Deber y matrimonio - Lorraine Hall - E-Book

Deber y matrimonio E-Book

Lorraine Hall

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Beschreibung

"Vamos a tener gemelos" Y el rey iba a reclamarlos. El rey Diamandis encontraba consuelo en el cumplimiento del deber. Así que cuando una imprudente noche de desenfreno tuvo como consecuencia el futuro nacimiento de dos herederos, casarse se convirtió en algo innegociable. El problema era convencer a su antigua secretaria, Katerina Floros. La orgullosa Katerina sabía que no era la persona adecuada para ser reina. Sin embargo, al haberse visto privada de la relación con su padre no quería que a sus hijos les sucediera lo mismo. Y mientras recorría la nave de la iglesia, sus traicioneros pensamientos se dirigieron a la noche de bodas. ¿Volvería a vislumbrar al hombre apasionado más allá de su papel de rey?

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Veröffentlichungsjahr: 2024

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Lorraine Hall

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Deber y matrimonio, n.º 3058 - enero 2024

Título original: Pregnant at the Palace Altar

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411805858

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

PARA el rey Diamandis Agonas, una boda real era una verdadera pesadez. Lo único que le consolaba de tener que organizar aquella era que no se trataba de la suya.

Eso sería un desastre.

Pero ser rey cuando su hermana, la princesa largo tiempo desaparecida que había regresado con la familia a primeros de aquel año, iba a casarse era más complicado de lo que se esperaba.

En primer lugar, Zandra y su prometido habían huido a Atenas, hacía meses, para casarse, pero el anuncio de que estaba embarazada había obligado a adelantar la fecha de la boda real, y Diamandis, contra lo que solía ser habitual en él, se desvivía por su hermana.

Lo atribuía a que se había pasado veinte años creyendo que había muerto. ¿Quién no intentaría recuperar el tiempo perdido? ¿Qué rey no ofrecería a su hermana, la princesa, todo lo que deseara?

La contempló deambulando por el despacho. No era la princesa tranquila y obediente que habría sido si se hubiera criado en el palacio y su familia no hubiera muerto en el golpe de Estado que había tenido lugar hacía veinte años.

Sin embargo, la monarquía había resistido el ataque y, tras la muerte de sus padres y hermanos, Diamandis fue proclamado rey.

Zandra, con la ayuda de un joven criado había escapado y había crecido en las calles de Atenas. El mismo sirviente, Lysias Balaskas, que ahora era multimillonario y su esposo, la había devuelto a Kalyva a principios de aquel año.

Así que Zandra estaba en el hogar al que pertenecía. Un análisis de ADN demostró que era su hermana, pero, para Diamandis, era como si fueran dos personas distintas: la niña que había conocido durante cuatro años y, ahora, la mujer, dulce, extravertida y tan valerosa que le suponía un quebradero de cabeza.

Pero era su hermana y la quería, por mucho que lo desconcertara, lo enojara y lo desafiara.

–Cuando estaba en Atenas, ¿sabes a quién vi? A Katerina.

Diamandis no se alteró. Nada lo pillaba desprevenido. O eso era lo que se decía. Su antigua secretaria lo había hecho innumerables veces.

Se contuvo para no imaginársela. Se había marchado en mitad de la noche dejando una nota. Para él, era como si se hubiera muerto.

Era lo que se decía cuando lo asaltaba su recuerdo. E intentaba convencerse de que la recordaba porque era la mejor secretaria que había tenido y no había conseguido sustituirla.

No se permitía pensar en aquella noche, en el despacho en que se hallaba ahora, ni en la exquisita perfección de ella ni en todo lo que no podía ser.

–¿Qué tiene eso que ver con los preparativos de la boda? –preguntó Diamandis en tono seco.

–Nada, pero creo que he resuelto el misterio de por qué se marchó como lo hizo.

–¿Ah, sí? –Diamandis lo sospechaba, pero no iba a contárselo ni a su hermana ni a nadie.

–La vi en una tienda de bebés, con una tripa mayor que la mía.

Diamandis se quedó inmóvil. No oyó lo que Zandra dijo después.

«Una tripa mayor que la mía».

–Supongo que se marchó por eso –concluyó Zandra–. Yo no querría estar embarazada teniendo que estar a tu entera disposición.

–¿Qué?

Zandra deslizó la mano por su vientre como si esa fuera la respuesta.

–Pero es raro –prosiguió ella.

–¿El qué? –preguntó Diamandis apretando los dientes, muy enojado al darse cuenta de la oleada de frustración que lo invadía, cuando nada relacionado con Katerina Floros le importaba: ni por qué se había marchado ni el estado en que se hallaba.

Se había ido. Y punto.

–Me pareció que no quería verme, así que no me acerqué. Cada embarazo y cada mujer son diferentes, pero su estado parecía más avanzado que el mío. Teniendo en cuenta que la hacías trabajar prácticamente las veinticuatro horas del día, no sé de dónde sacaría el tiempo para quedarse embarazada, porque supongo que tú no tienes nada que ver con eso.

–¿Con qué?

Ella puso los ojos en blanco.

–Por favor, dime que no eres el padre de ese bebé, Diamandis.

–Soy el rey de Kalyva.

–¿Y?

Zandra era insufrible. No entendía por qué Lysias no hacía algo al respecto.

«Ni por qué no lo haces tú, que eres el rey y su hermano».

–No soy el padre del hijo de Katerina. Se marchó hace muchos meses y no la he vuelto a ver.

–Sí, hace seis meses, más o menos cuando probablemente se enteró de que estaba embarazada. Parece que ambos hechos están relacionados.

–Te aseguro que no tengo nada que ver con su situación actual.

Era el rey. Si la consecuencia de una lamentable noche de pasión era un bebé, su eficiente secretaria lo habría informado y le habría pedido una compensación. No habría habido motivo para huir.

Hacerlo era estúpido e imprudente, y Katerina no era ninguna de las dos cosas. Ni siquiera lo había sido después de aquel único… contratiempo.

Prefería denominarlo así.

–Tengo mucho que hacer. ¿Quieres decirme algo más?

Ella lo besó en la mejilla.

–Nada más. Nos vemos a la hora de cenar.

Diamandis pensó que aquella noticia no cambiaba nada, que seguiría con sus tareas diarias.

Apretó el botón del escritorio con el que llamaba a su secretario.

Mientras lo esperaba, se puso a mirar por la ventana diciéndose que era imposible.

Por desgracia, Zandra tenía razón: la vida de Katerina como secretaria suya había sido difícil. ¿De dónde habría sacado tiempo para un aventura? Él se habría enterado, lo habría sabido.

Así que solo podía hacer una cosa, por imposible que le pareciera todo aquello.

Cuando llegó el secretario, le dijo:

–Me voy a Atenas. Organiza el viaje inmediatamente.

 

 

–El valiente príncipe se interpuso entre la princesa y el dragón y con un fuerte golpe libró a la princesa de una muerte segura.

Katerina Floros odiaba ese cuento, pero a los niños de su clase les encantaba, ya que el príncipe, la princesa y el dragón los llenaban de temor y admiración.

Ella, en cambio, había perdido la ilusión que antes le provocaban la realeza, los vestidos brillantes y los príncipes valientes. En lugar de ello, se compadecía del dragón, que iba a lo suyo, hacía su trabajo, hasta que llegaba el príncipe y lo arruinaba todo.

Katerina acabó la clase y los padres comenzaron a llegar a recoger a sus hijos.

Le resultaba difícil creer que pronto sería como ellos. Le gustaría ser una madre sin tacha, que se dedicara a abrazar y besar a su niño, pero le daba la impresión de que sería una madre agobiada, ajetreada, siempre pidiendo a su hijo que se diera prisa porque llegaban tarde. Aún faltaba para eso, pero cada vez menos.

Recogió sus cosas. La directora de la guardería, su jefa y su salvadora, fue a su encuentro.

–Ya te queda poco –dijo Fifi dándole una palmadita en el vientre.

Katerina odiaba que se lo tocaran, pero Fifi era un regalo del cielo, ya que le había dado trabajo y tiempo para acudir a las citas médicas, por lo que prefería no decirle que no lo hiciera.

Salieron juntas y se despidieron. Katerina rogó mentalmente que su viejo coche arrancara. Cuando lo hizo, dio gracias al universo y se fue a casa.

Aparcó delante del complejo de apartamentos, en un barrio de las afueras de Atenas. No era un palacio ni tampoco el bungaló de playa en que se había criado en la isla de Kalyva. Era un cuchitril, pero era suyo y lo había pagado con su dinero porque se negaba a seguir los pasos de su madre, más de lo que ya lo había hecho.

Se abriría camino. Querría a su hijo y, si tenía que esforzarse en ganar dinero, lo haría.

Una muchedumbre llenaba la calle y, aunque a Katerina le picó la curiosidad, mantuvo la cabeza gacha y entró en su edificio.

Subió las escaleras maldiciendo que su casa estuviera en el tercer piso, como siempre hacía cuando el vientre le pesaba y le dolían los pies. Se moría de hambre, estaba agotada y tenía ganas de cenar en la bañera, lo que se había convertido en el ritual de cada noche.

Abrió la puerta y se quedó inmóvil. Había un aroma extraño, muy masculino. El corazón se le detuvo y agarró la puerta con una mano, mientras que en la otra blandía las llaves dispuesta a defenderse.

Aunque sabía que no había defensa posible.

Él estaba sentado en el raído sofá. Katerina había hecho todo lo posible para que el piso resultara alegre y acogedor, pero la presencia de él lo volvía oscuro, sucio y vergonzoso.

El rey de Kalyva sentado en su sofá. Su antiguo jefe.

Y algo más.

Bajó las manos y se las puso en el vientre, como si fuera a poder ocultarle su estado. Ya tenía un mentira preparada a la que aferrarse.

Recordó que lo había llamado «rey mío» la noche en que se olvidó de todas las promesas que se había hecho.

Había sido una estúpida, como su madre le dijo que sería, cuando un hombre guapo y poderoso tomara lo que deseara y ella se lo entregara gustosa.

Creía que la princesa Zandra no la había visto en la tienda de bebés, pero debería haberse imaginado que la princesa era tan amable que fingió no haberlo hecho.

Pero no lo bastante amable para no contarlo.

Diamandis se levantó y fue como si su altura hiciera desaparecer la triste luz del tubo fluorescente que había detrás de él. Llevaba el oscuro cabello corto, como siempre, y los ojos eran tan severos como antes. Su musculoso cuerpo estaba realzado por uno de sus trajes negros, que él consideraba prácticos, aunque ella sabía que representaban un luto reprimido, ya que nunca se había enfrentado a la tragedia que le había sucedido.

Como ella lo sabía muy bien, había huido al saber que estaba embarazada. Diamandis no admitía nada que no se ajustara a lo que consideraba que debía ser su vida. Ella ni siquiera lo odiaba por eso, porque había perdido a su familia y evitado que el reino se derrumbase, con solo catorce años de edad.

Llevaba años diciendo que, si podía elegir, no se casaría ni tendría hijos. Así que aquel lapsus no entraría en sus planes

Y ella pagaría el precio.

Un precio que conocía perfectamente y que no estaba dispuesta a transmitir a sus hijos, como había hecho su madre.

Así que se había marchado, decidida a enfrentarse sola a la situación. Estaba convencida de que él no daría mucha importancia a su desaparición.

Se olvidaría de ella y no se enteraría de lo sucedido.

En realidad, ella los había salvado a los dos.

Pero ahora Diamandis estaba allí y probablemente lo sabía. ¿Y qué poder tenía ella frente a un rey?

«Tendrás que buscarlo, Katerina».

–¿Ha pasado tanto tiempo que se le ha olvidado el protocolo, señorita Floros?

Ella reconoció el tono frío y distante y el tratamiento formal, que ocultaban una furia que nadie adivinaría.

Pero ella conocía muy bien.

–Debe hacer una reverencia a su rey.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

KATERINA no la hizo. Diamandis no supo si lo desafiaba, lo que no entendía, o si, en su estado, le costaba hacerla.

–¿A qué has venido, Diamandis?

Él enarcó una ceja ante su descaro al utilizar su nombre de pila. Ella no se inmutó. Había sido una secretaria eficaz, capaz de quedarse a la sombra, pero también de plantarle cara cuando era necesario.

–Supongo que te lo imaginarás.

Ella se llevó la mano al vientre. Al verla entrar, él había sentido al necesidad de palpárselo por debajo de la ropa. Llevaba recogido el oscuro y rizado cabello, pero se le habían soltado algunos mechones, que le enmarcaban el rostro. No iba maquillada ni se parecía a la delgada y eficiente secretaria que conocía.

Pero eso no parecía que cambiara la reacción de su cuerpo. Para él, esta había sido un problema durante mucho tiempo, una tentación. Se había convencido de que era inmune, de que estaba por encima de sus bajos instintos, porque su vida estaba dedicada al servicio del reino.

Aquella noche había sido un error, pero estaba convencido de que se habría desembarazado de esa estúpida lujuria.

A pesar de que aún recordaba el sabor de Katerina y de que su forma de decir «rey mío» le seguía resonando en el cerebro.

No debía tocarla. Debía averiguar si el hijo era suyo, porque era evidente que estaba embarazada.

No quería una esposa ni deseaba tener hijos. Haber recuperado a Zandra lo había colmado en el plano personal y le había quitado un peso de encima: ya no tendría que preocuparse por su heredero.

–Al volver de Atenas, mi hermana me ha dicho que mi antigua secretaria, que huyó a medianoche, pasea por las calles de la ciudad, embarazada, y que el embarazo está más adelantado que el suyo propio, lo que a Zandra la ha sorprendido, ya que no creía que hubieras tenido tiempo de quedarte en estado mientras trabajabas para mí.

–La princesa tiene una mente inquisitiva –contestó ella con frialdad.

Tenía las manos quietas, pero los ojos…

Sus atractivos ojos verdes siempre contaban una historia diferente de la máscara que ella llevaba.

–Sabes a qué he venido, Katerina.

–No lo sé, Diamandis. Te equivocas si crees que nuestro único… encuentro es la causa de mi estado actual y que mi vida en Kalyva se reducía a ser tu esclava. Tenía vida propia. Y ahora vivo feliz en Atenas, con mi esposo, que es el padre de mi hijo.

A él le sorprendió que mintiera tan descaradamente. ¿Creía que no había investigado su vida en los seis últimos meses?

–Entonces, te has casado.

–Sí.

Diamandis tardó unos segundos en decidir si lo consideraba un imbécil o si estaba verdaderamente desesperada. Él no entendía la desesperación, no entendía que viviera en aquel piso ni la entendía a ella, así que indudablemente lo consideraba un estúpido.

Eso le dolió, sobre todo porque ella había accedido a mucha información a la que no accedían muchos empleados del palacio.

–¿Tengo que creerme esa historia ridícula? Te olvidas de que conocía todos tus movimientos y sigo haciéndolo.

–Imposible.

–Soy el rey.

–Eres un rey de los muchos que hay en el mundo.

Como secretaria, a menudo era sincera con él, pero sabía cuál era su lugar y utilizaba el tono adecuado. Ahora no era franca ni mesurada, sino que lo desafiaba.

Contempló el cuchitril que ella quería haber convertido en un hogar y no entendió a qué jugaba.

–No hay nada que pruebe que aquí vive un hombre. La boda no consta en ningún sitio ni tu supuesto esposo va a venir a prepararte la cena.

–Trabaja de noche.

–¿Ah, sí? Demuéstrame que estáis casados.

Ella no dijo nada, lo cual era una respuesta elocuente.

–No puedes, claro. Vas a volver a Kalyva conmigo inmediatamente. Si continúas insistiendo en que no soy el padre, me temo que habrá que hacerte una prueba.

–¿Por qué?

–¿Cómo que por qué? Porque estuvimos juntos y no tomamos precauciones. Seguro que lo recuerdas.

–En realidad, no –contestó ella levantando la barbilla.

Pero el rubor de sus mejillas expresaba lo contrario, lo cual lo excitó en un momento en que no podía permitirse ninguna distracción.

Ni en aquel momento ni nunca más.

Iba a nacer un bebé. Su hijo. Debía solucionar el problema antes de que fuera irresoluble.

–Mientes, Katerina.

Ella se apoyó en la puerta. Parecía cansada y los ojos se le humedecieron cuando volvió a mirarlo.

–No quieres tener hijos, Diamandis. Siempre has sido muy claro al respecto. ¿Para qué vas a llevarme a Kalyva? ¿Para qué vas a hacerme pruebas? No deseas a ese hijo, aunque seas el padre.

–¿Por eso te marchaste? –suponía que era así, ya que, si no, se hubiera ido la noche siguiente a la que estuvieron juntos, no unas semanas después.

Ella no contestó. Lo miró con una expresión desesperanzada, y a Diamandis se le hizo un nudo en el estómago. Supuso que se debía al sentimiento de culpa, aunque no creía que hubiera hecho nada mal.

Ella no le había ofrecido la oportunidad de darle su opinión. Se había limitado a huir. Ahora no iba a conseguir que se sintiera culpable.

–Podría hacer que te detuvieran y que te llevaran a la fuerza a Kalyva.

–Estoy segura.

Parecía muy cansada. Probablemente había trabajado todo el día en la guardería que le mandaba los cheques mensuales. Había subido tres pisos para llegar a aquel lugar pequeño e incómodo, ¿y se negaba a volver a Kalyva? Allí la cuidarían, con independencia de lo que él pensara sobre tener hijos.

No era lógico.

Sin embargo, aunque podía detenerla por las leyes que regían en Kalyva, gracias al tratado que la isla tenía con el gobierno griego, prefería que se rindiera de forma pacífica.

–Soy un hombre justo. No se trata solo de mí.

Ella soltó un bufido.

–¿Desde cuándo?

Él no hizo caso de la burla.

–¿Qué es lo que quieres? Indudablemente no será vivir en este triste pisito ni tener un trabajo por el que estás mal pagada y donde no te valoran. Ni tampoco vivir en Atenas, cuando podrías volver a casa y…

–¿Y qué? ¿Ser el hazmerreír de todos y fuente de rumores y cotilleos? ¿Ver crecer a mi hijo siendo el bastardo del rey? –irradiaba furia–. No, no voy a condenarnos a semejante destino. Aunque esta vida no sea ni tan agradable ni tan buena como la tuya, es respetable. Permitirá que mi hijo…

–Nuestro hijo.

Su hijo. Su heredero.

–No quiero volver a Kalyva –susurró ella–. Tú no deseas tener esposa ni hijos. Dejémoslo así. No voy a pedirte nada. Es lo justo para ambos.

–Me temo que no, Katerina. Volverás a Kalyva y comenzarás a hacer los preparativos.

–¿Los preparativos de qué?

–¿De qué va a ser? De nuestra boda.

 

 

Katerina creyó estar soñando. No había otra explicación. Pero no era un sueño, sino una pesadilla.

Mientras trabajaba para él, a veces había fantaseado con la posibilidad de querer al hombre que era más allá del hecho de ser rey y de la reacción a los traumas que había padecido, pero sabía que no habría final feliz. La sorprendió mucho que la considerara atractiva, pero no se había enfrentado a ello de forma acertada.

Así que ahora debía encarar la situación con acierto porque no se trataba solo de ella, sino de…