Destinados a reencontrarse - Kate Hewitt - E-Book

Destinados a reencontrarse E-Book

Kate Hewitt

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Beschreibung

Bianca 3050 Unos recién casados separados por el destino… ¿Podría volver a unirlos el bebé que estaban esperando? Después de sobrevivir a un accidente de avión, Nico Santini regresó para buscar a su esposa y se encontró con tres escandalosas revelaciones. En primer lugar, todo el mundo le daba por muerto. En segundo lugar, Emma estaba a punto de casarse con otro hombre y, por último, ella estaba esperando un hijo suyo. Cuando Nico desapareció, Emma se quedó en la calle y con el corazón destrozado. Estaba dispuesta a casarse por conveniencia por el bien del bebé que estaba esperando. Sin embargo, el regreso de Nico despertó en ella una cascada de emociones: ira, alivio… deseo. Nico no estaba dispuesto a abandonar a su bebé y Emma debía confiar en que la pasión volviera a juntar las piezas de su breve matrimonio…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Kate Hewitt

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Destinados a reencontrarse, n.º 3050 - diciembre 2023

Título original: Back to Claim His Italian Heir

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411804622

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

SÍ.

La palabra que resonó en la iglesia no fue la que Emma Dunnett había esperado escuchar. En realidad, no era la palabra que imaginaba nadie porque, en aquella parte de la ceremonia, se presuponía que todo el mundo, que todos los asistentes, permanecieran deliberada y respetuosamente en silencio. Ni siquiera se esperaba escuchar un estornudo o un suspiro. Sin embargo, parecía que alguien no conocía el protocolo.

Emma miró a su futuro esposo confusa y alarmada mientras un silencio eléctrico, expectante, recorría el pequeño santuario. Todos los asistentes comenzaron a girar la cabeza, a estirar el cuello con la esperanza de ver al misterioso orador. El novio parecía tan sorprendido como ella. Tenía la frente arrugada mientras recorría con incertidumbre los bancos de la iglesia para descubrir quién había hablado.

–¿Sí? –repitió el sacerdote que los estaba casando. También parecía confundido. En realidad, la confusión reinaba en el santuario. Todos menos el que, desde las sombras, había hablado con tan resonante certeza.

Sí no era la respuesta que se esperaba a la pregunta que el sacerdote acababa de hacer a todos los presentes. «Si alguien tiene algo que objetar a este matrimonio, que hable ahora o calle para siempre».

No. Efectivamente, nadie quería escuchar ni siquiera que alguien se aclarara la garganta cuando el sacerdote realizaba aquella pregunta en particular. Nadie debía responder. Emma se sentía presa del pánico mientras escrutaba con ansiedad las sombras de la iglesia con la esperanza de encontrar a quien había pronunciado aquel maldito monosílabo. En realidad, aquella pregunta era solo una formalidad, una reliquia de tiempos pasados. Un breve silencio, un suspiro silencioso, una temblorosa sonrisa y la ceremonia proseguía su curso. Los contrayentes intercambiaban sus votos, se marchaban de la iglesia ya casados y todo el mundo seguía felizmente con su vida.

–Sí –insistió una voz desde los bancos posteriores de la iglesia. El tono era estridente y firme, con un ligero acento que pellizcaba la conciencia de Emma y le provocaba un vuelco en el estómago. Esa voz…

–Yo sí que tengo algo que objetar. En especial, una en particular.

El sacerdote seguía tratando de localizar a la persona que había hablado entre los presentes. En realidad, no había muchos invitados. Principalmente la familia de Will y unos cuantos amigos. Todos se habían mostrado de lo más sorprendidos, por decirlo suavemente, de que él estuviera dispuesto a casarse con una mujer a la que solo hacía un mes que conocía. En aquel momento, lo estaban aún más. Emma lo comprobó mientras observaba sus rostros. Se fijó en el de la madre de Will, que tenía una expresión pétrea y amargada. Ella nunca había querido que su único hijo se casara con una mujer a la que consideraba una descarada cazafortunas. Se lo había dicho así a la propia Emma a la cara en más de una ocasión. ¿Y qué? En realidad, se le podían llamar a una persona cosas peores. Se podía ser cosas peores.

En realidad, no era que Emma lo fuera. Al menos, no exactamente. Se casaba con Will para tener seguridad, era cierto, pero él lo sabía y los dos eran buenos amigos. Emma esperaba que aquella fuera una buena base para un matrimonio. Para una familia.

Volvió a mirar a la madre de Will y vio que ella fruncía los labios con un gesto parecido a la satisfacción. ¿Sería ella la responsable para conseguir arrancar a su hijo de las seductoras garras de la sirena? Considerando que Emma ni siquiera había besado a Will, porque él, de todos modos, no estaba interesado en ella de aquella manera, tacharla de manipuladora y seductora resultaba algo ridículo. En realidad, la madre de Will nunca se creería lo casta que era la relación entre ambos, especialmente porque Emma estaba embarazada de catorce semanas… del hijo de otro hombre.

De repente, sintió cómo se le formaba una carcajada en la garganta, que consiguió a duras penas reprimir. Echarse a reír en un momento como aquel no era algo que deseara hacer conscientemente. La situación ya era bastante peliaguda y no quería empeorarla, aunque la risa siempre hubiera sido su marca de coraje, de desafío a lo largo de una infancia bastante oscura. Prefería reír en vez de llorar, mostrar su sentido del humor y su valentía. En el pasado le había servido bien, pero no en aquel momento en el que parecía que, una vez más, su vida estaba a punto de descarrilar…

–¿Quién es usted? –preguntó Will. Una incierta ira brillaba en sus pálidos ojos azules. Emma trató de animarlo con una sonrisa, aunque la verdad era que no había nada divertido en aquella situación. Ella ya sentía cómo la seguridad y la estabilidad que había esperado alcanzar en el futuro se esfumaban entre sus dedos… como siempre le había ocurrido.

Igual que cuando se empezó a acomodar en la última casa de acogida o cuando conseguía un trabajo decente o cuando conseguía ahorrar un poco de dinero… Cada vez que parecía estar a punto de conseguir algo positivo en su vida, se torcía. Y para alguien como ella, que siempre había tenido que apoyarse en su propio ingenio sin mucha más ayuda, que su vida se torciera podía tener consecuencias desastrosas. Esperó de todo corazón que no fuera así en aquella ocasión, sobre todo porque, en aquel momento, tenía que pensar también en otro ser humano, una pequeña y valiosa vida que era muy, muy vulnerable.

Se irguió y se colocó una mano sobre la incipiente barriguita cuando oyó unos pasos que resonaban con fuerza sobre el pasillo central de la iglesia.

–¿Señor? –le preguntó el sacerdote frunciendo los ojos para tratar de distinguir la figura que avanzaba hacia el altar. Cada paso resonaba con más fuerza que el anterior y se hacía eco en el corazón de Emma–. ¿Qué objeción tiene usted contra este matrimonio?

–¿Objeción dice?

Emma sintió un escalofrío, como si alguien hubiera deslizado un gélido dedo sobre su espalda y le hubiera tocado el alma. Ella conocía perfectamente aquella voz. Era la voz que había turbado sus sueños, que le había hecho despertarse entre sábanas revueltas, jadeando con una potente mezcla de deseo, esperanza y pena, una voz suave como el terciopelo que contenía un cierto grado de ironía, una voz que conjuraba tantos recuerdos y tanto arrepentimiento. Una voz que le hacía sonreír incluso cuando no quería hacerlo.

Era una voz que nunca había esperado volver a escuchar porque su dueño estaba muerto.

–Mi objeción –dijo el dueño de aquella sedosa y poderosa voz. Por fin, llegó a la parte más iluminada de la iglesia, al lugar que resplandecía por los rayos de sol que entraban por las vidrieras y que daban a su cabello oscuro un aspecto dorado–, es que la novia ya está casada. Conmigo.

Nico Santini enfocó con sus ardientes ojos verdes a Emma. Ella se sintió como si se hubiera convertido en piedra. Hielo tal vez porque, al ver la gélida furia que había en los ojos de su esposo, sintió un frío insoportable. Otro escalofrío recorrió su cuerpo y le hizo soltar el ramo. Los pétalos de las rosas blancas se esparcieron sobre el suelo de piedra de la iglesia y soltaron su poderoso aroma, un aroma que le provocó náuseas.

–Nico… ¿cómo…?

Se dio cuenta de que tenía la boca demasiado seca, de que el corazón le latía demasiado rápidamente como para poder terminar la pregunta. ¿Cómo era posible que estuviera allí? Estaba muerto. ¡Muerto! Había fallecido hacía casi cuatro meses, solo una semana después de que disfrutaran de un tórrido romance y una rápida boda. Todo ocurrió en menos de un mes. No. Era imposible que él estuviera allí. No podía estar vivo. Emma había visto el certificado de defunción. Había habido un funeral, no un entierro dado que su cuerpo nunca se había encontrado. Después, a ella la hicieron marcharse y la metieron en un avión casi sin darle tiempo a que se quitara el vestido que había llevado puesto. Aparentemente, esos habían sido los deseos de Nico.

Entonces, ¿por qué estaba allí, en Los Ángeles, con un aspecto tan enfadado? Emma lo vio por última vez en Roma, justo antes de que él se marchara a las Maldivas, donde estaba segura de que Nico había fallecido en un terrible accidente. El motor del pequeño aeroplano que había alquilado para que lo trasladara a uno de sus famosos hoteles de lujo.

Sintió un nuevo escalofrío. No podía enfrentarse a la mezcla de sentimientos que estaba experimentando. Sorpresa. Una absurda alegría. Sobre todo, una creciente sensación de miedo. Comprendió en aquel momento que nunca había conocido de verdad a Nico a pesar de que se había casado con él llena de esperanza y felicidad. No quería verlo allí, de vuelta de entre los muertos, con aspecto furioso, aunque dicha reacción era comprensible considerando la naturaleza de la situación.

De repente, Emma fue consciente del delicado vestido de boda beis que llevaba puesto, del ramo que había dejado caer, del velo que ocultaba su cabello y, sobre todo, del hombre que estaba de pie a su lado, el hombre con el que estaría ya casada si su esposo no hubiera interrumpido la ceremonia. Sin embargo, más allá de todo eso, era consciente de la airada expresión de Nico. Él quería que ella lo mirara, pero Emma se negaba. No podía. ¿Qué se suponía que tenía ella que hacer?

–Señor… –insistió el sacerdote.

Emma no sabía cómo enfrentarse a aquella situación. Lo único que se le ocurría era salir corriendo, aunque sabía que no llegaría muy lejos con aquel vestido y los zapatos de tacón. Nico estaba allí. Su esposo. En realidad, no se conocían y, a pesar de la felicidad que ella había sentido entre sus brazos, había empezado a temer que él se estuviera cansando de ella del modo que le había ocurrido a todas las personas que habían pasado por su vida. Todas las familias de acogida. Todos los amigos. Todos los que se interesaban por ella. Todos terminaban marchándose. Incluso su propia madre. ¿Por qué iba Nico a ser diferente? La familia de él no había pensado lo contrario.

–¿Emma? –le preguntó Will con voz suave. Ella se volvió para mirarlo y vio el gesto herido que empañaba su rostro. ¿Qué podía decirle?

–Will… yo… lo siento… te lo puedo explicar…

En realidad, Emma sabía que no podía. Nico, estaba allí, de pie, como un ángel vengador, como un imponente guerrero, fiero y airado. Su esposo había vuelto de entre los muertos.

–Emma, ¿qué está pasando? –le preguntó Will, levantando un poco la voz–. ¿Quién es este hombre? ¿Lo conoces? ¿De verdad estás casada con él?

–Te hablé de Nico… –susurró Emma.

El rostro de Will reflejó una profunda confusión.

–Pero me dijiste que había muerto…

–Claro que me conoce –lo interrumpió Nico. Su voz reflejaba un profundo desprecio–. Y sí, está casada conmigo. Soy su esposo –añadió mientras observaba a Will y a Emma alternativamente. Ella se sentía completamente inmovilizada por aquellos ojos verdes como esmeraldas, unos ojos que había visto llenos de deseo, que le habían observado con pasión antes de que la besara. En aquellos momentos, aquellos ojos tenían un brillo acerado y frío. Ya no había afecto alguno en ellos.

–Emma –insistió Will. El sacerdote se aclaró la garganta mientras Nico la miraba muy fijamente.

Era una situación horrible, aterradora. Nico no se mostraba cálido y amoroso como un amante. En realidad, parecía que la odiaba y tal vez así era. Tal vez la había odiado antes de irse a las Maldivas.

–«Nico ya se había cansado de ti, Emma. Él mismo me lo había dicho. Cuanto antes te marches de aquí, mejor».

Después de una vida de rechazo, Emma podía distinguir perfectamente cuando sobraba. Cuando no la querían. Había aprendido a identificar las señales, la impaciencia en las miradas, la tensión en los labios, las pausas incómodas y las miradas significativas. Por supuesto, en ocasiones no necesitaba esforzarse por identificar las señales. Las palabras no dejaban lugar a ninguna duda.

«¿A Emma? Por supuesto que no».

Recordó la voz de su madre de acogida, llena de incredulidad, a pesar de que ya habían pasado muchos años. Sí, Emma sabía distinguir perfectamente el rechazo. Por lo tanto, no se había planteado esperar.

Abrió la boca. La volvió a cerrar. Dejó escapar un pequeño gemido de incomodidad. La mirada de su esposo se tiñó de arrogante satisfacción. Él tenía el control de la situación, como ocurría siempre. Por muy feliz que Emma hubiera sido durante su breve relación, siempre había tenido muy claro quién mandaba. Nico. Siempre Nico.

Fue él quien marcó las normas de su relación.

–Unas pocas semanas en Nueva York y sí, te llevaré a Roma, pero terminará cuando yo lo diga.

Entonces, para sorpresa de Emma, él le pidió que se casara con él. Aunque sabía que era un error, aceptó. Había querido disfrutar del cuento de hadas, por muy breve que este resultara ser. Por lo tanto, no era de extrañar que Nico se hubiera arrepentido de una decisión tan precipitada.

–Yo…

Emma sintió que no podía seguir. Además de sentirse helada, aterrada e incrédula, estaba empezando a notar que se mareaba. Mientras observaba a Nico, notó que su visión se iba oscureciendo y que notaba un gusto metálico en la boca.

–¿Sí, Emma? –le preguntó Nico fríamente.

–Yo…

No parecía poder pasar de aquella palabra. Todos los presentes comenzaron a murmurar. El mundo empezó a perder nitidez, como si Emma estuviera mirando a través de un telescopio que se iba oscureciendo. Will la observaba con una mezcla de preocupación y enojo.

Emma no tuvo fuerzas para volver a mirar a Nico. Trató de hablar, pero no consiguió pronunciar palabra. Veía pequeñas manchas oscuras y las figuras parecían ir haciéndose cada vez más pequeñas. Miró a Nico y vio que él se difuminaba, como si fuera a desaparecer totalmente. Ojalá…

–Emma –dijo Will una vez más. Dio un paso hacia ella, pero ya fue demasiado tarde.

Lo último que Emma vio antes de desmoronarse sobre el suelo fue la furia de Nico grabada en cada rasgo de su hermoso rostro.

 

 

Al ver que Emma se desmoronaba, Nico aplacó su ira y dio un paso al frente para acercarse a su esposa, que yacía ya sobre el suelo. El que se hubiera convertido en su esposo la miraba sin reaccionar mientras agitaba estúpidamente las manos. Menudo inútil. Tenía que librarse de él inmediatamente y también de todos sus invitados.

–Fuera de aquí –les ordenó mientras se inclinaba para tomar en brazos a su esposa. Ella olía al aroma que Nico recordaba muy bien, un aroma único. Aspiró profundamente y recordó que, en un ocasión, le había preguntado de qué perfume se trataba. Emma se había limitado a sonreír.

–Es solo jabón –le había respondido ella. Sus ojos dorados relucían como si estuvieran hechos de ámbar–. Eau de bazar.

Al escuchar aquellas palabras, Nico se había reído y la había tomado entre sus brazos para aspirar el aroma con más fruición, gozando de ella y de su aroma. Qué estúpido había sido. Qué estúpido y qué ingenuo.

–Señor –le dijo el novio. Nico le obligó a guardar silencio con una única mirada.

–Su papel en esta farsa ha terminado –le espetó secamente–. Emma Dunnett, Emma Santini, es mi esposa. Yo me hago cargo de ella. Usted puede marcharse con todos sus invitados y le agradecería que lo hiciera lo más rápidamente posible.

Estrechó a Emma, totalmente inerte, contra su pecho. Ella pesaba muy poco y su cuerpo era esbelto y delicado, tal vez más de lo que recordaba. Llevaba rosas en el cabello castaño y un pequeño velo. El vestido era sencillo y, al menos, había tenido el detalle de que no fuera blanco.

¿Cómo podía haberlo traicionado de aquella manera?

En realidad, no podía sentirse sorprendido. Ya había experimentado antes la traición, las mentiras. La aventura de su madre, el distanciamiento de su padre, todo basado en la mentira que él era… y quien no era. Si las personas a las que más amaba en el mundo le habían engañado tan profundamente, no debería escandalizarle una traición más… y mucho menos de ella.

El sacerdote le indicó una pequeña habitación que había a un lado de la iglesia. Nico depositó a Emma sobre un raído sofá y dio un paso atrás.

–Señor –le dijo el sacerdote–, esta situación es muy irregular…

–Nos marcharemos enseguida –le aseguró Nico–, en cuanto mi esposa haya recuperado la consciencia. ¿Podría dejar las cosas de Emma en la puerta para que mi chófer las pueda recoger?

Por supuesto, tenía un coche esperándolos. No tenía intención alguna de permanecer allí más del tiempo exclusivamente necesario.

–Ahora, si nos pudiera dejar a solas…

El sacerdote cedió de mala gana. Nico escuchó el murmullo de las voces al otro lado de la puerta antes de que esta se cerrara y dedujo que todos los invitados se estaban marchando. Menos mal.

Entonces, observó a su esposa. Esperó que ella no se hubiera hecho daño alguno, pero reconoció que, a pesar de la caída, Emma siempre había sido alguien que conseguía caer de pie. Se lo había demostrado admirablemente en aquella iglesia.

Ella por fin abrió los ojos. En cuanto vio a Nico, los volvió a cerrar.

Nico rezó para que Dios lo ayudara. Era tan hermosa, mucho más de lo que recordaba. Y se había pasado meses recordándola. Meses en la cama de un hospital, tratando de recordar su propio nombre. Durante aquel tiempo, el rostro de Emma era lo único que su mente le había impedido olvidar.

Por fin tenía aquel rostro frente a él. Un rostro pálido, con una delicada y respingona nariz adornada de pecas doradas. Los labios rosados estaban ligeramente entreabiertos y su pecho respiraba con demasiada agitación como para pertenecer a alguien que estaba inconsciente.

–Abre los ojos, Emma –le ordenó–. Sé que estás despierta.

Emma mantuvo los ojos cerrados.

–No me apetece mirarte –susurró con voz ronca.

–Quieres que yo desaparezca. No me sorprende –le espetó con dureza.

–¿No? –le preguntó Emma, abriendo por fin un ojo para mirarlo con incertidumbre.

–No. ¿Por qué me iba a sorprender teniendo en cuenta lo rápido que me olvidaste? Dos bodas en tres meses debe de ser un récord para cualquiera.

–Tres meses y medio –le corrigió ella débilmente. En aquella ocasión, Nico no pudo contener una carcajada. Una carcajada dura, sin alegría. Emma le estaba mostrando su verdadera personalidad en aquellos momentos. ¿Cómo podía haber permitido que ella lo engañara? Porque, efectivamente, se lo había permitido. Después de la revelación de su propio nacimiento, había querido pertenecer a alguien. Bien. Lección aprendida. De sobra. No debía buscar el amor. Ni siquiera debía creer que existía, ya que no lo había experimentado en su propia vida.

–De acuerdo. Tres meses y medio entre una boda y otra. Por supuesto, esas dos semanas de diferencia lo cambian todo, sí…

Emma abrió los dos ojos y lo miró con aprensión.

–¿Cómo es que estás vivo?

–Pareces estar encantada de que lo esté –comentó Nico con ironía. Al ver que ella no respondía, se obligó a continuar para no pensar en la verdad que tan claramente tenía frente a él. Emma nunca había sentido nada por él. Para ella, solo había sido un billete para la felicidad, tal y como su primo Antonio lo había definido tras recriminarle, en repetidas ocasiones, que se hubiera casado con una mujer a la que conocía desde hacía solo unas pocas semanas. Nico se había negado a creer a su primo, convencido de que él solo actuaba por celos. La relación entre ambos era tensa desde la revelación del padre de Nico. Antonio se sentía rechazado por no haber sido él quien hubiera recibido las riendas de Santini Enterprises.

Nico, que tan pragmático y resuelto era, se había dejado llevar por un raro momento de debilidad y se había engañado por una absurda fantasía. Ya no.

–Estoy vivo –le dijo–. Evidentemente, sobreviví al accidente de avión.

Emma sacudió lentamente la cabeza mientras lo miraba con incredulidad.

–¿Y dónde has estado estos tres meses? –le preguntó con voz débil. Ella estaba tumbada sobre aquel sofá como una especie de princesa de cuento, con el cabello recogido y adornado de rosas. Tenía una figura elegante, ligera, que le hacía recordar a Nico cómo había explorado cada rincón, cada curva, poseyéndolo.

–Supongo que querrás decir tres meses y medio –le contestó apretando los puños–. Después de que el avión se estrellara contra el océano Índico, me rescató un barco pesquero y me llevaron a un pequeño hospital a una isla cercana. Por último, me trasladaron a un centro de rehabilitación en Yakarta hasta que regresé a Roma la semana pasada. ¿Alguna otra pregunta?

–¿Por qué no me hiciste saber que estabas vivo?

–Primero porque estaba en coma y ni siquiera podía recordar mi nombre. No tenía identificación alguna, por lo que nadie podía saber quién era yo. Todo quedó destruido en el accidente.

Emma abrió mucho los ojos y se incorporó ligeramente en el sofá.

–¿Estuviste en coma?

–Es algo tarde para mostrar preocupación.

–Nico, no puedes culparme por no saber que…

–Pero sí puedo culparte por querer casarte con el primer hombre que te lo pidió –le espetó él conteniendo la ira–. Supongo que fue el primero, claro… En realidad, no puedo decir que se trate de un espécimen muy impresionante. Te aseguro que podrías haber encontrado otro mejor.

–No insultes a Will –replicó ella con resignación–. Tampoco lo culpes. Él no te ha hecho nada.

Era cierto, pero Nico no podía evitar sentir una furia insoportable.

–No –afirmó–. En realidad no lo culpo. Más bien al contrario, querida –afirmó. Se inclinó ligeramente sobre ella, haciendo que Emma se reclinara de nuevo sobre los raídos cojines. ¿Estaba fingiendo tener miedo de él para añadir drama a la situación o tal vez para conseguir su compasión? Emma sabía muy bien cómo representar el papel de damisela en peligro, pero, en aquella ocasión, no le iba a servir de nada–. No. No culpo al novio –añadió con una dulzura ácida y fingida–. Te culpo a ti.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

EMMA contempló la ira que ardía en los ojos de su esposo y sintió que todo su ser se encogía ante su presencia. Suponía que era de esperar que él se sintiera furioso, pero el gesto de desprecio que retorcía sus labios hacía que ella deseara encogerse sobre sí misma, cerrar los ojos y fingir que Nico no estaba presente. Menuda situación.

Aquel matrimonio había sido un error. Estaba segura de que Nico ya había llegado a esa conclusión antes de su accidente, aunque en aquellos momentos prefiriera fingir que se sentía muy herido. Sí, ella había estado a punto de casarse con otro hombre tan solo unos pocos meses después de casarse con él. Sin embargo, a él lo habían dado por muerto. No había hecho nada malo.

–Emma, ¿me podrías explicar por qué querías casarte tan pronto con otro hombre?