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¿Y si todo podía ser maravilloso? Cuando Michael Shaylen recibió la custodia de un bebé, acudió a la única mujer que podía enseñarle a ser padre, su examante y psicóloga infantil Juliana Cane, y le hizo una proposición: dos meses de educación infantil a cambio de ayudarla en su carrera. Juliana aceptó y, de repente, se encontró con lo que más deseaba en el mundo: un hogar, un niño y Shay. Pero aquella situación era solo temporal, pues a pesar de la pasión que los consumía a ambos, había sobrados motivos para que Juliana se marchara.
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Seitenzahl: 169
Veröffentlichungsjahr: 2015
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2013 Kat Cantrell
© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.
Deseos del pasado, n.º 2026 - febrero 2015
Título original: The Baby Deal
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-6127-5
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Epílogo
Publicidad
Juliana Cane no había hablado con Michael Shaylen desde el día en que se dio cuenta de que, si iba a perderle, mejor que fuera ella quien rompiera la relación. De eso hacía ya ocho años.
Ese día, al abrir la puerta y encontrarse con el hombre que le había hecho sentir un placer como ningún otro había conseguido, la capacidad de razonar la abandonó.
–Hola, ¿qué tal? –fue todo lo que consiguió decirle a su exnovio, que acababa de presentarse de improviso.
–Necesito hablar contigo –respondió él sin más.
–No llevas con muletas –comentó ella.
Naturalmente, pensó Juliana recordando la última vez que le había visto, una pierna rota no tarda ocho años en sanar.
–Aún queda mucho día por delante.
La sonrisa familiar de él le golpeó con fuerza en una parte del cuerpo que tenía completamente olvidada.
Increíble. Después de tanto tiempo, su cerebro y su cuerpo reaccionaban sin permiso de ella.
–¿Cómo estás? –preguntó Michael–. Ahora eres la doctora Cane, ¿no?
–Sí –Juliana era psicóloga y, por lo tanto, capaz de manejar una situación tan inesperada; sin embargo, martilleo del corazón se lo impedía–. Pero solo los clientes me llaman doctora. Por teléfono no me has dicho gran cosa, así que no sé si tienes tiempo para entrar…
–Sí, claro –él lanzó una mirada hacia el coche, aparcado en la acera.
–¿Te espera alguien en el coche? Si es así, Michael, quienquiera que sea puede entrar también –aunque fuera una supermodelo con las que solía salir.
–No me llames Michael, sigo siendo Shay –declaró él con una media sonrisa.
Shay. Su arrolladora personalidad y esculpido físico a base de horas de deporte no habían cambiado. Los bíceps mostraban una nueva cicatriz alargada en la que se notaban los puntos. Puntos mal dados. Lo que significaba que le había cosido un médico en el tercer mundo tras un accidente en una tirolesa en algún lugar perdido y remoto, quizá sin anestesia ni antibióticos.
El Shay de siempre.
Juliana se hizo a un lado y a punto estuvo de pisar al gato persa.
–Entra.
Tras otra mirada al vehículo, la siguió al salón. Shay acomodó su metro ochenta y tres de cuerpo en el sofá.
Eric también medía un metro ochenta y tres, pero el sofá nunca había parecido tan pequeño como con Shay en él. Ella optó por un una silla Queen Anne sin brazos, perpendicular al sofá, y se negó a analizar el motivo por el que no se había sentado al lado de Shay en el sofá.
–Siento mucho lo de Grant y Donna –dijo Juliana inmediatamente. La muerte de sus amigos y socios debía afectarle aún–. ¿Cómo fue el funeral?
–Largo –una sombra cruzó su verde mirada–. Fue para los dos. Mejor así que tener que pasar por lo mismo dos veces. El ataúd cerrado, mejor no haberlos visto.
–Sí, claro –murmuró ella.
Grant y Donna Greene habían muerto en la explosión de una nave experimental para turismo espacial. No quería ni imaginar lo que debía haber sido. Prefería recordar a los amigos de Shay como los había visto hacía ocho años: los cuatro de pie en una plataforma, esperando para saltar de un puente.
Habían saltado uno a uno. Primero, Shay, porque siempre era el primero en lanzarse a lo desconocido; Grant a continuación; y después Donna. Los tres habían saltado, excepto ella. No había podido ni siquiera mirar al precipicio.
Shay y ella eran demasiado diferentes para estar juntos y Juliana se había dado cuenta de que él, antes o después, se cansaría de ella.
Fue la primera en anticiparse al futuro.
Sentada en la silla, sacudió la cabeza y clavó los ojos en la distancia, en la espectacular vista de las montañas, a través de las puertas de cristal en frente de ella. Había seguido con su vida, se había trasladado a Nuevo México. Se había alejado de un camino con un hombre con el que no había futuro ni hijos.
En Nuevo México, había esperado encontrar orden y equilibrio, lo que nunca había tenido. Pero no le salió como había esperado.
–¿Y tú, cómo te encuentras? ¿Lo vas superando? –preguntó Juliana con su voz de doctora Cane.
Eric no soportó su voz de doctora Cane ni que ella respondiera a sus preguntas con preguntas. Pero a Shay no parecía importarle.
–Más o menos –Shay tosió y miró al techo durante unos segundos–. Greene y Shaylen cuenta con buen personal. Se están encargando de llevarlo todo mientras yo decido qué hacer.
–Lo siento, Shay. Dime, ¿qué te apetece beber?
–Antes de nada, quiero explicarte el motivo de mi visita. El testamento… –Shay se aclaró la garganta–. No sé si sabes que Grant y Donna tenían un hijo. En el testamento me dieron la tutela del chico.
El corazón se le encogió al pensar en el pequeño.
–Sí, leí que tenían un bebé, pero supuse que se lo quedarían los familiares de Grant y Donna.
–Yo soy parte de la familia –contestó Shay–. Aunque no había lazos de sangre, Grant y yo éramos como hermanos.
–Entiendo –respondió ella.
Shay se apartó un mechón del cabello castaño de la frente. Los dos años que habían estado juntos, Shay casi siempre llevaba una gorra de béisbol para apartarse la ondulada cabellera del rostro. ¿Se había cansado de la gorra?
–En fin, vayamos al grano. La cuestión es que ahora soy padre. Quiero hacer todo lo que esté en mi mano por el niño de Grant, pero no puedo hacerlo solo. Necesito tu ayuda.
–¿Mi ayuda?
–Sí. Eres psicóloga infantil y eso es justo lo que necesito.
Al parecer, Shay estaba al corriente de su vida. Ella también lo estaba de la de él. Pero en su caso era natural, la prensa hablaba de Michael Shaylen constantemente; sobre todo en los dos últimos años, después de que los contratos que el gobierno había concedido a GGS Aerospace hicieran que los tres fundadores de la empresa aparecieran en las listas de multimillonarios menores de treinta años.
La historia de su vida era mucho menos merecedora de salir en los periódicos: una tesis doctoral en educación infantil, matrimonio con un hombre compatible con ella, cuatro intentos fallidos de inseminación artificial, divorcio y un año a salto de mata. Pero ahora iba por el buen camino, con su consulta de psicología y el libro que acababa de empezar a escribir sobre educación infantil para padres. Como, al parecer, no podía tener hijos, quería ayudar a otras personas en la crianza de los suyos, para que fueran mejores padres de lo que lo habían sido los suyos, que no tenían noción de lo que le había ocurrido a ella ni les importaba. Siempre de un sitio a otro, huyendo de los acreedores, con demasiados problemas para prestar atención a los de su hija.
–¿Por qué necesitas una psicóloga infantil?
–¿Cómo se cría a un niño? ¿Qué necesita? –preguntó Shay–. Lo de cambiar los pañales y dar el biberón es fácil. Lo que quiero es que me enseñes a ser un buen padre.
Juliana se estremeció. ¿Cómo iba a trabajar con él teniendo en cuenta lo mucho que Shay le afectaba emocionalmente?
–Pides demasiado. Contrata a una niñera.
–Lo voy a hacer. Ayúdame a elegir a una. Ayúdame a elegir un colegio, juguetes… Grant me ha dejado a cargo de su hijo y quiero hacerlo bien –la verde marea de los ojos de Shay la hipnotizó.
Shay hablaba en serio. Jamás habría imaginado que tuviera sentido de la responsabilidad.
Había dejado la relación con él hacía ocho años porque quería tener hijos con un hombre que estuviera a su lado, no con uno que acabara con los huesos rotos al fondo de un precipicio.
Era una ironía que fuese Shay quien ahora tuviera un hijo.
–Por favor, Juliana.
Hacía mucho tiempo que no pronunciaba en voz alta el nombre de ella. No se había permitido pensar en ella. Durante ocho años había evitado pensar en el desastre que Juliana le causó al abandonarle.
–Piénsalo, por favor. Y si decides que no, me marcharé.
Desde que la había llamado no había dejado de pensar en Juliana Cane, en su sonrisa al tocar el violín, en cómo echaba la cabeza hacia atrás cuando sentía placer, en el azul de sus ojos.
–¿Qué es lo que propones exactamente? Tengo clientes. Tengo una consulta. Tengo mi vida.
Su vida. Bien, él también tenía su vida. O la había tenido. Últimamente todo era confusión. Llevaba durmiendo mal desde la muerte de Grant y Donna, preocupado, culpándose a sí mismo por no haber comprobado personalmente las tuberías del combustible, tratando de evitar llorar porque, supuestamente, los hombres no lloraban.
–Por favor, dime que sí.
Juliana se alisó la falda del traje y cruzó las largas piernas.
–Sí, lo pensaré. ¿Té con hielo? Es de cultivo biológico y solo utilizo stevia como edulcorante.
–Bien.
Shay odiaba el té con hielo. ¿Qué significaba que Juliana lo hubiera olvidado? Que llevaba su vida. No se habían puesto en contacto en ocho años y, de no ser por el accidente y su repentina paternidad, habrían seguido así. Cierto que se había mantenido informado respecto a la vida profesional de Juliana, no había podido evitar preguntarse si habría logrado esa vida tan aburrida que quería.
Shay siguió a Juliana hasta la cocina con los ojos fijos en sus tobillos, tan espectaculares como el resto de las piernas. Esas piernas que antaño le rodeaban la cintura mientras movía el cuerpo contra el suyo. Casi una década después, podía sentir que la atracción seguía viva.
La cocina hablaba por sí sola de Juliana Cane: botes con etiquetas alineados y ausencia de cacharros sucios. Al parecer, sí había logrado esa vida aburrida. Esperaba que fuera feliz. Pero nadie tan apasionado por la música podía ser feliz con una vida tan insulsa. Y las líneas que le rodeaban la boca a Juliana lo demostraban.
–Te estoy ofreciendo un trabajo –dijo Shay mientras Juliana sacaba un vaso de un mueble–. Lo digo por si no lo he dejado claro. Estoy dispuesto a pagar lo que sea.
Juliana se recogió un mechón de pelo detrás de la oreja. Un gesto sencillo, pero que conocía muy bien. En el pasado, Juliana llevaba el pelo suelto, los rizos le rozaban los hombros, pidiendo a gritos ser acariciados.
–Me parece que deberíamos aclarar algunas cosas antes de nada –dijo mientras servía el té.
–El pasado es el pasado, dejémoslo estar. Lo único que tienes que hacer es poner un precio.
–Está bien, lo dejaré estar; al menos hasta que decida si acepto o no. Hay muchas cosas a tener en cuenta –Juliana le pasó el vaso.
Mikey se merecía lo mejor. Iba a hacer lo imposible para que Juliana aceptara.
–Permíteme un pequeño chantaje sentimental. Ahora mismo vuelvo.
Shay dejó a Juliana y el repugnante vaso de té en la cocina y salió de la casa. Hizo una señal con el brazo y Linda salió del coche con Mikey en los brazos. La secretaria le llevó el bebé al porche y él tomó al niño. Linda regresó al coche.
En el momento en el que Shay cruzó el vestíbulo de la casa, Juliana salió de la cocina.
–Oh –Juliana se llevó una mano a la boca–, no sabía que le habías traído.
–Sabía que a mí podías decirme que no, pero no a esta carita –Shay sonrió traviesamente con los ojos fijos en el niño. Por suerte, era la primera vez en mucho tiempo que Mikey no gritaba a todo pulmón–. Este caballero es Michael Grant Green. Le llamamos Mikey.
A Juliana se le llenaron los ojos de lágrimas.
–Le pusieron tu nombre.
De repente, Mikey lanzó un grito. El niño llevaba así dos semanas.
–Shh –susurró Shay meciéndole en los brazos.
–Déjame a mí –Juliana le quitó al niño y se lo pegó al pecho. Mikey pegó el rostro a su camisa y, milagrosamente, se calló.
Juliana se puso a tararear.
–¿Lo ves? –dijo Shay–. ¿Entiendes ahora por qué he venido? Eres la persona perfecta para esto. Dime que sí, por favor.
La trémula sonrisa que se le dibujó en el rostro a Juliana reavivó sus esperanzas. Esperanza y cariño. Ocho años eran mucho tiempo. Ambos habían cambiado, Juliana incluso más que él con su profesión y su ropa de persona mayor.
–Cincuenta mil dólares. Y quiero escribir un libro sobre esta experiencia. Lo haré si aceptas mis condiciones.
¿Sabía Juliana lo rico que él era? Le habría pagado un millón sin pestañear.
–¿Un libro? Los pañales y los móviles de jirafas no son un tema demasiado interesante para un cuento. Quizá debieras añadir vampiros.
–No un libro de ficción, sino educativo, para padres –Juliana alzó al niño en sus brazos y le acarició la frente con los labios–. Es un proyecto que tengo entre manos, y esta experiencia me serviría como base. Enseñar a un hombre a ser padre es extraordinario. Y si el padre eres tú, el libro acabará siendo un superventas.
–¿Vas a salir mi nombre en el libro? Me parece que eso es ir demasiado lejos.
–Tú mismo has dicho que pusiera el precio que quisiera. No soy yo quien tiene un problema.
Al parecer, sí era una negociación. Tenía que aprender a pensar antes de hablar.
–Solo si lo publicas después de que dé mi aprobación y si vienes a vivir a mi casa. Ese es mi precio.
–Preferiría que hiciéramos el trabajo por videoconferencia.
–No estoy de acuerdo. Quiero inmersión total. Se nota que Mikey se siente a gusto contigo. Yo apenas sé cambiarle los pañales y no tengo ni idea de lo demás. Quiero ser la clase de padre que le cure las heridas y que juegue con él a la pelota en el jardín. Eso no ocurre automáticamente.
Ni siquiera siendo padre natural. Su padre nunca había jugado con él a la pelota ni le había curado las heridas.
–Tienes razón –respondió ella con suavidad–. Requiere dedicación y sacrificios, y empieza en la cuna. Algunos padres no lo entienden. Me alegra que tú sí lo comprendas.
–Gracias –Shay se encogió de hombros–. Bueno, ¿aceptas?
–¿Cuánto tiempo quieres que trabajemos? La paternidad no se aprende en una semana.
–Seis meses. Un año. Doblaré el precio.
Juliana sacudió la cabeza y frunció el ceño.
–No puedo abandonar la consulta tanto tiempo. Hay niños que me necesitan.
–Pueden acudir a otro psicólogo, pero yo no puedo conseguir otra como tú.
Cruzaron las miradas. Puro magnetismo. Los dos lo sintieron. ¿Acaso Juliana estaba recordando, como él, lo maravilloso que había sido?
–Quizá deberíamos hablar de la naturaleza de la oferta que me has hecho –la ironía no dejaba lugar a dudas de que ella también había viajado al pasado mentalmente–. O es un asunto estrictamente profesional o no hay acuerdo.
Shay también se acordaba de lo que había pasado después de romperse una pierna haciendo tabla de nieve. Juliana había dicho adiós y le había dejado con el corazón hecho trizas. No había nada peor que a uno le dijeran que no le querían tal y como era. El amor de Juliana había sido condicional, solo posible si él cambiaba, si se convertía en otro, un hombre estable y aceptable.
Podría contratar a una niñera o pedirle consejos a su madre, pero quería lo mejor y estaba dispuesto a pagar el precio emocional que sabía que iba a costarle.
–Por supuesto. Lo que me interesa de ti es tu capacidad profesional –declaró Shay, pero no era toda la verdad.
También, de repente y perversamente, quería demostrarle a Juliana que había cometido un grave error al dejarle.
–Te ayudaré –declaró ella– un par de meses. Necesito una semana para avisar a mis clientes y dejarlo todo arreglado. Necesito explicarles en persona los motivos de mi ausencia.
Hecho, pensó él con gran alivio.
Dos meses. Estaba loca.
El niño se la había ganado, y había que admitir que Shay había manejado muy bien los hilos.
En cualquier caso, ahí estaba, al oeste de Texas, bajando la escalerilla de un avión de la empresa GGS Aerospace, solo cinco días después de que Shay se presentara en su casa. El destino y una extraordinaria secretaria habían conseguido que viera a sus quince clientes en dos días; a partir de entonces, ya no había encontrado excusa.
La publicación del libro compensaría la experiencia. El deseo de criar un niño le corría por las venas. Quería poner en práctica todo lo que había aprendido.
El dinero tampoco le vendría mal. La mitad de su salario anual por dos meses de trabajo no era nada despreciable. La inseminación artificial y los préstamos para el doctorado no habían sido baratos, así que agradecía la ayuda para pagar sus deudas.
Entonces, ¿por qué se sentía como si se la fuera a tragar la tierra?
Un Acura color guinda estaba aparcado a una distancia prudente del avión. Shay, con los brazos cruzados, se apoyaba en el coche. Llevaba su acostumbrada gorra de béisbol hacia atrás, como siempre.
Shay era un hombre activo y rebosante de testosterona. No era su tipo. De joven, se había dejado llevar por la arrolladora personalidad de Shay. No volvería a ocurrir.
–¿Es este el coche de Tony Stara? –preguntó Juliana a modo de saludo–. ¿Y cómo es que te han dejado entrar con él a la pista de aterrizaje?
–Por ser el dueño de la pista –Shay esbozó esa amplia sonrisa de la que ella jamás había podido apartar los ojos–. ¿Y cómo sabes tú el coche que Tony Stara tiene?
–Tres de mis clientes son adolescentes, chicas enamoradas de los actores de cine –una ráfaga de aire con arena le golpeó el rostro–. Dime, ¿es aquí donde se obra la magia?
–En parte. En la parte de atrás hay un hangar para la aeronave y la oficina está a un kilómetro de aquí –Shay señaló un edificio de cristal y mármol al final de la pista de aterrizaje–. Esta zona será la dedicada a los vuelos comerciales una vez que pongamos en funcionamiento la división de turismo espacial. Es decir, que ponga en funcionamiento.
Las gafas de sol le ocultaban los ojos, pero la emoción en la voz traicionaba el dolor que aún le causaba la pérdida de sus socios.
–GGS es, fundamentalmente, una empresa proveedora de aviones militares –continuó Shay después de un cargado silencio–. La división de producción se encuentra a las afueras de Fort Worth y tenemos un edificio de oficinas en la ciudad. Voy constantemente, en helicóptero. La tierra aquí es más barata y se necesita mucho terreno para el negocio del turismo espacial.
–Ya –Juliana no había ido allí a estudiar el funcionamiento de una empresa dedicada a construir los aparatos voladores más peligrosos que el hombre había inventado. Shay y ella eran viejos amigos. Ahora, él también era su cliente y ella había ido allí para realizar un trabajo–. ¿Tu casa está cerca de aquí?
–A unos tres kilómetros. ¿Lista?