Y a mí me encantaría que lo viera, pero está hecha un desastre.
Jillian se miró.
—Sí. No sé qué me ha pasado. Me he puesto a limpiar el jardín y a prepararlo para sembrar, y he perdido la noción del tiempo. Aunque no tengo ni idea de para qué lo he hecho.
—No está cerrada con llave —dijo él—. Pero le pediría por favor que no entrara sin limpiarse los pies.
Ella se quedó de piedra.
—¿No está cerrada?
—No —Haggerty se encogió de hombros.
—Entonces... ¿todavía no la han dejado en manos de ninguna agencia inmobiliaria?
—No, que yo sepa. Claro que acabo de terminar las reformas. Tendría usted que hablar con Jack.
—¿Sabe qué le digo? Que voy a irme a casa... Eh, me alojo en una cabaña junto al río...
—Donde los Riordan —dijo él con una sonrisa.
Caramba, allí se conocían todos, pensó Jillian.
—Sí. Si no le importa, volveré mañana por la mañana para dar una vuelta por la casa. Vendré perfectamente limpia y no dejaré ni una mota de polvo.
La sonrisa de Haggerty era enorme.
—Y yo se lo agradezco de todo corazón. Yo mismo he pintado y encerado esos suelos —luego se sonrojó un poco—. Bueno, mis empleados, quiero decir.
Jillian le devolvió la sonrisa.
—Sé lo que hace un constructor. Entonces, ¿cuánto puede valer una casa como esta por aquí?
—¿Quién sabe? —contestó él—. Si estuviera en Fortuna, unos setecientos cincuenta mil, seguramente. Restaurada, quizá un millón. Tiene un montón de habitaciones, pero solo un par de baños. He añadido uno pequeño, con ducha, para que fueran tres. En un sitio como Menlo Park o San José... tres millones. El problema de las viviendas ahora mismo es que valen lo que puedas conseguir por ellas.
—Eso he oído —repuso ella—. Bueno, me voy —miró su pañuelo—. Eh... Le lavaré esto.
—No se preocupe. Tengo más.
—Me asearé y volveré mañana a echar un vistazo a la casa, si está seguro de que no hay problema.
—Claro. La mitad del pueblo ha pasado por aquí. Se portan muy bien, procuran no dejar ni rastro, y se lo agradezco.
—Entendido —dijo Jillian, riendo.
—Puede que me pase por aquí, por si tiene alguna pregunta —añadió él—. ¿A qué hora piensa venir?
Ella levantó las cejas inquisitivamente.
—¿A las nueve?
—Por mí, bien. Quizá me pase primero por el bar de Jack para pedirle al Reverendo que me prepare unos huevos.
—Ah, sí, me acuerdo de él, es el cocinero. Puede que nos veamos en el desayuno.
—Será un placer.
A la mañana siguiente, Jillian se levantó y se puso ropa de ciudad, en vez de los vaqueros y las sudaderas nuevas que solía ponerse para ir al río. Hasta ella tenía que reconocer que, sin barro y lágrimas, la diferencia era muy notable. Eligió unos pantalones de pinzas, una camiseta de seda y una chaqueta de lino, con tacones bajos. Por lo que sabía de aquel pueblecito no hacía falta ponerse de punta en blanco, pero aun así prefirió arreglarse.
Y en parte estaba deseando volver a su trabajo, a un mundo en el que la buena presencia era casi tan importante como la eficiencia. Sonrió al mirarse al espejo y pensó: «No está mal. No está nada mal».
Mientras desayunaban, Paul le explicó que aún quedaban varias cosas por terminar en casa de Hope, pero que las obras habían avanzado mucho durante los seis meses anteriores.
—Nos la encontramos llena hasta el techo de cachivaches, pero aun así estaba asombrosamente bien conservada para los años que tiene. No han hecho falta muchas reformas. Más que nada, trabajo cosmético. Es una casa muy grande. Ojalá tuviera acciones en la empresa de pinturas.
—¿Qué interés tiene en esa vieja casa? —le preguntó Jack mientras volvía a llenarles las tazas de café—. ¿Quiere abrir un hotel o algo así?
—¡Santo cielo, no! —contestó ella, riendo—. ¿Limpiar lo que otros ensucian? ¿Hacerles la comida? ¡No, qué va! Solo tengo curiosidad. Me crie en una casa antigua, con un gran jardín en la parte de atrás... aunque la casa era mucho más pequeña. Pero tenía dos porches, y un huerto grande, y una cocina muy amplia... Cuando murió mi bisabuela, mi hermana y yo la vendimos. Las dos vivíamos y trabajábamos lejos de allí. Era absurdo quedársela, pero de todos modos siempre he lamentado haberla vendido. Mi bisabuela vivió en esa casa desde que era una adolescente, cuando llegó de Francia para casarse con un hombre al que no conocía. Era medio francesa, medio rusa, y así se hacían las cosas en aquellos tiempos. Luego ella y su marido, que murió mucho antes de que yo naciera, vivieron allí juntos. Fue su único hogar en este país y lo cuidaba con mimo.
Estuvieron charlando unos minutos más y, cuando llegó el momento de marcharse, Jack decidió que le apetecía acompañarlos. Hacía más de una semana que no iba a echar un vistazo a la casa.
A pesar de que ya se veía que la casa era enorme por fuera, a Jillian la sorprendió lo grande y bonita que era por dentro. Era la segunda vez que entraba en ella, pero esta vez estaba vacía de muebles y gente.
Justo al lado de la puerta de entrada estaba el salón. Más allá, el comedor. A la izquierda había una escalera y, más allá, al otro lado de la escalera, un cuarto de estar. Las paredes estaban pintadas de amarillo claro, con ribetes blancos. Arriba había tres dormitorios, un cuarto de baño grande con bañera con patas de garra y lavabo de pedestal, y un solario que se extendía a lo largo de la fachada, justo encima del porche trasero. En el segundo piso había dos dormitorios, un baño de tamaño mediano y un altillo: un espacio grande y diáfano entre los dormitorios, en lo alto de la escalera.