De triunfos y derrotas: narrativas críticas para el Chile actual -  - E-Book

De triunfos y derrotas: narrativas críticas para el Chile actual E-Book

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Este libro intenta hacerse cargo de la derrota de 4 de septiembre de 2022 en Chile, y pone en el debate reflexiones de diversos actores políticos con el fin de pensar, imaginar y construir nuevos derroteros.

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© LOM ediciones Primera edición, abril 2023 Primera reimpresión, junio 2023 Impreso en 1.000 ejemplares ISBN Impreso: 9789560016874 ISBN Digital: 9789560017086 Imagen de portada: Paulo Slachevsky<https://www.flickr.com/photos/pauloslachevsky/> Todas las publicaciones del área de Ciencias Sociales y Humanas de LOM ediciones han sido sometidas a referato externo. Edición, diseño y diagramación LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 2860 6800 [email protected] | www.lom.cl Diseño de Colección Estudio Navaja Tipografía: Karmina Registro N°: 103.023 Impreso en los talleres de gráfica LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Santiago de Chile

Índice

PresentaciónReflexiones culturales sobre una derrota electoral y una crítica a la noción de «lo identitario»Apuntes en borrador: pensar la nueva fuerza de izquierdaSobre el nuevo proceso constituyenteEl aguijón de octubre y la Constitución de la deudaEscuchar, extender los saberesDesde adentro, pero siempre en contraInterrogantes sobre la continuidad o interrupciónde un proceso transformadorEl disenso. La política que viene y el nuevo peso de la nocheEl sueño inacabado de los pueblos de Chile. Una Constitución paritaria, plurinacional, con derechos sociales y descentralizadaUna disputa todavía en cursoFallas de traducciónLa ofensiva antifeminista en Chile: la «ideología de género» como estrategia de la reacción patriarcalApuntes sobre los distintos tipos de derrotas

Presentación

Faride Zerán1

Pensar las derrotas (y los triunfos)

Este libro está compuesto por un conjunto de voces que desde distintos espacios concurren a una reflexión cuyo punto de partida es la derrota sufrida por las fuerzas que apoyaron el texto constitucional rechazado por un amplio porcentaje de votos en el plebiscito del 4 de septiembre de 2022.

Sin embargo esa no es la única derrota que aborda este libro, que también se convirtió en una confluencia de reflexiones sobre distintas derrotas a lo largo de nuestra historia: la cultural, la política, la simbólica, pero por sobre todo, y creo que incluso más interesante, en una alternativa para leerlas en contrapunto con las que también han sido nuestras victorias, quizás con la esperanza de pensar colectivamente otros horizontes y nuevos futuros.

No era fácil invitar a escribir sobre la derrota, más cuando se conmemoran los cincuenta años del golpe de Estado. Pero todos quienes aceptaron el desafío también asumían que para las izquierdas era fundamental enfrentarla y analizar las causas que llevaron a que casi ocho millones de personas dijeran No a lo que habría sido una de las Constituciones más avanzadas e inspiradoras del mundo.

Agradezco a quienes se sumaron a este proyecto porque no era fácil escribir bajo presión, más aún cuando gran parte de quienes participan en este libro provienen del mundo académico y no periodístico, cuyos tiempos y urgencias son distintos: a Claudio Alvarado Lincopi, Jorge Arrate, Fernando Atria, Manuel Canales, Manuel Antonio Garretón, Diamela Eltit, Pierina Ferretti, Rodrigo Karmy, Elisa Loncon, Karina Nohales, Nelly Richard y Bárbara Sepúlveda.

Mis agradecimientos, como siempre, a Silvia Aguilera y Paulo Slachevsky, mis amigos LOM, con quienes seguimos compartiendo la locura de concretar sueños comunes.

Agradezco especialmente la generosidad y profesionalismo de mi querida Jennifer Abate, aguda periodista y tremenda editora que me apoyó en esta edición y cuyos ojos de lince siempre impiden cualquier bochorno gramatical.

Marzo de 2023

1 Profesora titular de la Universidad de Chile, fundadora y directora de su Instituto de la Comunicación e Imagen, hoy Facultad de la Comunicación e Imagen. En la misma casa de estudios se desempeñó durante ocho años como vicerrectora de Extensión y Comunicaciones. Premio Nacional de Periodismo 2007, exintegrante del directorio de Televisión Nacional de Chile y expresidenta del Consejo Nacional de Televisión. Reconocida periodista cultural en Chile y América Latina. Ha publicado, entre otros, los libros Chile actual: crisis y debate desde las izquierdas y La guerrilla literaria. Huidobro, De Rokha, Neruda. Fue subdirectora y copropietaria de la revista Pluma y Pincel y fundadora y directora de la revista Rocinante.

Reflexiones culturales sobre una derrota electoraly una crítica a la noción de «lo identitario»

Claudio Alvarado Lincopi2

Los resultados electorales son momentos de gran debate cultural: los triunfadores buscan construir un grado mayor de gloria mediante la consagración de un relato y los perdedores intentan sortear los resultados de urna mediante narrativas que hagan menos estrepitoso el golpe, sondeando posibilidades que les permitan instituir un retorno, amortiguar la derrota y volver. Ahora bien, hay derrotados y derrotados; quienes poseen menos capacidad de influir en el debate público, es decir, los que tienen menos poder, sufren con mayor dureza los escarnios de la derrota. Allí tienen a los pueblos indígenas, hoy completamente excluidos, hoy habitantes del leprosario de la política. Es que el triunfo del Rechazo fue la consolidación, y desde allí la expansión, de una narrativa que reacciona sobre la base de fuertes pilares culturales en la configuración de sentidos de la comunidad política chilena, contra las emergentes, aunque también profundas, ideas promovidas por los movimientos sociales y políticos que disputaron el consenso neoliberal por treinta años.

A partir de lo anterior efectivamente es imposible comprender la derrota del 4 de septiembre y sus consecuencias en el debate cultural –entendiéndose por ello la producción de hegemonías y sentidos comunes al interior de la sociedad– sin poner en juego las tensiones que se avivaron durante el estallido social. En aquel momento se habló de múltiples temporalidades en tensión, un momento destituyente que buscó poner en tela de juicio determinadas estructuras de tiempo y sus consecuencias. Una coyuntura destituyente que puso en cuestión tres temporalidades. En primer término el debate público circundó los llamados «treinta años», sobre todo para discutir sobre la transición democrática y sus cerrazones políticas y económicas; la «democracia de los acuerdos» interelitarios fue cuestionada. Luego, en segundo lugar se empalmaron icónicamente las cifras 1973-2019 con la finalidad de debatir sobre la necesidad de remover el ciclo histórico neoliberal, incluso para relacionar aquellos dígitos por las violaciones de derechos humanos como respuesta estatal ante la crisis y la movilización. Finalmente, y a propósito de la bandera mapuche en las calles y los ejercicios de desmonumentalización en diferentes ciudades del país, se avivaron en el debate determinadas reflexiones sobre los recovecos de la idea de nación y la configuración identitarias de la comunidad política que somos, lo que precipitó la conversación a los andamiajes culturales del siglo XIX.

Cada una de estas temporalidades en cuestión tuvo traducciones en el debate político y constituyente. Desde la crítica a la democracia de los acuerdos surgió como posibilidad la idea de una democracia participativa. Desde la diatriba contra el ciclo neoliberal, particularmente contra la noción de Estado subsidiario, emergió la viabilidad de un Estado de derechos, con fuerte énfasis en la distribución de la riqueza. Y desde la impugnación al relato nacional del siglo XIX creció la propuesta plurinacional. Por cierto hay otras temporalidades y fenómenos en debate que permitieron el desarrollo de reflexiones sobre una Constitución feminista y paritaria o una Constitución ecologista.

Estos tiempos en cuestión, que nos hablan de un acontecimiento donde emergieron pasados no coetáneos que convivieron en aquel presente sintagmático que fue la revuelta social, habitaron una crisis de legitimidad luego de largas elaboraciones conceptuales y una seguidilla de décadas de debate cultural donde se logró magullar el consenso histórico transicional. Leído así, acomete disruptivamente la pregunta: ¿la derrota del 4 de septiembre significa un reordenamiento vivaz del consenso posdictatorial –y sus armazones conceptuales como democracia restringida, neoliberalismo y nación homogénea– y por lo tanto una llaga incurable contra los derroteros críticos instalados por décadas de movilización? La narrativa de los hechos se encuentra abierta.

El debate sobre las formas y los dilemas estéticosdel proceso constituyente

Perdimos y la derrota se siente, se cuela en muchos escenarios de la vida; algunas de las opiniones que antes tomaban forma pública comienzan a retroceder por entre los subterfugios de nuestros nichos, otra vez el under, otra vez masticar esos sueños colectivos para encontrar las palabras justas, precisas, las narrativas que pueden hacer posible la democratización del país en clave plural y diversa, otra vez convencernos del potencial real de nuestros esquemas utópicos. Cuesta la convicción en estas horas de repliegue y quizás es lo correcto reimaginar los bordes de las quimeras, rumiar sobre los errores y las inocencias, masticar las frustradas lecturas, ¿pero hasta dónde?, ¿qué adjetivos nos sirven para caracterizar la derrota evitando la renuncia definitiva?, ¿una derrota electoral, una derrota política y táctica o una derrota cultural y estratégica?

Evidentemente es una derrota electoral, perdimos en las urnas: nuestros pueblos prefirieron rechazar nuestras propuestas. Pero, cuidado, caer en la autoflagelación puede ser un nuevo error y una nueva derrota. Los sentidos electorales del triunfo del Rechazo son múltiples y sinuosos. Existe, por cierto, un Rechazo convencido, un número importante de conciudadanos que considera que nuestras ideas representan un mal para el país, no me atrevo a medirlo, pero seguro debe estar en el umbral histórico de la derecha, aquel tercio de la fuerza electoral. Luego existe un Rechazo circunstancial, una desaprobación que tiene múltiples características, todas ellas innegables para nuestras presentes y futuras apuestas. Reconocerlas es tarea primordial, y van desde hondas percepciones culturales hasta contingentes operaciones comunicacionales.

Ahora bien, también es cierto que están los errores en el tono, en las formas, en los modos, y no quiero decir con esto que la Convención Constitucional fue un escenario particularmente delirante; basta ver en la Cámara Legislativa la emergencia de diputados sheriff. No, la Convención no fue una excepcionalidad delirante, pero nosotros lo sabemos, hay un ethos cultural en los procedimientos públicos del poder, una forma de ser y estar en el mundo que se nos exige con mayor vehemencia a quienes provenimos de las fronteras culturales. «Hágase caballero» me decía mi fallecida abuela mapuche, asalariada toda su vida como trabajadora de casa particular, y yo debía tomar asiento con brazos y piernas cruzadas. Mi abuela me ensañaba un modo de comportamiento que había aprendido en los hogares del cono de la alta renta de la ciudad, un ethos cultural, unas formas que debemos adoptar pertinazmente ante la vida pública. Todo ello no se cumplió, hubo gritos, pies descalzos, colores y estridencia, plebe barroca, la continuidad de lo destituyente en el momento constituyente. Acá una primera lección tardía, lo barroco es permanente en nuestros pueblos, es hermoso, pero es iconoclasta, diluye lo naturalizado, corroe lo instituido, por tanto muy necesario en el acaecer histórico, aunque poco productivo en momentos de instituir, al punto que se vuelve extraño, absurdo, inexplicable, y cuando aquello ocurre hemos perdido la hegemonía cultural. Los sentidos comunes destituyentes no lograron edificarse constituyentes, de algún modo, por la insistencia de las formas iconoclastas en momentos de edificación de iconolatrías.

Todo lo anterior es complejo de plantear; dudo incluso mientras escribo, sobre todo porque existe una posible traducción de todo lo anteriormente dicho que exige una elaboración de las estéticas progresistas –digo estéticas porque finalmente es la paráfrasis teórica del debate sobre las formas– bajo las diatribas del «peso de la noche», de aquella excepcionalidad chilena que habla de sobriedad y mesura, de pacto interelitario, que sería de algún modo la negación de lo plebeyo, de lo indio y de lo negro. ¿El pueblo debe negar su abigarramiento para constituir poder? Me resisto a esta completa afirmación, ya lo elaboraré más ampliamente cuando hablemos de la supuesta tensión entre «lo identitario» y «lo universal», pero digamos brevemente que aquella complejidad cultural que es el pueblo de Chile, con sus estridencias y barroquismos, no debe ser abandonada por las izquierdas, y no solo por una dimensión ética abierta a la pluralidad de las formas, sino también porque allí habita una experiencia histórica que es y será vital en la composición cultural y política de la clase trabajadora y los pueblos de Chile durante el siglo XXI, pero principalmente porque aquella potencia abigarrada de formas seguirá corroyendo los atisbos de segregación y conservadurismo venideros.

Entonces nos enfrentamos a una complejidad mayúscula cuando nos acercamos al problema de las formas, es decir, a la cuestión de las estéticas, en específico al interior de una política que apele a la transformación social en contextos institucionales. ¿Acoplar los anhelos políticos bajo las formas de aquellos que han negado por décadas su consagración, o avanzar todo lo posible desde los fraseos ocultos y labrados en las fronteras con el riesgo de que suenen estridentes en aquellos centros que logran irradiar su lenguaje como el impérenme? En otras palabras, ¿al movimiento indígena, al feminismo, a los pobladores o luchadores medioambientales les toca asumir el ethos tradicional del poder para lograr infiltrar sus estructuras institucionales? De algún modo sí, pues nada más parecido a la política. Aunque por otra parte hay un abismo de complejidades, sutilezas culturales que van desde el impedimento a la completa incorporación gestual de lo que Bolívar Echeverría llamó el «ethos de la blanquitud», básicamente por las dinámicas de los procesos de racialización –aunque el indio se vista de seda, indio queda– hasta la simple consagración de una pantomima que solo exhibe alteridades –multiculturalismo se le ha llamado– sin que ellas constituyan realmente poder.

Pues entonces calibrar esta tensión será tarea central para aquellos sectores –estoy pensando particularmente en el mundo mapuche–, que han decidido caminar una vía político-institucional para la consagración de derechos colectivos y territoriales al interior del Estado de Chile, con sus reglas y posibilidades. Este sector, junto con otros, por supuesto, ha comenzado a transitar un camino sinuoso, muy complejo, probablemente largo: el de acercarse a los debates y querellas institucionales del poder. Esto sobre todo porque la Convención Constitucional representó para muchas trayectorias políticas, que fueron activas críticas durante el ciclo de «los treinta años», el momento de llegar por fin a saborear, en serio, el poder estatal, al menos en el sentido escenográfico del término. El Estado, con sus performatividades y rituales, atiborrado en sus escenas centrales por quienes por mucho tiempo solo fueron extras, apenas actores secundarios: mujeres mapuche, desde machis hasta académicas universitarias, conductoras de furgones escolares, alcaldes de provincia, políticos indígenas altiplánicos, mujeres descendientes de los antiguos habitantes de los canales australes, científicas de universidades públicas regionales; en fin, un pueblo atiborrado buscando su exposición, pasar de sus posibles desapariciones o incluso de sus exposiciones en el mercado multicultural a convertirse en pueblos figurantes mediante «un nuevo montaje de los tiempos perdidos»3.

En ese marco de posibilidad anduvieron inclusive las vetas y hendiduras abyectas de ese pueblo, un joven que miente sobre su enfermedad para lograr que un foco de luz lo ilumine, una mentira extravagante que logró convertirse en una ficción corrosiva, iluminada, expuesta realmente en lo público, altamente corrosiva. Claro, aquella ficción era plenamente verosímil en un país donde el enfermo de cáncer debe exponer su sufrimiento en kermeses, completadas y rifas, por ello fue creíble la indumentaria, el relato y la calvicie. Una teatralización del dolor bajo aprovechamientos personales que encuentra en la consciencia nacional un espacio plausible para edificarse. En momentos donde la apertura de las formas y de los niveles de exposición pública de la alteridad se tornaron más democráticas, se filtró una mentira que descalibró el aparato de operaciones mediante el cual se construían nuevas estéticas instituidas.

No fue lo único por supuesto, y acá cada uno deberá ponderar esos errores para calibrar las futuras apuestas, porque esa ponderación, como es lógico, nos compromete políticamente: ¿fue igual de exagerado contra las formas que un constituyente votara en la ducha a que una representante mapuche caminara por los pasillos del exCongreso Nacional bajo las sonoridades de plata de su trapelakucha? De ser así, de ser afirmativa la respuesta, a los pueblos solo les quedarían dos opciones, desaparecer o exhibirse, desaparecer del escenario público para construir reducidos y fragmentarios espacios de gobernanza, las reducciones, o exponerse en el frío habitáculo del multiculturalismo, donde se encuentran exhibidos sin poder, expuestos tanto para el goce y consumo de la alteridad como para manifestar su condición de amenazados por la desaparición.

Puesto así no podría aceptar una salida al debate de las formas que no implicara repensar, para las batallas culturales futuras, una metamorfosis de las estructuras hegemónicas de las formas de la vida política institucional, y apenas lo formulo me pregunto: ¿es acaso esto posible? No sabemos, no hay una respuesta definitiva, básicamente porque los futuros son inciertos; aun así tengo la convicción de que en tanto el Estado se constituye mediante relacionales humanas es factible corroer rizomáticamente sus estructuras, a veces lentamente, otras tantas llevados por las energías de determinados remezones históricos. Por cierto aquella reformulación de las formas pasa, muchas veces, por fuera del Estado, incluso en contra de él, y eso es probablemente uno de los mayores desafíos políticos de quienes, proviniendo desde movimientos sociales, adoptaron como posibilidad la infiltración en el quehacer institucional: ¿de qué forma deselitizar y democratizar las formas de la política institucional, estando fuera, contra y desde el Estado? ¿Cuál es la ecuación para explorar la corrosión del under junto con habitar la formalización permanente de los modelos culturales oficiales? Y todavía más, ¿cómo aquella producción cultural proveniente de las fronteras y el under logra instituirse en sentido común? En ese vaivén nos encontramos, aunque aceptar esta posibilidad parte de la idea de que la derrota del 4 de septiembre no tiene características uniformemente culturales, sino que fue una derrota electoral, pero ¿hasta qué punto los derroteros de un nuevo Chile plural, feminista, antineoliberal, ecologista y descentralizado fueron clausurados?

Hoy la derecha saca cuentas alegres pensando que toda aquella impugnación y nueva imaginación posible quedó sepultada en profundidad. Ellos hablan de una derrota cultural y desafortunadamente ciertas izquierdas han adoptado este relato para intentar convencernos de un universal homogéneo, renegando del abigarramiento, de aquella pulsión plural que emergió durante el estallido social, una pulsión que hizo verosímil que una mujer mapuche presidiera un órgano del Estado o que una mujer trabajadora que se disfrazó de Pikachu fuera parte de la institución redactora de una nueva Constitución; incluso fue verosímil en ese país que un joven con cáncer fuera constituyente. Todo eso fue verosímil más allá de las siguientes mentiras o decepciones, más allá también de la operación comunicacional que se edificó para corroer aquella imaginación plural en emergencia, más allá de las fake news y de los errores políticos, todo lo acontecido fue real y verosímil, es hoy parte de la consciencia histórica del país, y en ese sentido su derrota es leve, ¿cuándo antes había existido una dimensión de posibilidad para que tanta plebe entrara a redefinir los marcos de la distribución del poder estatal? Ese hecho histórico es irrefutable, existió, y no defender el sentido medular de aquel espacio sería un tremendo error cultural, básicamente porque aquel primer proceso constituyente posrevuelta será parte de la tradición política de las izquierdas y los progresismos, y en buena hora, porque allí habita un proyecto democratizador de nuestra sociedad que seguirá tensionando el andamiaje político y cultural de las próximas décadas.

En fin, como sea, en cada una de las posibles dimensiones venideras, la cuestión sobre la reimaginación de las formas es un asunto de primer orden, y es muy relevante porque se trata sobre el poder, el poder que permite construir el lenguaje de la tribu, de ir instituyendo las formas aceptables, de hacer factible en la consciencia colectiva aquello que hace meses resultó ominoso, escandaloso para el ethos cultural de la república: acaso el mapudungun en los salones del poder, acaso nombrar una historia de heridas y agravios, acaso la multiplicidad de banderas, acaso el aborto, acaso la naturaleza, los cuerpos, las regiones, la democracia participativa. No sabemos. El 4 de septiembre fue una votación cerrada, solo dos posibilidades, entonces no tenemos pleno conocimiento sobre lo que resultó en específico intolerable y ominoso para el alma de la comunidad política. Hoy esto se encuentra en debate y es parte de las batallas por los sentidos comunes del nuevo ciclo político.

La contienda cultural es desigual

Se ha dicho, debemos hacernos cargo, que la plurinacionalidad resultó particularmente repelente y es muy probable, fue uno de los conceptos emergentes, no ha tenido un largo derrotero en el lenguaje político local aunque en los mapas conceptuales del movimiento indígena latinoamericano se ha transformado en la traducción política de las reflexiones que han buscado superar aquellos reconocimientos meramente simbólicos. La plurinacionalidad se ha transformado en una categoría posibilitante de nuevos tipos de relaciones de poder entre los Estados y los pueblos indígenas, superador del multiculturalismo que despolitiza y de la interculturalidad funcional que no disputa poder político. Plurinacionalidad, para los pueblos indígenas, es sinónimo de democratización del Estado. Claro, su problema en Chile es que no es una categoría antigua y tampoco con arraigo en los propios pueblos indígenas (sí en sus movimientos), entonces muchos menos en la tradición política chilena. Ahora, en la disyuntiva histórica en la que nos encontrábamos, ¿qué se supone que deberíamos haber hecho?, ¿renunciar a la pulsión democratizadora o amainar las expectativas? Tras la batalla, muchos generales, pero resulta irrisoria la última posibilidad a la luz de los hechos concretos, sobre todo si consideramos que de los 155 constituyentes 109 tenían el concepto de plurinacionalidad en sus programas de campaña. Nosotros los estudiamos, leímos cada una de las propuestas que los constituyentes elegidos enarbolaron durante la campaña electoral, y desde allí se edificó un trabajo político para no mermar ese número y conseguir los 2/3 de la Convención Constitucional, y no solo eso, luego los escaños indígenas, a pesar de su división interna, consiguieron apuntalar una serie de derechos colectivos en el borrador constituyente.

¿Pueden leerse todos esos esfuerzos únicamente como un fracaso? Creo que no. Una fuerza de 17 curules indígenas logró impulsar al interior del órgano constituyente una narrativa de posibles hechos futuros, un país plurinacional; instalaron, como nunca antes en la historia de Chile, un concepto que invitaba a reimaginar la estructura del Estado desde el programa conceptual de las naciones originarias. De algún modo se edificaron los basamentos de un constitucionalismo que se pregunta por la relación entre los diversos pueblos que habitan Chile, inexistente antes en nuestro país con la envergadura que aconteció. ¿Puede leerse esto como un completo fracaso? ¿Puede leerse como un fracaso político para los movimientos indígenas que siendo minoría en un órgano constituyente se lograra instalar con contundencia determinadas materias relacionadas con derechos colectivos y territoriales? Las fuerzas políticas indígenas que asistieron a la Convención Constitucional buscaron situar una serie de reflexiones que por décadas se habían acumulado internamente, entonces ¿era su tarea menguar posibilidades, estrechar la imaginación para levantar menos suspicacias? Probablemente errores políticos los hubo en cantidad, sobre todo la imposibilidad de disociar la apuesta plurinacional de la crítica a los emblemas de la chilenidad, no hubo contundencia en decir que la plurinacionalidad en ningún caso se relacionaba con herir esos símbolos, y quizás este error se relaciona con el abandono de la disputa por el significante Chile y volcarse tan fuertemente en una comprensión atomizante de los pueblos indígenas, incluso esencialista, que torna en lo próximo inevitable una pregunta estratégica al interior de la vía político-institucional mapuche: ¿es factible insistir en un nacionalismo mapuche junto con intentar transformarse en un actor político y cultural que repiense los sentidos e instituciones de la chilenidad? ¿Es sostenible modelar ambos procedimientos de forma paralela e imbricada? En fin, más allá de lo anterior, y en consideración a la historia de los últimos treinta años de movimiento indígena la pregunta sigue abierta: ¿era el papel de los representantes indígenas apaciguar sus propias luchas y demandas en el contexto constituyente? Lo dudo, tenían un rol en esta historia y la cumplieron a cabalidad, poner los cimientos de una reflexión inexistente en el campo institucional chileno: la relación entre diversos pueblos al interior de la misma comunidad política.

Por cierto la tarea de ajustar las expectativas durante la Convención Constitucional, y este es solo un dato de la causa ya ampliamente reconocido, recaía en el Partico Comunista (PC), el Partido Socialista (PS) y el Frente Amplio (FA). En perspectiva y observando el actual derrotero político es un hecho que allí se fraguaba uno de los bloques de conducción política en el nuevo escenario de correlaciones de fuerza posestallido social. Ahora bien, para ser justos, ¿estos sectores no lograron edificar esos puentes por una incapacidad política intrínseca? No. Es imposible no realizar este análisis sobre la base de las tensiones electorales vividas durante el segundo semestre de 2021. Las tres fuerzas recién citadas se encontraban enfrentadas en unas tormentosas primarias presidenciales, y cada gesto al interior de la Convención era una señal para consolidar liderazgos y propuestas externas al proceso. El mejor ejemplo de ello fue la votación de los 2/3. En estricto rigor, aquella votación no tuvo ninguna relación con algún principio democrático de proporcionalidad, la derecha había quedado tan reducida que el debate del quórum no tenía mucho sentido. Esta discusión solo adquiría relevancia para sostener los relatos que habían conducido los procesos políticos desde el 15 de noviembre de 2019. Votar a favor de los 2/3 era un voto que consolidaba el guion político del Frente Amplio, mientras que votar en contra era consolidar la impugnación a ese acuerdo, cuyo principal referente era el Partido Comunista. Son esas tensiones las que no permitieron la construcción de un sector que condujera la elaboración de puentes y articulaciones mayoritarias mirando el proceso en su conjunto, incluido el plebiscito de salida. Culpar enteramente a los pueblos indígenas de esto no resiste análisis.

La falta de conducción derivada de esas tensiones abrió un campo de seis meses de disputas internas que explican en parte la demora en la construcción del reglamento de funcionamiento, escenario que fue debilitando la legitimidad del proceso al punto de que, tal como señalan las encuestas, para diciembre de 2021 el Apruebo, que en junio del mismo año resultaba imbatible, era alcanzado por el Rechazo, para dar paso al crecimiento ya irremontable de la que resultó finalmente la opción ganadora.

Por otra parte, y aunque moleste a ciertos sectores, es imposible sacar de la ecuación las mentiras y las operaciones comunicacionales que se fueron desarrollando desde el primer día de la Convención Constitucional. Escudriñar sobre esto en un texto que busca generar algunas reflexiones culturales de todo lo acontecido, debería haber sido una tarea de primer orden. Es que una de las industrias culturales que más influyen en la construcción de percepciones y sentidos comunes es la industria de las comunicaciones. No soy yo seguramente quien debe profundizar en los problemas que trae la concentración de los medios de comunicación en este libro, pero es innegable que en gran medida las ideas que obtuvo la ciudadanía para formarse una opinión emanaron de los grandes medios de prensa, cuyos dueños expresamente estaban en desacuerdo con los cambios constitucionales propuestos y tienen una pertenencia por todos conocida a las élites de derecha de nuestro país. Desde aquellos medios emanaron mentiras y/o faltas a la verdad, haciéndose eco muchas veces de fake news que circulaban por redes sociales, donde una multitud de cuentas falsas, más conocidos como bots, las expandían. ¿Esta es la razón unívoca de la derrota? Por supuesto que no, pero desconocer su influencia en un segmento importante de la población sería un olvido más parecido a una omisión por conveniencia.

Ahora bien, cada uno de aquellos relatos donde los mapuche eran ciudadanos de primera categoría, donde las personas perdían sus casas y ahorros previsionales, donde las mujeres podían abortar hasta los nueve meses o donde el país sería fragmentado y dividido se edificaron sobre una capa de verosimilitud contenida en múltiples y profundas estructuras de significación cultural que operaron como miedos atávicos en la sociedad chilena. Claro, eran mentiras que respondían a sentidos culturales posibles, es decir, parte del empedrado, significaciones compartidas que habitan nuestra historia; entre ellas un racismo en latencia que emerge en momentos de alteración societal; todo sabemos de su existencia y probablemente no fuimos lo suficientemente hábiles para desmontar aquellos subyacentes sentidos culturales. Por supuesto también nos faltaron medios que permitieran que las batallas culturales fueran menos desiguales, y quizás acá se concentra otras de las tareas centrales para el próximo ciclo político.

En fin, hoy la derecha está muy atenta para impedir que esta narrativa de los hechos se consolide como lectura posible. Cada vez que un actor político de relevancia osa señalar que la campaña del terror y las mentiras jugó un rol importante en aquella votación, inmediatamente salen a responder con portadas en los principales medios y estableciendo un campo de posibilidad donde aquella interpretación resulte inverosímil. Parte de nuestras posibilidades futuras se enclavan en esta disputa cultural por el relato sobre los resultados del 4 de septiembre, por ello la derecha tiene una excesiva preocupación por evitar que la discusión sobre la campaña del terror tome relevancia explicativa, pues esta narrativa corroe su triunfo, que es ya pírrico, no tanto por los números, sino que por la complejidad de sus variables. Hay una derecha convencida de que el éxito del Rechazo son laureles directos para su proyecto político y cultural, pero la culata está suelta y su tiro todavía puede ir hacia diversas direcciones, incluso como autoadvertencia hacia realidades de mayor complejidad para nuestros anhelos y urgencias. En este sentido, para el campo de las izquierdas no es posible una táctica que nos lleve, otra vez, a nuestros nichos culturales, ensimismarnos en nuestro lenguaje, no, la ecuación necesaria es under + espectáculo, nichos con pulsión universal, construir un nuevo horizonte de posibilidad saboreando los recovecos de la derrota, midiendo nuestras posibilidades de construcción hegemónica, sin renuncia, pero tampoco sin tozudez, construir una nueva narrativa que interpele a una totalidad abigarrada.

Hacia un universal abigarrado

Hemos ido advirtiendo durante el texto que uno de los fenómenos teóricos que debería despertar mayor preocupación para un proyecto de izquierdas que entiende las complejidades de la formación económica social concreta de nuestro país, incluso de nuestro continente, es aquel que versa sobre la necesidad de un retorno a un ideal universal que se sostendría sobre asuntos que se definen como puramente materiales. Lo universal entendido como la urgencia del pan. Puesto así, la revisión teórica sobre los supuestos que contendría lo que se ha denominado como «políticas de la identidad» tendría un irrefutable sentido; es decir, ¿cómo podrían importar más las identidades particulares que la necesidad apremiante de conseguir el pan? Dicho así, cualquier defensa identitaria sería solo un capricho posmoderno.

Ahora bien, resulta que el modelo societal de nuestro país, y todavía más en su ciclo neoliberal, ha gestado la fragmentación como patrón de expresión de la totalidad. Lo total se expresa diluido en fragmentos y cada mella contiene la totalidad de relaciones desiguales, todo esto al punto de gestar las llamadas políticas públicas de focalización, atacar la desigualdad según la expresión fragmentada de la totalidad capitalista: mujer, mujer pobre, mujer pobre indígena, mujer pobre indígena analfabeta, en fin. Focalizar, un movimiento de zoom in que solo avanza hacia una dirección, hacia la fragmentación desaforada, sin intentar luego movimientos de zoom out que permitan ubicar el fragmento en una totalidad compleja y abigarrada.

Si la convocatoria hacia un ideal universal surge como crítica a estas formas de lo identitario desde una supuesta afrenta contra un capricho posmoderno y más aún contra la focalización de las políticas públicas neoliberales, es al menos atendible el llamamiento. Claro, en torno a la primera dinámica de la crítica a lo identitario, el capricho postmoderno, deberíamos advertir rápidamente que los discernimientos a la hora de tasar qué reivindicaciones serían caprichosas y cuáles no, son ante todo una definición política y programática, es decir, debemos considerar que mapuche, homosexuales o mujeres son temas identitarios, caprichosos de algún modo, lo que no define tanto aquello que se ha determinado como «identidad», sino que más bien habla de las fronteras de posibilidad que se busca instalar al momento de definir lo común, y con ello los límites para la construcción de lo universal. Sobre la segunda dinámica de la crítica al particularismo, la focalización de las políticas públicas, es imposible no estar de acuerdo, sobre todo cuando se demanda un acceso universal a una serie de derechos como la educación, la salud o la vivienda. Desde mi perspectiva, esta última forma de lógica identitaria me parece de bajo alcance para la conquista de derechos y una transformación importante de la estructura política y económica del país, por lo que sería un error su reivindicación.

Ahora bien, esta segunda crítica es diametralmente opuesta a la primera; la última busca edificar un universal para una expansión de derechos a toda la sociedad, mientras que la primera tiene por objetivo clausurar la pluralidad política en la construcción de lo común. Son dos críticas opuestas y atender a su diferencia es vital para la recomposición del lenguaje de las izquierdas para el nuevo ciclo político. Si un sector importante de las izquierdas se compromete con una noción de universalidad homogénea no solo estará edificando un planteamiento ético contra la diversidad de las formas, con todas sus implicancias estéticas en la producción democrática del Estado, cuestión que ya discutimos oportunamente al principio de este texto, sino que estará gestando, otra vez, una práctica política que no logra leer la complejidad de la específica formación capitalista de nuestro país y continente.

No me extenderé en este punto, pero basta referenciar solo algunas ideas. En la matriz conceptual de las izquierdas una composición básica para el análisis complejo de la realidad es la noción de «formación económica social concreta» de Marx, es decir, aquello que ha sido llamado como modos de producción, que definirían de alguna manera las conflictividades económicas y políticas donde el poder trasunta, lo que debe ser interpretado concretamente, no en abstracto; y en aquella concreción surgen tensiones nuevas, específicas, que dinamizan la pregunta por lo universal, la tensión entre clases, por ejemplo, y abigarran su modelación concreta. Es por ello que Marx nunca descuidó la llamada «cuestión nacional», sus cartas y llamados a la clase obrera inglesa para que adscribiera a las demandas políticas del pueblo irlandés develan un pensamiento, el de Marx, que difícilmente alguien podría definir como identitario, donde lo universal se complejiza, adquiere tramas y rugosidades propias.