Deseo y chantaje - Lynne Graham - E-Book
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Deseo y chantaje E-Book

Lynne Graham

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Beschreibung

Elvi no podía creer que su intento por apelar al corazón de Xan Ziakis hubiera terminado tan mal. Pero, si quería salvar a su madre, no tenía más remedio que aceptar la indecente condición del griego: que se convirtiera en su amante. Desde luego, Xan era un hombre impresionante, y tenía un fondo sensible que solo podía ver Elvi. Pero, ¿cómo reaccionaría cuando se diera cuenta de que su nueva amante era virgen?

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Seitenzahl: 181

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Lynne Graham

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Deseo y chantaje, n.º 2750 - enero 2020

Título original: The Greek’s Blackmailed Mistress

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-036-7

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

NO, NO me puedes echar. Soy demasiado guapa para que me eches –dijo Fabiana, mirando a Xan con incredulidad–. ¿O es que no te he entendido bien? Sabes que no domino tu idioma y que…

–Me has entendido perfectamente –replicó Xan–. Te dije que solo te podías quedar dos meses, y ya han pasado. Pero no te preocupes por tus cosas. Los de la mudanza llegarán dentro de una hora.

Fabiana se giró hacia un espejo, se miró con aprobación y, tras ahuecarse su preciosa melena de rizos oscuros, dijo:

–No me puedo creer que ya no me desees.

Xan perdió la paciencia. ¿Cómo era posible que se hubiera encaprichado de una mujer tan increíblemente vanidosa?

–Pues no te deseo.

–¿Y adónde voy a ir?

Fabiana clavó los ojos en él, consciente de que no encontraría a nadie tan interesante. De pelo negro, cuerpo perfecto y un metro noventa de altura, el griego Xan Ziakis tenía un rostro casi tan devastadoramente atractivo como su cuenta bancaria, que era la de un mago de las finanzas.

–A un hotel –contestó él–. Te he reservado una suite.

Xan no se sentía incómodo con la situación. Fabiana siempre había sabido que cambiaba de amante cada dos meses y, por otro lado, había sacado grandes beneficios de su asociación con él. Incluso más de lo que se merecía, teniendo en cuenta que solo se habían acostado unas cuantas veces.

Ese detalle lo empujó a cuestionar sus motivos. Teóricamente, buscaba la compañía de mujeres como Fabiana para satisfacer su libido; pero, aunque solo tenía treinta años, se aburría enseguida de ellas. Su trabajo le interesaba más que el sexo, y aún no estaba preparado para ceder a las insistentes presiones de su madre, empeñada en que se echara novia y se casara de una vez.

Además, no quería repetir los errores de su padre. Helios se había casado demasiado joven, y sus cinco matrimonios habían dejado tres cosas a Xan: una costosa y problemática parroquia de hermanastros, la férrea determinación de seguir soltero hasta los cuarenta años y la no menos férrea intención de acostarse con todas las gatas salvajes que se cruzaran en su camino.

Sin embargo, ni Fabiana ni sus muchas predecesoras tenían nada en común con los gatos salvajes. Eran modelos o actrices que conocían su situación económica y estaban encantadas de conceder sus favores a cambio de su generosidad.

Al pensarlo, Xan se dijo que sonaba bastante sórdido; pero, sórdido o no, era el arreglo más adecuado para él. Así, cubría sus necesidades más básicas y se ahorraba los peligros del amor, que conocía de primera mano porque le habían partido el corazón a los veintiún años, cuando aún era joven e idealista. Y había aprendido la lección.

Cuatro años después, se había convertido en un multimillonario que compraba y vendía corporaciones en la City londinense de forma habitual. Su buen hacer había tapado el gigantesco agujero que su imprudente padre había causado en la fortuna de los Ziakis y, tras solventar ese problema, se dedicó a organizar su vida sexual como organizaba todo lo demás, porque no soportaba el desorden.

Quería que su vida fuera tranquila, incluso rutinaria. Él no terminaría en el caos de rupturas matrimoniales y costosos divorcios que había diezmado el patrimonio de Helios. Era más fuerte y más listo que su padre. De hecho, era más listo que la inmensa mayoría de las personas que conocía, y solo asumía riesgos en el campo profesional, donde confiaba plenamente en su instinto.

Aún se estaba jactando de su inteligencia cuando el sonido del teléfono móvil lo sacó de sus pensamientos. Era su jefe de seguridad, lo cual le desconcertó, porque Dmitri no le habría llamado sin tener un buen motivo.

Al cabo de unos segundos, estaba tan enfadado que se fue de allí sin despedirse de la hermosa Fabiana. Alguien se había atrevido a robarle una de sus pertenencias más queridas. Alguien había violado el santuario de su ático, un lugar tan importante para él que ni sus propias amantes lo conocían.

–Sospecho que ha sido la criada –le informó Dmitri.

–¿La criada? –replicó Xan, atónito.

–O su hijo. Le dejó entrar en el piso, aunque sabe que va contra las normas –respondió Dmitri–. ¿Qué prefieres que haga? ¿Llamo a la policía? ¿O soluciono el asunto de forma discreta?

Xan pensó que no había castigo suficiente para el delito que habían cometido. No habían robado un objeto cualquiera, sino la pequeña vasija de jade que decoraba el vestíbulo del ático; una pieza de la China imperial, que le había costado una verdadera fortuna.

–¡Llama a la policía! –bramó, fuera de sí–. ¡Quiero que caiga sobre ellos todo el peso de la ley!

 

 

Al día siguiente, Daniel se arrojó a los brazos de Elvi y rompió a llorar.

–¡Lo siento! –dijo el adolescente a su hermana–. ¡Esta pesadilla es culpa mía!

Elvi le puso las manos en la cara y clavó la vista en sus angustiados ojos verdes.

–Tranquilízate. Te haré un té y…

–¡No quiero té! –la interrumpió Daniel–. ¡Quiero ir a la comisaría y decirles que he sido yo, no mamá!

–De ninguna manera –replicó Elvi, imponiéndose a su hermano–. Mamá ha asumido la culpa por una buena razón.

–¡Sí, claro, la maldita facultad de Medicina! Pero eso no importa, Elvi.

Elvi sacudió la cabeza. Daniel quería seguir los pasos de su difunto padre. Quería ser médico desde que era un niño. Se había esforzado tanto que había conseguido una beca en Oxford por sus excelentes resultados académicos. Y, si lo condenaban por robo, su carrera quedaría truncada antes de empezar.

Eso era tan evidente como el hecho de que su madre había mentido para protegerlo. Pero ¿cómo era posible que su hermano hubiera robado algo? Le parecía tan absurdo que no se lo podía creer.

Decidida a encontrar respuestas, se sentó en la cama de Daniel y lo miró. No se parecían nada. Eran hijos de madres distintas, porque la de Elvi había fallecido poco después de dar a luz y su padre se había vuelto a casar, lo cual explicaba sus notables diferencias: él, un alto, moreno y delgado joven de dieciocho años recién cumplidos y ella, una baja y exuberante rubia de ojos azules. La nueva esposa de su padre, Sally, había adoptado a Elvi legalmente cuando era pequeña y se había ocupado de ella.

–Cuéntame lo que pasó. Necesito saberlo.

–No hay mucho que contar –dijo él–. Me pidió que pasara a recogerla y la llevara a su reunión de Alcohólicos Anónimos, pero llegué antes de tiempo.

Elvi suspiró. Sally Cartwright llevaba tres años sin beber, pero el alcoholismo era una dolencia muy grave, y Daniel y ella se aseguraban de que asistiera a las reuniones para que no sufriera una recaída.

–¿Y? –insistió Elvi.

–Estaba terminando de limpiar, así que me dijo que me sentara en el vestíbulo y no tocara nada. ¡Como si yo fuera un niño pequeño! –protestó el adolescente–. Me molestó tanto que hice lo contrario de lo que me había pedido.

–¿Qué tocaste, Daniel?

–Una vasija de jade, una de esas cosas que solo se ven en los museos. Era tan bonita que la alcancé y la llevé a la ventana para verla a la luz.

–¿Y qué ocurrió después? –preguntó ella, cada vez más preocupada.

–Que llamaron a la puerta y mamá se acercó a abrir –respondió él, incómodo–. Como no quería que me viera con la vasija, la escondí a toda prisa. Pero no la pude devolver a su sitio, porque el hombre que llamó era un empleado del señor Ziakis que se enfadó al verme y me ordenó que me marchara y esperara a mamá en la calle.

–¡Oh, Dios mío! ¡Tendrías que habérsela dado! ¡Te convertiste en un ladrón en el momento en que te fuiste con ella!

–¿Crees que no lo sé? –dijo el chico con tristeza–. Pero el miedo pudo conmigo, de modo que me la llevé a casa y la guardé en un cajón. Pensaba decírselo a mamá, para que la devolviera al día siguiente. ¿Quién se iba a imaginar que descubrirían su ausencia esa misma noche y que denunciarían el robo?

Elvi pensó que Daniel se había comportado como un verdadero idiota, pero se calló su opinión porque era obvio que él también lo pensaba.

–¿Cuándo ha venido la policía?

–Esta mañana. Llegaron con una orden de registro y, por supuesto, encontraron la vasija. Mamá me pidió que fuera a su habitación a buscar su bolso y, mientras yo intentaba encontrarlo, se confesó culpable. Ya la habían esposado cuando volví –explicó Daniel, visiblemente emocionado–. Necesitamos un abogado con urgencia.

Elvi intentó encontrar una solución, pero no se le ocurrió ninguna. Conocía demasiado bien al jefe de su madre, un hombre tan rico como obsesivo. Tenía armarios distintos para cada tipo de ropa, y una mesa que nadie podía tocar. Ordenaba sus libros por orden alfabético, y exigía que le cambiaran las sábanas todos los días.

Su obsesión llegaba a tal extremo que había redactado una lista donde se especificaba detalladamente lo que Sally podía o no podía hacer. Y el hecho de que ese mismo hombre pareciera salido de una revista de supermodelos masculinos no cambiaba las cosas; como mucho, las volvía más injustas.

Elvi lo sabía porque lo había estado investigando por Internet, desconcertada con su maniática actitud. La diosa Fortuna había bendecido a Xan Ziakis de todas las formas posibles y, sin embargo, se comportaba como si sufriera un trastorno obsesivo compulsivo. Aunque quizá lo sufriera de verdad. A fin de cuentas, nadie podía ser tan perfecto en persona, como ella misma había tenido ocasión de comprobar.

Solo se habían cruzado un par de veces, cuando aún acompañaba a su madre a sus reuniones de Alcohólicos Anónimos. Pero siempre pensaba lo mismo: que era la perfección personificada, el hombre más guapo que había visto en su vida.

 

 

Horas después, Sally Cartwright se sentó con su hija adoptada en el dormitorio que compartían. Era una esbelta y bella morena de ojos verdes que había cruzado hacía tiempo la barrera de los cuarenta años.

–He hecho lo único que podía hacer –afirmó, mirándola con intensidad.

Elvi era consciente de que su hermano estaba en el dormitorio contiguo y, como no quería que oyera su conversación, replicó en voz baja.

–No, no era lo único. Tendrías que haber dicho la verdad. Los dos tendríais que haberla dicho.

–Nadie nos habría creído, Elvi. Somos pobres –dijo su madre con tristeza–. ¿Y por qué lo somos? ¡Porque he destrozado vuestra vida y la mía! Hasta he conseguido que una familia feliz acabe en un sitio como este.

El sitio al que Sally se refería era el piso de protección oficial donde vivían; pero el sentido despectivo de su comentario no preocupó tanto a Elvi como su amargura. Tenía miedo de que el sentimiento de culpabilidad la arrastrara otra vez al alcohol.

La vida de los Cartwright había cambiado radicalmente tras la súbita muerte de su padre. Hasta entonces, tenían una casa y una posición económica desahogada. Pero la tragedia afectó tanto a Sally que empezó a beber y terminó perdiendo su empleo como profesora en un colegio de chicas, lo cual obligó a Elvi a dejar los estudios y ponerse a trabajar con solo dieciséis años.

Por desgracia, su sacrificio no fue suficiente. Las deudas acumuladas derrumbaron el castillo de naipes de su pequeño paraíso familiar y, poco tiempo después, tocaron fondo y se quedaron sin casa.

Su existencia posterior había sido un lento, continuado y generalmente fracasado esfuerzo por recuperar parte de lo perdido, aunque sus vidas habían mejorado bastante. ¡Qué alegría se llevaron cuando Daniel pudo entrar en la facultad de Medicina! Elvi estaba orgullosa de él, porque había seguido estudiando a pesar de las circunstancias y había conseguido una plaza en una de las mejores universidades del país.

Y ahora, un error estúpido lo podía mandar al traste.

–No, no –continuó Sally, decidida–. Tenía que confesarme culpable. Es la única forma de devolveros lo que os quité a los dos con mi alcoholismo. Y no puedes decir o hacer nada que me haga cambiar de opinión.

Elvi pensó que eso habría que verlo, aunque se abstuvo de decirlo en voz alta.

Aquella noche, mientras Sally dormía en su cama, Elvi se puso a pensar en su difunta madre, una enfermera finlandesa que falleció pocos meses después de dar a luz, atropellada por un coche. Elvi no se acordaba de ella. Solo le había dejado unas cuantas fotos desgastadas y un puñado de cartas de su abuela, que también había fallecido. Pero eso no impedía que la quisiera tanto como quería a su hermano.

Dos años después del trágico accidente, su padre se casó con Sally, quien le dio un hijo. Y desde entonces, ellos eran el centro de su existencia, lo único que le importaba.

Por desgracia, Sally se sentía culpable por haber caído en el alcoholismo tras la muerte de su esposo. No entendía que Daniel y ella la habían perdonado, si es que había algo que perdonar. Al fin y al cabo, no era alcohólica a propósito. Se había hundido al verse sola con un bebé y una niña de seis años, porque no tenía familiares a los que acudir ni un mal amigo que la pudiera ayudar.

Elvi lo comprendía perfectamente. Tenía la inteligencia y la compasión necesarias para no culpar a su madre de la situación en la que se encontraban. Y, por supuesto, no iba a permitir que se hundiera de nuevo tras haberse esforzado tanto por rehabilitarse.

Pero ¿qué podía hacer?

¿Hablar con Xan Ziakis con la esperanza de que detrás de sus trajes de diseño y su reputación de empresario implacable se ocultara un hombre decente? No parecía posible. No encajaba con la imagen de depredador solitario que se había ganado en la City de Londres. Hacía las cosas por su cuenta y riesgo. Se negaba a trabajar en equipo y desdeñaba cualquier tipo de asociación con los demás, aunque fuera temporal.

De hecho, su madre le había comentado que nunca llevaba mujeres a su casa, lo cual resultaba bastante sospechoso. En otras circunstancias, Elvi habría pensado que era homosexual. Pero no lo era, como bien sabía ella. Aún recordaba el tórrido halago que le había dedicado meses atrás, un halago que había despertado su deseo y avivado brevemente su antiguo encaprichamiento juvenil.

Por suerte, ya no era una adolescente impresionable, sino una mujer de veintidós años. Xan Ziakis había dejado de ser su secreta obsesión. Y, en cualquier caso, nunca habría podido competir con las altas y esbeltas modelos que aparecían con él en la prensa: apenas superaba el metro cincuenta y siete de altura y, por si eso fuera poco, tenía un cuerpo exuberante, de nalgas tan generosas como sus senos.

¿Sería eso lo que había llamado su atención hasta el punto de dedicarle un halago? ¿Sus grandes senos?

Elvi suponía que sí, y se preguntó si podría usarlos en su beneficio, para conseguir que hablara con ella y escuchara sus razones. No era una táctica precisamente ética, pero podía ser la única posibilidad de acceder a un hombre tan poderoso como él.

Tras decidirse por ello, se planteó el siguiente problema. ¿Qué debía hacer? ¿Ir a verlo a su casa? ¿O presentarse en su despacho? En principio, la segunda opción parecía más recomendable que la primera, teniendo en cuenta que era un obseso de su intimidad. Pero no llegó a tomar una decisión hasta la mañana siguiente, porque se quedó dormida.

Poco antes del alba, despertó de un sueño inquieto, se levantó de la cama y cambió de parecer sobre la estrategia a seguir. Como le parecía improbable que Xan Ziakis quisiera concederle una entrevista personal, decidió escribirle una carta. La causa lo merecía y, en cualquier caso, sería mejor que no hacer nada.

Encendió el ordenador de Daniel, redactó una disculpa por los problemas que le habían causado y empezó a escribir sobre la historia de su familia. Si hubiera podido, le habría contado la verdad; pero se estaba dirigiendo a un hombre peligroso, capaz de retirar los cargos contra su madre, de acusar a su hermano y tal vez, de utilizar esa misma carta contra ellos, una posibilidad que le preocupaba mucho.

Pero ¿qué otra opción tenía? Aparentemente, ninguna. Estaba condenada a escribir a un hombre implacable con la esperanza de que hubiera algo decente en su corazón y se compadeciera de su familia.

Cuando terminó, metió la carta en un sobre y se dirigió a la sede de su empresa, adonde llegó a las ocho. Por suerte, ella no empezaba a trabajar hasta las nueve y, afortunadamente su madre le había hablado tanto de su jefe que conocía sus costumbres a la perfección: salía de su casa a esa misma hora, se subía a su limusina y se iba directamente al despacho. Todos los días. Fines de semana incluidos.

Minutos después, el enorme vehículo negro se detuvo frente al edificio. Elvi estaba esperando en la acera, y se llevó una sorpresa al ver que Xan Ziakis no llegaba solo, sino en compañía de tres guardaespaldas tan trajeados como él, que formaron un muro a su alrededor.

–¡Atrás! –exclamó uno de los guardaespaldas.

Elvi dio un paso atrás, tan desconcertada con su actitud beligerante como con el atractivo del alto y moreno hombre al que intentaba proteger.

–¿Qué lleva ahí? –preguntó otro, cuya cara le resultaba familiar.

–Una carta –acertó a decir.

–¿Sobre su madre?

–Sí…

–Démela.

Elvi se la dio y, al alzar la cabeza, se dio cuenta de que la estaba mirando con amabilidad, lo cual aumentó su desconcierto.

–¿Quién es usted?

–Dmitri –dijo el hombre–. Conozco a su madre… No le puedo asegurar que el señor Ziakis lea la carta, pero me encargaré de que la reciba.

–Gracias.

–No hay de qué. Sally es una mujer encantadora.

El guardaespaldas se guardó la carta y desapareció en el interior del edificio, en el que ya habían entrado los demás.

Elvi se alejó entonces y se subió a un autobús para dirigirse a la mercería donde trabajaba, preguntándose si Xan Ziakis llegaría a leer la carta. Dmitri le había prometido que se la entregaría, y no tenía motivos para dudar de él; especialmente, porque le había dado la impresión de que no creía que Sally hubiera cometido ningún delito. Aunque, por lo que sabía de su jefe, era capaz de tirarla.

Sin embargo, Xan se quedó tan perplejo al ver que su jefe de seguridad le dejaba una carta en la mesa que la alcanzó de inmediato y miró el nombre del remitente, Elvi Cartwright.

Su primer impulso fue el de tirarla a la papelera; en parte, porque desconfiaba de las mujeres en general y, en parte, porque ya la conocía. Se había cruzado con ella dos meses antes, en el portal del edificio donde vivía, y le había gustado tanto que había hablado con Dmitri para que la investigara, suponiendo que sería vecina suya.

Cuando Dmitri le dijo que era la hija de la mujer que limpiaba su casa, la expulsó de sus pensamientos. Desde su punto de vista, los multimillonarios no se debían mezclar con los familiares de sus criados. La brecha que los separaba era demasiado grande y el riesgo de complicar las cosas, excesivo.

Pero, a pesar de ello, se acordaba de Elvi como si la acabara de ver. Sus preciosos ojos azules, su pelo rubio platino y su abrumadora naturalidad le habían llamado la atención poderosamente. Y ni siquiera sabía por qué.

Elvi Cartwright no se parecía nada a las mujeres con las que se solía acostar. Era de estatura baja, y daba la impresión de estar algo rellenita, aunque no estaba seguro: solo la había visto una vez, y llevaba una chaqueta negra que ocultaba su figura. Pero, por inexplicable que fuera, se había sentido más atraído por ella que por ninguna de sus amantes.

Indeciso, volvió a mirar la carta que le había dejado Dmitri en el escritorio. ¿Por qué se habría involucrado en un asunto tan sórdido? A falta de respuestas, optó por abrirla y salir de dudas. Al fin y al cabo, era su jefe de seguridad. Si no podía confiar en él, no podía confiar en nadie.

Minutos después, había descubierto dos cosas: la primera, que Elvi escribía mucho mejor de lo que se había imaginado y la segunda, que su intervención abría un amplio abanico de posibilidades eróticas.

Cuanto más leía, más tórridas eran sus ideas. Él, que nunca había sucumbido a ningún tipo de tentación imprudente; él, que calculaba todos sus pasos y reprimía todos los impulsos arriesgados, se dejó llevar por su imaginación y terminó completamente dominado por su libido, algo que no le había pasado nunca.