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Año 2112. Los Polos ya no existen y la Tierra ya no es el lugar que fue siglos atrás. La humanidad intenta enfrentarse a las adversidades de este nuevo mundo en el que todo vale con tal de sobrevivir. Escondida entre los Polos se descubre una caverna misteriosa jamás antes explorada que puede suponer la salvación de la humanidad. Desgraciadamente, todos los que han osado adentrarse han hallado la muerte a las pocas horas. ¿Qué misterio se esconde en la caverna? ¿Por qué han muerto todos los que se han aventurado en ella? ¿Queda realmente esperanza para la humanidad? Eleazar Castillo, un joven traductor, pretende averiguar la verdad del extraño lugar y se embarca en una increíble aventura con la esperanza de poder ofrecer un futuro próspero para su hija Sarah.
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Seitenzahl: 402
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Blanca Mira
Saga
Después de los polos
Copyright © 2019, 2021 Blanca Mira and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726914566
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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Produce una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla mientras el género humano no la escucha.
Víctor Hugo
Me llamo Eleazar Castillo, y tengo algo que contar a todo aquel que quiera escuchar una historia sobre el futuro. Una historia del que podría convertirse en vuestro propio futuro.
Nos encontramos en el año 2103, pero mi historia no comienza aquí. Se remonta a varias décadas atrás, cuando todo comenzó.
Por aquel entonces, vivíamos una época próspera. Sufríamos nuestras dificultades, pero daba la impresión de que la sociedad mundial se había concienciado acerca de los problemas que acontecían a nivel global y todos los países se habían vuelto un poco más humanitarios. Apenas existían países subdesarrollados. Buenas mentes llegaron al poder y, así, las grandes potencias, tras superar la gran crisis económica del siglo XXI, aprendieron la lección: «Si unos pocos se enriquecen más de la cuenta de forma ilícita, muchos otros lo pagan». Fue una etapa dura, muchas personas sufrieron, pero lograron superarlo y seguir adelante unidos; mano a mano. La humildad y la confraternidad se habían convertido en las claves del bienestar en nuestra época.
Nuestro gran problema, desgraciadamente, ya no tenía nada que ver con nosotros ni con nuestra sociedad. Se trataba de algo completamente distinto: un problema que llegábamos tarde a combatir. A día de hoy me pregunto... aquellos que tuvieron la oportunidad de cambiarlo, ¿por qué ni siquiera se molestaron en intentarlo? A menudo escucho que las gentes del siglo pasado tenían un único pensamiento en mente «vive al día» y «no importa qué ocurra en el futuro, porque yo ya no estaré». Por culpa de ese mezquino pensamiento, personas como yo heredamos una tierra muerta, contaminada y sentenciada.
Es irónico. Muchos de nuestros antepasados temían profecías que advertían de que, en el año «dos mil doce», se acabaría el mundo. ¿El año dos mil doce el fin del mundo? ¡No me hagáis reír, gentes del pasado! Vuestro pronóstico del fin del mundo resultó todo lo contrario. El año dos mil doce fue una época dorada en la que la mayor preocupación de la gran parte de los jóvenes era conocer la clasificación de su equipo de fútbol o el precio del alcohol y el tabaco. Ni siquiera puedo creer que existiera una sociedad tan despreocupada como aquella.
En el recién entrado siglo XXII, nosotros teníamos vehículos no contaminantes, reciclábamos hasta la última pieza de cartón, plástico o vidrio, ahorrábamos energía, incluso sufriendo necesidades... hacíamos un esfuerzo desesperado por salvar lo poco que nos quedaba. Vosotros vivíais entre coches, autobuses, vehículos cuyos tubos de escape corrompían vuestros pulmones lentamente. ¿Qué sentíais cuando, caminando por la calle, entre el tráfico, aspirabais un aire tan sucio que parecía puro veneno? Me imagino la sensación, pero a vosotros no parecía importaros. Ignorabais todo lo más trascendente para centrarnos en una existencia enfocada al presente, superficial y aparentemente satisfactoria. No puedo culparos. Al fin y al cabo, era el camino más sencillo.
En mi adolescencia, tampoco yo me preocupaba demasiado por esta clase de asuntos. No me interesaba nada relacionado con el pasado. Odiaba estudiar, especialmente si se trataba de filosofía e historia. Tenía quince años y mi mayor inquietud era la misma que la vuestra: que ganase mi equipo de fútbol, gustarle a las chicas, conseguir aprobar en la escuela… Era una vida tranquila y privilegiada. Nadie me dijo que, algún día, eso se acabaría. La rutina de ir a clase, regresar y tratar de ignorar las preguntas de mi madre sobre las notas y la posterior reprimenda por haber dejado la ropa tirada en el baño tras ducharme, para ir rápidamente a mi cuarto, hacerme con mi móvil y enviar mensajes a las chicas que más me gustaban. Incluso a las que no, con tal de ser popular. Apenas una hora después, mi padre regresaba malhumorado del trabajo, y me obligaba a acudir al salón rápidamente para sentarnos alrededor de la mesa y cenar todos juntos. A menudo pensaba «qué molesto, siempre tenemos que cenar juntos, con lo que me gustaría cenar yo solo en mi cuarto». Pero ahora pienso que aquel es uno de los recuerdos más bonitos de los que tengo memoria; aquellas cenas con mi familia conversando. Unos días recibiendo sermones, otros riendo a carcajadas por cualquier tontería…
Pero todos aquellos recuerdos, todo mi mundo, cambió el día en que las noticias dejaron de abordar temas como el pronóstico deportivo y la vida de los famosos para centrarse en polemizar sobre el fin. Todavía recuerdo cómo el trozo de pan que ingería viendo los informativos se deshizo en mi boca mientras, atónito, admiraba la imagen que retransmitían por televisión. Un gran iceberg del Polo Norte, el más grande y antiguo de la historia y de los pocos que se conservaban intactos, cayó súbito sobre el Océano Ártico alzando una gigantesca; colosal, ola de agua. Había visto imágenes de tsunamis a lo largo de la historia, pero nunca vi nada como aquello… La violencia del agua, su clamor, parecía fruto de una auténtica pesadilla.
Si bien, la verdadera pesadilla estaba por llegar. Como un gran muro que, tras sufrir la primera grieta, se resquebraja hasta caer, aquello fue solo el principio. Uno tras otro, los Polos fueron derritiéndose ante los ojos de la humanidad, fracturándose y desapareciendo en la nada. El precio a pagar por la desidia de nuestros antepasados había llegado y éramos nosotros quienes debíamos sufrir las consecuencias.
La Antártida y Groenlandia, fueron las primeras zonas en inundarse. Millones y millones de vidas humanas perecieron. Formas de vida como los osos polares se extinguieron de la faz del planeta. Con el paso de los años, el nivel del mar subió considerablemente. La mayoría de las ciudades costeras de nuestro planeta desaparecieron engullidas por la implacable marea. Grandes cantidades de personas se vieron obligadas a migrar a las montañas, a lugares con altitud prominente. Pueblos sin habitantes perdidos en las cumbres se convirtieron en las nuevas grandes ciudades. El precio de su suelo se había revalorizado hasta límites insospechados. Sus temerosos habitantes renegaban de vivir cerca del mar, aun si los expertos aseguraban que no suponía un riesgo.
Grandísimas riquezas se perdieron bajo el mar: monumentos, Patrimonios de la Humanidad, todo había quedado sepultado por el agua y apenas una parte pudo rescatarse. De repente, todo a lo que habíamos dado mayor importancia a lo largo de la historia dejó de ser relevante. La meta principal de todo ser humano se había convertido en encontrar el medio de sobrevivir. Ni los más prestigiosos científicos fueron capaces de pronosticar con exactitud lo que ocurriría el día en que los grandes titanes de hielo dejaran de existir.
Las inundaciones fueron precedidas por grandes cambios en las corrientes oceánicas, responsables de regular la temperatura de nuestro planeta. El calentamiento global fue una broma en comparación con el cambio que nosotros sufrimos. La superficie del Polo Norte se volvió mucho más oscura, a causa de ello, comenzó a absorber mucha más energía solar que contribuyó notablemente al ya mencionado calentamiento global. Para nuestra supervivencia, las pequeñas viviendas de todo el mundo fueron acondicionadas al nuevo clima, convirtiéndose en «refrigeradoras». Este hecho disparó el consumo energético superando con creces los mayores datos en la historia.
En nuestras circunstancias actuales, las centrales nucleares fueron la única tecnología capaz de abastecer semejante reclamo de energía y nuestra escasa tierra era contaminada poco a poco por los residuos radiactivos resultantes de su sobreexplotación. Parecía una carrera contrarreloj; una lucha sin cuartel hacia el fin, hacia la desaparición del hombre. ¿Cómo podíamos enfrentar semejante panorama? Nuestra supervivencia no era sostenible. Habíamos luchado duramente contra el cambio climático, habíamos aprendido de los errores de nuestros antepasados, aprendimos a perdonarles. Pero no había nada más que estuviese a nuestro alcance hacer: era tarde para nosotros. La herencia recibida fue una sentencia firme a la extinción. Por este motivo, además de las condiciones actuales, las personas de hoy en día no tienen hijos. Aquella dulce imagen de niños jugando, gritando, correteando, haciendo travesuras, era una estampa que únicamente tenía cabida en nuestros recuerdos; los recuerdos de la última generación.
Sin embargo, si hay algo que siempre caracterizó a la raza humana a lo largo de los siglos, ha sido su capacidad para adaptarse y el empleo de su inteligencia a la hora de sobrevivir. No todo el mundo se dio por vencido y aceptó esperar a que todo se pudriera de brazos cruzados. Debates en televisión sucedían continuamente. Había muchas mentes capacitadas dispuestas a sobrellevar la situación, a encontrar una salida. Decenas de investigadores viajaron hasta la Antártida para estudiar los restos de aquellos casquetes polares que contenían en su interior información de hacía decenas de millones de años. En base a los descubrimientos certeros, la resentida humanidad llegó a un acuerdo gubernamental en colaboración, dando origen a la organización internacional bautizada como: Ark of the North. Los investigadores de Ark —como pasó a conocerse—, llevaron a cabo continuas expediciones a la Antártida en busca de esperanza.
Tras una cantidad estrepitosa de fracasos y vidas perdidas en sus investigaciones, su mayor logro fue hallar un pasaje desconocido por la humanidad, oculto por los Polos hasta entonces, que conducía hacia una misteriosa caverna bajo el agua. Sin embargo, por razones desconocidas, ninguno de los hombres que se aventuraron en aquella caverna logró sobrevivir. Todos nos manteníamos pegados al televisor cada día, recibiendo imágenes de aquella cueva, no importa en qué cadena: todas debatían acerca de lo mismo. La siniestra caverna y los continuos homenajes a las víctimas que perdían la vida en la investigación era el refrito de la programación habitual.
En aquel entonces, la razón de que aquellas personas perecieran en la caverna era completamente desconocida, un enigma. Sus muertes, mayormente a causa de graves hemorragias internas y disfunción multiorgánica, daban lugar a continúas especulaciones tanto científicas como esotéricas. Si bien, posteriormente, se descubriría que murieron a causa de la altísima radiación contenida en el agua y paredes de aquella cueva.
Con la tecnología vigente, resultaba completamente imposible para cualquier ser humano entrar allí y sobrevivir. Por ese motivo, además del interés que despertó aquel pasaje, las grandes potencias del mundo dedicaron gran parte de sus recursos a apoyar el principal proyecto de Ark. El proyecto bautizado: «Pasaje hacia el Futuro».
En pos de su cometido, los investigadores y científicos de Ark trataron de traer a la realidad una tecnología con la que el hombre soñó desde tiempos inmemoriales y que a día de hoy se hallaba a nuestro alcance. Nunca antes se hizo uso de ella dado que se consideró algo inmoral, contra la mayoría de las creencias religiosas, e incluso contra el propio principio de la existencia humana. Sin embargo, actualmente no teníamos opción. Aun con avalanchas de opiniones en contra, debates públicos y continuas críticas y amenazas a Ark, sus laboratorios de manipulación genética abrieron sus puertas con el fin de crear al humano perfecto, capaz de sobrevivir en la caverna, dando lugar a manifestaciones en cada rincón del planeta en las que se reducía a cenizas su insignia acusando a la organización de llevar a cabo actividades heredadas del credo nazi y atentar contra los derechos humanos. «Nazi» es una palabra que causa gran repercusión, incluso en nuestros tiempos, pero que no contó con el peso suficiente como para detenerles.
Ark inició un ciclo anual de captación de voluntarios para el proyecto. Debían cumplir ciertos requisitos. Tan solo aceptaban a mujeres embarazadas de pocos meses para trabajar con sus fetos. Por supuesto, el niño o la niña pasaría a ser custodia de Ark. ¿Por qué mujeres embarazadas accederían a algo tan terrible como ceder a sus hijos o permitir que experimentaran con ellos cuando ni siquiera habían tenido la oportunidad de nacer? Sería lógico preguntárselo. No puedo hablar por mí, pero a algunos les resultaría comprensible. Ark prometía viviendas de ensueño en lugares distantes del peligro y en los que el clima todavía resultaba soportable, a aquellas madres. En pocas palabras: viviendas colindantes a las de famosos, adinerados, ex presidentes… Hubo muchísimas voluntarias. En especial mujeres que tenían familia y trataban de labrarles un futuro mejor a cualquier precio.
El índice de perder al feto y abortar en el intento era alarmantemente elevado. La práctica no resultó, para nada, tan sencilla como la teoría. Casi un 90% de los casos fracasaron. Del 10% restante, apenas unos cuantos individuos se mantenían psicológicamente estables, y menos del 0,1% había resultado lo que sus creadores pretendían. Aquellos bebés especímenes se habían convertido en niños desequilibrados, problemáticos, débiles y enfermizos en su mayoría.
El plan había resultado un auténtico fracaso. En vista del mencionado fracaso y de la gran cantidad de años perdidos en aguardo de que aquellos niños creciesen, Ark amplió el radio de voluntariado. Ahora cualquiera podía presentarse: adultos, ancianos… cualquiera podía formar parte del proyecto si aceptaba que el porcentaje de perder la vida era de un 50%. Otra grandísima patraña de Ark. El porcentaje no fue de 50%, ni del 80%, ni del 90%. Absolutamente todos los voluntarios que se presentaron perecieron en sus instalaciones. Únicamente los bebés nonatos tenían alguna posibilidad de soportar el experimento. En Ark debían saberlo, pero no les importó «probar» a cambio de prometer grandes recompensas que nunca llegarían para todas aquellas víctimas. Entre ellos, mi necio padre.
Así, la rueda del tiempo giraba y giraba, alcanzando el día presente… en el que yo mismo, a mis veintisiete años, soy parte del proyecto «Pasaje Hacia el Futuro». Es decir, parte de Ark… Mi determinación nunca tuvo nada que ver con mi padre, ni con propósito de venganza, sino todo lo contrario. Me uní a las filas de Ark porque tomé la decisión de creer en ellos, pese a los errores que habían cometido.
Después de fallecer mi madre a causa de una terrible enfermedad y que mi padre fuese engañado por Ark cuando yo tenía dieciocho años, a mí poco me importaba ya el futuro. Mis amigos y mi entorno habían desaparecido en las inundaciones. Un éxodo indefinido regía mi vida y me llevó a migrar de un lugar a otro sin lograr establecer amistad ni vínculos con nadie. Por aquel entonces, vivía solo en la periferia de la capital, en un pequeño cuadrado refrigerado de veinte metros; las viviendas de mi época. Cada día, me limitaba a ir a trabajar a la central nuclear del distrito —uno de los pocos lugares donde había trabajo—, sabiendo que cualquiera podía ser el último. Y cada noche ahogaba mis penas y el vacío de mi corazón en alcohol, sumiéndome en un profundo sopor etílico hasta caer rendido al sueño y despertar con una terrible resaca. Las bebidas alcohólicas eran realmente costosas, pero también lo único en lo que merecía la pena gastar el sueldo. Mi vida fue así de fútil e insignificante hasta que conocí a Lixue, cuya traducción era «Nieve». Nieve como los cristalinos copos que hacía décadas que no veía, cuya estampa había casi olvidado y que, a estas alturas, visualizaba como la remembranza de un sueño añorado. Lo único que a día de hoy se precipitaba desde el cielo eran húmedas gotas de agua tibia y contaminada de las que Lixue se cubría tímidamente con su frágil paraguas gris el día en que nos conocimos, evitando con él que distinguiera su hermoso rostro. Todos los días llovía. El paisaje húmedo y frondoso, con un hedor como a metal oxidado, formaba parte de nuestras vidas del mismo modo que el cielo grisáceo, cubierto y mohíno, cuya sombría imagen suscitaba una profunda melancolía.
Sin embargo, para mí, la melancolía acabó el día en que conocí a Lixue; el día en que me atreví a asomarme bajo aquel paraguas y descubrí el tesoro de hermosos ojos de zafiro que ocultaba. Ella fue mi primera novia y también se convirtió en mi esposa. Lixue era una mujer dulce como pocas, educada y respetuosa con todo lo que le rodeaba. Su piel era tan suave y delicada que una sola caricia con la punta de sus dedos me estremecía. En sus ojos rasgados podía contemplar el reflejo de un hombre que había encontrado su razón de ser a su lado. Me encantaba cepillar su cabello sedoso; sentir cómo el peine se deslizaba suavemente entre sus morenos mechones, mientras ella miraba hacia atrás y sonreía, probablemente pensando en lo bobo que era por sentir tantísimo regocijo en una acción tan insignificante.
Ella fue uno de los motivos por los que me uní a Ark, pero, más allá de Lixue, actualmente, hay otra persona. Una personita que apenas me llega a la cintura, de cabello rubio como yo y que comparte los ojos rasgados y cerúleos de su madre. Suele ponerse muy celosa cuando cepillo a Lixue y, a menudo, me veo obligado a sostener dos peines al mismo tiempo. En uno de ellos se enreda cabello rubio y, en otro, moreno. Pero las dos sonríen de la misma forma cuando miran hacia atrás. La pequeña protagonista de mis palabras es mi hija de cinco años, Sarah. Como mencioné, hay pocas personas que deseen tener hijos hoy en día, aun habiendo encontrado al amor de su vida. Sin embargo, yo quería volver a sentir lo que era tener una familia. Quería que todos volviésemos a cenar juntos. Este era, sin duda, un pensamiento egoísta, puesto que casi todos los niños que nacen hoy en día lo hacen para sufrir. Pero yo no permitiré que Sarah sufra. Voy a luchar por su futuro y a hacer todo cuanto que esté en mi mano porque mi hija nunca tenga que sufrir. Soy un padre egoísta que ha decidido tener una niña en este mundo podrido y eso me hace responsable de todo el mal que le suceda. Es por eso que hoy me encuentro en este helicóptero, en cuyo exterior se pueden leer las siglas de Ark y la representación de su insignia. Una insignia basada en la serpiente que se muerde la cola o «Uróboros» e inspirada en el Opus Magnum.
El helicóptero se dirige al Polo Norte, a una de las bases de Ark llamada «Lemuria», a la que únicamente se puede acceder en esta clase de helicópteros adaptados para corregir las anomalías gravitacionales. Hoy, día 20 de diciembre de 2103, acontece el día escogido por Ark para dar inicio a la primera fase de la 78va expedición al interior de la caverna, contando con nuevo equipo y personal apto para la supervivencia, después de una larga década de rigurosa investigación.
Según las instrucciones de las que dispongo, una vez iniciada la misión, nos sumergiremos en el interior de un vasto lago, anteriormente cubierto por el hielo, en un submarino taladrador, y trataremos de abrirnos paso hacia el interior de la caverna tanto como nos sea posible con el fin de comprender su extensión y averiguar lo que allí aguarda. Ark tiene la intención de aspirar muy alto en esta ocasión. Para lograr dicho propósito, uniré fuerzas con otros cuatro compañeros a quienes conoceré en apenas unas horas, una vez lleguemos a Lemuria.
Lo mejor, por el momento, será que vaya organizando todo el papeleo y terminando de leer los detalles de la expedición. Aunque eso será si logro encontrar el itinerario entre tanto documento…
20 de diciembre de 2103
Mi vista me mostró una de las imágenes más desoladoras que jamás hubiera imaginado. Me abordaba el arrepentimiento por haber apartado la mirada de los documentos para avistar el exterior. Sin embargo, era una realidad a la que tarde o temprano debía enfrentarme. Aquellas hermosas imágenes de mi infancia en la que los gigantescos icebergs blancos reinaban en el Polo Norte; su imagen más representativa y común, había quedado reducida a una gran extensión de terreno agrisado, pedregoso y sin aparente vida animal ni vegetal. Era una imagen que había visto con anterioridad en televisión, en reportajes informativos. Pero no tenía nada que ver con la vida real; con la realidad que sobrecogido admiraba.
Sobre aquel manto férreo, ya era posible distinguir la base de Ark a la que nos dirigíamos. El corazón de la base Lemuria lo constituía una plataforma en las alturas, elevada por grandes y gruesos pilares de metal mecanizado, alrededor de la cual había numerosos navíos estacionados sobre las aguas y helipuertos en el terreno abarrotados de mininaves, helicópteros y piezas de maquinaria deterioradas, hacinadas en bloques apartados en las inmediaciones. Bajo la gran plataforma y ensombrecidos por esta, se hallaban numerosos almacenes colindantes, pabellones, naves y edificios más pequeños en los que resaltaba el emblema de Ark. También me llamaba la atención que hubiese tantísimas antenas receptoras por todas partes. Me habían obligado a apagar el teléfono porque empezó a chirriar de un modo muy extraño nada más acercarnos a Lemuria.
La base en su totalidad estaba protegida por una incontable sucesión de colosales brazos rocosos que emergían naturalmente de la superficie y formaban parte del relieve. En Ark debieron elegir este enclave debido a que, con semejantes impedimentos de por medio, resultaría francamente improbable sufrir un ataque desde el aire en caso de acontecer un conflicto armado. Como mencionaba, Ark contaba con una cantidad significativa de enemigos. No enemigos comunes, sino verdaderos fanáticos.
En fin… A simple vista, Lemuria distaba bastante de lo que me había planteado en mi imaginación. Parecía un emplazamiento modesto, teniendo en cuenta los recursos con los que contaba Ark. Aunque, tal vez, fuese erigido así a propósito, con el fin de no llamar la atención.
A medida que el helicóptero descendía, oteaba a bastantes personas desfilando a lo ancho y largo de la estructura. ¿Habría lugar para acoger a todos ellos en un espacio tan reducido? Distinguía a trabajadores recibiendo a las embarcaciones. Otros, ataviados con impolutas batas blancas, se dirigían hacia la fachada trasera del recinto en pequeños grupos. También podía avistar soldados armados en todo el perímetro. ¿Qué clase de lugar era este? ¿Qué me aguardaba aquí?
El helicóptero tomó tierra lentamente y sus ensordecedoras aspas se detenían poco a poco. Había llegado la hora de apearse, pero tenía las piernas entumecidas. No distinguía si a causa de las interminables horas de viaje o a raíz de la propia ansiedad que me producía todo esto. Según el termómetro, nos encontrábamos a 3 ºC. Una temperatura extraña para el mismísimo Polo Norte, dado que su temperatura siempre había oscilado alrededor de los -50 ºC. Era aquí donde más se percibía la diferencia de este cambio de clima drástico. Al menos, en este lugar no se necesitaban refrigeradores para aclimatar.
Debido a que todos los husos horarios coincidían en este punto, no sabría decir qué hora era exactamente, pero el cielo nos bendecía con una luz cegadora que me hacía sentir un poco más lleno de energía y me obligaba a cubrir mis ojos con la palma de mi mano para evitar deslumbrarme.
Dos señores uniformados acudieron a nuestro recibimiento. Sus elegantes y ceñidos uniformes denotaban elegancia. Constaban de distinguidos pantalón y chaqueta; sin dejar entrever ni una sola arruga en la tela, de gama azul marino y verde entremezclado, donde se apreciaba bordada la insignia de Ark en el superior de su antebrazo. Cada uno portaba su nombre escrito en una pequeña tarjeta plastificada y fijada en el lateral izquierdo del pecho. Sus nombres eran «Edward Beer», y «Daniel Kiefer». Por la expresión que mostraba el individuo situado a la derecha, Daniel, un muchacho de no más de treinta años y cabello castaño de corte dentado, intuí en él cierta soberbia. A diferencia suya, Edward, un joven moreno de ojos negros en contraste con su piel pálida, casi lechosa, y de aparente mayor edad, daba la impresión de ser un muchacho agradable. Me hablaba en inglés.
—Bienvenido a la base Lemuria, compañero de Ark. ¿Es usted el señor Eleazar Castillo?
Todavía embelesado por su vestimenta y la cantidad de detalles que en ella había representados, traté de incorporarme a la conversación y responder raudo a su pregunta.
—Sí, sí, soy yo.
Su compañero Daniel, con recato, me colocó una de aquellas tarjetas en el pecho y la aseguró con una fina pinza transparente. En ella figuraban mi nombre y apellidos, mi foto, y también decía «Experto en idiomas».
—Por aquí, por favor, señor Castillo. El viaje ha debido de ser agotador. Le guiaremos a su recinto privado de descanso y, a su vez, recibirá una pequeña visita guiada por las instalaciones —decía Edward cortésmente, mientras avanzaba hacia la plataforma central. Yo le seguí, de nuevo un poco perdido entre tantas novedades—. Se encuentra en Lemuria, el campamento base Número 589 de Ark y desde el cual se retomará el proyecto «Pasaje Hacia el Futuro». Nuestra base cuenta con el apoyo de la Union Force, compuesta por catorce naves: rompehielos, cargueros, buques, tanques de aprovisionamiento, lanzadores de hidroplanos, buques de comunicaciones, varios portaaviones, suits mecánicas y nuestra insignia más relevante: el Atlante, el más grande y potente submarino perforador en la historia del hombre. En estos momentos se encuentra en mantenimiento, pero tendrá oportunidad de verlo mañana, el día del comienzo de la expedición —me explicaba conforme caminábamos.
Mis ojos se abrían de par en par a medida que nos aproximábamos a la plataforma central y las palabras que discurrían entre los labios del elocuente guía se volvían realidad. La flota al completo podría constar fácilmente con más de dos mil efectivos. Había mucho más en aquel lugar que lo que mis ojos me mostraron desde el helicóptero. Era verdaderamente Ark.
Sin perder detalle de su charla, continuamos dirigiéndonos, en esta ocasión, al interior de la imponente plataforma central de reluciente fachada plateada donde destacaba una composición de caracteres exuberantemente enormes que componían la palabra «Lemuria», disponiéndonos a acceder a través el ala oeste. Para lograr dicho propósito, nos situamos firmes frente a una gran compuerta de basto acero. Un agudo pitido pudo percibirse cuando nuestro guía colocó su dedo sobre un pequeño receptor de huellas y ocasionó que la gran compuerta metálica se abriese lenta y estrepitosamente hacia ambos lados, dando lugar a un pasaje que, al poner un pie en su interior, se iluminó al instante por incontables destellos celestes. La luminosidad artificial descubrió un alargado a la par que angosto pasillo, de paredes metálicas, tan blancas como el marfil; similar a las de una nave espacial, que conducía hacia otra salida. Inmediatamente abordamos dicha salida para, desde el otro lado de aquella puerta, ascender varias hileras de interminables escaleras que me robaban el aliento, hasta concluir en un pasillo idéntico al primero por el que proseguimos en línea recta. Observando de un lado a otro, pude percatarme de que cada área se diferenciaba entre sí por números que las dividían en sectores. Nos encontrábamos en el sector VI. Mientras avanzábamos por aquel anodino pasillo, Daniel se dirigió a mí.
—Señor Castillo, siempre que desee entrar o salir de las instalaciones, debe deslizar la tarjeta que le hemos entregado por el lector que hay sobre las cerraduras de las puertas. Con eso será suficiente para que se abran.
—De acuerdo, gracias —le contesté, agradecido por el dato. La siguiente puerta se abrió instantáneamente al acercarnos a ella, sin necesidad de mecanismos. Al otro lado hallamos un estrecho corredor en cuyos costados había una fila tras otra de puertas de apenas dos metros de alto y medio de ancho a modo de compartimentos. En todas se podía distinguir la insignia de Ark. Parecían bastante orgullosos de ella, mirase adonde mirase la veía en todas partes.
Edward se aproximó a una de las puertas más cercanas, posando su dedo índice sobre un diminuto círculo elíptico que formaba parte del aparato lector de tarjetas que todas las puertas compartían —daba la impresión de que les preocupaba bastante la seguridad— y logrando que se abriese con sus propias credenciales. Así me invitó a entrar.
—Bienvenido a su habitáculo, señor Castillo. Es provisional, pero espero en mi nombre y el de todo el equipo que se encuentre lo más cómodo posible.
—Gracias.
Ojeé su interior. En aquel momento, dejó de extrañarme que hubiese espacio para todos en aquella reducida base. Las habitaciones eran francamente pequeñas. Únicamente atesoraban una cama —que a simple vista parecía bastante incómoda—, un escritorio y un pequeño armario empotrado. Sin embargo, antes del viaje, Lixue, Sarah y yo vivíamos en un piso de unos veinte metros cuadrados. Aquella habitación podía parecerme incluso amplia, si le echaba un poco de imaginación. Lo que más me agradó de ella fue que contaba con una pequeña ventana redondeada por la que podía avistar el exterior y sentirme un poco más desahogado. Me dispuse a entrar y dejar sobre la cama mi maletín, mi única pertenencia. Pero antes de que pudiera hacerlo, mi acompañante me interrumpió.
—Señor Castillo, dentro del armario le está reservado su uniforme. Esperamos que lo utilice mientras se encuentre dentro de las instalaciones. —Me indicó, señalando el armario que mencionó—. A las 12:00 h en punto, una persona acudirá en su búsqueda para conducirle a la presentación.
—¿Presentación? —pregunté. A ser sinceros, había perdido la página con el itinerario de la expedición que debí haber leído antes de llegar. Pensé que no sería tan grave, así podría reservar alguna sorpresa. Probablemente me equivocaba…
—La presentación con sus futuros compañeros de viaje. —¡Ah, sí! Qué despiste —disimulé—. De acuerdo. Estaré preparado para las 12:00 h, pero… ¡Un momento! ¿Qué hora es? No sé muy bien cómo ajustar el reloj.
—Aquí usamos la hora Z, es decir, la hora del meridiano de Greenwich. En estos momentos son las 11 horas 45 minutos y 23 segundos.
—¡¿Eh?! ¡¿Las doce menos cuarto?! —cuestioné sobresaltado—. Pues tengo que darme prisa.
—Disculpe, nos hemos demorado más de la cuenta en la visita a las instalaciones. —Eran tan protocolarios que incluso se echaron la culpa del percance. Pero no había tiempo que perder con nimiedades.
—No hay problema. Llegaré a tiempo para las doce. Ya me daré una ducha después.
Me despedí de ellos y cerré la puerta en busca de un poco de intimidad. Apoyé mi maletín sobre el colchón y me dispuse a abrirlo. En su interior había algo muy importante para mí. A simple vista, únicamente podían distinguirse algunos diccionarios. Pero, bajo el cobijo de los mismos, el fragmento de una pequeña cadena plateada asomaba. Aparté el ejemplar que me impedía apreciarla con claridad para tomarla entre mis manos. Maniobré para abrir el colgante, una especie de oval hueco de medio tamaño. Desde su interior, una luz en forma de holograma deslumbró mis ojos al tiempo que hacía florecer un recuerdo en mi mente: —¿Así que no sabes cuánto tiempo será? ¿No te han informado de nada?
—Lo siento, Lixue. Solo sé, más o menos, lo que quieren de mí. Pero hay mucho que desconozco. No hay nada claro. Ark nunca deja las cosas claras.
Ella agachó la cabeza, evitando que pudiese distinguir la tristeza en sus ojos.
—Eh, no hagas eso, cariño. No dejes de mirarme. Si estás triste, quiero saberlo.
—No estoy triste, Eleazar —dijo ella, elevando de nuevo la mirada. Una mirada con el ceño fruncido y que trataba de contener las lágrimas—. Sé que no te ocurrirá nada malo. Eres fuerte, siempre estás lleno de energía y estarás bien.
—Estaré bien por ti y por Sarah. No haré esto por dinero, no voy a caer en otro engaño de Ark y sus promesas vacías. Lo haré porque soy de esos ilusos que creen firmemente en que, al otro lado de ese pasaje, habrá una forma de hallar un futuro. Uno mejor para vosotras. Creo en ese pensamiento. Sarah se merece un futuro digno y por eso yo seré quien abra ese camino para ella.
Lixue rompió a llorar, cubriendo su boca con sus manos. Le abracé fuertemente en el intento de consolar su congoja, esforzándome por dominar la mía propia. Pero ella no tardó en retirarme. Me sonreía. Sus ojos ya no contenían lágrimas, sino afecto. Llevó las manos detrás de su cuello y desanudó una cadena.
—Toma, lleva esto contigo.
—¿Qué es? —le pregunté, entreabriendo el colgante y aguardando unos instantes para dejar cargar el holograma que contenía. Frente a mis ojos, iluminando mis pupilas, apareció la imagen de mi mujer y mi hija sonriendo y lanzándome besos con sus manos. La secuencia se repetía una y otra vez, como un bucle sin final—. Lixue… ¿cuándo…?
—Cuando fuiste a realizar las pruebas para ingresar en Ark, sabía que acabarían escogiéndote. Eres un genio como intérprete. Pronuncias perfectamente cada idioma que has estudiado, dominas la caligrafía de cualquier lengua moderna e incluso algunas antiguas, eres capaz de memorizar las palabras con tan solo escucharlas un par de veces... Por eso, en el momento en que te fuiste, Sarah y yo grabamos esto para ti, para apoyarte.
—¿Entonces ella ya lo sabe? ¿Sabe que me marcho? —cuestioné, mirando a mi dulce niña, que dormía plácidamente tumbada en el sofá, ajena a nuestra conversación.
—Lo sabe y está orgullosa de su padre, tanto o más que yo. Abracé fuertemente a Lixue. No había palabras para agradecerle su apoyo incondicional. Había sido así desde la conocí. Nunca me falló, nunca me faltó su amor, ni siquiera en momentos como este, en los que no estamos juntos. Ella seguía aquí conmigo y también Sarah. Con ese pensamiento en mi mente estreché la cadena contra mi pecho. Era lo más cercano a abrazarlas que iba a tener durante los próximos meses… o incluso años. Quién sabe qué me depararía el destino. Mi única certeza era que, mientras aquella cadena colgase de mi cuello, encontraría fuerzas para seguir adelante, no importa cuán dificultoso fuese el camino. Por eso me la coloqué en primer lugar.
Un repetitivo y escandaloso golpe me desconectó completamente de aquel cálido recuerdo. Estaban llamando a la puerta repetidamente. ¡Maldita sea! ¿Ya eran las doce? ¡Vuelta a la realidad! Cerré de nuevo el maletín y me dispuse a abrir el armario para hacerme de aquel uniforme que me habían reservado. No tardé en dar con él, meticulosamente pendido de una percha. Era muy similar al que vestían mis anfitriones. Con el tiempo pisándome los talones, me desvestí de una vez para tratar de cambiarme lo más rápidamente posible, dado que el señor que había al otro lado de la puerta parecía impacientarse cada vez más a razón de sus continuos golpecitos que ya comenzaban a sacarme de quicio y a ponerme nervioso. Abrí la puerta, aún con la parte de arriba por fuera del pantalón, en tal de que parase de una vez.
—Hola, ¿qué ocurre?
Al otro lado, aguardaba un hombre ataviado con un uniforme algo más discreto que el del resto. De cabello bruno, apropiadamente dispuesto. Se trataba de un tipo delgado, alto como una mantis, con unos finos labios que perfilaban una anodina línea horizontal y el ceño visiblemente fruncido sobre su mirada gris.
—Señor Castillo… mi nombre es Frederick Rick y a partir de este momento seré su asistente personal y le ayudaré en todo lo posible. Estoy aquí para informarle de que es hora de acudir a la presentación. Le ruego que ultime los preparativos y me acompañe tan pronto le sea posible. Nos demoramos un par de minutos de la hora acordada.
—Lo sé. Disculpa la tardanza, Frederick. Por mí ya podemos ir —le dije mientras disponía mi ropa prestamente, abotonándome la chaqueta sobre la marcha. Él me miraba con un camuflado despecho, como si se sintiese desdichado por verse obligado a cargar con el más torpe de todos nosotros. A mí me daba lo mismo lo que pensara. Era un tipo frívolo y estirado. Todo en él resaltaba prepotencia y detesto las personas así. Si bien, también yo debía resignarme y seguirle en silencio.
Frederick me llevó lejos de la habitación, a través de un recorrido sinuoso, superando una estancia tras otra, cuyos pasillos se mostraban idénticos unos de otros. Nos desviamos para abordar una especie de ascensor interior enrejado, de diseño clásico; de época, que era un poco más estrecho de lo habitual. Nada más poner un pie en él, fui sofocado por su veloz y repentino descenso. Sentía una insoportable presión en los oídos. Un par de minutos sintiendo que levitaba, seguido de un prominente frenazo en seco, cocearon mi estómago hasta el punto de verme obligado a contener las náuseas. Con la mano en la boca por precaución y bajo la discriminadora mirada de Frederick, abandonamos aquella estrecha caja de torturas y continuamos. ¿Dónde me encontraba ahora? Habíamos descendido a gran velocidad durante bastante tiempo. ¿Era esto el subsuelo?
Entre preguntas e incógnitas, nos detuvimos frente a un gigantesco portón acorazado, vigilado por dos esbeltos soldados armados con amenazantes fusiles. Los dos hicieron sus armas a un lado y mostraron respeto con un firme gesto a mi «asistente», siendo ellos mismos quienes desbloquearon la puerta y nos permitieron el paso a ambos. Con prisa, accedimos al interior, un salón oscuro como pocos que haya visto. Únicamente podía distinguir una gran mesa redonda en mitad de aquella sala, con el núcleo hueco, y escuchar las voces y murmullos de algunas personas. Me detuve a mirar el techo de la estancia en espera de que aquellas luces automáticas se encendiesen, pero no sucedía nada. ¿Quizá se habían averiado? Era difícil suponer que fuese fruto de la casualidad.
—Por favor, señor Castillo, tome asiento —dijo Frederick con deje quejicoso, invitándome a sentarme en aquella gran mesa central. Por fortuna, los detalles de su ropa se distinguían un poco en la oscuridad, de lo contrario, ya le habría perdido de vista.
—¿Por qué está todo tan oscuro? ¿Se ha averiado la luz, Frederick? —le pregunté, a estas alturas molesto con la situación.
—No. El comité representativo de Ark ha decidido que la reunión se celebre bajo estas condiciones. ¿Le sugiere algún problema?
—No, no. Me da lo mismo —respondí. Pero, realmente, todavía no alcanzaba a comprender por qué Ark acostumbraba a proceder con tanto hermetismo. Todos estábamos reunidos en la misma sala, pero ni siquiera podía apreciar los rostros de mis futuros compañeros de misión entre aquella oscuridad.
Me limité a hacer lo que Frederick requirió: tomar asiento alrededor de la mesa, sobre una cómoda butaca de cabezal acolchado que me suscitó suma relajación al dejarme caer sobre ella. Tanto que, sumado a la oscuridad, me aletargaba. Frederick se quedó en pie detrás de mí, con las manos a la espalda. De pronto, sobresaltándome entre el silencio sepulcral, escuché un leve estruendo a ras del suelo y el quejido de una voz femenina sucedido de unas cuantas carcajadas de bochorno. Uno de nosotros parecía haber sufrido un pequeño accidente. Era lógico, no se veía nada. ¿Realmente esto era necesario?
Aburrido por la espera y curioso, traté de ojear algunos documentos que había amontonados sobre la mesa. Eran idénticos a las fichas con datos sobre mis compañeros que me habían entregado al inicio de la misión, en el helicóptero. Me permití echarles un vistazo por primera vez, forzando un poco la vista. Si bien, antes de lograr satisfacer mi propósito, una luz cegadora iluminó repentinamente una franja concreta de la mesa. Aquel destello enfocaba la figura de un hombre de, tal vez, unos cuarenta años. De cabello castaño y disciplinado corte de pelo, con un extraño y constante tic en el ojo izquierdo. Lo que más destacaba en su semblante era, sin duda, su penetrante mirada turquesa, seguida de una punzante nariz aguileña que sobresalía vistosa en su perfil. Sentado en la prominencia de aquella mesa, y tras perpetrar un par de sonoras palmadas, se dirigió a todos nosotros con una portentosa voz digna de recibir toda nuestra atención.
—Bienvenidos a Ark, nuevos candidatos. Mi nombre es Jacob Nguyen, algunos ya me conocéis, soy el capitán regente de Lemuria, la base donde nos encontramos.
Antes de continuar escuchándole, una pregunta se apoderó de toda mi atención. ¿De dónde procedía aquel apellido? No era capaz de ubicarlo y la duda me carcomía.
—Todos los aquí presentes estáis al corriente del itinerario, los planes y recursos de Ark cara a la nueva e inminente expedición que nos compete. Todo a falta de consumar uno de los detalles más importantes: conocer a vuestros futuros compañeros de viaje. Por ello estamos aquí reunidos.
Un momento. Había dicho: «¿Todos conocéis “el itinerario”?». Maldición, que no hable por mí.
—Sobre la mesa, frente a cada uno de vosotros, podéis encontrar las mismas fichas que os fueron entregadas al inicio de la misión, donde figuran los datos y relevancias acerca de vuestros compañeros. No obstante, esta reunión ha sido convocada con el propósito de que todos os presentéis formalmente uno por uno y, de este modo, entablar lazos más profundos entre compañeros. ¿Quién será el primero?
Se hizo el silencio. Ninguno de nosotros parecía especialmente entusiasmado con la presentación. Cuando, sin más, a mi izquierda, el sonido de una silla arrastrándose nos perturbó. La repentina luz enfocó ahora tanto al capitán como a un hombre bohemio de complexión fornida y mediana edad. Cabello corto, moreno, con trazas de canas aleatoriamente repartidas, aunque su escasa y descuidada barba se veía completamente canosa. Sus cejas, sumamente pobladas, otorgaban a su mirada una lobreguez sombría, agresiva y distante. Con un acento un tanto singular, expresó: —Me llamo Alexey Smirnov, soy de nacionalidad rusa. Mi especialidad es el manejo de armas, explosivos y maquinaria pesada. Un placer.
Su mirada no engañaba, sin duda Smirnov era un tipo duro. Así que armas… Nunca fui partidario del uso de las armas ni tampoco entendía para qué las necesitaríamos ahí abajo.
La luz volvía a menguar, sofocándose. Smirnov fue asombrosamente conciso en su presentación. A continuación, aquel foco relució una vez más, en esta ocasión, a mi derecha. Reveló a una mujer de formas turgentes y bellas, de unos treinta y tantos, cabello rubio apagado, recogido en un sutil peinado de cola de caballo y, con retoque de pintalabios que pronunció:
—Hola a todos. Yo soy Margaret Kleiber. Nacionalidad… —Alemana —me permití bromear.
—Ja, ja. —Ella forzó dos carcajadas, pero, por dentro, no pareció haberle agradado que le interrumpiera—. En efecto, soy alemana, de Dusseldorf. Llevo trabajando en Ark cinco años, soy pionera en Lemuria. Mi especialidad es la arqueología. Es un placer compartir esta aventura con todos ustedes —concluyó, tomando asiento.
Así que una arqueóloga, ¿eh? Y, además, ya trabajaba en Ark. Me sentía algo más tranquilo al contar con una veterana como ella entre nosotros.
La luz se desplazó ahora hacia el otro extremo de la mesa, alumbrando la figura de una persona mayor a quien casi no se le veían los ojos. Y, cuando decía «una persona mayor», me refería a un auténtico anciano. ¿Qué edad tenía…? No pude evitar revisar su ficha para comprobarlo mientras él se presentaba.
—«Takuro Uchida», japonés. —Leía para mí—. Un momento… es imposible. No puede ser... ¡¿Año de nacimiento 2020?! ¡¿De verdad este hombre tiene 83 años?! ¡Pero bueno! ¿Qué pretende Ark enviando a una persona tan mayor en una misión tan arriesgada? Maldición… trataré de relajarme y escuchar lo que tiene que decir.
—... porque el fracaso siempre es algo evitable si se trabaja duro y en equipo. Sin más que añadir, intentaré no suponer una carga para vosotros y aconsejaros en todo lo posible. Gracias.
¿Había terminado de hablar tan rápido? Ni siquiera especificó su especialidad. Y en la ficha no es que quedase muy clara. Solo tenía varios pluses anotados. ¿Qué nos estaban ocultando?
Justo detrás de la ficha del señor Uchida, asomaba la mía. La tomé para lograr ojearla al completo y disgustarme al comprobar lo serio que había salido en la fotografía. De seguro mis compañeros debieron pensar que soy un insulso al verla… Me dispondría a desmentirlo inmediatamente. Carraspeé y, en un arrebato de audacia, me puse en pie. Otra vez, aquella molesta luz surgió, en esta ocasión sobre mí, casi cegándome. Antes no podía ver nada por la oscuridad y ahora apenas lograba mantener los ojos abiertos por culpa de la intensa y fastidiosa luz. Sea como fuere, era mi momento y no podía echarlo a perder:
—Muy buenas. ¿Qué tal? Me llamo Eleazar Castillo. Soy especialista en idiomas y dialectos. Mi padre es español y mi madre sueca, así que nací siendo bilingüe. En el colegio estudié inglés y también francés. Pero no fue hasta que conocí a mi mujer cuando comencé a tomarme en serio mi pequeño «don» con las lenguas. Ella me enseñó chino mandarín y por mi cuenta estudié japonés y coreano. Posteriormente, alemán, árabe, ruso, wólof, hindú, maorí... Aprender idiomas fue mi mayor reto y satisfacción. No dejé de estudiar todo idioma que me parecía interesante. —Refulgía en ascuas de entusiasmo relatando mi historia. En cambio, el panorama denotaba un silencio tan flemático e incómodo que decidí dejarlo ahí—. Bueno, eso es todo. Un placer conoceros. ¡Námaste!
Cuando, abochornado, había dado por hecho que mi presentación había resultado un fracaso, pude escuchar un leve e inesperado aplauso. La luz, por fin, dejó de apuntarme para dirigir ahora su luminiscencia a la zona de donde procedía aquel afanoso sonido. Nos mostró a una joven muchacha de tersa melena taheña y piel ligeramente atezada, mancillada por diminutas pecas, azarosamente dispersas, en contraste con sus ojos, extraordinariamente verdes, que vivificaban su rostro redondeado de pueriles facciones, mientras sonreía de oreja a oreja.
—¡Impresionante, señor Eleazar! Bueno, realmente todos sois muy impresionantes —rectificó, con una dulce vocecita que transmitía cordialidad, con los pómulos enrojecidos—. Yo me llamo Indhira Willis, ¡aunque podéis llamarme Indy! Soy de nacionalidad norteamericana, aunque mi mamá era de México. ¡Me encantaría ir a México alguna vez! Dicen que la comida es muy picante, ¡incluso los caramelos! Bueno, al menos, eso me cuenta ella en sus cartas, je je... —divagaba alegremente—. En fin, estoy muy contenta por haber sido elegida para formar parte de esta misión y espero estar a la altura, chicos. ¡Un placer, je, je!
La luz se extinguió definitivamente. Ella fue el último miembro por presentarse. Había hablado mucho, para no decir nada realmente importante. ¿Qué edad tendría? Su cuerpo menudo, aquella singular dicción infantil y su inocente sonrisa incitaban a dudar de que fuera mayor de edad. Su ficha lo aclararía: «Indhira Willis», norteamericana... bla, bla... Año de nacimiento 17/03/2087. Dieciséis años. Una cría. Era más o menos la edad que yo tenía cuando los Polos se derritieron en su totalidad. Todo esto me atormentaba... Un anciano de ochenta y tres años y una niña de dieciséis. ¿Qué pretendía Ark al ponerles en peligro empleándoles en una misión como esta? ¿Qué clase de experimento ambicionaba ahora con nuestras vidas? Además, en las especificaciones de Indhira tampoco constaba detalle alguno sobre la especialidad de la chica. No me cabía duda de que se nos estaba ocultando demasiada información relevante.
Concluida la presentación, el recinto volvió a iluminarse con normalidad. Tuvimos unos segundos para intercambiar miradas entre nosotros antes de que nuestros asistentes se interpusieran para informarnos de que había llegado la hora de marcharse. El capitán Ngyuen, tras despedirnos protocolariamente, se reunió para conversar con varios hombres a los que, por sus adustos gestos, parecía estar dictando órdenes tediosas. Fue lo último que pude presenciar antes de que Frederick, prácticamente, me sacara tirando de la oreja de la sala para repetir el trayecto de regreso a aquella escueta habitación de donde me recogió.
—¿Por qué no nos habéis dejado hablar un poco más, Frederick? Ha sido muy frío —le pregunté disgustado.
—Tendrán ocasión de conocerse mejor durante el viaje. Además, el tiempo apremia. El capitán Ngyuen tiene labores que atender. —De seguido, desvió un incisivo reojo hacia mí para añadir algo más—. Imagino que usted también tendrá sus propios asuntos que resolver. —Demasiada ironía en su tono. Me temía que Frederick era consciente de que no tenía ni idea del itinerario. Pero no estaba dispuesto a darle la razón a ese engreído.
—Yo lo tengo todo controlado.
—Ya veo...
De este modo, intercambiando sutiles miradas de desagrado, arribamos de nuevo a la habitación. Abrí la puerta con el pase que me habían entregado y me dispuse a despedir a Frederick. Al fin podía perderle de vista.
—Bueno, pues nada. Ya nos veremos, Fred.
—Imagino que como lo tiene todo controlado ya lo sabe, pero a las 20:00 horas hay una cena en el comedor del sector dos. Téngalo en cuenta si quiere comer algo antes de partir mañana.
¡En aquel momento me hubiese encantado propinarle un puñetazo! ¡Maldito irónico! Era MI asistente, ¿no debería tratar de agradarme? Si por mí fuera, estaría más que despedido. Pero bueno, al menos, ahora sabía a qué hora se servía la cena.
—Estaba al tanto. Pero gracias, Frederick.
—Bien, descanse hasta entonces.