Delirios de felicidad - Olivia Gates - E-Book
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Delirios de felicidad E-Book

Olivia Gates

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Beschreibung

¡Atrapada en el desierto! El príncipe Harres Aal Shalaan rescató a la prisionera Talia Burke de las garras de su tribu rival y la protegió entre sus fuertes brazos. Pero el valeroso guerrero descubrió que aquella bella extranjera poseía información vital que podía destruir su amado reino... y, para colmo, tenía poderosas razones para no confiar en él. Atrapada con él en un oasis del desierto, Talia fue incapaz de resistirse a los encantos de Harres. Sin embargo, a pesar de que la tenía cautivada, sus lealtades encontradas siempre los convertirían en enemigos. Enamorarse del príncipe sería el mayor error de su vida... aunque tal vez ya fuera demasiado tarde.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Olivia Gates. Todos los derechos reservados.

DELIRIOS DE FELICIDAD, N.º 1843 - marzo 2012

Título original: To Tempt a Sheikh

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-546-7

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo Uno

Harres Aal Shalaan se ajustó el rebozo, dejando sólo una pequeña abertura para los ojos. No necesitaba más que eso para vigilar a su objetivo.

El viento de la medianoche lo sacudía con arena mientras él permanecía inmóvil en lo alto de la duna, con el desierto infinito resonando en sus oídos.

No podía dejar que el estado inmóvil de la escena que estaba observando lo confundiera. La situación podía cambiar en cualquier momento. Y, si se descuidaba, podía ser demasiado tarde para intervenir.

Por el momento, todo seguía igual. Los dos centinelas que guardaban la entrada principal estaban acurrucados junto a un contenedor con una hoguera, las llamas luchando por sobrevivir bajo el viento del desierto. Había tres parejas más de centinelas en un viejo puesto de guardia, que tenía encendida dentro una lámpara de gas.

El clan rival de Aal Shalaan había construido aquella cabaña en medio de ninguna parte. Las áreas habitadas más cercanas estaban a más de quinientos kilómetros de distancia. Era el lugar perfecto para esconder a un rehén.

El rehén que Harres había ido a rescatar.

Él había encontrado aquel lugar porque había deducido la identidad de los que habían contratado a los centinelas. Como había descubierto su plan con la suficiente antelación, había podido observar y seguir sus movimientos. Había interceptado sus señales telefónicas, antes de que se hubieran desvanecido doscientos kilómetros antes. Luego, había echado mano de toda la tecnología que tenía y había encontrado la cabaña gracias a un avanzado sistema de localización por satélite.

Hacía falta tener una formación selecta y equipos especializados a su disposición para haber llegado hasta allí sin ser descubierto. Y, además de todos los recursos a su alcance, Harres había sabido atar cabos a tiempo.

En ese momento, sin embargo, el tiempo se estaba acabando. Por lo que sabía de los planes del enemigo, le quedaban menos de veinte minutos para realizar su misión. Si no, los cabecillas del secuestro llegarían para interrogar al rehén, acompañados de un ejército de guardias.

En cualquier otra circunstancia, Harres habría acudido allí con su propio ejército. La mera aparición de sus Hombres de Negro habría bastado para que los enemigos se rindieran.

Lo malo era que ya no sabía en quién podía confiar. Su único equipo esa noche estaba formado por tres de sus hombres de alto rango, a los que sabía que podía confiar su vida. No sólo trabajaban para él, sino que eran parte de su familia, soldados de sangre azul que, como él, estaban dispuestos a dar la vida por su reino. Aparte de ellos, no podía permitirse el lujo de contar con nadie más. Había demasiadas cosas en juego, un país entero podía acabar sumido en el caos. Por eso, tenía que tratar a todo el mundo como sospechoso.

¿Cómo no hacerlo, cuando el mismo palacio real había sido saqueado? Como ministro del Interior y jefe del servicio de inteligencia, no podía arriesgarse a alejar sus tropas de la casa real, dejándola a merced de sus enemigos.

Harres cerró los ojos. Apenas podía creerlo. Durante meses, había estado forjándose una conspiración para derrocar a su padre, el rey, y al clan Aal Shaalan, regente desde hacía generaciones del reino de Zohayd. Las valiosas joyas Orgullo de Zohayd, que el pueblo creía que daban a la casa real el derecho a gobernar, habían sido robadas. Para el Día de la Exhibición, en el que se sacaban las joyas en un desfile real, para que el pueblo las viera, habían sido reemplazadas por otras falsas. Sin duda, el plan del ladrón era hacer público que eran falsas y, así, provocar un caos que acabaría con la caída del clan Aal Shaalan del poder.

Durante las últimas semanas, Harres había estado buscándolas por toda la región, sirviéndose de la información que su hermano Shaheen y su novia, Johara, le habían facilitado. Esa misma mañana, había encontrado una pista que podía conducirle al cerebro de la conspiración.

Un hombre que decía ser periodista americano parecía poseer toda la información relevante de la trama.

En veinte minutos, Harres se había presentado en el apartamento alquilado del periodista. Pero sus enemigos se le habían adelantado. El hombre en cuestión había sido secuestrado.

Harres no había parado un momento desde entonces. Había seguido las huellas de los raptores hasta aquel lugar desolado en medio de ninguna parte. No dudaba lo que harían con el periodista una vez que le hubieran sacado la información: abandonarlo a una muerte segura.

Ésa era razón suficiente para que Harres estuviera allí. No dejaría que nadie fuera asesinado en el reino de Zohaydan, si podía evitarlo. Ni siquiera si se trataba de alguien que quería derrocar a su padre.

T. J. Burke era el nombre del supuesto americano. Pero su identidad era un enigma. No aparecía en sus bases de datos sobre periodistas, donde recogía la información del arma más poderosa del mundo: los medios de comunicación.

Sin embargo, por primera vez, a Harres le había resultado imposible trazar los antecedentes de alguien. Al parecer, Burke había comenzado a existir sólo desde el momento en que había aterrizado en su país hacía una semana.

Harres había encontrado una única referencia a un T. J. Burke en la zona, un especialista en tecnologías de la información que había trabajado para una multinacional en Azmahar. Pero ese Burke se había ido a Estados Unidos hacía un año. Pocos meses después, había sido condenado por un delito de fraude y estaba cumpliendo una sentencia de cinco años en una cárcel de máxima seguridad.

El T. J. Burke actual no tenía nada que ver con el anterior. Era probable que le hubiera copiado el nombre o que lo hubiera inventado de forma aleatoria.

Por eso, Harres estaba seguro de que debía de ser un espía. Y muy bueno, ya que había sido capaz de ocultar su origen y su identidad a sus redes de inteligencia.

De todos modos, estaba dispuesto a salvar a ese tipo de una muerte segura, aunque se tratara del mismo diablo. A continuación, le sacaría la información que tuviera. Si era posible, le pagaría lo que pidiera a cambio de lo que sabía. Y se aseguraría de convencerlo para que no volviera a vender la información.

Los centinelas seguían delante del fuego. Harres le hizo una seña a Munsoor, uno de sus hombres de confianza. Munsoor, a su vez, le pasó la orden a Yazeed, que estaba en el lado sur de la cabaña, y a Mohab, a su izquierda.

De forma simultánea, lanzaron dardos somníferos a los centinelas.

Harres se puso en pie de un salto, saltó sobre los guardias y se acercó con sus hombres a la entrada de la cabaña. Se miraron un instante, preparados todos para hacerle frente al imprevisto que fuera. Él se encargaría de ir directo a por su objetivo.

Harres empujó la puerta, que se abrió con un chirrido, rasgando el silencio.

Recorrió el oscuro interior con la mirada. Burke no estaba allí. Había otra habitación. Debía de estar en ella.

Despacio, abrió la otra puerta.

Se dio de bruces con un hombre de pequeña estatura con barba y una chaqueta de lana.

Sus miradas se encontraron.

Incluso en la penumbra, a Harres le impresionó la mirada de aquel hombre, que parecía cargada de electricidad. Además, todo su cuerpo parecía relucir en la oscuridad, tanto por el color bronceado de su piel como por el pelo dorado que rodeaba su rostro.

Una fracción de segundo después, Harres apartó la vista y se fijó en la habitación. Era un baño. Burke había estado intentando escapar. Ya había conseguido abrir una ventana que estaba a dos metros de altura, incluso con las manos atadas delante de él. Sin duda, sus captores no lo habían atado así y había sido Burke quien había conseguido moverlas hasta allí desde la espalda. Un minuto más y habría escapado.

Estaba claro que no sabía que no había ningún sitio al que ir. Debían de haberlo llevado hasta allí con los ojos vendados. Pero, por su mirada, Harres adivinó que el recluso había intentado escapar de todos modos. Parecía la clase de persona que preferiría morir de un tiro en la espalda cuando escapaba que suplicando por su vida.

Estaría muerto si él no lo sacaba de allí de inmediato.

Harres no tenía duda de que sus captores preferirían matar al espía y perder información antes que dejar que cayera en manos del clan Aal Shalaan.

Así que se puso en acción. Agarró a Burke del brazo. Al instante siguiente, sintió un golpe tremendo en los dientes y en la cuenca del ojo.

Burke lo había golpeado.

Medio ciego, Harres bajó la cabeza y se esforzó en evitar los golpes que el hombre intentaba propinarle. Lo abrazó con fuerza, inmovilizándolo.

El hombre se retorció con ferocidad.

–Deja de resistirte, idiota –susurró Harres–. He venido a salvarte.

Al hombre debió de costarle descifrar el susurro a través de su embozo. O no lo creyó, porque le dio una patada en la espinilla. Harres lo apretó con más fuerza, sorprendido por su excelente agilidad y velocidad. Se apartó el embozo de la boca, arrinconó a Burke contra la pared de piedra, poniéndole un brazo en el cuello para inmovilizarlo, y lo miró a los ojos.

–No me obligues a golpearte y llevarte a cuestas como si fueras un saco de ropa sucia. No tengo tiempo para tus paranoias. Ahora, haz lo que te digo, si quieres salir vivo de aquí.

Harres no esperó a que el hombre respondiera, aunque le pareció ver que la feroz hostilidad de sus ojos se suavizaba. Lo llevó a la puerta, para salir por donde había entrado.

Un intercambio de disparos en la oscuridad los detuvo.

Debían de haber llegado refuerzos, pensó Harres con el corazón acelerado. Quiso ayudar a sus hombres en la lucha, pero no podía. Habían quedado en que él se limitaría a proteger a Burke. Así que se giró hacia él, dispuesto a utilizar la vía de escape que había preparado. Se sacó una daga del cinturón y cortó las ataduras del cautivo. Luego se agachó, para ayudarlo a subir por la ventana. Entonces, el hombre volvió a hacer algo inesperado. Saltó del poyete de la ventana como si fuera un gato y se catapultó al vacío. En un segundo, llegó al suelo al otro lado del muro y aterrizó rodando.

¿Sería un acróbata?, se preguntó Harres. Se movía como uno de sus Hombres de Negro…

En cualquier caso, era mucho más de lo que Harres había pensado. Sólo esperaba que Burke no utilizara sus habilidades para escapar, también de él, pues iba a necesitar para alcanzarlo un poco más de los tres segundos que el otro había empleado.

Unos diez segundos después, Harres saltó de la ventana. Mientras caía, vio la silueta que lo estaba esperando abajo. Burke era lo bastante listo como para saber que no podría salir solo del desierto.

Harres aterrizó con agilidad y comenzó a correr hacia el hombre.

–Sígueme.

Sin decir palabra, el hombre obedeció.

Corrieron a través de las dunas, guiados sólo por la brújula de Harres. No podían usar linterna en su camino hasta el coche, pues eso los delataría a sus enemigos.

Harres rezó porque sus hombres estuvieran a salvo, aunque no lo sabría seguro hasta que llegaran al helicóptero y entraran en la zona de cobertura, donde pudiera comunicarse con ellos.

Por el momento, sólo debía pensar en poner a Burke a salvo.

Diez minutos después, se sintió lo bastante seguro como para girarse y posar la atención en su acompañante. Burke le seguía el paso sin dificultad. No sólo era buen luchador y ágil, sino que estaba en buena forma. Ni siquiera jadeaba. Mucho mejor. Así no tendría que llevarlo en brazos hasta el coche.

Entonces, sucedió algo inexplicable cuando el sonido de la respiración de su acompañante envolvió a Harres, incluso bajo el viento del desierto. Experimentó una sensación extraña, desde el pecho hasta… más abajo.

Harres apretó los dientes mientras llegaban a la moto de cuatro ruedas todoterreno.

–Sube detrás de mí.

Sin perder un instante, Burke se deslizó detrás de él en el asiento, apretándose contra su espalda como si fuera lo más normal del mundo.

Harres se estremeció al sentirlo y encendió el motor. En cuestión de segundos, estaban surcando la arena a toda velocidad.

Condujo en silencio, atravesando dunas y salpicando arena. Con cada empellón, Burke lo apretaba de la cintura con más fuerza, sosteniéndose a él también con las piernas, fundiéndose con su espalda hasta que casi parecían una sola persona.

La respiración de Harres comenzó a acelerarse cuando empezó a sentir el calor de su acompañante, penetrándole hasta lo más íntimo de su ser.

Debía de ser por la adrenalina, se dijo Harres.

¿Qué otra cosa podía ser?

Minutos después, llegaron a su helicóptero y Harres se alegró sobremanera. No sólo significaba que podrían escapar, sino que podría quitarse de encima a aquel hombre.

Detuvo la moto con un frenazo delante de la puerta del piloto del helicóptero. Se quitó las manos de Burke de la cintura y se bajó de la moto con un solo movimiento. El otro hombre saltó a su lado y se quedó esperando instrucciones.

Con los ojos más acostumbrados a la oscuridad, Harres contempló su pelo dorado y enredado por el viento y sus ojos iridiscentes. Burke parecía un elfo, etéreo, bello…

¿Bello?

–Sube al asiento del pasajero y ponte el cinturón –ordenó Harres con más rudeza de la necesaria, molesto por sus alocados pensamientos.

Hubo un sonido ensordecedor, como de un trueno.

Un disparo.

El hombre lo miró con gesto conmocionado. Luego, Harres sintió el dolor. Había sido alcanzado en algún lugar cercano al corazón.

Alguien había conseguido traspasar la defensa de sus hombres. Y él podía morir por ello.

Al momento, Harres se puso en acción. Debían ponerse a cubierto.

Burke no era ningún cobarde y comenzó a correr con él al helicóptero, mientras los disparos sonaban a su alrededor. Segundos después, estaban sentados y él hizo despegar el inmenso aparato. Lo hizo subir a toda la velocidad y altura posibles. En pocos minutos, estuvieron fuera del alcance de las balas.

Entonces, fue cuando Harres se miró el cuerpo, tratando de valorar el daño sufrido. Le ardía debajo del brazo izquierdo. Una herida y, tal vez, algún hueso afectado. Pero no era grave. No había sido alcanzada ninguna arteria.

Al descartar que pudiera desangrarse, sin embargo, Harres comenzó a preocuparse por otra cosa. El helicóptero perdía combustible. Las balas habían dado en el tanque. No podrían llegar así a la capital. Ni a ninguna zona habitada donde pudiera contactar con su gente.

Tenía que cambiar el rumbo y dirigirse al oasis más cercano, a unos cincuenta kilómetros de distancia. Allí, al menos, podría conseguir caballos para seguir su camino. Aunque una tormenta de arena que se avecinaba los detendría durante un par de semanas y sus primos y hermanos, los únicos que estaban al tanto de su misión, pensarían que había muerto. Pero no podía hacer otra cosa, se dijo.

Su nuevo plan era aterrizar en el oasis, curarse las heridas y establecer contacto con su gente. Misión cumplida.

Al minuto siguiente, Harres se sobresaltó de nuevo.

La pérdida de combustible no era el único problema. De hecho, eso no era nada comparado con el daño que había sufrido el sistema de navegación. El helicóptero estaba perdiendo altura a gran velocidad. Y no conseguía enderezar su rumbo.

Tenía que aterrizar en ese momento. O estrellarse.

–¿Tienes puesto el cinturón de seguridad? –preguntó Harres a Burke con urgencia.

El hombre asintió, abriendo mucho los ojos al darse cuenta de la situación.

Harres se concentró en aterrizar el aparato, poniendo en práctica todo lo que sabía.

Al final, aterrizó chocando contra el suelo.

Después de una violenta reacción en cadena de impactos, Harres tomó aliento al comprobar que habían sobrevivido.

Se apoyó en su asiento, notando cómo el entorno se difuminaba ante sus ojos.

Se ocuparía de su propia salud después de comprobar el estado de su pasajero, se dijo Harres. Se desató el cinturón y se giró hacia Burke. El hombre tenía la cabeza apoyada en el asiento, con los ojos muy abiertos con una mezcla de pánico y alivio. Sus miradas se entrecruzaron.

En ese momento, Harres no pudo ignorar lo que le sucedió.

Tuvo una erección.

Y se estremeció. ¿Qué le estaba pasando? ¿Estaría su cuerpo volviéndose loco por el estrés de la huida?

No debía dejarse distraer por aquella locura, pensó Harres, y se acercó a su acompañante para comprobar si estaba herido. El hombre se encogió ante su contacto, como si le hubiera dado un calambre.

Aquello era muy raro, se repitió Harres, obligándose a tomar aliento y a quitarse esas sensaciones de la cabeza. Agarró a Burke de los hombros para acercarlo a la luz. El hombre se retorció.

–Deja de resistirte. Quiero ver si estás herido.

–Estoy bien.

Su voz ronca y apenas audible le llegó a lo más hondo, incluso en medio del estrépito de las hélices que no habían dejado de rotar.

Y se dio cuenta de algo.

Tal vez estaba empezando a tener alucinaciones, pero su cuerpo parecía seguro de lo que sentía. Lo había notado desde el primer momento, aunque su mente no había querido reconocerlo.

Y lo que su cuerpo le decía era que, incluso en medio de aquella pesadilla, deseaba a T. J. Burke.

Y, conociéndose a sí mismo, eso sólo podía significar una cosa.

Entrelazó sus dedos entre el pelo dorado de Burke y su erección se endureció aun más cuando su acompañante dejó escapar un grito sofocado.

Harres le acarició los labios con el pulgar y sonrió con satisfacción.

–Dime, ¿por qué finges ser el periodista T. J. Burke, cuando te iría mucho mejor el papel de Mata Hari?

Capítulo Dos

T. J. Burke se retorció para zafarse del hombre que la agarraba.

–¿Es que te has golpeando en la cabeza? –protestó Burke con voz ronca y baja.

El hombre que la sujetaba la miró a los ojos, sin intención de moverse, haciendo que el espacio de la cabina pareciera reducirse de manera alarmante. La sonrisa de sus ojos dorados se tornó peligrosa. Era una clase de peligro que le llegaba a lo más hondo, no porque fuera amenazador, sino porque le provocaba una respuesta impactante.

Entonces, el coloso habló con su seductora voz de barítono.

–El único golpe que me he llevado en la cabeza esta noche ha sido por cortesía de tus capaces manos.

–Ya que te golpeé con la intención de arrancarte la cabeza, es posible que se haya estropeado algo ahí dentro. Quizá odo el cerebro.

El hombre se apretó contra ella, invadiéndola con su aroma y su virilidad.

–Oh, el cerebro me funciona muy bien. Harían falta… –comenzó a decir Harres, y la recorrió el cuerpo despacio con la mirada–. Diez como tú para afectarme la cabeza.

–Yo estuve a punto de noquearte con un solo golpe hace poco –le espetó Burke, pensando que el oxígeno de la cabina parecía estar agotándose–. Y con las manos atadas.

–Puedes ponerme de rodillas, sin duda. Pero no te hace falta golpearme para eso. El efecto que me has causado no tiene nada que ver con tu fuerza física y, menos aún, con tu pequeño tamaño.

–¿Eso es lo único que se te ocurre? ¿Meterte con mi tamaño?

–No deseo meterme contigo –repuso él, mirándola con intensidad–. Y el tamaño de tu cuerpo me parece perfecto.

Con la piel de gallina y el corazón acelerado, T. J. hizo una mueca.

–¿Seguro que no estás aturdido por el golpe? ¿Siempre hablas así con otros hombres?

–Ni siquiera hablo así con las mujeres –repuso él con una sonrisa cada vez más peligrosa–. Pero es como te hablo a ti.