Demasiado Oro - Jack London - E-Book

Demasiado Oro E-Book

Jack London

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Beschreibung

La helada región del Yukón, aderezado con la ambición de encontrar la forma rápida de hacerse millonario. La famosa fiebre del mineral áureo tiene aquí a dos claros exponentes: Kink Mitchell y Hootchinoo Bill. Se trata, escribe el propio London, de una "narración de desdichas [...] más real de lo que pudiera parecer". Los dos hombres están sujetos a la escritura del Norte: el más rápido es aquel que halla el oro y el más fuerte es el que tiene la mejor fogata. Son capaces de todo con tal de obtener lo que ambicionan. Engañan a un inocente sueco, para luego arrepentirse de haberlo hecho.

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Demasiado Oro

Demasiado Oro (1900)Jack London

Editorial CõLeemos Contigo Editorial S.A.S. de [email protected]ón: Benito RomeroEdición: Abril 2021

Imagen de portada:Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

Portada

Página Legal

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Siendo ésta una historia —más real de lo que pudiera parecer— de una región minera, es de esperar que sea una narración de desdichas. Pero esto depende del punto de vista. Desdicha es un apelativo muy suave en lo que a Kink Mitchell y Hootchinoo Bill se refiere; y que ellos tienen una opinión formada en esta materia es ya cosa de dominio público en la región del Yukon.

Fue en el otoño de 1896 cuando los dos socios bajaron a la orilla este del Yukon y sacaron una canoa de Peterborough de un escondrijo cubierto de musgo. El aspecto de aquellos dos hombres era realmente desagradable. Después de un verano de exploración, abundante en privaciones y más bien escaso de alimentos, se habían quedado con la ropa hecha jirones y tan consumidos, que parecían cadáveres. Dos nubes de mosquitos zumbaban alrededor de sus cabezas. Llevaban el rostro recubierto de arcilla azulada. Cada uno guardaba una provisión de esta arcilla húmeda, y cuando se les secaba y caía de la cara, volvían a embadurnársela. Su voz revelaba a las claras el descontento y sus movimientos una irritabilidad que hablaba del sueño interrumpido y de la lucha inútil con aquellos pequeños diablos alados.

—Estos bichos hubieran sido mi muerte —gimoteó Kink Mitchell cuando la canoa, alcanzando la corriente, se apartaba de la ribera.

—¡Animo, ánimo! Ya se acabó —contestó Hootchinoo Bill, queriendo hacer cordial su voz fúnebre, que resultaba horrible—. Dentro de cuarenta minutos estaremos en Forty Mile y entonces... ¡Malditos diablejos!

Una de sus manos soltó el remo y cayó sobre el cogote en un ruidoso manotazo. Puso un nuevo emplasto de arcilla en la parte dañada, jurando furioso al mismo tiempo. A Kink Mitchell no le hizo la menor gracia. Únicamente aprovechó la oportunidad para cubrir con otra capa de arcilla su propio cogote.

Cruzaron el Yukon hacia la orilla opuesta, siguieron río abajo remando con desembarazo y, al cabo de cuarenta minutos, se deslizaron por la izquierda, rodeando la punta de una isla. Forty Mile se extendió de pronto ante ellos. Los dos hombres se enderezaron y contemplaron el espectáculo. Lo contemplaron larga y atentamente, mientras luchaban con la corriente, condensándose en sus semblantes una expresión de consternación y sorpresa. No salía una sola vedija de humo de los centenares de cabañas de troncos. No se oía el ruido de las hachas mordiendo la madera ni el de martillos y sierras. Delante del gran almacén no se veían hombres ni perros. No había barcos en la ribera, ni canoas, ni barcazas, ni botes de pértiga. El río estaba tan solitario de embarcaciones como la ciudad de vida.

—Parece como si hubiese pasado Gabriel haciendo sonar el cuerno y nos hubiese olvidado —advirtió Hootchinoo Bill.

Esta observación era casual, como si nada tuviese de insólito, igualmente que la réplica de Kink Mitchell, quien dijo:

—Parece como si todos hubieran sido Bautistas y, cogiendo los botes, se hubiesen marchado.

—Mi abuelo era Bautista —afirmó Hootchinoo Bill—; y sostenía siempre que por ahí se llegaba antes al Cielo.