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«Ha habido un cambio de planes… Te vas a casar conmigo». Para Aristide Bonaparte estropear la boda de su hermanastro, con el que no tiene relación, es la manera perfecta de vengarse de la familia que lo ha rechazado. ¿Huir con la novia? Todavía mejor. No obstante, Francesca Campo no resulta ser la heredera recatada que él esperaba y la pasión de su esposa despierta en él algo que Aristide creía muerto desde hacía mucho tiempo. Francesca está decidida a escapar de su controlador padre y su primer acto de rebeldía es casarse con Aristide, pero al satisfacer las exigencias de su marido, caricia a caricia y beso a beso, corre el riesgo de desdibujar los límites de su matrimonio de conveniencia, y de consumirlos a ambos…
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Seitenzahl: 174
Veröffentlichungsjahr: 2025
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© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Venganza y rebeldía, n.º 3148 - marzo 2025
Título original: Italian’s Stolen Wife
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:9788410744578
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Francesca Campo se sentó en la bonita habitación de la finca de Valentino Bonaparte y se miró en el ornamentado espejo dorado. Estaba perfecta. No tenía ni un mechón de su melena morena fuera de lugar, el maquillaje seguía en su sitio. Habían hecho el vestido de novia especialmente para ella y estaba favorecida desde cualquier ángulo.
No habría aceptado otra cosa. Aquel momento era el culmen de años de duro trabajo. De un trabajo desesperado, imprescindible. Solo faltaban unas horas para convertirse en Francesca Bonaparte.
Y, entonces, sería libre.
Estaba a punto de conseguir lo que había estado planeando los últimos cuatro años: escapar de su padre. La situación era mucho mejor de la que había tenido durante su niñez. Se había asegurado de que así fuera.
Tal vez Vale fuese un poco… estirado. Distante. Pero se entendían bien. Francesca lo había escogido cuidadosamente. Y Vale le daría todo lo que necesitaba. Sobre todo, libertad. Y seguridad, en su bella y ancestral isla en la costa de Italia. Su padre no podría, no intentaría ir a por ella allí.
Siempre y cuando el día fuese bien. Se le encogió el estómago de los nervios, pero era normal. Le ocurría a diario. Se había pasado toda la vida andando con pies de plomo cuando estaba cerca de su padre, que era un hombre volátil y violento, cuyo dinero lo había convertido en invencible. Él la había tratado como si fuese su peón, como si pudiese hacer con ella lo que quisiese y convertirla en una marioneta sumisa y obediente.
Su padre no tenía ni idea de que la había convertido en una persona que algún día diseñaría su propia salida. Nadie la creería jamás capaz de semejante pragmatismo, de semejante empeño y crueldad, porque todo el mundo veía la imagen impecable que su padre había creado de ella.
Lo que hacía que su plan fuese perfecto.
Para la prensa era la bondad personificada. Una santa y la heredera de la impresionante fortuna de Bertini Campo. Nadie había podido encontrarle ni un solo defecto, su padre se los había limado todos, y no iba a empezar a mostrarlos el día más importante de su vida.
Incluso en esos momentos, después de tanto esfuerzo, le costó creer que lo había conseguido. Al principio, había dado por hecho que tendría que fingir que estaba locamente enamorada de Vale Bonaparte, que tendría que alimentar su ego y dar una imagen de esposa ejemplar y obediente.
Pero no había sido el caso. Durante los meses que había estado intentando enamorarlo sin que él se percatase, enseguida se había dado cuenta de que a Vale no le interesaba lo más mínimo la pasión ni el romanticismo.
Buscaba una apuesta segura y ella, por suerte, lo era. Se entendían bien, se ayudarían, y eso era todo.
Volvió a mirarse al espejo, respiró hondo y contó mientras espiraba. Entonces, puso su mejor sonrisa, la más dulce e inocente, que dedicaría a todo el que la mirase.
No habría cámaras. Nadie que no formase parte de la estudiada lista de invitados. Vale había insistido en ello y ella, que era una buena prometida, obediente, perfecta, había accedido. Aunque no le habría importado que le hiciesen un par de fotografías. En el fondo, le habría gustado celebrar su libertad por todo lo alto.
Pero hacía tiempo que había aprendido a controlar esos impulsos. Además, aquella boda tan íntima era un agradable respiro, teniendo en cuenta que su padre siempre insistía en que las cámaras la persiguiesen y ayudasen a alimentar su reputación de perfecta heredera.
Siempre la había mantenido prisionera.
Se había mostrado lo suficientemente angelical y benévola para que no la considerasen superficial. Había ido a la universidad, había demostrado su inteligencia, de modo que los rumores de que su padre le compraba las notas eran tomados a broma, pero también se había vestido de manera modesta, había sonreído, nunca había discutido, y había hecho que todos a su alrededor se sintiesen escuchados.
Sabía cómo tener a todo el mundo a sus pies y, después de tanto tiempo mordiéndose la lengua, pretendiendo ser alguien que no era, perfeccionando una máscara que en ocasiones la hacía sentirse vacía… por fin iba a alcanzar su objetivo.
Se acercó a la ventana en arco y miró hacia la entrada. Hacía un día soleado y cálido y los invitados ya estaban llegando. Casi había llegado el momento. Ya casi era libre.
Vio a una mujer con un chal cubriendo parte de su rostro, una decisión extraña en aquella tarde tan cálida. Francesca la estudió, tenía algo que le resultaba familiar.
Entonces, la mujer levantó la cabeza para mirar a su alrededor y Francesca supo que la había visto en muchas fotografías.
No era una invitada más. Era la princesa Carliz de las Sosegadas. Y no estaba en la lista de invitados.
Francesca sintió que se le encogía el pecho, sintió pánico. La examante de Vale, fuese princesa o no, no podía arruinarle el día. Se apartó de la ventana. Tenía que hacer algo. Le daría un gran recibimiento a la dama, como si hubiese sido invitada.
Como si fuesen las mejores amigas, para que la prensa no pudiese convertir aquello en un problema. Para que aquella mujer no interrumpiese su necesaria boda.
Volviendo la vista atrás, ese momento debería haber sido la primera pista para que se diese cuenta de que no controlaba la situación como había pensado.
Fue a por su teléfono para llamar a su asistente, pero no llegó a hacerlo porque oyó que se abría la puerta de la habitación. Había insistido en que quería estar a solas antes de la ceremonia, así que dio por hecho que solo podía tratarse de su padre, que seguía pensando que la idea de que ella se casase con Vale había sido suya y solo suya.
Apretó los dientes, respiró hondo y se dibujó una sonrisa obediente en el rostro antes de girarse hacia él. Se prometió que sería la última vez que iba a fingir. Se desharía de él y…
Salvo que no se trataba de su padre. Era una persona a la que no conocía. Al menos, en persona. Había visto el rostro de aquel hombre en una docena de revistas y en distintos medios de comunicación del corazón. Había oído historias acerca de él, pero Vale había tenido la precaución de mencionar a su salvaje e impetuoso hermanastro lo menos posible.
Ambos se parecían mucho. Tenían el pelo grueso y moreno, los hombros anchos, la piel aceitunada y un rostro muy atractivo. Podrían haber sido gemelos, salvo por los ojos. Los de Vale eran azules y los de aquel hombre, marrones.
Y, tal vez, por la sonrisa. Aquella hablaba de una rebeldía y un peligro que, si también formaban parte de Vale, los tenía muy bien ocultos.
–Ciao –la saludó, cerrando con cuidado la puerta tras de él.
Aristide llevaba puesto un esmoquin impecable que debía de parecerse mucho al del novio. Y, no obstante, Vale estaría elegante, perfecto con él, mientras que Aristide Bonaparte tenía un aura de insolencia desenfadada. No tenía el pelo oscuro despeinado, pero daba la sensación de que una mujer había pasado los dedos por él hacía poco tiempo. Estaba muy erguido, con los hombros rectos, pero daba la impresión de que no podía importarle menos todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor.
Porque, en su mundo, todo giraba en torno a él.
Francesca se sintió extrañamente aturdida y, por un instante, se olvidó de la princesa que podía estropearle la boda.
–Hola –le respondió con cautela.
Al ver que él no respondía, ella sonrió y bajó la mirada, fingió timidez.
–Eres Aristide, ¿verdad? El hermano de Vale.
–Soy el hermanastro de Valentino, sí.
No dijo nada más. Francesca contuvo su frustración, le estaba haciendo perder el tiempo. Tenía que ser la primera en saber qué hacía la princesa allí. No obstante, siguió sonriendo y decidió comportarse como si aquello fuese una reunión. Sonreír, darle la mano, hacerle preguntas, fingir interés y averiguar qué hacía allí. Alargó la mano hacia él.
–Yo soy Francesca. Me alegro de…
Él tomó su mano, pero en vez de sacudírsela, se limitó a agarrársela y a movérsela ligeramente hacia la derecha y después hacia la izquierda, como si quisiese ver cómo brillaban sus joyas bajo la luz. Algo en el gesto, en el contacto, en el tamaño de su mano, hizo imposible que Francesca terminase la frase.
Muy despacio, Aristide apartó la vista de su mano y la llevó a sus ojos. El impacto de aquella mirada oscura, sagaz y arrogante, con un toque de humor que nunca había visto en la de Vale, la golpeó con fuerza.
–Sí, sé muy bien quién eres, cara.
Su sonrisa era como un arma letal. Francesca no entendió por qué la dejaba sin aliento, destrozada.
Pero se había pasado toda la vida en aquel estado, así que continuó sonriendo y esperó con paciencia a que él le explicase a qué se debía su presencia allí. Aunque tuviese el corazón acelerado. La sensación era muy extraña.
–Me temo que ha habido un cambio de planes para hoy –le dijo él por fin, en voz baja y tono amenazador.
Francesca mantuvo la sonrisa, relajó la mano entre la de él, su postura era perfecta. Era una experta en hacer aquel papel a pesar de que el pánico estaba haciendo que la sangre le retumbase en los oídos.
–¿Sí? –comentó, como si no le interesase lo que aquel hombre hubiese ido a decirle.
Nadie iba a hacer que cambiase de planes. Nadie. Consiguió no apretar los puños.
–Vas a casarte conmigo.
Francesca se enorgullecía de ser capaz de mantenerse impasible ante cualquier golpe, y le habían dado muchos, pero en aquel momento se quedó boquiabierta.
–Lo siento… ¿qué has dicho? –le preguntó, apartando la mano.
–Vale tomó una decisión acertada al escoger a una persona tan íntegra como tú. Tan íntegra, que tienes que ser para mí.
¿Para él? Francesca sacudió la cabeza y retrocedió un paso, después otro.
–Ese no es el plan y es… absurdo.
Tan absurdo que…
–¿Es una broma? Siento informarte de que el día de la boda no es el momento más adecuado para algo así.
Aristide se encogió de hombros.
–No es una broma. Aunque soy conocido por mis absurdeces, por supuesto. Vas a casarte conmigo, Francesca. Nos iremos ahora y estaremos casados antes de que haya terminado el día. Pónmelo fácil.
Ella dejó escapar una carcajada. Tampoco solía reír así. Respiró por la nariz y se recordó que estaba a punto de escapar. Su plan no podía torcerse en ese momento.
–No entiendo qué es esto, pero estoy a punto de casarme y voy a seguir adelante con mi plan –le respondió ella sonriendo.
Él no pareció inmutarse. Su sonrisa era arrogante y sagaz. La miró como si le perteneciese y estuviese calculando su valor.
La idea debió repugnarla, pero estaba tan sorprendida por los acontecimientos que no fue capaz de analizar la sensación que le estaban causando.
–No me has entendido bien. O vienes conmigo ahora y nos casamos, o impediré tu boda con Valentino de cualquier modo y tengo la sensación, angioletta, de que eso sería una catástrofe para ti. ¿Nos marchamos?
Aristide Bonaparte no sabía cómo iba a salir aquello. Lo más probable era que la reacción fuese dramática, por supuesto, pero todo lo que había descubierto acerca de Francesca Campo en las últimas cuarenta y ocho horas, desde que había decidido que sería su esposa y no la de su hermanastro, le hacía pensar que a aquella mujer no le iban los dramas.
Era una de las favoritas de la prensa, por motivos opuestos a los que también lo era él. Su padre había creado la imagen de la heredera perfecta. Era todo bondad y afectuosidad, tenía un corazón de oro. Cualquier hombre se habría sentido afortunado de tenerla, por eso tenía todo el sentido del mundo que el gran Valentino Bonaparte la conquistase.
Aristide, por su parte, tenía fama de ser un vividor al que no le importaba nada ni nadie, salvo sus propios placeres y caprichos. Nadie celebraría su unión.
Al principio.
Aristide pensaba que ninguno de los dos era tan bueno ni tan malo como la prensa los pintaba. Y lo mejor de su plan era que no importaba. El hecho de que Vale fuese a casarse con aquella mujer solo demostraba que, aunque en privado no fuese lo que parecía ser, en público sería todo lo que Aristide necesitaba.
–Jamás podrás tener la reputación que se ha construido tu hermano.
A Aristide le entraron ganas de hacer una mueca al recordar las palabras despectivas de su padre, expresadas a través de un mensaje, ya que era el único modo en que su padre se dignaba a comunicarse con él. Y a él no le importaba que su padre tuviese tan bajas expectativas, pero había otro hombre al que quería demostrarle que estaba equivocado.
E iba a hacerlo.
Además, sería un reto divertido para cambiar su imagen pública al tiempo que ponía en ridículo al traidor de su hermanastro.
Un hombre tenía que encontrar la diversión donde pudiera, y Aristide siempre conseguía encontrarla.
Francesca había dejado de retroceder, había dejado de sacudir la cabeza. Lo estaba mirando con los ojos muy abiertos.
De todas las historias y habladurías que había oído de ella, estaba de acuerdo en una cosa. Tenía una belleza sobrenatural. Era como si no perteneciese a aquel mundo. No obstante, él no pensaba que fuese debido a aquella bondad interior a la que todo el mundo la atribuía. No era ningún ángel.
No, la mirada que había tras aquellos ojos oscuros era calculadora. No había intentado tomar el teléfono ni salir huyendo, tal y como él había esperado que hiciese. Se había quedado allí. Regia, pensativa.
En lugar de, por ejemplo, ponerse a gritar.
–¿Cómo arruinarías mi boda con tu hermano?
Interesante, la pregunta no era por qué.
–Hay muchas maneras, pero pienso que la mejor sería esperar a que el sacerdote preguntase a la congregación si alguien tiene alguna objeción, y declarar que no puedes casarte con mi hermano porque has estado pasando las noches conmigo.
Ella volvió a quedarse boquiabierta y luego recuperó la compostura.
–Una mentira ridícula. ¿Por qué iba a creerse Vale eso? ¿O nadie? ¡Si ni siquiera te conocía!
Era evidente que Francesca Campo no conocía a su hermano.
–No tiene que ser cierto para que Valentino piense eso de mí. Sienta lo que sienta por ti, siempre piensa lo peor de mí. Siempre. Así que, como ves, lo mejor será que vengas conmigo.
Le tendió la mano. Había planeado aquello a la perfección, pero no tenía tiempo para seguir hablando del tema, lo haría cuando estuviesen en el coche.
–Quieres que vaya contigo –le respondió ella en tono muy calmado. Incluso se agarró las manos por delante del cuerpo, como si estuviesen manteniendo una reunión–. Quieres que me case contigo, en vez de con tu hermano, ¿ahora mismo?
–Sí.
–Y… también vives en la isla, ¿verdad?
Él estuvo a punto de fruncir el ceño. Había esperado que Francesca se mostrase… disgustada. Que llorase, pero estaba demasiado… tranquila.
–Sí.
Habían dividido la isla prácticamente en dos partes iguales para su hermano y para él. Su finca estaba al otro lado, en el lado bueno, como le gustaba decirle a Valentino cuando se veían, que no era con frecuencia.
Solo cuando coincidían en el Diamond Club, al que ambos pertenecían y que era exclusivamente para las personas más ricas del mundo. Aristide sonrió. Su hermano todavía no entendía cómo era posible que lo hubiesen invitado a él. Por eso le gustaba ir cuando sabía que Valentino estaría allí. Solo para fastidiarlo.
–¿Y viviremos aquí cuando estemos casados? –le preguntó su futura esposa con la mirada transparente y expresión cauta.
–Así es. Hay quien dice que mi finca es mucho más agradable que el mausoleo de Valentino –le contestó él sonriendo.
Ella no le devolvió la sonrisa.
–Es bien sabido por todo el mundo que no eres un hombre… selectivo, digamos, con tus aventuras románticas. ¿Por qué quieres casarte?
–Los años van pesando –mintió él, con facilidad–. Quiero enmendarme, pasar página y empezar de cero, y ¿qué mejor comienzo que con la esposa perfecta?
Decían que era una mujer bastante inteligente, pero si se creía aquella historia le estaría demostrando todo lo contrario.
Ella se mantuvo indiferente.
–Sí, robar la novia a otro y realizar amenazas son sin duda buenas maneras de cambiar de rumbo –replicó Francesca en tono tan seco que Aristide tardó un momento en comprender el verdadero significado de sus palabras.
Se sintió tentado a reír.
–Vaya, vaya, cara. Tengo la sensación de que hay mucha personalidad detrás de esa imagen tan pulida.
A ella le brillaron los ojos, pero no cayó en la trampa.
–¿Y si redactamos un contrato?
Había algo manifiestamente mercenario en ella. Era sorprendente y a Aristide no le importó, si iba a disfrutar de la mujer a la que había escogido como esposa, estaba bien saber que no era la aguafiestas que la prensa y su hermano pensaban que era.
–He preparado uno que es casi idéntico al que ibas a firmar con mi hermano, pero con mi nombre, por supuesto.
–¿Y cómo has tenido acceso al contrato de tu hermano?
Él se encogió de hombros.
–De un modo ruin, por supuesto.
Ella suspiró como si estuviese algo molesta con él. Parecido a como lo hacía su madre cuando la molestaba a propósito.
–Entonces, ¿nos vamos? ¿Y nos casamos? –le preguntó ella con expresión todavía indescifrable, estudiándolo con la mirada como si fuese una compleja ecuación matemática que podría sin duda descifrar si le daban las herramientas adecuadas.
Era desconcertante, no era lo que Aristide había esperado.
Pero él siempre había sobresalido en esas situaciones. Por algo tenía un nombre que significaba «el mejor».
–Inmediatamente –le respondió.
Y volvió a prepararse para algún tipo de reacción. Lágrimas, desesperación, ira, miedo, tal vez incluso exigencias.
Pero aquella mujer se limitó a inclinar la elegante barbilla.
–Muy bien.
No era lo que él había esperado. Arqueó una ceja.
–¿Tan fácil va a ser?
–Me has amenazado con arruinar mi boda, no sé si lo recuerdas.
Francesca miró hacia atrás, por la ventana que daba a la entrada por la que estaban llegando los invitados. Luego, volvió a mirarlo a él a los ojos.
–Sé de ti lo suficiente para estar segura de que tienes los medios para conseguirlo. ¿Te parece que he cedido con facilidad a una amenaza o que es lo más inteligente por mi parte?
No, aquella mujer no era como la dibujaban. Era fascinante.
–Ni siquiera has intentado evitarlo.
Ella hizo un ademán mientras se dirigía hasta un tocador, tomaba un teléfono y un bolso pequeño, de color blanco, a juego con el vestido de novia. Y lo miró fijamente, haciendo que Aristide se sintiese incómodo.
Después, alzó la barbilla.
–Estoy decidida a casarme hoy y la identidad del novio me es indiferente si los términos del contrato son los mismos. Tienes tanto dinero como Vale, ya que tenéis la misma cantidad de tierra en esta isla. Para mí, sois intercambiables si el contrato es el mismo. Necesito un marido. No necesito un escándalo.
Él frunció el ceño al oír aquello. Esas palabras podrían haber sido suyas, aunque le sorprendía que su hermano, que eran tan digno, hubiese querido casarse con una mujer a la que le daba igual con quien iba a casarse.
–Excelente. Prefiero una esposa que no discuta.
La expresión de ella fue todavía más suave, dulce, inocente.
–Por supuesto –le respondió.
Y él pensó que no se creía aquella imagen. En absoluto.
Pero eso no importaba. Iba a conseguir lo que quería. Como siempre.