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¿Qué ocurre con los héroes después de que nos salven a todos? Faron puede canalizar el poder de los dioses. En el pasado usó su magia divina para salvar su isla del imperio Langley, cuyos guerreros combaten a lomos de dragones. Y ahora, a sus diecisiete años, ya no tiene más guerras que librar. La elegida es una leyenda para su gente y una molestia para sus vecinos. Cuando se ve obligada a asistir a una cumbre internacional por la paz, Faron espera que pueda limitarse a realizar trucos como una mascota y luego se marche a casa. Lo que no espera es que su hermana mayor forme un vínculo con un dragón enemigo ni que los dioses le confíen que la única forma de romperlo sea matarla. Esta espectacular novela de inspiración caribeña parte de una pregunta: ¿cómo es la vida de un héroe después de salvar el mundo? Dragones, enemigos que tal vez se conviertan en algo muy diferente y una heroína bendecida por los dioses que debe elegir entre salvar a su hermana o su tierra natal son los ingredientes de una historia en la que se combinan la magia y la tecnología, ambientada en un mundo nuevo del que no querrás marcharte.
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Seitenzahl: 575
Veröffentlichungsjahr: 2024
Título original: So Let Them Burn
Copyright © 2024 by Kamilah Cole
© de la traducción: Carmen Torres, 2024
© del mapa: Virginia Allyn, 2024
© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.
c/ Medea, 4. 28037 Madrid
www.nocturnaediciones.com
Primera edición en Nocturna: diciembre de 2024
ISBN: 978-84-19680-94-5
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
Para Lauren:
Sin ti, esta novela seguiría siendo un bosquejo
en la parte de atrás de mi cuaderno de Matemáticas.
Y para Max:
Siempre te recordaremos.
DEJAD QUE ARDAN
CAPÍTULO 1
FARON
Faron Vincent llevaba más tiempo siendo mentirosa que santa.
Había aprendido desde temprana edad que las mentiras eran una especie de moneda de cambio. Eran capaces de comprar la libertad y de ganar el perdón. Podían alterar la realidad con mayor celeridad que cualquier tipo de magia. Una mentira bien dicha era mágica en sí misma, y Faron era de lo más convincente.
Aquella mañana había contado ya tres mentiras y cada una de ellas había gozado de cierto regusto a hechizo. Le había asegurado a su profesor que se esforzaría más por mejorar sus notas antes de que acabara el curso. Le había prometido a su hermana que se iría derecha a casa al terminar las clases. Y había jurado que no utilizaría ningún tipo de invocación para ganar a Jordan Simmons en aquella carrera.
¿Tenía ella la culpa de que siempre la creyeran?
Para ser justos, Faron no siempre era consciente de que estaba mintiendo en el instante en que las mentiras salían por su boca. Había tenido la sincera intención de cumplir al menos dos de aquellas promesas… Tal vez las tres, si le daba por mostrarse especialmente respetable. Pero alguien había corrido el rumor en el patio de que iba a perder clases para asistir a la cumbre, y los problemas se habían materializado en la forma de Jordan Simmons.
Si bien los adultos de la isla de Santa Irie consideraban a Faron una niña sagrada, no podía decirse lo mismo de sus compañeros de clase. Jordan se le había acercado en la verja de entrada del patio donde ella había estado haciendo cola para comprarse una bolsa de zumo. Hacía ese calor tan insoportable por el que se arrepentía incluso de estar viva y, aunque se había remangado la blusa, no había sentido alivio alguno. Había estado observando con tanto anhelo las nubes de escarcha que salían arremolinadas del carrito abierto del vendedor ambulante que no se había percatado de la presencia de Jordan hasta que este estuvo a escasos centímetros de ella.
—¿Otra vez vas a hacer novillos, Vincent? —se había burlado Jordan, flanqueado por otros dos chicos de quinto. Sus risotadas equinas habían puesto una nota discordante en lo que de otro modo habría sido un día armonioso. Para cualquier otra persona, aquello habría encendido todas las alarmas de peligro inminente. Para Faron, en cambio, solo había supuesto un incordio—. Ser la empírea es todo un chollo, ¿eh?
—Ojalá fuera uno de los buenos —había respondido Faron sin girarse—. Así no tendría que seguir oliendo el estiércol que sale de tu boca.
No se había molestado en mencionar la realidad de la guerra, ni las pesadillas persistentes ni las grandes expectativas que acarreaba el hecho de ser la infanta empírea. Cinco años atrás, cuando los dioses le otorgaron ese título y la habilidad única de invocar la magia infinita de estos, el único pensamiento que había rondado su mente era proteger Santa Irie. No había sido consciente de lo que estaba aceptando… ni de a lo que estaba renunciando.
No obstante, aun en el caso de que hubiese querido profundizar en el tema con alguien, Jordan y su panda no habrían hecho más que utilizarlo todo en su contra. Nadie quería oír que ser la elegida de los dioses para salvar al mundo era más una maldición que una bendición. Ella era un símbolo, y los símbolos no se quejaban.
De modo que se había limitado a cambiar un puñado de monedas de plata por una bolsa de zumo de piña. Mientras abría con los dientes un agujero en la esquina de la bolsa por donde beber, había observado la expresión calculadora de Jordan. Era el típico abusón demasiado estratégico para perder los nervios. Él calculaba el mejor modo de acorralar a su presa y entonces entraba a matar. Así que no fue ninguna sorpresa que intentase atacar donde más le dolía: el orgullo.
—Si tan buena eres, échame una carrera después de clase —le había dicho—. Sin dioses ni magia. La guerra ha terminado. Ya es hora de que demuestres que no eres mejor que cualquiera de nosotros.
Y Faron nunca se había topado con problemas en los que no quisiera meterse. Le tendió la mano que le quedaba libre y le dedicó una sonrisa de suficiencia.
—¿Treinta rayes si gano?
—Trato hecho.
Y con un apretón de manos, Jordan Simmons había sellado su destino. O eso es lo que ella pensó entonces.
Ahora se encontraban en plena carrera a lo largo del trayecto acordado, rodeados por una marabunta ensordecedora de críos de la vecindad, y Faron iba perdiendo.
Las trenzas que se le habían salido del pañuelo de la cabeza le fustigaban la espalda y el cuello. Las palmeras ondeaban al viento. Llevaba la falda remangada y atada alrededor de la cintura para permitir que sus ágiles pies danzaran por la tierra tostada y las piedrecillas lisas. Pero no cabía duda, estaba perdiendo la carrera que terminaba en el huevo de dragón fosilizado que había en el centro de la plaza del pueblo.
En aquel tramo de calle, no había atajos que tomar ni obstáculos que lanzar en la dirección de su contrincante. Lo único que había era un trecho en línea recta hasta el huevo y demasiado espacio entre ella y el chico que iba a la cabeza. Con trato o sin él, aquello era inaceptable.
Faron contuvo el poco aliento que le quedaba en los pulmones e invocó a los dioses.
El tiempo se ralentizó, un segundo se estiró hasta convertirse en una eternidad. El mundo asumió un aspecto de neblina líquida, como si Faron se hubiera zambullido en las aguas cristalinas del mar de los Rescoldos que rodeaba la isla. Su alma se hinchó hasta convertirse en una baliza que gritaba «venid a mí, venid a mí, venid a mí»…
Y, como siempre, los dioses acudieron a su llamada.
Irie apareció en medio de un relámpago y su corona dorada perforó el cielo como la hoja de una espada. Llevaba una túnica sin capucha de mangas anchas bordada con hilo de oro encima de un vestido de cuello alto blanco que le llegaba a las pantorrillas. Sus carnosos labios pintados de oro se fruncieron. Incluso con unos ojos sin pupilas que destellaban en un tono ámbar, la diosa del sol Irie, soberana del día y divina patrona de la isla, parecía como si fuera de camino a ver una obra de teatro en Puerto Sol y no estuviera haciendo visitas a domicilio a una cría de diecisiete años en el pueblo iriano de interior de Huevo Muerto.
Pero ese era su problema. Faron la había convocado. Irie había respondido a su llamada. Después de cinco años, eso no había cambiado.
«Préstame tu fuerza».
A Faron se le cortó la respiración cuando sintió que el poder de Irie inundaba su cuerpo. Al principio, fue un poco demasiado. Los invocadores entrenaban durante años para controlar la magia de tan solo uno de sus espíritus ancestrales, conocidos como «astrales», sin morir en el intento. Ni los santi —invocadores que habían consagrado sus vidas a los templos— más avanzados se atrevían a canalizar más de cinco astrales a la vez. Pero en la isla de Santa Irie no había ni un solo invocador que pudiera conjurar a un dios.
Salvo ella.
Faron tuvo la sensación de estar en llamas por un segundo, un minuto, una hora, una vida entera. Sus nervios se crisparon como si los hubieran vuelto del revés de una sacudida, como si Irie estuviera dando empellones contra su escasa piel en un intento por embutir más magia de la que su cuerpo podía albergar. La vista se le quedó en blanco. Notó un pitido en los oídos. El corazón empezó a latirle tan rápido que creyó que le iba a dar un ataque y se le iba a parar.
Entonces se le pasó todo. Irie estaba en su interior, pero Faron estaba al mando.
Y tenía una carrera que ganar.
Una gota de sudor le corrió por la mejilla al pestañear y volver al presente. Fue de nuevo consciente de los tumultuosos abucheos de la multitud. A lo lejos, el huevo de dragón sobresalía por el tejado de la tienda de la esquina. Jordan seguía a la cabeza.
Pero no por mucho tiempo.
Faron recurrió a la magia divina ahora a su alcance y la conminó a que llevara su cuerpo más allá de sus límites. En los cinco años que había pasado con los dioses, había descubierto usos más creativos de los poderes de Irie que asar frutipanes. El sol era fuego, energía, poder, y ahora dirigió ese poder a sus músculos extenuados y a sus pulmones sibilantes y sintió que la magia de Irie calaba en ellos ignorando la obvia desaprobación de la diosa.
En un instante, Faron pasó de intentar no desmayarse antes de cruzar la meta a acortar distancias con Jordan, hasta que lo tuvo lo bastante cerca como para contar sus rastas.
—¡Eh, Vincent! ¡Eso no es justo! —se quejó Jordan con el ceño fruncido.
—¡Las quejas a mi patrona! —respondió ella con voz cantarina—. ¡Encontrarás una estatua suya en cualquier templo!
Jordan soltó tantos tacos que Faron no pudo más que reírse cuando lo adelantó como un rayo, dejando que se atragantara con la nube de polvo que levantaron sus pies.
La plaza del pueblo, rodeada por escaparates de madera demasiado bajos para tapar el sol, se abrió ante Faron, que dio un palmetazo al pequeño murete de ladrillo que rodeaba el huevo un instante después. Técnicamente, ahí era donde terminaba la carrera, pero la adrenalina seguía bombeando en su interior, combinada con la magia que había tomado prestada, así que saltó el murete y continuó corriendo hasta que llegó al huevo, y entonces alcanzó una de las gigantescas escamas que conformaban su pálida cáscara gris. Habían construido el muro para evitar que la gente hiciera exactamente lo que Faron estaba haciendo ahora, aunque ella no era la primera adolescente de Huevo Muerto que realizaba aquella escalada ni sería la última. El huevo antecedía al pueblo y probablemente a la isla, según la capa petrificada que recubría sus escamas, y Faron había llegado a considerarlo reconfortante.
Claro, los dragones eclosionaban a partir de huevos vivos de aquel tamaño —huevos de un color precioso que escondían monstruitos terroríficos en su interior—, pero es que aquel era un monumento. Era parte de su hogar. Más que eso: era la prueba de que los dragones simplemente no nacían y eran crueles y peligrosos, sino que también se les podía matar, vencer y olvidar.
Faron había sobrevivido a la guerra que se había prolongado durante décadas contra el Imperio langlés, una potencia mundial al este de Santa Irie que utilizaba dragones como armas escupidoras de fuego para conquistar una tierra que nunca había sido suya. Ahora conocía las debilidades de los monstruos mejor que casi nadie. Pero era bueno contar con algo más que recuerdos. Con algo más que pesadillas.
Faron se encaramó en lo alto del huevo con la falda suelta otra vez por los tobillos y sonrió de oreja a oreja mientras esperaba a que Jordan la alcanzara. La base emanaba un constante olor a azufre, pero Faron lo ignoró. La magia seguía bullendo bajo su piel, a la espera de más instrucciones, y ella no quería dejarla ir todavía. No estaba preparada para el vacío aplastante y el agotamiento abrumador que seguiría.
«Estás haciendo un uso muy mediocre de mis habilidades, empírea —se quejó una voz nebulosa en lo más profundo de su mente—. ¿Es que siempre tienes que ser tan infantil?».
De los tres dioses, Irie siempre era la más propensa a hacer que Faron se sintiera como una cría. Obie, el dios de la luna y señor de la noche, hablaba en tan contadas ocasiones que la mayor parte del tiempo Faron podía ignorar su desaprobación. Mala, la diosa de las estrellas y la guardiana de los astrales, era la que más solía alentar la insensatez de Faron. Pero Irie se tomaba su papel como diosa suprema muy en serio, tanto que Faron solía preguntarse si se habría arrepentido de haberle concedido el poder de los dioses.
Aunque hubieran transcurrido cinco años desde que completara su llamamiento como infanta empírea y liberase a la isla de la ocupación langlesa.
Aunque fueran los dioses quienes hubiesen decidido, por algún motivo, seguir allí tras la retirada del imperio.
Aunque ahora mereciera vivir su propia vida. Una vida pacífica. Con o sin la aprobación de Irie.
«¡Empírea! —la reprendió Irie al ver que no respondía—. Ignorarme no va a enmendar tu inmadurez».
«Tengo diecisiete años —le recordó a la diosa—. Y me llamo Faron».
«Eres la infanta empírea. Estas insípidas escenitas no pueden cambiar la realidad».
Faron se obligó a no responder. De todos modos, no había nada que decir que no sonara ridículo. La guerra había terminado, el dominio colonial de Langley sobre Santa Irie estaba hecho añicos y los dragones supervivientes habían sido sometidos, pero la iconografía de la infanta empírea seguía viva por toda la isla. Los santi inspiraban respeto y reverencia por dedicar sus vidas a los dioses, que podían o no responder a sus plegarias, pero Faron era una leyenda. Una santa viviente. Una prueba tangible de que los dioses irianos no solo existían, sino que estaban a la escucha.
Si entraba en la tiendecita que Jordan estaba dejando atrás en ese mismo instante, vería su propia cara, cinco años más joven, sonriendo en estatuillas en miniatura talladas a mano. Cada año, gente de toda la isla realizaba peregrinajes a su casa con la esperanza de atisbarla y le rogaban que intercediera por ellos ante los dioses. Y la culpaban a ella si sus deseos no se cumplían.
Aun así, ella no se lo tenía en cuenta. La guerra contra los langleses se había llevado un poco de todo el mundo, incluso de los que no habían luchado. Faron comprendía mejor que nadie que la impotencia más absoluta podía conducir a la gente a pedir ayuda a alguien más poderoso. Ojalá pudiera decirle a aquellas muchedumbres esperanzadas que sus respuestas no siempre iban a ser de su agrado.
—¡Tramposa! —se quejó Jordan al aproximarse, sacándola de sus oscuros pensamientos—. Yo no he utilizado ningún conjuro para ganar la carrera.
—Ese no es mi problema. —Faron enarcó las cejas en un gesto de pura inocencia—. Y no has ganado la carrera.
—Dijimos sin poderes.
—Tú dijiste sin poderes. Yo no recuerdo haber accedido a eso.
Jordan frunció el ceño.
—Siempre haces lo mismo.
—Y tú no te cansas de retarme.
—Puedo empezar a ignorarte del todo si lo prefieres. La verdad es que haría mi vida mucho más fácil.
Faron hizo caso omiso al comentario con un vago gesto de la mano. Daba igual cuántas veces mintiera o hiciera trampas. La gente tenía buena memoria para sus hazañas heroicas durante la guerra, pero no tanto cuando se trataba de las hazañas no-tan-heroicas que había protagonizado desde entonces. Hasta Jordan estaba repitiendo las mismas cosas que había dicho durante la última carrera que habían echado, y eso no le había impedido volver a retarla. Había llegado un punto en que parecía que nada de lo que ella hiciera tendría consecuencias.
O a lo mejor el problema era que ya había vivido esas consecuencias. Enemigos y admiradores era lo más cerca que Faron había estado de tener amigos desde que regresó a casa con vida pero condenada, apestando a humo y cenizas. Hablaba más con los dioses que con gente de su edad. Estaba su hermana, Elara, pero ella también tenía a Reeve y a sus amigos de sexto. Faron odiaba tanto el instituto que ya sabía que iba a suspender el examen final, si es que no se cargaba el curso entero, y el instituto era la única oportunidad que tenía de mezclarse con sus iguales.
Tal vez ese fuera el verdadero precio que estaba pagando por ser la santa patrona de las mentiras. No había una Faron Vincent. Solo una infanta empírea.
—Dame mis rayes y aprende la lección —dijo Faron, obligándose a olvidar también aquellos pensamientos—. Si sigues intentando usar tu talento como corredor contra mí, yo haré lo propio con mis poderes.
Jordan arrugó aún más el ceño, pero rebuscó el dinero en los bolsillos de sus pantalones caqui. Faron cambió de postura en la incómoda punta redondeada del huevo mientras esperaba e inspeccionó las extensas vistas que tenía del pueblo. Detrás de los comercios había hileras de casas con tejados de paja separadas entre sí unos pocos metros mediante cercas o cactus. Había gallineros aquí y allá y las cabras pastaban en los campos. No veía su propia casa desde allí, pero sabía en qué dirección se encontraba; si aguzaba la vista, quizá fuera capaz de divisar los tonos verde bosque y marrón ciprés que conformaban el huerto de su padre.
En ese momento, sin embargo, no había nada de eso. De hecho, cuanto más estrechaba la vista, más parecía que la niebla desdibujaba los contornos de Huevo Muerto.
Una niebla que parecía moverse.
Entre las brumosas volutas distinguía una forma… No, varias. Formas grandes, oscuras y preocupantemente familiares. Caballos. Y no solo caballos, sino un carruaje entero. Era una vista inusual, porque las mulas y los burros eran más comunes en el rural Huevo Muerto y porque no conocía a nadie en el pueblo que pudiera permitirse un vehículo de ningún tipo. Cuanto más observaba, más capaz era de distinguir el azul océano del carruaje, el verde hierba de las cortinas echadas, los detalles dorados que resplandecían a la luz del sol. El corazón le dio un vuelco y, durante ese largo y silente espacio entre latidos, se percató de que una bandera con los tres colores ondeaba en el techo. La bandera iriana era la última confirmación que necesitaba.
Por primera vez en todo el día, Faron sintió miedo de verdad.
La reina había llegado.
CAPÍTULO 2
ELARA
Elara Vincent era una superviviente mucho antes de ir a la guerra.
Era un rasgo obligado para una hija mayor, la primogénita experimental cuya personalidad era un diamante formado bajo la extrema presión de las expectativas de sus padres. Al crecer, ese rasgo se había puesto de manifiesto en un ferviente afán por preservar la paz y en un ansioso acatamiento de las normas, sobre todo después del nacimiento de su hermana. Faron, en su glorioso caos, no paraba de burlarse de Elara por ser tan dócil. Tan poco beligerante. La Elara de antes de la guerra no creía en irse a dormir enfadada o en ser maleducada sin venir a cuento, ni siquiera con la vieja señorita Johnson del final de la calle, que no dejaba pasar la más mínima oportunidad para contar lo bien que les iba a sus nueve hijos.
Sin embargo, ser amable en un campo de batalla era una buena forma de que te mataran, y Elara no había sobrevivido a la guerra contra Langley a los trece años para despojarse de las lecciones que la habían mantenido con vida.
La primera y más importante era sencilla: era ella o ellos.
Ahora, con dieciocho años, evaluaba a su exnovia Cherry McKay en busca de una debilidad a la que sacarle partido, convencida incluso antes de empezar de que ganaría aquella pelea en tres movimientos.
Dos, si Cherry cometía el mismo error de siempre.
Los dioses habían bendecido a los irianos con la habilidad de invocar a espíritus ancestrales y, en general, ese don se ejercía de tres maneras. Para la mayoría, era algo de lo más común, se enseñaba en las escuelas y se utilizaba principalmente para comunicarse. Para algunos, era una vocación religiosa, un talento que dedicar a los dioses en uno de los templos que salpicaban la isla. Para los demás, era un arma que blandir al servicio de la nación, un modo de proteger a los irianos de sus enemigos.
La invocación de combate estaba tan estrechamente ligada a las Fuerzas Armadas irianas que la mayoría de los civiles ni se molestaban en aprenderlas, pero Elara no era como la mayoría de los civiles. Antes de la guerra, había practicado sus formas y puesto a prueba sus límites. Durante la guerra y después de ella, había cultivado y perfeccionado aquellas habilidades. La invocación de combate requería disciplina: el conocimiento de cómo convocar a un astral, de cómo contenerlo y de cómo salvaguardar tu propia fuerza. Cuanto más tiempo canalizaba Elara a un espíritu ancestral, más se erosionaba su propia alma hasta que su cuerpo se cerraba sobre sí mismo para guarecer lo que quedaba, y eso era algo difícil de recordar cuando tus enemigos te bombardeaban con su propia magia.
Entonces no había habido margen para el error y tampoco lo había ahora. A finales de esa semana, se convertiría en una soldado. Esta vez de manera oficial. Solo tenía que derrotar primero a Cherry.
—¡Invocad a vuestros astrales! —gritó Aisha Harlow.
Elara era la única capaz de ver a los espíritus ancestrales que respondían a su llamada. Después de todo, eran sus familiares, que ella había invocado para que la apoyaran en aquella pelea. Para la mayoría, los astrales que acudían a la llamada eran los espíritus de familiares que habían fallecido recientemente, aunque Elara había oído historias de invocadores que eran capaces de convocar a cualquier familiar muerto con el que hubieran mantenido unos vínculos emocionales más estrechos. Por suerte para Elara, sus ancestros respondían a ambos casos.
Los astrales de sus tías maternas, muertas durante la guerra, la rodeaban ahora: Vittoria Durand, la más joven, con el pelo recogido en moñetes y una sonrisa traviesa en el rostro; Mahalet Durand, la mayor y más fortachona, con unos músculos forjados gracias a años de natación y pista de atletismo; y Gabourey Durand, la hermana mediana y la más violenta, cuyo amor por la botella solo podía equipararse a su amor por la lucha. Elara recurrió a tía Vittoria y su piel se calentó cuando el alma adicional se instaló bajo ella.
En un día caluroso como aquel, invocar podía resultar una tortura, pero Elara ya se sentía más fuerte y poderosa, más peligrosa.
Al otro lado del parche de hierba, Cherry le dedicó una sonrisa de suficiencia. Elara le respondió de igual modo.
—¿Preparadas? —Las trenzas de color burdeos de Aisha revolotearon al quitarse de en medio—. ¡QUE EMPIECE EL COMBATE!
Un relámpago restalló por el campo. Las puntas de los dedos de Cherry centellearon al rojo vivo y lanzaron a modo de látigo la electricidad que su astral le había ayudado a conjurar. Elara le hizo frente con un simple escudo —primer movimiento— que se tragó el rayo y aumentó su propia magia. El escudo se encogió hasta formar una bola de energía que flotó entre las palmas de sus manos. Unos relámpagos recorrían la superficie haciéndola brillar casi tanto como el sol.
La piel de Elara se perló de sudor. Sentía que su cuerpo estaba en llamas.
«Acaba con ella, sobrina», le canturreaba tía Vittoria en la mente.
«Todavía no», replicó Elara. Si atacaba en ese momento, Cherry se limitaría a producir su propio escudo. Su ex poseía instintos rápidos, pero era mala en lo que se refería a hacer varias cosas a la vez; podía bloquear un ataque, pero quedaría abierta a un contraataque. En ese intervalo, Elara podría abatirla, una lucha ganada en tres movimientos. Aunque sabía que podía hacerlo en dos. Era capaz de mejorarlo. ¿Y no era ese el objetivo? ¿Ser la mejor?
No lograría entrar en las Fuerzas Armadas irianas —en la división de aire llamada Batallón del Cielo— si no lo era.
El suelo se estremeció bajo sus pies como si se hubiera producido un terremoto en Huevo Muerto, pero Elara recordaba demasiado bien aquella sensación como para apartar la mirada. Cherry no contaba con semejante sentido de la concentración; nunca había sido su fuerte. Como había ocurrido en ocasiones anteriores, dejó que lo que pasaba en la calle la distrajera.
Y entonces fue cuando Elara atacó.
Le lanzó la bola de energía como con un bate de críquet. Cherry salió despedida por los aires. Elara recurrió a la magia de tía Vittoria una última vez para amortiguar la caída y ahorrarle a Cherry un doloroso aterrizaje. Entonces purgó al astral de su cuerpo y cogió una bocanada de aire como quien se ahoga y saca la cabeza por encima de las olas.
Victoria en solo dos movimientos. Estaba mejorando.
—¡Siempre igual! —se quejó Cherry cuando Elara se unió al corrillo que se formó a su alrededor—. ¡Y esta vez ni siquiera ha sido culpa mía!
—Bien hecho, El —la felicitó Wayne Pryor mientras Aisha ayudaba a Cherry a sentarse—. De todos modos…, ¿has sentido el temblor? La reina ha llegado.
Elara había ido en suficientes carruajes lujosos de la reina Aveline para saber cómo sonaban unos caballos a medio galope por las calles pavimentadas a trozos de Huevo Muerto. El primer par de veces había sido impresionante, pero ahora se limitaba a asociar el estrepitoso sonido con al menos un día entero de mal humor de su hermana, Faron.
—¿Tenéis que marcharos, chicos? —preguntó Aisha. Su mirada se desvió más allá del hombro de Elara, hacia donde Reeve Warwick estaba sentado a la sombra de un limoncillo, enterrado en las páginas de su último libro. Como si hubiese detectado la repentina atención que le dispensaban, alzó la vista, aunque lo que vio en sus expresiones no debió de resultarle más interesante que lo que estaba leyendo.
En sus tiempos, aquella parcela de terreno con sus hierbajos, su valla de madera deslucida y su alambre de espino caído había pertenecido a una granja, pero muchas de las granjas de Huevo Muerto se habían ido a pique, dejando campos así a modo de sus cementerios. Por muy lúgubres que pareciesen, aquellos terrenos eran mejor opción que los ennegrecidos parches de tierra que habían sufrido la devastación del fuego de los dragones: un suelo carbonizado que jamás volvería a albergar vida y sustentos que habían sido destruidos en un instante. Al menos allí, Elara aún podía soñar que, al cabo de unos cuantos años, aquel campo se transformaría en algo nuevo.
Además, a Elara le gustaba entrenar allí porque estaba tan solo a unos diez minutos a pie de su casa, de modo que podía llegar rápido si lo necesitaba. Ese día, no lo necesitaba. Puede que hubiera librado cada batalla junto a su hermana, que fuese una soldado en teoría, aunque nunca en rango, pero Elara no era la infanta empírea. La reina nunca iba a Huevo Muerto por ella.
—No —contestó sin más—. Cherry, ¿te encuentras bien?
—Sí, humillada pero bien.
Cherry estaba ya en pie, sacando exageradamente su regordete labio inferior para poner cara de puchero. Un año antes, Elara se habría tomado aquello como una invitación para adelantarse y darle un mordisquito a aquel labio, para envolverle la estrecha cintura con el brazo y atraerla hacia sí, para plantarle un beso en la pequita de la garganta hasta que hubiera olvidado que estaba molesta por la derrota. No echaba de menos a Cherry, pero sí aquella cercanía juguetona. Había sido una agradable distracción de las dudas que atormentaban su mente sin darle tregua.
—Hagamos un descanso —sugirió Elara—. ¿Quién quiere ir a traernos un poco de zumo?
Tras echarlo rápidamente a sol, luna y estrellas, Wayne saltó la valla y enfiló la acera al trote en busca de un puestecillo. Elara se fue hacia Reeve, que hizo una pausa para señalar por dónde iba leyendo con una brizna de hierba antes de dejar el libro a un lado. Elara esbozó una amplia sonrisa cuando vio que sacaba una botella de agua de su mochila.
—Te quiero más que a nadie en el mundo —le dijo después de beberse la mitad.
—Ambos sabemos que eso no es verdad —le respondió Reeve arrastrando las palabras—, pero te ha quedado bonito.
Reeve era la viva imagen de la relajación, con la espalda apoyada en la corteza curvada del árbol y las piernas cruzadas a la altura de los tobillos. Era una parte de él a la que Elara no siempre había tenido acceso. Lo había conocido cuando llegó dando trompicones al campamento de guerra iriano con trece años, y aquello había estado a punto de no pasar siquiera, ya que los soldados se habían mostrado más que dispuestos a matarlo por haber eludido de algún modo a los centinelas y a los guardianes del perímetro. Entonces iba temblando, con un fajo de papeles robados de la sala de guerra de su padre enrollados contra el pecho mientras dejaba escapar en un criollo entrecortado: «¡Tengo…, tengo que hablar con la reina!».
Sin embargo, era langlés, por no decir el hijo del comandante Gavriel Warwick, el líder del Imperio langlés. Ahora se le permitía vivir en Santa Irie por decreto real, aunque solo para evitar que lo asesinaran los suyos por traición. En lo que a amistad se refería, Reeve contaba con la de Elara y, por ende, con la de sus allegados Aisha, Cherry y Wayne. En lo que respectaba a la familia, los Hanlon, un matrimonio sin hijos, lo habían acogido y parecía que lo trataban bastante bien.
Todos los demás dentro y fuera de los límites del pueblo miraban su colgante plateado de ojo de dragón o lo oían hablar criollo con su persistente acento langlés y lo consideraban responsable de todo lo que el Imperio langlés le había hecho a la isla. Elara se alegraba de verlo tan relajado, tan abierto y calmado, pero también le hacía sentir triste.
Reeve había traicionado todo lo que conocía para convertirse en el enemigo de dos países.
Elara se dejó caer a su lado en la sombra y se enjugó el sudor de la frente con el dorso de la mano.
—¡Qué calor!
—¡No me digas! —respondió Reeve con fingida sorpresa—. En una isla en medio del mar de los Rescoldos, ¡quién lo diría!
Elara le dio un codazo mientras el resto del grupo se les acercaba. En lugar de briks de zumo, cada uno portaba un polo helado de un sabor diferente: le pasaron a Elara uno de piña y Reeve recibió el último de crema soda. Como Elara era una buena amiga, no se quejó.
—¿Podéis creer que la semana que viene a esta hora al menos uno de nosotros estará en el Batallón del Cielo? —preguntó Wayne, sentado delante, y se apartó los rizos oscuros de la frente, aunque estos volvieron a caerle de inmediato sobre la piel empapada. Cherry tenía la cabeza apoyada en su hombro, con los ojos medio cerrados y la falda levantada para dejar que la suave brisa acariciara sus espinillas—. O, mejor aún, podrían elegirnos para pilotar a Valor.
—No puedo creer que encargaran un nuevo draco —saltó Aisha utilizando su polo para refrescarse la nuca—. Hace ya años del último. De… ¿cuál era?
—Nobleza —contestó Elara dando un bostezo—. El último construido antes de la guerra y el que ahora hace las veces de transporte personal de la reina.
Los dracos —las gigantescas máquinas de guerra voladoras fabricadas a partir de un metal con relieve llamado escamapiedra— eran semisintientes; los invocadores los construían canalizando astrales que moldeaban la escamapiedra hasta darle el aspecto y el tamaño de un dragón. La magia iriana podía influir en cualquier metal con la misma facilidad con la que afectaba al mundo que lo rodeaba, pero la escamapiedra era inmune al fuego de dragón y amplificaba la magia iriana hasta llegar a rivalizar en poder con las bestias de guerra. Eso lo convertía en el mayor recurso de Santa Irie, sobre todo porque el metal solo podía encontrarse allí.
Años de experimentación habían revelado que utilizar astrales para construir los dracos dejaba un sutil vestigio de sus vidas en las partículas del metal. Aquellos vestigios hacían imposible predecir lo que el draco resultante buscaría en un piloto, y se necesitaban tres de ellos solo para despegarlo. Pero nadie daba el salto de soldado raso a piloto del Batallón del Cielo sin que hubiera un nuevo draco que volar.
Por suerte, la reina Aveline había decidido mandar que se construyera un quinto draco, que ella había bautizado Valor, con motivo de la Cumbre Internacional por la Paz de Santa Irie. Los buitres políticos de los imperios que conformaban el continente de Nova —Étolia, Joya del Mar y, por supuesto, Langley— llegarían a la capital iriana de Puerto Sol en cuestión de días. La reina quería convertir Santa Irie en una isla nación independiente a escala internacional. Forzar a los países del continente más cercano a negociar con Santa Irie como un igual, no como una colonia langlesa temporalmente liberada. Aunque el anuncio de la cumbre había demostrado ser controvertido, incluso para los padres de Elara, a esta apenas se le había pasado por la cabeza que los enemigos pronto arribarían a sus costas.
Los pilotos de Valor aún no habían sido elegidos. El reclutamiento era al día siguiente. Y Elara tenía la edad mínima para alistarse. Su sueño se había reavivado. Mejor aún, estaba al alcance de su mano.
Entonces, ¿qué había de malo en contárselo a su familia? Estaba preparada.
No tenía que ser la infanta empírea para hacer algo increíble.
En cuanto se metió el polo en la boca, un remolino de luz se materializó ante ella.
Una llamada astral.
Elara entrecerró los ojos, cegada por la luz, mientras el zumo de piña helado se le derretía en la lengua y el astral se personificaba en su abuelo Winston. El padre de su padre tenía exactamente el mismo aspecto de su hijo, salvo que la perilla ya era del todo blanca, mientras que la del padre de Elara empezaba a verse salpicada de canas, y llevaba la cabeza afeitada, mientras que su padre tenía rastas que le llegaban hasta la mitad de la espalda.
«Un mensaje para ti», dijo el abuelo Winston, cuya imagen titilaba por los bordes.
Elara ya se sentía como si pudiera echarse a dormir al menos tres horas, pero si no le daba permiso a su ancestro para compartir su cuerpo, no recibiría el mensaje. Y si ignoraba el mensaje de su padre, se vería en problemas al llegar a casa.
Suspiró. «Vale, de acuerdo».
El abuelo Winston se instaló en su interior y su presencia le resultó como una gruesa manta que le envolviera el alma. Habría sido reconfortante si no hiciera tantísimo calor ese día. Pero respiró hondo para aliviar la vaharada de calor y abrió los ojos, permitiendo así que él sintiera la brisa, que oliera el aroma a hierba y a tierra, que oyera la tranquila conversación que estaban manteniendo sus amigos. Para que volviera a sentirse vivo.
A cambio, él le habló con una voz idéntica a la de su padre: «Elara, Reeve y tú tenéis que volver a casa lo antes posible. La cena está lista… y la reina Aveline necesita hablar con vosotros».
En cuanto el mensaje fue entregado, el abuelo Winston se desvaneció. Elara se hundió contra el costado de Reeve; apenas si podía mantener los ojos abiertos de lo que le pesaban los párpados. Nunca había recibido entrenamiento mágico formal tras las rutinas básicas que enseñaban en la escuela; lo que sabía hacer lo había aprendido de manera autodidacta, sobre todo porque Santa Irie carecía de un templo local donde pudieran haberla enseñado. Los impresionantes despliegues de invocación, como la capacidad de canalizar múltiples astrales consecutivos sin desmayarse, eran escasos y se enseñaban lejos, en las ciudades más grandes. La mayoría de los invocadores especialmente dotados se alistaban en el ejército iriano.
Como habían hecho sus tías. Como pretendía hacer Elara.
—Mi padre quiere que vayamos a mi casa —dijo bostezando en el hombro de Reeve—. Al parecer, la reina quiere hablar con nosotros.
—¿Con nosotros? —preguntó Reeve—. ¿Contigo y conmigo? ¿Está seguro?
—Lo más probable es que nos quiera allí para presentar un frente unido para Faron. Pero la cena está lista.
Reeve cogió su libro y le barrió unas briznas de hierba de la cubierta con la mano. Bajó la voz al hablar, pero eso no impidió que sus palabras perforasen el corazón de Elara:
—¿Vas a decírselo durante la cena?
Elara trató de imaginárselo. Su madre siempre se volvía loca cocinando como para un regimiento cuando la reina venía de visita. Evocó una imagen de langosta fresca recién traída del mercado, de un rojo vivo, en una cama de verduras verdes y brillantes con una capa de mantequilla, al lado de trozos muy amarillos de chivo gomoso al curry. Todos se sentarían a comer y Elara se aseguraría de terminar al menos un plato antes de sacar el tema de su plan de marcharse por la mañana para alistarse en la base más cercana de Fuerte Alto.
Al instante, su ensueño se hizo añicos. Su madre gritaría igual que había gritado al recibir aquellas cartas de condolencia, una por cada una de sus tías, que ahora yacían en un cajón de casa cogiendo polvo. Su padre se quedaría frío: su expresión recordaría a las nubes amoratadas que se concentran antes de una tormenta. Y Faron… Faron ni siquiera había ido a la guerra sin tener a Elara a su lado. Se sentiría herida. Furiosa.
Traicionada.
Se le hizo un nudo en la garganta.
—Tal vez me espere a ver si entro.
—¿A ver si entras? —dijo Wayne—. Eres la mejor de nosotros, Elara. Si no te escogen a ti, a los demás ni siquiera nos tendrán en cuenta.
—Tú me enseñaste a hacer la invocación de combate sin agotarme —intervino Aisha—. Y todavía sigo sin ser tan buena como tú.
—Yo no voy a inflar tu ego —declaró Cherry, levantando la cabeza lo suficiente para estirar el cuello—, pero estoy de acuerdo con ellos.
Reeve arqueó las cejas en un gesto tácito para indicar a Elara que solo estaba poniendo excusas. Pero ella conocía a su familia tan bien como para saber que le arrebatarían aquel sueño incluso antes de que hubiera tenido la oportunidad de cumplirse. Ya habían perdido demasiado y a demasiados por culpa del Ejército. Vittoria. Mahalet. Gabourey. Hasta Elara y Faron habían vuelto solo a medias del campo de batalla.
Se había pasado cinco años reconstruyendo la confianza que sus padres habían depositado en ella. Cinco años despertándose en plena noche para descubrir que uno de ellos o ambos estaban comprobando si seguía a salvo en su cama. Cinco años siendo responsable de la conducta temeraria de Faron. Cinco años asegurándose de que sus padres la miraban con orgullo en vez de con miedo.
Si fuera cualquier otro sueño, ellos la apoyarían. Pero nunca apoyarían aquello.
Quizás una vez que se alistara, una vez que, con suerte, se convirtiera en la piloto de un draco, cambiaran de opinión al ver sus logros. Pero como no era más que una idea, una mera llama de ambición que mantenía muy cerca de su corazón, era demasiado fácil que cualquiera la apagara.
—Se lo diré —masculló entre dientes en dirección a Reeve—. Pero no en la cena, sino… después de que la reina se marche esta noche. Se lo diré. —Entonces elevó la voz y les dedicó una sonrisa a sus amigos—. Y gracias por vuestras palabras. Pero vamos a entrar todos. A lo mejor los dioses nos sonríen y los tres futuros pilotos de Valor están sentados aquí en este mismo instante.
Elara ignoró la seria mirada que sentía al lado de su cara. Porque, si se hubiera girado hacia Reeve, habría tenido que admitir que les estaba mintiendo a ambos.
CAPÍTULO 3
FARON
La única mentira que Faron odiaba tener que contar era cuando debía fingir que la reina no era lo peor de lo peor.
La cena estaba servida. Normalmente, sus padres esperaban a que toda la familia estuviera en casa para poner siquiera la mesa, pero no cuando ella estaba allí. Cuando Aveline Renard Castell, la soberana de la isla nación de Santa Irie bendecida por los dioses, llegaba a Huevo Muerto para visitar a la familia Vincent, estos sacaban la vajilla buena y hacían gala de sus mejores modales. Lo cual era un absoluto fastidio porque ella era, en fin, lo peor de lo peor.
Y, sin embargo, Faron era la única que parecía ser consciente de ello.
Cuatro miembros de la guardia real permanecían en posición de descanso con sus flamantes uniformes de color azul marino detrás de la silla donde Aveline estaba posada como una serpiente emperifollada. Su vestido de gala azul oscuro estaba decorado con un corpiño sin hombros de encaje que favorecía el ligero tono tostado de su piel, y el tocado índigo estaba salpicado de diminutas estrellas que convergían en la diadema de oro que coronaba sus sienes. A los veintidós años, Aveline había ganado algo de la gracia y la sofisticación que le habían faltado cuando Faron la conoció seis años atrás, pero ni toda la elegancia del mundo podía deshacer lo que había ocurrido desde entonces.
—La cena está deliciosa, señora Vincent —dijo Aveline desplegando una sonrisa adorable—. Me encanta el bacalao en salazón.
«Bacalao en salazón» en lugar de las migas de bacalao de toda la vida. Era algo baladí, pero Faron odiaba el modo pretencioso en que Aveline había comenzado a hablar desde que había ascendido al trono. La chica que había conocido años atrás hablaba el dialecto criollo casi incomprensible que era común entre la gente del campo y sabía palabrotas que habrían hecho que hasta el más grosero de los soldados la mirase boquiabierto. Había sido una heroína para Faron, casi como otra hermana.
Ahora se había convertido en alguien formal y oficial, tan estirada que era como si construyera sus frases para enviar el mensaje implícito de que era mejor que cuantos la rodeaban.
Faron se metió un buen trozo de chivo al curry en la boca para no decir ni mu.
—Por enésima vez, majestad: llámeme Nida, por favor.
A Faron le faltó poco para soltar un resoplido. Como si los nombres de pila y la familiaridad no estuvieran descartados también para la reina.
—Eso no sería apropiado —le confirmó Aveline un instante después—. Pero aprecio el ofrecimiento.
La madre de Faron sonrió, algo tensa. Mamá siempre estaba dividida entre su cariño maternal por Aveline y su resignación a que las apariciones de esta rara vez significaran buenas noticias para ellos. Había cocinado una olla humeante de chivo al curry con arroz blanco esponjoso. Como guarnición había akí con migas de bacalao, mezclados en un sabroso estofado untuoso a la pimienta. Los adultos, incluida Aveline, estaban tomando cerveza ligera y a Faron le habían puesto zumo de piña, que utilizó para tragarse su amargura.
No funcionó.
—Muy bien —empezó a decir Faron una vez que hubo tragado—. Tú no has venido por la cena. Vamos a ser sinceras, ¿vale?
La sonrisa de Aveline cayó en picado como un ancla en el océano. Su mirada se había despojado de todo atisbo de calidez cuando se encontró con la de Faron al otro lado de la mesa.
—No te haría ningún mal mostrar un módico respeto por tus mayores, empírea.
—¿Y cuándo me han respetado a mí mis mayores?
—¿Crees que no te respeto? —Aveline refrenó su breve destello de emoción humana. Cuando volvió a hablar, su tono estaba desprovisto de cualquier matiz—: Por supuesto que te respeto.
—Tú me usas.
La reina soltó una carcajada, y fue un sonido frío.
—Tú, de entre todas las personas, eres la que menos puede acusarme de eso.
Faron abrió la boca para protestar, pero se lo pensó mejor. Llevaban años discutiendo por lo mismo, y notó que los demás en la cocina se removían incómodos en sus sillas, preparándose para un nuevo numerito.
—Limítate a decirme por qué has venido y acabemos con esto —zanjó con tono cansado.
Los ojos negros de Aveline no registraron el menor signo de remordimiento, aunque Faron no se había esperado ninguno. Sus historias eran leyendas paralelas de cargas demasiado grandes colocadas en hombros demasiado jóvenes, y Faron conocía el mito de Aveline tan bien como el suyo. La reina Aveline Renard Castell se había criado en una granja bajo el nombre de Ava Stone, sin saber que era la heredera al trono, sin saber que los que creía que eran sus padres eran soldados de la guardia real, sin saber que su vida era una mentira cuyo único objetivo era protegerla de una guerra que parecía interminable. Después de que los dragones mataran a las reinas en uno de los momentos más infames de la revolución, los dioses habían mandado a Faron a rescatar a Aveline, pues Santa Irie no podía conquistar su libertad sin que la legítima heredera reclamara el trono.
Sin embargo, los mitos, que transformaban a humanos en símbolos, eran mentira por naturaleza. Los libros no mencionaban que la fría expresión de Aveline se había vuelto aún más gélida cuando Faron le contó que era voluntad de los dioses que fuese coronada en Puerto Sol. Que el linaje Renard Castell debía continuar su reinado ininterrumpido. Que Aveline debía liderar un país hecho jirones a través de una guerra sin precedentes a la tierna edad de dieciséis años.
Habían pasado un año juntas, un año en el que Faron había buscado en la reina-niña una guía que los dioses no le proporcionaban. Un año de derrotas y victorias, de luchas y de lazos forjados a fuego, de errores y maquinaciones. Y una vez que ganaron la guerra y que Aveline fue coronada, Faron había conseguido regresar a Huevo Muerto. Su pesadilla había terminado, pero la de la reina Aveline no había hecho más que empezar.
Aveline nunca había dejado de guardarle rencor por eso.
Los libros tampoco mencionaban este punto.
En el pasado, Faron había esperado que, si le ofrecía una disculpa sincera, Aveline y ella pudieran hablar, hablar de verdad, sobre todas aquellas cosas que los dioses les habían concedido y sobre las que les habían arrebatado. Siempre se había llevado una decepción y, a estas alturas, no esperaba otra cosa que ser utilizada como arma o como trofeo.
Lo único que quería saber era por cuál de las dos opciones se decantaría en aquella ocasión.
—Necesito que tú, tu hermana y el chico Warwick vengáis hoy a Puerto Sol conmigo —admitió Aveline—, y que os quedéis durante la cumbre.
Faron soltó una palabrota, olvidando que sus padres estaban presentes, y su madre le dio una palmada en el brazo. Aunque no la regañó. Sus padres estaban tan estupefactos como ella por aquel cambio de planes. Se habían opuesto a la Cumbre Internacional por la Paz de Santa Irie tanto como Faron, si no más, pero Aveline había conseguido convencerlos para que la dejasen ir. A sus ojos, Aveline había traído a casa a sus hijas fugadas a salvo de la guerra. Había pocas cosas que no hicieran por ella, incluso en ese momento.
Santa Irie había reconstruido mucho en cinco años gracias a los invocadores y a la escamapiedra, pero Faron creía que era demasiado pronto para invitar a los imperios a hablar de tratados y de comercio. Cuando un ladrón entraba en una casa e intentaba desvalijarla, nadie en su sano juicio lo invitaba a ver sus nuevas mejoras en seguridad. Pero Faron era una guardiana sobrevalorada. Aveline era la soberana. Si ella decía que iba a haber una cumbre, Faron poco podía añadir al respecto.
Aquello, en cambio, merecía su opinión.
—Se supone que no iba a ir hasta el fin de semana. Y solo por una noche —soltó—. Me habían prometido…
—Ha habido un cambio de planes. —El tono de la reina era monocorde, una jugada calculada para hacer que Faron sintiera que se estaba comportando de manera irracional. Y lo peor de todo es que estaba funcionando—. Vamos a mover la demostración al día de la inauguración.
—Pero la inauguración no es hasta dentro de dos días. ¿Y por qué tenemos que quedarnos después de eso?
—Los langleses ya están en tierras irianas.
La madre de Faron puso una mano temblorosa sobre la suya. Aveline había dicho los langleses, pero era obvio a lo que se refería en realidad.
A sus dragones.
—Están aterrizando en el islote de Santa Mala como estaba previsto, pero nuestra gente ha empezado a ponerse nerviosa. No hemos tenido tantos dragones cerca de la isla desde…, bueno, ya sabes. —Aveline tensó la mandíbula hasta convertirla en una dura línea—. Disponemos de dracos listos y preparados en el aeródromo, pero creo, o más bien sé, que todo el mundo se sentiría mejor si la empírea se encontrara allí también. En caso de que se produzca algún incidente.
Faron apretó la mano de su madre, como solía hacer cuando era una cría. Antes de su plegaria, antes de obtener una línea directa con los dioses, antes de haber ido a la guerra, había sido una niña asustadiza de un pueblo granjero de interior venido a menos a los pies de las montañas de Argén. Los dragones solían anunciar su llegada por encima de las cumbres con bocanadas de fuego, arrasando la tierra con su aliento abrasador y volando por los aires con sus aleteos las barracas de madera de las llanuras. Faron se había levantado cada mañana preguntándose si aquel sería el día en que moriría, un miedo que no había hecho más que solidificarse con el paso de los años, ignorado pero nunca olvidado.
Con tantas cosas que escapaban de su control, había rezado. Había rezado y rezado y rezado para que Irie pusiera fin a aquella guerra. Nunca había esperado ser la que le pondría fin.
Incluso ahora seguía resultando extraño oír a Aveline hablar de ella como si fuera la única esperanza de un puñado de desconocidos. Deberían estar rezándoles a los dioses, no poniendo toda su fe en ella, que apenas si tenía alguna en sí misma.
—¿Cuántos dragones? —se oyó preguntar.
—De momento, tres.
—Tres.
Faron se sintió como si fuera un astral y la persona sentada entre sus padres fuese una chica diferente con el peso del mundo sobre los hombros. Le resultaba imposible encajar en aquella escena en la que la reina de su país le decía que lo único que podía hacer que su gente se sintiera a salvo de la presencia de tres dragones era una chica de diecisiete años.
—… estudiantes de su academia de entrenamiento, Piedra de Hogar —estaba diciendo Aveline cuando regresó de golpe a su cuerpo—. Al parecer, están aquí para «observar», no para participar. No se me pasó por la cabeza prohibir eso, la verdad. —Se sacudió polvo imaginario del corpiño del vestido—. Os aseguro que no volveré a cometer el mismo error.
—¿Necesitaremos celebrar más de una cumbre por la paz, majestad? —preguntó el padre de Faron con una cortesía que rayaba en el reproche—. Creía que el objetivo era mostrar nuestro poder. ¿No perderá efecto ese mensaje si hay que repetirlo?
—Bueno…
Faron oyó llaves en la cerradura de la puerta de la calle y salió corriendo para recibir a Elara.
Su hermana estaba sudorosa pero sonriente, y tenía las largas trenzas recogidas en un medio moño en la coronilla. Llevaba puesta una chaquetilla de montar negra informal con pantalones a juego, lo que significaba que había estado corriendo otra vez por ahí con sus amigos, y se hundió en el abrazo de Faron, lo que significaba que había estado invocando otra vez por ahí con sus amigos.
Faron no pudo evitar soltar una risotada.
—Hoy te has pasado un poco, ¿no crees?
—No empieces.
—Vale, vale, pero deja que te recuerde que se supone que tú eres la responsable.
La réplica que Elara murmuró se perdió cuando Faron divisó a quien había traído a casa: a Reeve Warwick. La visión de aquel chico blanco en una isla de gente cuyo tono de piel iba del dorado pajizo al marrón oscuro siempre resultaba un poco chocante. Faron sabía que el Imperio langlés había consumido demasiados países como para que la piel y los ojos claros fueran sus únicos identificadores, pero Reeve destacaba de otros modos importantes. Era más de una cuarta más alto que Faron, de piel blanca como la leche y ojos de hielo. Llevaba el pelo, del color del barro rojizo, bien atusado hacia atrás y era la viva imagen de su padre en versión joven, con el acento a juego.
Teniendo en cuenta que su padre era el dirigente actual del Imperio langlés, estar cerca de él era horrible incluso antes de que abriera su condescendiente boca.
Faron le puso cara de pocos amigos. Él le devolvió una sonrisa de suficiencia.
—¿Echando carreras otra vez? —preguntó Reeve.
—¡Faron! —gruñó Elara—. Me prometiste que vendrías derecha a casa después del instituto.
Las mejillas de Faron se encendieron. Se quedó mirando a Reeve.
—¿Cómo te has enterado de eso?
—Tus tobillos. Están polvorientos. Así que no solo has estado echando una carrera, sino que no te has bañado.
—¿Estás sugiriendo que apesto?
—Me he limitado a contestar a tu pregunta.
—Por favor —intervino Elara dando un bostezo. Fuera cual fuese el sermón que tenía pensado echarle a su hermana, este había quedado sepultado por su extenuación. Ahora estaba descansando en Faron, a la que utilizaba como una almohada vertical—. Firmemos una tregua mientras tenemos visita.
—Me parece razonable. —Reeve se encogió de hombros en un gesto de indiferencia y se recolocó el libro que llevaba bajo un brazo—. ¿Tregua, Faron?
—Imbécil.
Reeve amplió su sonrisa de superioridad.
—Deberían escribir más libros sobre tu encantadora personalidad.
En la lengua de Faron se formó una respuesta mordaz, pero Elara le dio un último apretón y se enderezó.
—Majestad —dijo mientras apartaba a Faron con un golpe de cadera—. Bienvenida una vez más a Huevo Muerto. Espero que haya tenido un noble vuelo. Ya sabe, como ha volado en Nobleza…
En el silencio que se hizo a continuación, Faron puso los ojos en blanco con cariño y luego se odió a sí misma al ver que Reeve hacía lo mismo. No volvió a la cocina echando humo por las orejas, pero casi.
Elara saludó a todos los soldados de la guardia real por sus nombres antes de que Reeve y ella se sentaran en las sillas vacías. Apiló comida en dos platos con la mirada fija en la tarea que tenía entre manos, como si eso ayudara a que todo el mundo olvidara su chiste malo. Reeve le dijo algo que hizo que se le levantara la comisura de la boca, y Faron se tragó una oleada de resentimiento que quería creer que estaba centrado en Reeve, aunque, después del día que había tenido, la habilidad que tenía su hermana de hacer amigos con cualquiera le escocía. Faron ni siquiera le caía bien a la reina y eso que habían compartido la mayor experiencia de sus vidas.
—Ya que estamos todos, ¿podemos continuar? —preguntó Aveline—. Creo que la unión hace la fuerza. Soy la reina. La infanta empírea es un símbolo de castigo divino reconocido internacionalmente. Elara Vincent es la viva imagen de la lealtad familiar y Reeve Warwick traicionó todo lo que le habían enseñado a creer en pro de la justicia y la igualdad. Langley está tratando de intimidarnos trayendo más dragones de los que yo habría autorizado, de modo que quiero recordarles quién ganó esta guerra y cómo. Quiero que regreséis conmigo a Puerto Sol esta noche. ¿Lo haréis?
—¿Puerto Sol? —preguntó Elara con los ojos como platos—. Un momento… ¿Esta noche? ¿Por qué tenemos…? Eso no es… Me refiero a que…
Elara parecía haberse olvidado de cómo hablar y Faron no la culpó. Habían pasado ya años y a Faron todavía le costaba pensar en aquellos días. No podía ni imaginar lo malo que había sido para su hermana, que ni siquiera había contado con la protección de los dioses. Elara tenía trece años y Faron, doce cuando esta última se fugó de casa para ir a la guerra. Sus poderes de invocación eran básicos entonces y sus técnicas de autodefensa inexistentes, pero, en lo que a bravura se refería, no tenía rival porque allá donde había ido, por muy peligrosa que hubiera sido la situación, Elara siempre había estado a su lado.
No era de extrañar que ninguna estuviera deseando rememorar aquellos días, aunque para Faron la idea de revivir juntas esos malos recuerdos por primera vez desde que la guerra había terminado era al menos un alivio.
—Por supuesto que irán —aseguró el padre de Faron y Elara—, pero no esta noche. La cumbre dará comienzo pasado mañana, así que dejemos que preparen el equipaje esta noche y que se despidan como es debido. Puede quedarse en una de las habitaciones de invitados, majestad.
Era una solución de compromiso, pero no una pregunta. Aveline asintió. Después de que Faron y Elara regresaran de la guerra, descubrieron que sus padres parecían haber envejecido décadas mientras ellas habían estado ausentes, con nuevas canas y marcadas ojeras. Había habido lamentos y llantos, y más lamentos y llantos, pero cinco años de paz —y Elara moderando la conducta de Faron— les habían dado un respiro. En esos momentos, sus padres consideraban que el hecho de que Aveline los mantuviera informados era una mejor opción que la de que sus hijas se escaparan en plena noche.
—Informaré al instituto de que ambas os ausentaréis durante el resto de la semana. —La madre sonó exhausta—. Reeve, ¿quieres contárselo a los Hanlon en persona o prefieres que les haga una llamada astral?
—Puedo decírselo cuando vaya a casa a preparar el equipaje —respondió con lentitud—. Pero Elara no…
—Ve el momento de que llegue la cumbre. Es un acontecimiento único en la vida —terminó Elara por él. La cuchara se le escurrió de entre los dedos y cayó de la mesa al suelo formando un estrépito—. ¿Qué me voy a poner?
Aveline sonrió y era la primera vez en todo el día en que su sonrisa pareció genuina. Elara solía provocar ese efecto en la gente.
—Hemos encargado unos diseños formales para todos vosotros a unos sastres locales.
—Genial. Supergenial. ¡Qué emoción!
Elara se agachó debajo de la mesa para rescatar la cuchara. Su risa era estridente. Reeve la observaba como si hubiera perdido el paso en un vals privado, pero aquello solo confirmaba lo que Faron ya sospechaba.
Elara estaba mintiendo.
Las palmas de las manos de su hermana empezaban a sudar cuando sospechaba siquiera que estaba metida en un lío, y una vez incluso había llorado ante la idea de suspender un examen. Nunca había aprendido a mentir con la misma facilidad que Faron, pero ahora lo estaba haciendo. ¿Sobre qué? Y ¿por qué?
Elara se incorporó; tenía los nudillos blancos de lo fuerte que tenía asida la cuchara. Faron la miró con cara de extrañeza y deseó que los dioses le concedieran el poder de ver dentro de las cabezas de los demás. No se le ocurría nada lo suficientemente importante como para que Elara la Perfecta le mintiera a ella, a la reina y a sus propios padres. Y le dolió en lo más profundo que tal vez no conociera a su hermana, su mejor amiga, tan bien como creía.
La conversación fluyó durante la cena, aunque los temas y los tonos sonaron algo forzados. Elara evitó todos los intentos de Faron de mirarla a los ojos. En algún momento entre que vaciaba su plato y que ayudaba a su madre a fregar, Faron hizo la cuarta y última promesa del día. Una que sabía que iba a cumplir.
Fuera lo que fuese que Elara estaba ocultando, lo descubriría.
Y pronto.