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Ricardo es un niño que padece una enfermedad terminal, aun así tiene un plan en el que trabaja a diario en complicidad de Miguel, su primo casi hermano. Este proyecto es un secreto entre los dos, un secreto para cumplir puntualmente una cita con la eternidad.
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Seitenzahl: 56
Veröffentlichungsjahr: 2015
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JAVIER MORENO
Les digo: es triste, es más que triste, es horrendo, porque es terrible salir Arriba-Afuera, volar sin volar, moverse entre las estrellas como una polilla entre las hojas en una noche de estío.
Cordwainer Smith,El abrasamiento del cerebro
¿Has notado que flotamos en el espacio?
(Do you realize we’re floating in space?)
The Flaming Lips
Hay tres cosas que quiero que sepas antes de empezar.
La primera es que hay más de una forma de estar presente. Nadie se va.
La segunda es que una de esas formas se llama ausencia. Nunca estarás solo.
La tercera es que hay vida en otros planetas y desde allá, Arriba-Afuera, nos miran.
Lo digo así, antes de cualquier cosa, sin introducciones afectuosas, para advertirte que lo que sigue a continuación es un asunto serio. Algo entre tú y yo. Un compromiso, si quieres. O un pacto. Te voy a confiar un secreto importante. Nadie te lo va a creer. Pensarán que es tu imaginación. Dirán que ves mucha televisión por las tardes o los fines de semana. Te pedirán que salgas al parque y hagas amigos, que no pases tanto tiempo solo jugando esos juegos tuyos. Creerán que es culpa de los libros de magos que te regalaron en Navidad.
Pero este no es un libro de magos. Esto no es fantasía. Esta es una historia real sobre personas de verdad. Esta es la historia de mi primo Ricardo y por qué se fue. Ricardo me pidió que te la contara, que te hablara de él. Ricardo me habló de ti y me dio instrucciones para encontrarte. Por eso estoy aquí. No me ves aunque aquí estoy.
Me llamo Miguel y me puedes decir Pato. Así me decía Ricardo. Tú puedes llamarme igual aunque, si prefieres, Miguel también está bien. O Miguel Arturo, como me dice a veces mi mamá cuando me escondo. Ese es mi nombre completo. Arturo era mi abuelo, el papá de mi mamá —que ya se murió—, y Miguel, bueno, Miguel es mi primer nombre. Lo que no voy a aceptar nunca es que me digas Migue o Miguelito o Miguelón o Mico o, peor, Mickey, como me dice la tía Rosalba, que vive entre París y Nueva York y usa perfumes que no me dejan respirar, o cualquier otra de esas variaciones diminutivas de Miguel que están pensadas para hacerme sentir todavía más pequeño de lo que ya soy, porque aquí donde me ves, si me vieras, tengo diez años y tres cuartos, casi once.
Ricardo me decía Pato porque en mi casa teníamos un pato cuando yo era más pequeño. Era un pato de cabeza verde iridiscente que vivía en la casa con nosotros, comía junto a la mesa del comedor mientras comíamos y hacía escándalo y dejaba plumas por todas partes cuando venía el panadero porque le gustaban los pasteles de hojaldre. Me lo gané en una rifa de una fiesta de cumpleaños. No tenía nombre. De vez en cuando le decíamos Cuac, que es un nombre para patos fácil de recordar. Ricardo solo conoció a Cuac en fotos. Cuando yo iba a visitarlo siempre le hablaba de él y Ricardo me preguntaba qué comía o qué hacía o a qué jugábamos y me revelaba trucos para que el pato aprendiera a hablar. Ricardo era así, sabía esas cosas. Me decía: «Mira, Pato, mira al pato a los ojos y háblale como si fuera yo. Tienes que creer, Pato. Tienes que creer que el pato puede hablar para que el pato hable. Si crees lo suficiente el pato te va a hablar, te lo prometo».
Y preciso.
Claro que ahora que te digo esto debo reconocer que desde que Cuac se fue de la casa a una finca para poder ser un pato adulto he vuelto a intentar el truco con otros patos que he conocido y nunca ha funcionado. De pronto tenía que decirles algo preciso, una palabra o un número secreto. A Ricardo le gustaban los números secretos. Los números secretos eran su juego preferido. Mi número secreto es siete. ¿Cuál es el tuyo?
Cuando estaba en el cuarto con Ricardo, mi tía nos traía galletas de vainilla y leche.
A Ricardo no le gustaba la leche, decía que sabía a lo que huelen las vacas. Mi tía decía que tenía que tomar leche para crecer y ser fuerte. Que Ricardo nunca hubiera visto una vaca de cerca era lo de menos. Según él, no se necesitaba verlas para saber a qué huelen. Creo que a Ricardo no le interesaba crecer más. Pensaba que ya había crecido lo suficiente. Mi tía no estaba de acuerdo. Mi tía, cuando Ricardo tomaba la siesta, me hablaba de mi papá.
A veces me preguntan por él y yo les digo que sí, que sí lo conocí, pero que no lo alcancé a conocer bien. Creo que él tampoco me alcanzó a conocer bien. Mi mamá tiene un álbum de fotos de mi papá conmigo. Me lo regaló cuando cumplí siete años para asegurarse de que nunca me vaya a olvidar de él. Yo no me olvido. Tengo buena memoria. El álbum está en la repisa de libros que tengo sobre la cama y de todos modos lo abro con frecuencia.
Me gustan las fotos de los dos en una piscina. Yo pienso mucho en él y cuando pienso en él oigo su voz. Sé que es su voz porque cuando yo nací mi papá, Ricardo y ella grabaron canciones para mí: él toca la guitarra, mi tía el piano y los tres cantan. Mi papá me explica cada canción antes de empezar. «¡Hola, Miguel! Esta es la canción para despertarse», dice. O «Esta es la canción para comer tomates». O «Esta es la canción para volverse invisible». O «Esta es la canción para volar». O «Esta es la canción de los viajes espaciales». O «Esta es la canción de los dragones».
A mi tía Margarita, la mamá de Ricardo, le gusta hablar de cuando ella, Rosalba y mi papá eran niños. Cuando ellos eran niños vivían los tres con sus papás en esa casa donde ella vivía con Ricardo. Aunque es la misma casa, ella jura que antes era más grande. A mí me parece una casa gigante todavía, especialmente comparada con el apartamento donde vivo con mi mamá. Mi tía dice que todo se va volviendo pequeño a medida que uno crece. La casa tiene muchas escaleras y muchas maneras distintas de ir de un lugar a otro. Con Ricardo las contábamos. También tiene un patio con muchas matas, un magnolio, un durazno, un manzano y un brevo. A su mamá, la abuela Elena, le gustaban las matas y las frutas.