Deseos saciados - Chantelle Shaw - E-Book

Deseos saciados E-Book

Chantelle Shaw

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Beschreibung

Le dejó sumamente claro que la deseaba… pero sin ataduras de ningún tipo Rebekah Evans, cocinera profesional, se había prometido a sí misma mantener las distancias con su jefe, Dante Jarrell, el solicitado abogado especializado en divorcios. Pero, en una noche de debilidad, acabó traicionándose a sí misma. Dante jamás habría imaginado que el uniforme de cocinera de Rebekah escondiese semejantes curvas. Como no había logrado satisfacer del todo su apetito por ella, decidió llevársela a la Toscana. Durante unos días de intensa pasión, Rebekah comenzó a derribar las defensas de él… hasta que descubrió que Dante la había dejado embarazada.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Chantelle Shaw. Todos los derechos reservados.

DESEOS SACIADOS, N.º 2232 - mayo 2013

Título original: At Dante’s Service

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3053-0

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

Destacaba. Excepcionalmente alto y guapo a rabiar. Rebekah no podía evitar mirar al hombre que se encontraba al otro lado del jardín, el corazón latiéndole con fuerza. Tenía unas facciones perfectas. Por el aspecto, con piel color oliva y cabello negro, parecía de origen mediterráneo. De fuerte mandíbula y boca sensual. Cejas espesas y negras por encima de unos ojos que ella muy bien sabía que eran grises.

Él estaba hablando con uno de los invitados, pero quizá sintió su mirada porque volvió la cabeza y sus ojos se encontraron desde un lado y otro del césped. Entonces, él sonrió, deleitándola y haciéndola sonreír a modo de respuesta. De repente, el resto de los invitados pareció desaparecer, solo Dante y ella existían en ese dorado día estival impregnado del olor a madreselva.

Oyó unos pasos a sus espaldas y, por el rabillo del ojo, vio a una alta y delgada rubia enfundada en un escotado vestido color escarlata. Notó que la mujer miraba hacia el otro lado del jardín y, de repente, se dio cuenta de que Dante no la había estado mirando a ella, sino a su amante, a Alicia Benson.

Sonrojada por su equivocación, se volvió de espaldas a él y forzó una sonrisa mientras pasaba la bandeja de canapés a un grupo próximo a ella.

«Idiota», se dijo a sí misma en silencio al tiempo que rezó por que Dante no se hubiera dado cuenta de que le había estado mirando como una quinceañera enamorada. En realidad, no era extraño que hubiera creído que Dante Darrell le había sonreído a ella. Durante los últimos dos meses, habían establecido una buena relación de trabajo. Pero solo era una relación profesional entre jefe y empleada.

Rebekah era la cocinera de Dante: preparaba las comidas de él y también la de las fiestas que daba. Era consciente de que, para él, era poco más que un objeto funcional y necesario, como el ordenador o el teléfono móvil. Le avergonzaban sus sentimientos hacia Dante y ahora estaba muy disgustada consigo misma por haberse atrevido a creer que Dante le había dedicado a ella su sensual sonrisa.

Al contrario que la encantadora Alicia, ella no atraía la atención de guapos y multimillonarios playboys, pensó mirándose el uniforme de pantalones a cuadros blancos y negros y chaqueta inmaculadamente blanca. Llevaba una ropa práctica que no sentaba bien a su curvilínea figura; peor aún, enfatizaba que no tenía un cuerpo esquelético como la moda dictaba. Llevaba el pelo recogido en una coleta debajo del gorro de cocinera, y sabía que, después de pasar horas en la cocina, debía tener el rostro enrojecido y sudoroso. Quizá debiera haberse maquillado un poco. No obstante, era poco probable que Dante reparara en su aspecto, pensó mientras veía a la hermosa mujer del vestido escarlata pegar el cuerpo al de él.

–He comido demasiado, pero estos canapés son irresistibles. ¿De qué es el relleno?

Esa voz sacó a Rebekah de su ensimismamiento y sonrió al hombre que se había detenido delante de ella.

–Es de salmón con salsa holandesa –repuso Rebekah.

–Son absolutamente deliciosos, como toda la comida que ha preparado –le dijo el hombre tras tomar un segundo canapé–. No consigo parar, Rebekah. Y, por supuesto, le estoy enormemente agradecido a Dante por habernos ofrecido su casa a Susanna y a mí para celebrar el bautizo de nuestro hijo. Creía que iba a tener que posponerlo... cuando el local que habíamos contratado nos llamó en el último momento para cancelar la reserva –comentó James Portman–. Pero Dante encargó la carpa y contrató a los camareros, y me aseguró que tenía la mejor cocinera de Londres.

Rebekah no pudo evitar una oleada de placer.

–¿En serio dijo eso?

–No tenía más que elogios para usted. Dante es un tipo estupendo –James sonrió–. Cuando su padre le pasó el testigo y se puso a la cabeza de Jarrell Legal, después de que sir Clifford se jubilara, todos los abogados, entre los que me incluyo, nos preguntábamos cómo sería trabajar con él. Dante tenía fama de ser una persona implacable, pero ha resultado ser un jefe excelente, y me atrevo a considerarle un amigo. Me ofreció su ayuda sin reservas para celebrar el bautizo y ha sido muy comprensivo y flexible estos últimos meses con la depresión posparto de Susanna.

James paseó la mirada a su alrededor y clavó los ojos en la bonita casa georgiana enfrente de Regent’s Park.

–Ha sido un día excelente –murmuró James–. Realmente estoy en deuda con Dante. Sobre todo, teniendo en cuenta que el bautizo ha debido despertar en él dolorosos recuerdos.

Rebekah lo miró con expresión confusa.

–¿Qué quiere decir?

James se sonrojó y desvió la mirada.

–Ah... nada, nada. Solo me refería a algo que pasó hace años, cuando Dante vivía en Nueva York.

–No sabía que Dante había vivido en América –aunque era normal que no lo supiera. Dante no le hablaba de su vida personal y lo poco que sabía de él lo había leído en Internet.

En una página Web, había descubierto que Dante tenía treinta y seis años, que era el único hijo de un juez del Tribunal Supremo, sir Clifford Jarrell, y de Isabella Lombarda, una famosa cantante de ópera italiana. Según lo que decía en la página Web, la familia Jarrell era una familia aristocrática en cuyo seno, generaciones atrás, había habido un par de matrimonios con miembros de la familia real. Ahora, Dante, como único heredero, acabaría siendo el propietario de un palacete y una extensa propiedad en Norfolk. Aparte de la fortuna que iba a heredar en el futuro, había hecho dinero como abogado especializado en divorcios.

En cuanto a su vida privada... Ella solo sabía que había una larga lista de modelos, actrices y mujeres de la alta sociedad en la vida de Dante. Y que las prefería rubias. Había visto fotos suyas con rubias platino de largas piernas agarradas a su brazo. Pero, significativamente, Dante nunca había sido fotografiado con la misma mujer dos veces.

–Dígame, ¿cómo es que ha acabado usted de cocinera de Dante? –preguntó James, sacándola de su ensimismamiento.

–Antes trabajaba para una empresa de catering, una empresa que, fundamentalmente, preparaba almuerzos para gente de la City –explicó ella–. Dante estuvo en uno de esos almuerzos y, después de la comida, me ofreció este trabajo.

El sueldo y el hecho de que el trabajo incluyera la vivienda había hecho que le hubiera resultado imposible rechazarlo, recordó Rebekah. Pero, si era honesta consigo misma, debía reconocer que, en parte, había aceptado el trabajo porque el físico de Dante y su carismática personalidad la habían anonadado. Por eso, se había trasladado rápidamente al apartamento para empleados en Hilldeane House.

–Bueno, si alguna vez decide cambiar de trabajo, recuerde que hay un matrimonio con un niño...

–¿Qué, James, tratando de quitarme a la cocinera?

–No, en absoluto –respondió James con los ojos fijos en la perezosa sonrisa de su jefe, que se había acercado sin que ellos lo notaran–. Aunque, al parecer, tú se la robaste a una empresa.

–No lo niego –Dante encogió los hombros, atrayendo la mirada de ella a su formidable anchura.

Tan cerca de él, no podía evitar ser consciente de la altura y del magnetismo sexual que emanaba de ese hombre. Llevaba la chaqueta del traje desabrochada y, por debajo de la camisa blanca de seda, se podía vislumbrar la sombra del vello oscuro del pecho y también la vaga definición de los músculos abdominales.

Durante un segundo, lo imaginó desnudo acariciándole a ella. ¿Tenía el cuerpo tan moreno como el rostro?

Súbitamente, notó un intenso calor en las mejillas. Temerosa de que Dante se hubiera dado cuenta de cómo la afectaba, trató de alejarse. Pero, con horror, sintió la mano de Dante en su hombro.

–Reconozco el valor de algo, o alguien, cuando lo veo –comentó Dante sonriéndole a ella–. Inmediatamente, me di cuenta de que Rebekah era una cocinera de gran talento y decidí hacer lo posible por convencerla de que trabajara para mí.

Rebekah se puso tensa. Las palabras de Dante confirmaban sus temores: para él, ella no era más que una pieza insignificante en el engranaje de su vida. Al conocerse, a Dante le había impresionado cómo cocinaba, a ella le había impresionado él. Aunque no se trataba de amor, por supuesto. No era tan estúpida como para enamorarse de Dante. Pero la inconveniencia de sentirse atraída hacia él le había sorprendido enormemente ya que se había prometido a sí misma mantenerse alejada de los hombres después de la forma como Gareth le había tratado.

Quizá, después de dos años de soltería, su cuerpo estaba saliendo del letargo que se había impuesto a sí misma.

En ese momento, vio a Alicia Benson acercándose a ellos acompañada de Susanna Portman, que llevaba en brazos a su hijo.

–¡Vaya, aquí está la estrella de la fiesta! –exclamó James al tomar a su hijo de siete meses en los brazos–. Eres demasiado pequeño para darte cuenta, Alexander, pero Dante y Rebekah han hecho todo lo humanamente posible por ofrecerte un día muy especial.

Al oír la voz de su padre, Alexander sonrió de oreja a oreja, mostrando unas rosadas encías y dos incipientes y diminutos incisivos.

Rebekah sintió un súbito dolor en el pecho que casi le impidió respirar.

–Es una maravilla, ¿verdad? –dijo James orgulloso de su hijo–. ¿Quiere tomarlo en los brazos? –le preguntó a ella, notando cómo miraba al pequeño–. Páseme la bandeja para que pueda sujetar a Alexander.

Alexander, con sus brazos y piernas regordetes y rizos dorados, era adorable. Pero a Rebekah el dolor de la pérdida le resultó casi insoportable.

Rebekah agarró la bandeja con fuerza y, forzando una sonrisa, respondió tras un embarazoso silencio:

–Alexander parece satisfecho en los brazos de su padre, no quiero molestarle.

Entonces, miró en dirección a la carpa y añadió:

–Los camareros están limpiando las mesas. Será mejor que vaya a ayudarlos. Les ruego me disculpen.

¿Por qué esa reacción? Se preguntó Dante mirando a Rebekah mientras se alejaba. Había tenido la mano apoyada en el hombro de ella y la había notado tensarse cuando James le había invitado a sostener a su hijo. Al principio, había supuesto que Rebekah era una de esas mujeres que no soportaban que un bebé les ensuciara la ropa de baba, como había notado que le ocurría a Alicia.

Resistió la tentación de seguirla y preguntarle qué le ocurría. Sabía que difícilmente Rebekah iba a hacerle confidencias. Llevaba dos meses trabajando para él, pero aunque su comportamiento era en todo momento correcto, era una mujer reservada y apenas la conocía. En general, no pensaba mucho en ella, solo reconocía que sabía hacer su trabajo muy bien.

Al margen de la extraña actitud de Rebekah, había otro motivo que le impedía estar contento y a gusto ese día. El bautizo le había hecho revivir dolorosos recuerdos, recuerdos enterrados hacía tiempo. Se había acordado de lo orgulloso y feliz que se había sentido en el bautismo de Ben. Por aquel entonces, había creído poseer todo lo que un hombre pudiera desear: una hermosa esposa y un hijo, éxito en el trabajo y una preciosa casa.

Conservaba dos de las cuatro cosas.

–Cariño, ¿cuándo crees que se marcharán los invitados? –le preguntó Alicia sin apenas ocultar su aburrimiento–. No es posible que la fiesta siga mucho más tiempo.

Dante se puso tenso cuando su amante le colocó una mano en el brazo. La inesperada aparición de Alicia en la fiesta era otra de las causas de su mal humor. Se había enterado en la iglesia que Alicia había sido compañera de colegio de Susanna Portman.

Hacía semanas que había roto con Alicia, pero esa mujer parecía decidida a pegarse a él, literalmente.

–Has venido como invitada de James y de Susanna, por lo que supongo que has leído la invitación al bautizo, en la que se dice que la fiesta acaba a las seis de la tarde.

A la rubia no le ofendió el seco tono de voz de él.

–He pensado que podías venir a mi casa esta tarde... para tomar una copa y relajarte –le pasó la yema de un dedo de uña escarlata por la pechera de la camisa.

Sin saber por qué, a la mente de Dante acudió la imagen de las uñas cortas y sin pintar de Rebekah. Alicia nunca debía haber amasado harina con esas manos de manicura exquisita, pensó aún preocupado por el hecho de que su cocinera tuviera algún motivo de disgusto.

–No, lo siento –respondió Dante apartando la mano de Alicia con firmeza–. Mañana tengo un juicio y esta noche debo repasar las notas del caso.

Alicia frunció el ceño, pero no discutió con él. Quizá había notado que se le estaba acabando la paciencia.

–¿Podrías llevarme a casa por lo menos? Odio los taxis.

Dante estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de deshacerse de ella.

–Sí, por supuesto. ¿Quieres irte ya?

–Sí. Espera un momento, voy a recoger mi chal –contestó ella.

Media hora después, James y Susanna Portman, junto al resto de los invitados, se habían marchado, pero Dante aún estaba esperando a Alicia para llevarla a su casa en coche. Con suma impaciencia, se dirigió a la cocina y encontró a Rebekah trabajando todavía. En la encimera había montones de papeles con recetas de cocina y del horno salía un delicioso aroma, que esperaba fuera el de su cena.

Rebekah lo miró al verle entrar y él notó que ella seguía muy pálida, aunque no tanto como la había visto tornarse en el jardín.

–¿Estás bien ya?

Rebekah lo miró con expresión de sorpresa, pero él notó que se tensaba.

–Sí, claro. ¿Por qué no iba a estar bien?

–No lo sé –Dante se encogió de hombros–. Me ha dado la impresión de que, cuando estábamos mirando al niño de James, te has disgustado por algo. Te pusiste más blanca que la cera cuando él te preguntó si querías tomar al niño en los brazos.

–Ah, bueno, es que... tenía migraña –contestó ella–. Me dio así, sin más, y tuve que venir rápidamente a tomarme una pastilla.

Dante vio su sonrojo. Rebekah debía ser la peor mentirosa del mundo. Pero estaba claro que no iba a decirle qué le había pasado y a él no le quedó más remedio que dar el tema por zanjado. Ni siquiera comprendía por qué sentía esa curiosidad respecto a una de sus empleadas.

Se miró el reloj y vio que eran casi las siete de la tarde. Todavía tenía que trabajar un par de horas antes de acostarse y se arrepintió de haberle prometido a Alicia llevarla a su casa, que estaba en la otra punta de Londres.

–¿Has visto a la señorita Benson? –preguntó él con voz tensa.

–Sí, la he visto. Está en el cuarto de estar delantero llorando amargamente. Pobre mujer.

Dante frunció el ceño.

–¿Sabes por qué está llorando?

–Es evidente que está llorando por ti –Rebekah apretó los labios–. Me ha dicho que habéis tenido una discusión. Estaba llorando, así que le he sugerido que se calmara. Creo que deberías ir a hablar con ella.

Dante apenas podía contener el enfado. ¿Qué se traía Alicia entre manos?

–Iré a hablar con ella –murmuró Dante cruzando la cocina–, pero dudo mucho que le guste lo que voy a decirle.

–He preparado cena para la señorita Benson y usted.

Dante se detuvo en el umbral de la puerta y se volvió a Rebekah con mirada amenazante.

–¿Por qué demonios has hecho eso? ¿Acaso te lo he pedido?

–Bueno, no... Pero he pensado que, como la señorita Benson estaba tan disgustada, quizá la ibas a invitar –Rebekah hizo una pausa tras la cual alzó la barbilla y lo miró con fijeza–. ¿Sabes? Deberías tener un poco más de consideración con tus novias.

Dante, haciendo un esfuerzo, controló su irritación. Le enfurecía el comportamiento de su exnovia, pero aún más que Rebekah pareciera creerse con el derecho de interferir en su vida íntima.

–¿Me permites que te recuerde que eres mi cocinera, no la voz de mi conciencia? –dijo él con frialdad.

En vez de disculparse, como él había esperado, Rebekah alzó la barbilla con expresión retadora. Desde el primer momento de verla, le habían sorprendido sus hermosos ojos color violeta; en ese momento, habían oscurecido hasta el punto de parecer azul marino.

–No me había dado cuenta de que tuvieras conciencia. Y no es necesario que me recuerdes cuál es mi trabajo porque lo sé muy bien. Sin embargo, no es parte de mi trabajo dar explicaciones a tus novias cuando llaman a la casa porque tú no contestas a las llamadas al móvil. Y tampoco forma parte de mi trabajo consolarlas cuando se deshacen en lágrimas porque creían que significaban algo para ti y no comprenden por qué las has dejado.

Dante frunció el ceño.

–Cosa que ocurre con frecuencia, ¿no? –preguntó él.

Rebekah vaciló antes de contestar.

–No con frecuencia –admitió ella–. Pero ha pasado en una ocasión antes de esta , con la actriz pelirroja que pasó aquí un fin de semana justo cuando yo vine a trabajar aquí. Y ahora es la señorita Benson.

–No, no es nada parecido –respondió él–. Alicia es una teatrera, uno de los motivos por el que rompí con ella hace unas semanas –Dante apretó la mandíbula–. Y tú y yo continuaremos esta charla cuando acabe de aclarar la situación con ella de una vez por todas.

Dante cerró de un portazo la puerta de la cocina y Rebekah se mordió los labios. La furibunda mirada que Dante le había lanzado era una advertencia de que se había extralimitado, que había sobrepasado la frontera entre jefe y empleada, y que podía esperar una confrontación cuando volviera.

Rebekah sabía que la vida íntima de Dante no era asunto suyo, que no tenía derecho a hacer comentarios al respecto. Quizá fuera a despedirla. El corazón se le encogió al pensar en esa posibilidad.

–¡Idiota! –murmuró para sí.

Aquel era el mejor trabajo que había tenido en su vida. ¿Por qué no se había guardado su opinión para sí misma?

La cuestión era complicada. En primer lugar, se sentía algo baja de ánimo desde aquella mañana, desde que su madre llamó para decirle que Gareth y Claire habían tenido un bebé.

–Una niña –y al momento, le habían dado ganas de volver a casa, de ir al lado de las personas importantes para ella–. Como antes o después ibas a enterarte, me ha parecido que debía decírtelo.

Así que Gareth era padre. Al parecer, ahora sí había querido tener un hijo, pensó ella con amargura. Y tras la conversación con su madre, se había encontrado abrumada con los recuerdos del pasado. Había combatido su desanimo con el trabajo. Sin embargo, al sugerir James que tomara en los brazos al pequeño Alexander, había tenido que marcharse de allí a toda prisa antes de perder la compostura.

Y seguía deprimida cuando Alicia Benson había entrado en la cocina, hecha un mar de lágrimas, y le dijo que Dante le había engañado al hacerla creer que lo que había entre los dos era serio. Por supuesto, se había compadecido de Alicia. Ella también sabía lo que era que le rompieran a una el corazón y destrozaran sus sueños.

Rebekah comenzó a meter en el lavavajillas los cacharros que había utilizado para preparar un pollo estilo tailandés, aún pensando en Dante. No comprendía por qué le atraía tanto ese hombre.

El sonido de unos pasos en el pasillo la hicieron ponerse tensa. Alzó la barbilla con gesto desafiante en el momento en que la puerta de la cocina se abrió y Dante entró. No se había extralimitado al recordarle que sus tareas como cocinera no incluían consolar a sus exnovias, se aseguró a sí misma.

Tras lanzarle una fugaz mirada, notó que Dante se había quitado la corbata y se había desabrochado los botones superiores de la camisa. Olió el perfume de la loción para después del afeitado y, desgraciadamente, no pudo evitar que el corazón le latiera con más fuerza.

–La señorita Benson se ha marchado y no volverá jamás –le informó él en tono seco–. Y ahora, ¿se puede saber a qué demonios se ha debido tu reacción?

Lo sensato era pedirle disculpas por meter las narices donde no la llamaban, pero Rebekah no hizo eso. La llamada telefónica de su madre había evocado recuerdos del día que Gareth canceló su boda. Todavía se acordaba de la angustia que la poseyó cuando él admitió que llevaba meses acostándose con Claire. ¿Era demasiado pedir a un hombre que fuera honesto y sincero en su relación con una mujer?

–No voy a disculparme por compadecerme de tu novia –declaró ella con voz tensa–. Sé que para ti no tienen importancia los sentimientos de las mujeres con las que mantienes relaciones. Pero considero indigno de ti que engañaras a la señorita Benson haciéndola creer que ibas en serio con ella.

Dante lanzó una maldición.

–Yo no la he engañado. Desde el principio, le dejé muy claro, como hago siempre, que no me interesaba una relación prolongada. No sé qué te ha contado Alicia; pero si te ha dicho que yo me había comprometido en serio con ella, ha mentido descaradamente.

Rebekah no sabía por qué, pero estaba segura de que Dante decía la verdad; además, por lo que le conocía, sabía que no era un mentiroso. Apartó los ojos de él y comenzó a ojear las recetas que había encima del mostrador de la cocina.

–Entiendo. En fin, la verdad es que eso no tiene nada que ver conmigo. No debería haber dicho nada –murmuró ella.

–Eso es verdad, no deberías haberlo hecho. Yo te pago para que cocines, no para que sueltes sermones sobre moralidad. Además, ¿por qué demonios te tiene a ti que importar con quién me acuesto?

–No me importa. No tengo ningún interés respecto a tus actividades en la cama.

–¿No? –preguntó Dante con mirada especulativa.