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El más oscuro de los secretos ¿Iba a arriesgar cuanto tenía por una noche en su cama? Khalis Tannous había pasado años erradicando cualquier atisbo de corrupción y escándalo de su vida, incluso había dado de lado a su familia. Cuando Grace Turner llegó a la isla mediterránea privada de Khalis para tasar la valiosa colección de arte de su familia, él no pudo sino admirar su belleza. Sin embargo, vio en sus ojos que ella también tenía secretos. Grace conocía el coste que tendría rendirse a la tentación, pero fue incapaz de resistirse a la experta seducción de Khalis. Futuro lejano Todo dejó de ser importante ante la perspectiva de pasar una semana con él… Yiannis Savas, el irresistible playboy de la dinastía Savas, era el sueño de todas las chicas, pero rápidamente se convirtió en la pesadilla de Cat McLean cuando sus promesas no pasaron de un ardiente romance. Con los años, no obstante, la joven maduró y se despidió por fin de todas esas fantasías. Decidida a no dejarse seducir otra vez por palabras dulces y encantos efímeros, se comprometió con un hombre sensato, serio… Sin embargo, el destino le iba a hacer una jugarreta maestra, obligándola a pasar una semana entera con Yiannis, el hombre al que nunca había olvidado… Las huellas del pasado Fuera de su alcance... ¡pero irresistible! A Rocco D'Angelo no le iban las mujeres dependientes, y comprometerse no era lo suyo. Sin embargo, la atracción que sintió al conocer a Emma Marchant, la enfermera de su adorada abuela, iba más allá del desafío que suponía para él cada nueva conquista. La prudente Emma jamás habría imaginado que un día cambiaría el tranquilo pueblecito inglés en el que vivía por la exótica costa de Liguria, en Italia, y mucho menos que la cortejaría un hombre con tan mala reputación como Rocco. Ella podría ser la mujer que domase al indomable Rocco... a menos que su enamoramiento fuese más peligroso de lo que había imaginado...
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Seitenzahl: 602
Veröffentlichungsjahr: 2025
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Avenida de Burgos, 8B - Planta 18 28036 Madrid www.harlequiniberica.com
© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. N.º 500 - junio 2025
© 2012 Kate Hewitt El más oscuro de los secretos Título original: The Darkest of Secrets
© 2012 Barbara Schenck Futuro lejano Título original: Savas’s Wildcat
© 2011 Chantelle Shaw Las huellas del pasado Título original: A Dangerous Infatuation Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd. Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A. Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia. Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa. ® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países. Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1074-521-6
Créditos
El más oscuro de los secretos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Futuro lejano
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Las huellas del pasado
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
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ABRIDLA. Habían tardado casi dos días en conseguirlo. Khalis Tannous dio un paso atrás mientras los dos ingenieros que había contratado para abrir la cámara acorazada de su padre retiraban la puerta de las bisagras. Habían recurrido a todo su saber, pero el padre de Khalis había pecado de paranoia y el sistema de seguridad era demasiado avanzado. Al final, habían utilizado tecnología láser de vanguardia para cortar el metal.
Khalis no tenía ni idea de lo que había dentro; ni siquiera había sabido que existía en el sótano del complejo de la isla privada de su padre. Ya había recorrido el resto de las instalaciones y había encontrado suficiente evidencia para encerrar a su padre en la cárcel de por vida, si siguiera vivo.
–Está oscuro –dijo uno de los ingenieros. Habían apoyado la puerta en una pared y la entrada a la cámara se veía oscura e informe.
–Dudo que haya ventanas ahí dentro –Khalis sonrió con amargura. No podía ni imaginar lo que habría allí. ¿Un tesoro o problemas? Su padre tenía afición a ambas cosas–. Una linterna –dijo. Le pusieron una en la mano.
La encendió y dio un paso hacia la oscuridad. El corazón le latía con fuerza. Tenía miedo y eso lo irritaba, pero conocía a su padre lo bastante como para querer estar preparado para enfrentarse a otro trágico testamento de su poder y crueldad.
La oscuridad lo envolvió como terciopelo. Notó una gruesa alfombra bajo los pies y captó los sorprendentes aromas de madera y cera para muebles. Sintió alivio y curiosidad. Alzó la linterna e iluminó a su alrededor. Era una habitación grande, amueblada como el estudio de un caballero, con sofás y sillones elegantes, e incluso una mesa para bebidas.
Pero Khalis no creía que su padre bajara a una cámara acorazada para relajarse con un vaso de su mejor whisky. Vio un interruptor en la pared y encendió la luz. Giró en redondo, mirando primero los muebles y luego las paredes.
Y lo que había en ellas: marco tras marco, lienzo tras lienzo. Reconoció algunos, otros no. Un gran peso cayó sobre él como un sudario. Otra muestra de las actividades ilegales de su padre.
–¿Señor Tannous? –llamó, intranquilo, uno de los ingenieros desde afuera. Khalis comprendió que su silencio ya duraba demasiado.
–Estoy bien –contestó. Lo que tenía ante sus ojos era asombroso… y terrible. Vio una puerta de madera en la parte de atrás de la sala. Se acercó y entró en una habitación mucho más pequeña. Allí solo había dos cuadros, que hicieron que Khalis estrechara los ojos. Si eran lo que creía que eran…
–¿Khalis? –llamó Eric, su ayudante. Khalis salió de la habitación y cerró la puerta.
Apagó la luz y salió de la cámara. Los dos ingenieros y Eric lo esperaban, con expresiones curiosas y preocupadas.
–Dejadla –les dijo a los ingenieros, que habían apoyado la enorme puerta de acero contra la pared. Sentía el principio de un dolor de cabeza–. Me ocuparé de esto más tarde.
Agradeció que nadie hiciera preguntas, porque no tenía intención de decir qué había en la cámara. Aún no se fiaba de los empleados que habían quedado en el complejo tras la muerte de su padre. Cualquiera que trabajara para su padre tenía que estar desesperado o carecer de escrúpulos. Esas opciones no inspiraban confianza.
–Podéis iros –les dijo a los ingenieros–. El helicóptero os llevara a Taormina.
Khalis desactivó el sistema de seguridad y entraron en el ascensor que conducía arriba. Khalis sentía tensión en todo el cuerpo, pero llevaba así una semana, desde que había salido de San Francisco para ir a la endiablada isla, tras enterarse de que su padre y su hermano habían fallecido al estrellarse su helicóptero.
Hacía quince años que no los veía ni tenía relación con Empresas Tannous, el imperio empresarial de su padre. Un imperio enorme, poderoso y corrupto hasta la médula, que Khalis había heredado. Dado que su padre lo había repudiado públicamente cuando se fue de allí a los veintiún años, la herencia había sido una sorpresa.
De vuelta en el despacho de su padre, suspiró y se pasó las manos por el pelo, meditabundo. Llevaba una semana intentando familiarizarse con los muchos bienes de su padre para determinar hasta qué punto eran ilegales. La cámara y su contenido eran una complicación más.
Afuera, el mar Mediterráneo brillaba como una joya bajo el sol, pero la isla distaba de ser un paraíso para Khalis. Había sido su hogar de niño, pero la sentía como una prisión. No eran los altos muros coronados con alambre espino y cristales rotos lo que lo aprisionaban, sino sus recuerdos. La desilusión y desesperación que le habían corroído el alma, obligándolo a huir de allí. Si cerraba los ojos podía ver a Jamilah en la playa, con el pelo negro alborotado por la brisa, contemplándolo partir por última vez, con los ojos oscuros reflejando su dolor de corazón.
«No me dejes aquí, Khalis».
«Volveré. Volveré y te sacaré de este lugar, Jamilah. Te lo prometo».
Apartó el recuerdo, igual que llevaba haciendo quince años. «No mires atrás. No te arrepientas ni recuerdes ». Había hecho la única elección posible; simplemente no había previsto las consecuencias.
–¿Khalis?
Eric cerró la puerta y esperó instrucciones. En pantalón corto y camiseta, parecía el típico joven californiano incluso allí, en Alhaja. Pero su ropa y actitud casuales escondían una mente aguda como una cuchilla y una destreza informática que rivalizaba con la de Khalis.
–Tenemos que traer a un tasador de arte cuanto antes– dijo Khalis–. Al mejor, preferiblemente especialista en pintura del Renacimiento.
–¿Estás diciendo que en la cámara había cuadros? –Eric alzó las cejas, intrigado.
–Sí. Muchos cuadros. Cuadros que calculo valen millones –se dejó caer en la silla, tras el escritorio, y echó un vistazo a la lista de bienes que había estado revisando. Inmuebles, tecnología, finanzas, política. Empresas Tannous metía la mano, sucia, en todas las tartas. Khalis volvió a preguntarse cómo se tomaban las riendas de una empresa más temida que respetada y se la transformaba en algo honesto, en algo bueno.
No se podía. Ni siquiera quería hacerlo.
–¿Khalis? –Eric interrumpió sus pensamientos.
–Ponte en contacto con un tasador y organiza que vuele hasta aquí. Con discreción.
–Sin problema. ¿Qué vas a hacer con los cuadros cuando los tasen?
–Librarme de ellos –Khalis sonrió con amargura. No quería nada de su padre, y menos aún valiosas obras de arte, sin duda robadas–. Informar a las autoridades cuando sepamos qué tenemos entre manos. Antes de que llegue la Interpol y empiece a husmear por todos sitios.
–Un lío endiablado, ¿no? –Eric soltó un silbido.
–Eso –le dijo Khalis a su ayudante y mejor amigo–, es el eufemismo del año.
–Voy a ocuparme de lo del tasador.
–Bien. Cuanto antes mejor. Esa cámara abierta supone demasiado riesgo.
–¿Crees que alguien puede intentar robar algo? –Eric alzó las cejas–. ¿Adónde irían?
–La gente puede ser taimada y falsa –Khalis encogió los hombros–. Y no confío en nadie.
–Este lugar te hizo mucho daño, ¿verdad? –apuntó Eric, estrechando los ojos azules.
–Era mi hogar –Khalis se encogió de hombros otra vez y volvió al trabajo. Segundos después, oyó el ruido de la puerta al cerrarse.
–Un proyecto especial para La Gioconda.
–Muy gracioso –Grace Turner giró en la silla para mirar a David Sparling, su colega en Aseguradores de Arte Axis y uno de los mayores expertos del mundo en falsificaciones de Picasso–. ¿De qué se trata? –sonrió con calma cuando él agitó un papel antes sus ojos, sin intentar agarrarlo.
–Ah, la sonrisa –dijo David, sonriendo también. Cuan do Grace empezó a trabajar en Axis le habían puesto el mote de La Gioconda, por su sonrisa tranquila y su pericia en el arte renacentista–. Ha llegado una petición urgente para evaluar una colección privada. Quieren a alguien experto en el Renacimiento.
–¿En serio? –procuró ocultar su curiosidad.
–En serio –dijo David, acercando el papel más. ¿No sientes ni un poco de curiosidad, Grace?
–No –Grace giró la silla hacia el ordenador y miró su tasación de una copia de un Caravaggio, del siglo XVII. Era buena, pero no alcanzaría el precio que había esperado.
–¿Ni siquiera si te digo que el tasador volará a una isla privada en el Mediterráneo, con todos los gastos pagados? –David soltó una risita.
–Es normal –las colecciones privadas no eran fáciles de trasladar–. ¿Conoces al coleccionista?
Solo un puñado de personas en el mundo tenían cuadros renacentistas de auténtico valor, y la mayoría no querían que tasadores y aseguradoras supieran qué clase de arte colgaba en sus paredes.
–Demasiado top secret para mí –David movió la cabeza y sonrió–. El jefe quiere verte, ya.
–¿Por qué no me lo has dicho antes? –Grace apretó los labios y puso rumbo al despacho de Michel Latour, director de Aseguradores de Arte Axis, viejo amigo de su padre y uno de los hombres más poderosos del mundo del arte.
–¿Querías verme?
Michel, que estaba mirando por la ventana que daba a la Rue St Honoré, en París, se dio la vuelta.
–Cierra la puerta. ¿Recibiste el mensaje?
–Evaluar una colección privada con obras significativas del periodo renacentista –movió la cabeza–. No se me ocurre ni media docena de coleccionistas que encaje en esa descripción.
–Esto es algo distinto –Michel esbozó una sonrisa tensa–. Tannous.
–¿Tannous? –lo miró boquiabierta–. ¿Balkri Tannous? –Grace sabía que era un hombre de negocios inmoral y, supuestamente, coleccionista obsesivo. Nadie sabía qué contenía su colección de arte. Sin embargo, siempre se susurraba el nombre de Tannous cuando robaban una pieza de un museo: un Klimt de una galería de Boston, un Monet del Louvre–. Espera, ¿no está muerto?
–Murió la semana pasada en un accidente de helicóptero –confirmó Michel–. Sospechoso, por lo visto. Su hijo es quien pide la tasación.
–Creía que su hijo murió en el accidente.
–Este es su otro hijo.
–¿Crees que quiere vender la colección? –preguntó Grace.
–No estoy seguro de lo que quiere –Michel fue a su escritorio, sobre el que había una carpeta abierta. Pasó algunas hojas; Grace vio notas sobre varios robos. Tannous era sospechoso de todos ellos, pero nadie podía probarlo.
–Si quisiera vender en el mercado negro no habría recurrido a nosotros –apuntó Grace. Abundaban los tasadores que comerciaban con piezas robadas, pero Axis no jugaba sucio nunca.
–Cierto –asintió Michel–. No creo que pretenda vender en el mercado negro.
–¿Crees que va a donarla? –la voz de Grace sonó incrédula–. La colección entera podría valer millones. Puede que mil millones de dólares.
–No creo que él necesite dinero.
–No es cuestión de necesidad. ¿Quién es? Ni siquiera sabía que Tannous tenía un segundo hijo.
–No se sabe por qué abandonó el redil a los veintiún años, tras licenciarse en Matemáticas, en Cambridge. Creó su propia empresa de informática en Estados Unidos y no volvió nunca.
–Y su empresa de Estados Unidos, ¿es legal?
–Eso parece –Michel hizo una pausa–. Quiere que la tasación se haga cuanto antes. Urgente.
–¿Por qué?
–Es comprensible que un hombre de negocios honesto quiera librarse legalmente de un montón de obras de arte robadas lo antes posible.
–Eso, si es honesto.
–El cinismo no te favorece, Grace –Michel movió la cabeza con expresión compasiva.
–Tampoco me favoreció la inocencia.
–Sabes que quieres ver lo que hay en esa cámara acorazada –la tentó Michel con voz suave.
Grace tardó un momento en contestar. No podía negar que sentía curiosidad, pero había sufrido demasiado para no titubear. Su instinto era resistirse a la tentación, en todas sus formas.
–Podría entregar la colección a la policía.
–Tal vez lo haga, después de la tasación.
–Si es grande, eso podría llevar meses.
–Una tasación detallada sí, pero creo que solo quiere que un ojo experto le eche un vistazo. Antes o después tendrá que trasladarla.
–No me gusta. No sabes nada de ese hombre.
–Confío en él –dijo Michel–. Ha buscado la fuente más legítima posible para la tasación.
Grace no dijo nada. No se fiaba de ese Tannous, no se fiaba de los hombres, y menos de los magnates ricos y posiblemente corruptos.
–El caso es que quiere que el tasador vuele a la isla Alhaja esta noche –añadió Michel.
–¿Esta noche? ¿Por qué tanta prisa?
–¿Por qué no? Estar a cargo de esas obras debe de ser incómodo. Es fácil caer en la tentación.
–Lo sé –dijo Grace con voz suave.
–No me refería… –se excusó Michel.
–Lo sé –repitió ella. Movió la cabeza–. No puedo hacerlo, Michel –inspiró y el aire le quemó los pulmones–. Sabes lo cuidadosa que debo ser.
–¿Cuánto tiempo vas a seguir viviendo esclavizada por…?
–El que haga falta –se dio la vuelta para ocultar su expresión, el dolor que no conseguía ocultar cuatro años después. Sus colegas la consideraban fría y poco emotiva, pero no era más que una máscara. Solo con pensar en Katerina sus ojos se llenaban de lágrimas y se le encogía el corazón.
–Oh, chérie –Michel suspiró y volvió a mirar la carpeta–. Creo que esto te haría bien. Estás viviendo tu vida como un ratón de iglesia, o una monja, no sé cuál. Tal vez las dos cosas.
–Interesantes analogías –Grace sonrió de medio lado–. Necesito llevar una vida tranquila. Lo sabes.
–Sé que eres la evaluadora de arte renacentista con más experiencia de la que dispongo, y necesito que vueles a isla Alhaja… esta noche.
–No puedo –lo miró y vio acero en sus ojos. Él no iba a dejar que se librara.
–Puedes y lo harás. Aunque fuera el mejor amigo de tu padre, soy tu jefe. No hago favores, Grace. Ni a ti, ni a nadie.
Ella sabía que no era cierto. Le había hecho un inmenso favor cuatro años antes, cuando estaba desesperada y muriéndose por dentro. Al ofrecerle un empleo en Axis le había devuelto la vida, o tanta como podía vivir, dadas sus circunstancias.
–Podrías ir tú –le sugirió.
–No conozco ese periodo tan bien como tú. Tienes que ir, Grace.
–Si Loukas se entera… –tragó saliva. Notaba el tronar de su corazón en el pecho.
–Estarás trabajando. Hasta él te permite eso.
–Aun así –juntó los dedos, nerviosa. Sabía bien que el arte más caro y preciado del mundo encendía la pasión y la posesividad de la gente. Un gran cuadro podía envenenar el deseo, convertir el amor en odio y la belleza en fealdad. Lo había visto y vivido y no quería repetir.
–Todo será muy discreto y seguro. No hay razón para que nadie sepa que estás allí.
¿Sola en una isla con el hijo olvidado de un magnate de negocios corrupto y odiado? Grace no sabía mucho de Balkri Tannous, pero conocía a su ralea. Sabía lo despiadado, cruel y peligroso que podía ser un hombre de ese tipo. Y no tenía razones para creer que su hijo fuera a ser distinto.
–Habrá empleados –le recordó Michel–. No es como si fueras a estar sola con él.
–Lo sé –tomó y aire y lo soltó lentamente–. ¿Cuánto tiempo tendría que estar allí?
–¿Una semana? Depende de lo que haya –al ver que iba a protestar, Michel alzó la mano–. Basta. Irás, Grace. Tu avión sale dentro de tres horas.
–¿Tres horas? Si no tengo el equipaje, ni… –Tienes tiempo –sonrió, pero su expresión se mantuvo firme–. No olvides llevar un bañador. El Mediterráneo es agradable en esta época del año. Puede que Khalis Tannous te deje ir a nadar.
Khalis Tannous. El nombre le produjo un escalofrío, no supo si de curiosidad o de miedo. Hijo de un padre sin escrúpulos, había elegido, por rebeldía o desesperación, alejarse de su familia a los veintiún años. ¿Qué clase de hombre era, y en qué se convertiría al controlar un imperio?
–No pienso nadar –dijo–. Pretendo acabar el trabajo lo antes posible.
–Bueno –Michel sonrió–, podrías intentar disfrutar un poco, por una vez.
Grace movió la cabeza. Sabía adónde conducía eso, no tenía intención de volver a disfrutar nunca.
AHÍ ESTÁ.
Grace estiró el cuello para mirar por la ventanilla del helicóptero que la había recogido en Sicilia y en ese momento la llevaba a isla Alhaja, que no era más que una mota rocosa con forma de media luna, cerca de la costa de Túnez. Tragó saliva e intentó controlar los nervios que sentía.
–Diez minutos más –dijo el piloto.
Grace se recostó en el asiento. Era muy consciente de que dos miembros de la familia de Khalis Tannous habían muerto en un accidente de helicóptero hacía poco más de una semana, sobre esas mismas aguas. El piloto percibió su intranquilidad, porque la miró y esbozó lo que Grace supuso era una sonrisa tranquilizadora.
–No se preocupe. Es muy seguro.
–Ya –Grace cerró los ojos cuando el helicóptero inició el descenso. Aunque era una de las mejores expertas en arte renacentista de Europa, no trataba con coleccionistas privados sino con museos, inspeccionando y asegurando los cuadros que colgaban de sus paredes. Trabajaba en silenciosas salas traseras y laboratorios estériles, lejos del público y del escándalo. Michel se ocupaba de las personalidades tempestuosas típicas de los coleccionistas privados. Sin embargo, esa vez la había enviado a ella.
Abrió los ojos y miró por la ventanilla. Una franja de playa de arena blanca, una cala rocosa, árboles y un alto muro rematado por dos filas de alambre de espino y trozos de cristal roto. Grace supuso que era solo un mínimo atisbo del sistema de seguridad de Tannous.
El helicóptero tomó tierra a pocos metros de un jeep negro. Grace bajó a la pista. Vio a un hombre delgado que vestía camiseta teñida a mano y pantalones vaqueros cortados; la brisa marina le alborotaba el pelo rubio.
–¿Señorita Turner? Soy Eric Pulson, el ayudante de Khalis Tannous. Bienvenida a Alhaja.
Grace se limitó a asentir. No había esperado que el ayudante de Tannous apareciera vestido como un turista de playa. Él la condujo al jeep y echó su maleta en la parte de atrás.
–¿Me espera el señor Tannous?
–Sí, puede refrescarse y relajarse un poco, después se reunirá con usted.
–Creía que era un asunto urgente –protestó ella. Odiaba que le dijeran lo que tenía que hacer.
–Estamos en una isla mediterránea, señorita Turner –la miró risueño–. ¿Qué significa urgente?
Grace frunció el ceño. No le gustaba la actitud del hombre. Distaba de ser profesional, y ella necesitaba serlo siempre. Profesional. Discreta.
Eric condujo por una carretera pedregosa hasta la entrada al complejo, un par de puertas de metal que intimidaban. Se abrieron silenciosamente y se cerraron tras el jeep. Eric parecía relajado, pero él conocía el código de seguridad de esas puertas. Ella no. Acababa de convertirse en una prisionera. Otra vez. Se le humedecieron las palmas de las manos y sintió náuseas al recordar lo que era sentirse prisionera. Ser prisionera.
Se preguntó por qué había accedido a ir. Sabía que Michel no la habría despedido si se hubiera negado. Lo cierto era que la tentación de ver la famosa colección Tannous había sido demasiado fuerte para resistirse.
Por desgracia, Grace sabía mucho de tentación.
Bajó del jeep y miró a su alrededor. El complejo era un feo bloque de cemento, como un búnker, pero lo rodeaban unos jardines preciosos.
Eric la condujo a la puerta principal del edificio y desactivó otro sistema de seguridad digital. Grace lo siguió a un enorme vestíbulo con suelo cerámico y una claraboya en el techo, y después a una sala de estar elegante e informal, con sofás y sillones en tonos neutros, algunas antigüedades y un ventanal con vistas al mar.
–¿Puedo ofrecerle algo de beber? –preguntó Eric, con las manos en los bolsillos–. ¿Zumo, vino, piña colada?
–Un vaso de agua con gas, por favor –Grace no tenía ninguna intención de relajarse.
–Ahora mismo –se marchó, dejándola sola.
Grace examinó la habitación con sus ojos de experta. Los muebles y los cuadros eran buenas copias, pero falsos. Eric regresó con el agua. Tras decirle que Tannous llegaría en unos minutos y que entretanto podía «relajarse », se marchó. Grace tomó un sorbo de agua. Los minutos fueron pasando y se preguntó por qué Tannous la estaba haciendo esperar.
Nada allí le gustaba. Ni el muro, ni las puertas blindadas ni el hombre al que iba a conocer. Todo le traía demasiados recuerdos dolorosos. Si fuera cierto lo que decían de «si no te mata te hará fuerte», ella sería una forzuda. Pero, en cambio, se sentía vulnerable y expuesta. Se esforzaba mucho por dar una imagen fría y profesional, y ese sitio estaba haciendo que se resquebrajara.
Fue hacia la puerta y probó el picaporte. Comprobó, con alivio, que se abría. Era obvio que estaba paranoica. Salió al vestíbulo y al fondo vio unas puertas de cristal que conducían a un patio y a una piscina de horizonte, que parecía fundirse con el mar y brillaba a la luz del ocaso.
Grace salió e inhaló el aroma a lavanda y romero. Una brisa seca acarició su nuca, soltando algunos mechones de su moño. Caminó hacia la piscina. Oía el golpeteo rítmico del agua. Alguien estaba nadando y creía saber quién era.
Rodeó una palmera y se encontró ante la piscina. Un hombre cortaba el agua con seguridad. Parecía arrogante y confiado en sus fueros.
Khalis Tannous.
Sintió una intensa irritación. Mientras ella esperaba, ansiosa y tensa, él estaba nadando. Parecía un juego de poder. Grace se acercó a la tumbona y agarró la toalla que había encima. Luego fue hacia el borde en el que Khalis Tannous iba a terminar un largo y no podría dejar de ver sus tacones de diez centímetros de altura.
Él tocó el borde y alzó la vista. Grace no estaba preparada para la descarga que sintió. Algo chisporroteó en ella al ver esos ojos gris verdosos, con largas pestañas oscuras. Aunque sintió terror, le entregó la toalla con frialdad.
–¿Señor Tannous?
Él curvó la boca con desconcierto y sus ojos se estrecharon con suspicacia. Estaba en guardia, como ella. Salió de la piscina y aceptó la toalla.
–Gracias –se secó con parsimonia.
Grace no pudo evitar mirar el pecho musculoso y la piel dorada salpicada de agua. Tannous era de padre tunecino y madre francesa, y la mezcla étnica era evidente. Era bellísimo, pura piel bruñida y músculo. Tenía un aura de poder, no tanto por su gran altura como por la energía y fuerza de cada uno de sus movimientos.
–¿Y usted es? –preguntó él por fin.
–Grace Turner de Aseguradores de Arte Axis –sacó una tarjeta del bolsillo del abrigo y se la entregó–. Creo que me esperaba.
–Así es –se enrolló la toalla a las caderas y la miró de arriba abajo, evaluándola.
–Pensaba que esta tasación era urgente ¿no?–dijo Grace manteniendo un tono profesional.
–Bastante urgente –corroboró Tannous. Captando la censura de ella, sonrió–. Le pido disculpas por lo que puede parecer una descortesía. Supuse que el tasador querría refrescarse antes de verme, y que podría terminar mi baño.
–La tasadora –corrigió Grace con frialdad–. Y le aseguro que estoy lista para trabajar.
–Me alegra oírlo, señorita… –miró la tarjeta–. Turner –alzó la vista, evaluándola de nuevo, aunque Grace no habría sabido decir si la evaluaba como mujer o como profesional–. Si no le importa seguirme, iremos a mi despacho y hablaremos.
Grace asintió y lo siguió hasta a una discreta puerta que había en una esquina. Recorrieron un largo pasillo, iluminado por la luz del crepúsculo que entraba por las ventanas, hasta llegar a un despacho varonil, con ventanales tintados, que daba a los jardines del otro lado del complejo.
Inconscientemente, Grace fue hacia el ventanal y contempló la belleza que se escondía tras el alto muro, sobre el que destellaban los trozos de cristal. La atenazó la sensación de estar atrapada.
Khalis Tannous se situó detrás de ella, que era más que consciente de que él solo se cubría con un bañador y una toalla. Al oír el suave sonido de su respiración y sentir su calor, se tensó.
–Una belleza, ¿no cree? –murmuró él. Grace se obligó a no moverse, a no reaccionar a su cercanía.
–Para mí, el muro arruina la panorámica –replicó, apartándose de la ventana. Su hombro rozó el pecho de él. Volvió a sentir una especie de corriente eléctrica. No podía negar la respuesta física que le provocaba ese hombre, pero sí suprimirla. Rígida, y con la cabeza muy alta, fue hacia el centro de la habitación.
–Estoy de acuerdo –dijo Tannous con expresión pensativa. Ella no habló–. Iré a vestirme –desapareció por una puerta que había en el rincón de la habitación.
Grace inspiró y soltó el aire lentamente. Podía manejar la situación. Era una profesional. Se concentraría en su trabajo y se olvidaría del hombre y de sus recuerdos. Estar en esa especie de prisión le recordaba otra isla, otra valla. Y el dolor de corazón que había seguido, por su propia culpa.
–Señorita Turner.
Grace se dio la vuelta y vio a Tannous en el umbral. Se había puesto una camisa de seda gris peltre, abierta al cuello, y pantalones negros. Había estado impresionante con solo una toalla, pero así vestido estaba aún mejor; su fuerza era aparente en cada movimiento y la seda se ondulaba sobre sus músculos. Ella dio un paso atrás.
–Señor Tannous.
–Por favor, llámeme Khalis –sonrió–. Hábleme de usted, señorita. Entiendo que tiene experiencia en la valoración del arte renacentista, ¿es así?
–Es mi especialidad, señor Tannous.
–Khalis –se sentó tras el enorme escritorio de roble y apoyó la barbilla en los dedos, esperando.
–Tengo un doctorado en copias de Da Vinci del siglo XVII.
–Falsificaciones.
–Sí.
–No creo que aquí vaya a ver falsificaciones.
Ella sintió un pinchazo de excitación. A pesar de la ansiedad que le producía ese lugar, anhelaba ver lo que escondía la cámara.
–Si quiere enseñarme lo que desea tasar…
–¿Cuánto tiempo lleva con Aseguradores de Arte Axis?
–Cuatro años.
–Parece muy joven para ser tanta experta.
Grace controló la irritación. Por desgracia, estaba acostumbrada a que los clientes, sobre todo los hombres, dudaran de su capacidad.
–Monsieur Latour puede dar fe de mí experiencia, señor Tannous…
–Khalis –corrigió él con voz suave.
Ella sintió un escalofrío. No quería llamarlo por su nombre de pila, por ridículo que pareciera. La formalidad era una manera de mantener la distancia, necesaria y profesional.
–Si prefiere a otro tasador, por favor, dígalo –sería un alivio alejarse de la isla y de los recuerdos que revivía, pero también una decepción profesional.
–En absoluto, señorita Turner –sonrió muy relajado–. Solo estaba haciendo un comentario.
–Entiendo –esperó, inquieta y tensa, intentando aparentar indiferencia. Él no dijo nada y al final la impaciencia la pudo–. ¿La colección…?
–Ah, sí. La colección –su expresión se volvió velada, cautelosa. Por un momento dio la impresión de ser un hombre atenazado por una fuerza terrible, por una sombra. Después su rostro se aclaró–. Mi padre tenía una colección de arte en el sótano de este complejo. Una colección cuya existencia desconocía –Tannous, al ver que no decía nada, arqueó una ceja–. Duda de mi palabra.
–No estoy aquí para formular juicios, señor Tannous –repuso ella, que, por supuesto, dudaba.
–¿Alguna vez va a llamarme Khalis?
–Prefiero que las relaciones de trabajo sean lo más profesionales posible.
–¿Y llamarme por mi nombre de pila es demasiado íntimo? –su voz tenía un tono suave y seductor que provocaba cosquilleos a Grace. La irritaba el indeseado efecto que la voz, la sonrisa y el cuerpo de ese hombre tenían en ella.
–Íntimo no es la palabra que yo usaría. Pero si es tan importante para usted, estoy dispuesta a llamarlo Khalis –su lengua pareció enredarse en el nombre. Grace sabía que estaba quedando como una tonta pero, aun así, captó un destello de fuego plateado en los ojos de él cuando la oyó decirlo.
La atracción, el magnetismo, lo que fuera que estaba sintiendo, él lo sentía también. Pero daba igual. Para ella la atracción equivalía a un suicidio.
–¿Puedo ver las pinturas? –preguntó.
–Desde luego. Tal vez eso aclare las cosas.
Khalis se levantó y fue hacia la puerta, sin mirarla siquiera. Grace, suponiendo que esperaba que lo siguiera, controló un pinchazo de irritación por su arrogancia. Pero casi chocó con él, que había parado para abrirle la puerta.
–Después de usted –sonrió él. Grace tuvo la incómoda sensación de que sabía lo que ella había pensado. Controlando el rubor, salió al pasillo.
–¿Adónde voy? –preguntó, lacónica. Notaba a Khalis andando tras ella, oía el susurro de su ropa. Todo en él era elegante, grácil, sinuoso. Sexy.
«No». No podía, se negaba a pensar así. Hacía cuatro años que no miraba a un hombre de forma romántica o sexual. Se había adiestrado para no hacerlo, suprimiendo todo deseo por necesidad. Un mal paso le costaría, si no su vida, sí su alma. Era una locura sentir algo, y sobre todo por alguien como Khalis Tannous, que se había convertido en dueño de un imperio terrible y corrupto, un hombre en el que nunca podría confiar.
Instintivamente, apresuró el paso, como si pudiera distanciarse de él.
–Gire a la derecha –murmuró él con un tono de humor–. Impresiona su habilidad con esos tacones tan altos, señorita Turner. Pero no es una carrera.
Grace no contestó, pero se obligó a bajar el ritmo un poco. Giró y siguió caminando. Las ventanas daban a otro lado del patio interior.
–Y ahora la izquierda –dijo él, con una voz tan suave que a Grace se le erizó el vello de la nuca.
Estaba demasiado cerca de ella. Giró y se encontró ante un ascensor con puertas de acero y un complejo teclado de seguridad. Khalis lo desactivó con una huella dactilar y tecleando un código de números. Grace desvió la mirada.
–Tendré que darle acceso –dijo él–, dado que los cuadros tendrán que quedarse en el sótano.
–Sinceramente, señor Tannous…
–Khalis.
–No sé qué se podrá hacer aquí –siguió Grace, sin inmutarse–. La mayoría de las valoraciones requieren un laboratorio con el equipo adecuado…
–Por lo visto mi padre pensaba igual, señorita Turner –Khalis sonrió con amargura–. Creo que encontrará el equipo y las herramientas necesarias.
Las puertas del ascensor se abrieron y Khalis la hizo entrar. Cuando se cerraron de nuevo, Grace sintió una súbita claustrofobia. El ascensor era amplio y solo estaban ellos dos, pero tenía la sensación de que no podía respirar. Ni pensar. Era consciente de Khalis a su lado, relajado y suelto, y del ascensor que se hundía bajo tierra. Se sentía atrapada y tentada, dos cosas que odiaba sentir.
–Solo unos segundos más –dijo Khalis, captando cómo se sentía.
A Grace, experta en ocultar sus emociones, la asombraba y alarmaba que un desconocido la leyera tan bien, tan rápido. Nunca le había pasado.
Las puertas se abrieron y él estiró el brazo, cediéndole el paso. Grace salió a un pasillo de suelo y paredes de cemento, iguales que los de cualquier sótano. A la derecha vio una gruesa puerta de acero apoyada en la pared. La cámara acorazada de Balkri Tannous. El corazón se le aceleró con una mezcla de excitación y miedo.
–Aquí estamos –Khalis encendió la luz.
Grace vio que el interior de la cámara estaba decorado como una sala de estar. Entró. Fue casi demasiado para ella. Los cuadros competían por espacio en todas las paredes. Reconoció al menos una docena de cuadros robados a primera vista: Klimt, Monet, Picasso. Millones y millones de dólares en arte robado. Soltó el aire de golpe.
–No soy ningún experto –Khalis se rio–, pero hasta yo me di cuenta de que esto era algo grande.
Ella se detuvo ante un Picasso que hacía veinte años que no veía un museo. No era experta en arte contemporáneo pero, por la geometría y los tonos de azul, dudaba que fuera una falsificación.
–¿Por qué pidió una experta en Renacimiento? Aquí hay cuadros de todas las épocas.
–Cierto –admitió Khalis. Se situó a su lado y contempló el Picasso–. Aunque, la verdad, ese parece algo que mi ahijada de cinco años podría pintar en la guardería.
–Si Picasso le oyera se revolvería en su tumba.
–Bueno, es una niña muy lista.
Grace soltó una risita, sorprendiéndose. Rara vez permitía que un hombre le hiciera reír.
–¿Su ahijada vive en California?
–Sí, es la hija de uno de mis accionistas.
–Puede que sea lista, pero cualquier historiador de arte se horrorizaría al oírle comparar a Picasso y a una niña con su caja de pinturas de dedo.
–Ah, no, ella tiene pincel.
–Puede que algún día sea famosa –Grace volvió a reírse. Se dio media vuelta y el corazón le dio un vuelco al comprobar lo cerca que estaba él. Su rostro, sus labios, estaban a unos centímetros. Veía su carnosidad y la asombraba que un hombre tan viril pudiera tener unos labios tan deseables, tan sexys. Rechazó la sensación–. ¿Por qué yo? ¿Por qué una especialista en el Renacimiento?
–Por estos cuadros –tomó su mano.
Ella recibió una descarga eléctrica que cortocircuitó sus sentidos; retiró la mano de un tirón y soltó un gemido. Khalis se detuvo y arqueó una ceja. Grace sabía que su reacción había sido desorbitada. Pero explicarlo no sería fácil, así que decidió ignorar el episodio.
–Muéstremelos, por favor –alzó la barbilla.
–Bien –la lanzó un mirada pensativa y la condujo a una puerta que había al fondo de la sala. La abrió y encendió la luz antes de entrar.
La habitación, pequeña y redonda, daba la sensación de ser el interior de una torre o de una capilla. Grace solo vio dos cuadros en las paredes, pero se quedó sin aire en los pulmones.
–¿Qué…? –se acercó y miró los paneles de madera y sus gruesas pinceladas de pintura al óleo–. ¿Sabe lo que son? –susurró.
–No exactamente –dijo Khalis–, pero esta claro que mi ahijada no podría pintarlos.
–No –Grace sonrió y movió la cabeza. Se acercó más–. Leonardo da Vinci.
–Sí, es bastante famoso ¿no?
–Sí, bastante –su sonrisa se amplió. No había esperado que Khalis Tannous la divirtiera–. Pero podrían ser falsificaciones, ya lo sabe.
–Dudo que lo sean –contestó Khalis–. Sencillamente porque tienen su propia sala –hizo una pausa–. Y a mi padre no le gustaba que lo engañaran.
–Las falsificaciones pueden tener una calidad excepcional –apuntó Grace–. Y mucho valor…
–Mi padre –cortó Khalis–, solo tenía lo mejor.
Ella volvió a mirar las obras, absorbiéndolas. Si fueran reales… ¿Cuánta gente las había visto?
–¿Cómo las encontró?
–No tengo ni idea. Y no quiero saberlo.
–No son robadas, al menos de un museo. Nunca han estado en uno.
–Entonces son muy especiales, ¿no?
–Podría decirse eso –ella soltó una risita y movió la cabeza. Dos obras originales de Leonardo nunca vistas en un museo. De cuya existencia solo había rumores–. Si son auténticas, serían el mayor hallazgo del último siglo en el mundo del arte.
–Lo sospechaba –Khalis suspiró intensamente, como si la noticia lo decepcionara. Apagó la luz–. Podrá examinarlas más adelante. Pero ahora creo que los dos nos merecemos otra cosa.
–¿Otra? –Grace tenía la mente en otro sitio.
–Cenar, señorita Turner. Me muero de hambre –con una sonrisa casi lobuna la condujo fuera de la cámara.
GRACE paseaba por el suntuoso dormitorio al que Eric la había llevado, con la mente aún desbocada por lo visto en el cámara. Anhelaba llamar a Michel, pero había descubierto que su teléfono móvil no tenía cobertura. Se preguntaba si sería intencional; suponía que Balkri Tannous no había querido que sus invitados tuvieran contacto con el mundo exterior. Pero, ¿y Khalis?
Pensó, no por primera vez, que apenas sabía nada de ese hombre. Michel le había dado detalles mínimos: era el hijo menor de Balkri Tannous; había estudiado en Cambridge, había abandonado a la familia a los veintiún años para establecerse en Estados Unidos. Pero, ¿aparte de eso?
Sabía que era guapo, carismático y arrogante. Sabía que estar cerca de él le aceleraba el corazón. Sabía que su olor y su calor le provocaban mareos. Y le había hecho reír.
Atónita por la naturaleza de sus pensamientos, Grace sacudió la cabeza como si eso pudiera borrar sus pensamientos. No podía sentirse atraída por ese hombre. E incluso si su cuerpo insistía en traicionarla, su mente y su corazón no lo harían.
Eso no volvería a ocurrir.
Inspiró profundamente, buscando la calma. Lo que no sabía era si la realidad de un imperio de miles de millones de dólares le provocaría a Khalis Tannous hambre de poder. Si ver millones de dólares de arte lo volvería avaricioso. No sabía si podía confiar en él.
Había visto cómo la riqueza y el poder convertían a un hombre en alguien a quien apenas reconocía. Encantador externamente, y Khalis lo era, pero también egoísta y cruel. ¿Se volvería Khalis como su exmarido?
Con un pinchazo de pánico, Grace se preguntó por qué estaba comparando a Khalis y a su exmarido. Khalis era su cliente, nada más.
Inspiró de nuevo. Necesitaba pensar de forma racional y no dejarse llevar por las emociones, los recuerdos y los miedos. Se trataba de otra isla y de otro hombre. Y ella también era otra: más fuerte, más dura y más sabia. Aunque hubiera podido, no estaba dispuesta a enredarse con nadie.
Se sentó y sacó una libreta. Tomaría notas, manejaría ese trabajo como cualquier otro. No pensaría en Khalis en bañador, ni en las líneas esculpidas de su pecho y sus hombros. No recordaría que le había hecho sonreír y aligerado su corazón. Y no se preguntaría si podía acabar como su padre o como su exmarido, corrompido por el poder y arruinado por la riqueza. No le importaba. En unos días se alejaría de esa maldita isla y de su dueño.
Grace Turner. Khalis miró la tarjeta que le había dado. Solo incluía su título, el nombre de su empresa y el número de teléfono. De forma inconsciente, se la llevó a los labios, casi como si quisiera captar su aroma en el papel.
Grace Turner lo intrigaba en muchos sentidos. En primer lugar, era una mujer bellísima. Tenía el cabello rubio miel y ojos color chocolate, una combinación inusual y atractiva. Sus pestañas, oscuras y espesas, descendían a menudo para ocultar sus emociones.
Tenía curvas generosas y piernas interminables, que ocultaba bajo un traje que sin duda pretendía ser profesional. Pero Khalis nunca había visto una blusa de seda blanca y una falda recta de pata de gallo tan sexys. A pesar de los altísimos tacones, dudaba que ella pretendiera parecer sexy. Parecía llevar «no me toques» tatuado en la frente.
Él, en cambio, deseaba tocarla desde que esas fantásticas piernas habían entrado en su campo de visión, cuando nadaba. No había podido resistirse a tomar su mano en la cámara, y creía que la reacción de ella los había sorprendido a ambos.
Sin duda, era una mujer con secretos. Percibía su tensión, incluso su miedo. Algo de la isla, de él, la ponía nerviosa. No podía culparla; desde el exterior isla Alhaja parecía una prisión. Y él era un desconocido, hijo de un hombre con reputación de despiadado. Sin embargo, creía que el miedo de ella se debía a algo más. Algo que Khalis sospechaba la tenía atrapada desde hacía tiempo.
O tal vez estuviera proyectando sus propias emociones en la misteriosa mujer. Él también tenía miedo.
Odiaba estar de vuelta en Alhaja, odiaba los recuerdos que afloraban a su mente.
«Acostúmbrate, Khalis. Así es como se hace».
«No me dejes aquí, Khalis».
«Volveré… te lo prometo».
Se levantó de la silla con brusquedad y paseó por el despacho, inquieto. Había borrado esas voces de su mente durante quince años, pero habían vuelto a atormentarlo desde que había puesto el pie en la isla. Eric le había sugerido que estableciera su base en cualquier otra de las ciudades en las que su padre tenía despacho, pero Khalis se había negado. Había huido de esa isla una vez y no iba a hacerlo de nuevo.
La enigmática y atractiva Grace Turner lo distraería de la agonía de sus pensamientos.
–¿Khalis? –dijo Eric desde el umbral–. La cena está servida.
–Gracias –Khalis metió la tarjeta de Grace en el bolsillo interior de la chaqueta gris que se había puesto. Sintió un agradable cosquilleo de excitación por la idea de ver a la fascinante señorita Turner y desechó sus oscuros recuerdos.
Había pedido que sirvieran la cena en una terraza privada del patio interior del complejo. La luz de las antorchas proporcionaba un ambiente muy íntimo. Grace no había llegado aún y se tomó la libertad de servir dos copas de vino. Segundos después oyó sus tacones. Se volvió, sonriente.
–Señorita Turner.
–Si insiste en que lo llame Khalis, tendrá que llamarme Grace.
–Gracias… Grace –inclinó la cabeza, más contento por su concesión de lo que debería.
A la luz de las antorchas, estaba magnífica. Había mantenido el moño de aspecto profesional, pero había cambiado el traje por una sencilla túnica de seda marrón chocolate. En otra mujer podría haber parecido un saco de patatas, pero en el caso de Grace, se pegaba a sus curvas y relucía con cada movimiento. Él sospechó que había elegido el vestido por su modestia, y que no era consciente de que incrementaba su atractivo. Llevó la mano a una de las copas.
–¿Vino?
–Gracias –aceptó ella tras un leve titubeo.
Saborearon el vino en silencio, envueltos por la suavidad de la noche. En la distancia se oía el susurro de las olas y, más cerca, el ruido del viento en las palmeras.
–Ofrecería un brindis, pero no parece una ocasión apropiada –dijo Khalis.
–No –Grace bajó la copa–. Debe comprender, señor Tannous…
–Khalis.
–Se me olvida todo el tiempo – rio suavemente.
–Creo que quieres olvidarlo –dijo él, pensando que no parecía una mujer acostumbrada a reírse.
–Como dije antes, prefiero mantener una relación profesional.
–Estamos en el siglo XXI, Grace. Tutear a alguien no supone una invitación a la intimidad.
–En la mayoría de los círculos –concedió ella, intrigándolo más aún–. En cualquier caso, lo que quería decir es que estoy segura de que sabes que la mayoría de lo que contiene esa cámara ha sido robado de museos de todo el mundo.
–Lo sé, por eso quería que fuera evaluado y asegurarme de que no hay falsificaciones.
–¿Y después?
Él tomó un sorbo de vino y la miró, divertido.
–Después voy a venderlo en el mercado negro, por supuesto. Y a deshacerme de ti.
–Si es una broma, no tiene gracia –apretó los labios y estrechó los ojos.
–¿Si es? –la miró fijamente–. Dios mío, ¿en serio crees que eso es una posibilidad? ¿Por qué clase de hombre me tomas?
–No lo conozco, señor Tannous –se ruborizó levemente–. Solo sé lo que he oído de su padre…
–No me parezco nada a mi padre –protestó él, odiando la implicación. Llevaba toda la vida intentando probar que era distinto, que no tenía nada de su padre. El precio que había pagado había sido alto, tal vez demasiado, pero ya estaba hecho, no quería mirar atrás. Se obligó a sonreír–. Créeme, no hay ni una remota posibilidad de eso.
–No creía que la hubiera –contestó ella, áspera–. Pero es algo que tal vez habría hecho tu padre.
Algo se revolvió dentro de Khalis, pero no supo si era ira, pesar o culpabilidad.
–Mi padre no era un asesino –dijo, ecuánime–. Al menos que yo sepa.
–Pero era un ladrón –comentó Grace.
–Y está muerto. No puedo pagar por sus crímenes, pero sí puedo arreglar algunas cosas.
–¿Es eso lo que estás haciendo con Empresas Tannous?
–Intentándolo –se tensó–. Me temo que es una tarea digna de Hércules.
–¿Por qué te la dejó a ti?
–Es una pregunta que me he hecho muchas veces, sin obtener respuesta. Mi hermano mayor era el heredero, pero falleció en el accidente.
–¿Y el resto de los accionistas?
–Son muy pocos, y tienen un porcentaje relativamente pequeño de acciones. Pero no están contentos de que mi padre me dejara el control.
–¿Qué crees que harán?
–¿Qué pueden hacer? –encogió los hombros–. De momento, esperan para ver cómo reacciono.
–Una fortuna como la que contiene esa cámara tentaría a hombres de menor valía, señor… Khalis –lo dijo con voz suave, casi como si tuviera experiencia personal de una tentación de ese tipo.
A él le gustó oírle decir su nombre. Tal vez sí se creara cierta intimidad al usar el nombre propio.
–Tengo mi propia fortuna, Grace. Pero gracias por el cumplido.
–No pretendía serlo. Solo era un comentario –se dio la vuelta y fue hacia el borde de la terraza.
A él le dio la impresión de que se sentía atrapada y buscaba una salida. La zona estaba rodeada de espeso e impenetrable follaje.
–Pareces algo tensa –comentó–. La verdad es que la isla tiene el mismo efecto en mí, pero me gustaría tranquilizarte respecto a mis intenciones.
–¿Por qué no entregar la colección a la policía?
–¿En esta parte del mundo? –soltó una carcajada–. Puede que mi padre estuviera corrupto, pero no era el único. Tenía a la mitad de la policía local comiendo de su mano.
–Claro –murmuró ella, asintiendo levemente.
–Te dejaré claras mis intenciones, Grace. Cuando hayas evaluado las obras, las Da Vinci en concreto, y me asegures que son auténticas, pondré toda la colección en manos de Axis para que se ocupen de devolverla al Louvre, el Met o un diminuto museo de Oklahoma. Me da igual.
–Hay procedimientos legales…
–No lo dudo –agitó la mano–. Y estoy seguro de que tu empresa puede ocuparse de estas cosas y hacer que cada obra vuelva al museo apropiado.
Ella giró la cabeza, mirándolo por encima del hombro, con los labios entreabiertos y los ojos enormes y oscuros. Era una postura increíblemente sensual, aunque él dudaba de que lo supiera. Grace Turner lo fascinaba y atraía más que ninguna mujer en mucho tiempo. Deseaba besar esos labios tanto como deseaba verlos sonreír. Esa idea lo irritó, porque implicaba más que atracción física.
–Te lo dije antes, esos Leonardos nunca han estado en un museo.
–¿Por qué no?
–Nunca ha habido certeza de que existieran.
–¿Qué quieres decir?
–¿Reconoces el tema de los cuadros?
–Es algo de la mitología griega –rebuscó en su cerebro un momento–. Leda y el cisne, ¿no?
–Sí. ¿Conoces la historia?
–Vagamente. El cisne era Zeus, y se aprovechó de Leda, ¿no?
–Sí, la violó. Era un tema muy popular en los cuadros renacentistas, expresado con mucho erotismo –giró para ponerse de cara a él–. Se sabe que Leonardo da Vinci había pintado el primero de los cuadros de abajo, Leda y el cisne. Una escena romántica de estilo similar a otras del periodo, pero realizada por un maestro.
–¿Y nunca ha estado expuesta en un museo?
–No, se vio por última vez en Fontainebleau, en 1625. Los historiadores creen que fue destruida a propósito. Se sabe con certeza que resultó dañada, así que si es genuina, tu padre o un dueño previo la hicieron restaurar.
–Si no se ha visto en cuatrocientos años, ¿cómo se sabe qué aspecto tenía el cuadro?
–Copias, basadas en la primera copia realizada por un alumno de Leonardo. Seguramente podrías comprar un póster en la calle por diez libras.
–Lo que hay abajo no es un póster.
–No –lo miró con franqueza, con esos suaves y enormes ojos marrón oscuro.
La tristeza que ocultaban despertó el instinto protector de Khalis, que no sentía hacía años. No había querido sentirlo. Sin embargo, una mirada de Grace y volvía a él. Era inexplicable, pero quería cuidar de esa mujer.
–De hecho –siguió Grace–. Habría asumido que es una copia, si no fuera por el otro cuadro.
–El otro cuadro –repitió Khalis. Le estaba costando seguir la conversación por causa del efecto que Grace tenía en él. Un leve rubor coloreaba sus pómulos, haciendo que pareciera aún más guapa. Tomó un sorbo de vino para distraer a su libido, que empezaba a despertarse.
–Sí, los historiadores de arte creían que Leonardo no completó ese cuadro. Nunca ha pasado de ser un rumor, o un sueño –movió la cabeza lentamente, como si le costara creer lo que había visto–. Leda con los hijos de esa trágica unión. Helena y Pólux, Cástor y Clitemnestra –bajó los párpados y se dio la vuelta. Khalis supo que intentaba ocultar una profunda emoción.
–Si nunca lo completó –preguntó él–. ¿Cómo saben los historiadores que podría existir?
–Hizo varios estudios. Lo fascinaba el mito de Leda –seguía de espaldas a él, irradiando tensión.
Khalis controló el deseo de poner la mano en su hombro y atraerla, para besarla o reconfortarla con un abrazo. Quería hacer ambas cosas.
–Es uno de los pocos artistas que pensó en pintar a Leda así. Como madre y no como amante.
–Parece que la idea te emociona –comento él.
Ella jadeó, sorprendida, pero un segundo después, se volvió hacia él con una sonrisa fría.
–Claro que sí. Ya te he dicho que se trata de un descubrimiento importantísimo.
Khalis se limitó a observarla. En ese momento su rostro era una máscara que ocultaba las turbulentas emociones que bullían por su interior. Lo sabía porque él usaba la misma técnica a menudo. Pero su máscara llegaba más profundo, hasta el alma. Él no sentía nada, en cambio las emociones de Grace estaban cerca de la superficie, reflejándose en sus ojos, en el leve temblor de sus labios.
–No me refería al descubrimiento, sino al cuadro en sí. A esta Leda.
–No puedo evitar sentir lástima por ella –alzó un hombro levemente. Khalis siguió el movimiento y vio como el vestido se pegaba a la curva de su pecho. Ella al notar su mirada, estrechó los ojos–. Tenías hambre. ¿Cenamos?
–Desde luego –fue hacia la mesa y le apartó la silla. Mientras Grace se sentaba, Khalis captó el aroma de su perfume, o tal vez de su champú: dulce y limpio, a almendras. Se sentó frente a ella. Grace no había dicho o hecho nada que apagara su atracción; de hecho, la enigmática mezcla de fuerza y vulnerabilidad lo atraía aún más. Khalis se dijo que las emociones que provocaba en él se debían a lo vivido esa última semana. No era raro que se sintiera algo sensiblero. Eso pasaría…, incluso si su atracción por Grace se hacía mayor.
Grace se puso la servilleta en el regazo con dedos temblorosos. Le costaba creer lo nerviosa que estaba. No sabía si era la maldita isla, haber visto los cuadros, o la cercanía de Khalis Tannous. Probablemente, por desgracia, las tres cosas.
No podía negar que la capacidad que tenía él de intuir lo que pensaba y sentía, estaba arruinando su paz mental. Sus miradas le hacían sentirse consciente de su propio cuerpo, provocando una respuesta que ni le gustaba ni quería.
Deseo. Necesidad.
Llevaba mucho tiempo adiestrándose para no sentir esas cosas, pero él había derrumbado sus defensas en minutos. No podía permitírselo. Sabía que confiar en un hombre llevaba a la desesperación, al dolor de corazón, a la traición.
–Háblame de ti, Grace –pidió Khalis con voz suave y seductora como la seda. Rellenó su copa de vino, tras pedirle permiso con un gesto.
–¿Qué quieres saber?
–Todo –se recostó, sonriente, con la copa entre los dedos. Grace no pudo evitar admirar su pelo negro y los sorprendentes ojos gris verdoso, como ágatas. Él alzó una ceja, indicando que esperaba y ella, avergonzada por su examen, agarró la copa.
–Eso es mucho. Como dije, soy doctora en…
–No me refiero a tus cualificaciones profesionales –interrumpió él–. ¿De dónde eres?
–De Cambridge –contestó ella.
–¿Hiciste el doctorado en Cambridge?
–Sí, y la licenciatura.
–Debiste hacer una cosa tras la otra –musitó él–. No puedes tener más de treinta años.
–Tengo treinta y dos. Pero sí, fue todo seguido.
–¿Sabías que yo estudié en Cambridge? –ella asintió; en el avión había leído la información que Michel tenía de él–. Puede que coincidiéramos. Soy unos años mayor que tú, pero es posible.
Grace tenía la sensación de que si Khalis Tannous hubiera estado a cincuenta kilómetros de ella, lo habría notado. O tal vez no, porque entonces había estado deslumbrada y cegada por otro alumno de Cambridge, su exmarido. Sintió un escalofrío al pensar que Khalis y Loukas podían haberse conocido, o incluso ser amigos. ¿Y si Loukas descubría que estaba allí? Aunque era un viaje de negocios, sabía cómo pensaba su exmarido. Sospecharía y podría negarle el acceso a Katerina.
–¿Grace? –la miró con preocupación–. Te has puesto blanca como una sábana en seis segundos.
–Disculpa –se excusó ella–. Estoy cansada del vuelo y no he comido nada desde el desayuno.
–Deja que te sirva –dijo Khalis. Justo entonces llegó una joven con una bandeja de comida.
Grace contempló a Khalis servirle cuscús, cordero y ensalada de pepino y yogurt en el plato. Se dijo que era improbable que Khalis conociera a Loukas. Y, además, sería discreto respecto a la colección de arte de su padre.
Como siempre, era pura paranoia. Pero tenía que estar siempre en guardia, porque su precioso y limitado acceso a su hija estaba por completo en manos de su exesposo.
–Bon appétit –dijo Khalis.
–Parece delicioso –Grace forzó una sonrisa.
–¿En serio? Porque estás mirando el plato como si fuera tu última comida.
–Una comida deliciosa, en cualquier caso –Grace apretó dos dedos en la frente; notaba el principio de uno de sus dolores de cabeza. Intentó sonreír–. Lo siento. Estoy cansada, nada más.
–¿Prefieres cenar en tu habitación?
–Estoy bien –afirmó Grace, que no quería admitir su debilidad. Se llevó un tenedor de cuscús a la boca y consiguió tragarlo. Percibía la mirada de Khalis sobre ella. Especulativa y conocedora.
–¿Has dicho que creciste en Cambridge, no? –preguntó él tras un largo silencio.
–Sí, mi padre era profesor en Trinity College.
–¿Era?
–Falleció hace seis años.
–Lo siento.
–Yo debería decirte lo mismo. Siento la pérdida de tu padre y de tu hermano.
–Gracias, pero eso es innecesario.
–Aunque estuvieras distanciado de ellos, es una pérdida –dijo Grace.
–Dejé a mi familia hace quince años, Grace. Estaban muertos para mí. Ya pasé el luto entonces –lo dijo con voz neutra, pero Grace captó la gélida dureza que había por debajo. Con un hombre como Khalis no había segundas oportunidades.
–¿No les echaste de menos? ¿En esa época?
–No –sentenció él.
–¿Te gusta vivir en Estados Unidos? –preguntó ella con afabilidad.
–Sí.
–¿Por qué elegiste vivir allí?
–Porque estaba lejos.
Por lo visto, no había preguntas inocuas. Comieron en silencio, acompañados por el susurro de las olas y el viento. Grace pensó que podría apreciar la belleza de la isla si no hubiera muros. Pero los había, y sabía que poder salir de allí requería permiso de otra persona. Esa idea hizo que un intenso pinchazo de dolor le atravesara el cráneo. Aferró el tenedor y Khalis lo notó.
–¿Grace?
–¿Creciste aquí? –preguntó ella bruscamente–. ¿Tras esos muros?
–En vacaciones –dijo él, mirándola pensativo–. Fui a un internado, en Inglaterra, con siete años.
–Siete –murmuró ella–. Eso tuvo que ser duro.
–Supongo que echaba de menos a mis padres, pero entonces aún no sabía lo bastante de ellos.
–¿Qué quieres decir?
–Sin duda sabrás que mi padre no era un hombre admirable. De niño, yo no lo sabía, y por eso lo echaba de menos –explicó él con voz plana.
Grace sintió tristeza y curiosidad. Se preguntó cuándo se había desilusionado Khalis respecto a su padre. Por lo visto, pensaba que conocer los fallos de un ser querido, el amor llegaba a su fin.
–¿Y tu madre?
–Murió cuando yo tenía diez años –repuso Khalis–. No la recuerdo mucho.
–¿En serio? –Grace no ocultó su sorpresa–. Mi madre murió cuando yo tenía trece y recuerdo muchísimo –recordaba el olor de su crema de manos, las suavidad de su cabello, las nanas que cantaba. También recordaba lo polvorienta y vacía que le había parecido la casa tras su muerte.
–Fue hace mucho tiempo –dijo Khalis. Aunque cordial, su tono indicó que no quería seguir con ese tema. Grace pensó que parecía que no quisiera recordar a su madre… ni a nadie del pasado.
Siento un irracional deseo de conocer a ese hombre; tenía la certeza de que escondía secretos. Dolor. A pesar del tono ligero y la sonrisa fácil, Grace percibía una oscuridad y una dureza en él que la atraía y repelía a un tiempo. No podía permitirse sentir atracción por ningún hombre, y menos por uno como Khalis. Sin embargo, contemplando sus ojos gris verdoso, sintió una espiral de deseo despertarse en su vientre, a pesar del lacerante dolor de cabeza. Era apropiado: dolor y placer, tentación y tortura. Siempre iban en pareja. Decidió volver a hablar de trabajo.
–Mañana me gustaría ver el equipo que mencionaste –dijo–. Cuanto antes pueda evaluar si los Leonardos son genuinos, mejor.
–¿En serio lo dudas?
–Mi trabajo es dudarlo. Necesito probar que son auténticos, no probar que son falsificaciones.
–Fascinante –murmuró Khalis–. La búsqueda de la verdad. ¿Qué te atrajo de esta profesión?
–Mi padre era profesor de historia antigua. Crecí rodeada de antigüedades y pasé casi toda mi infancia en museos, exceptuando una breve fase de pasión por los caballos, en la que solo quería montar –sonrió–. El museo Fitzwilliam de Cambridge era como mi segundo hogar.
–¿De tal padre tal hija?
–A veces –lo miró a los ojos y sintió que su mirada gris verdosa la atrapaba. Despertaba en ella algo que había suprimido durante tanto tiempo que no recordaba poseerlo: el anhelo de ser entendida, conocida. Y en el reflejo de esos ojos ágata veía un tormento de emociones: tristeza, ira, e incluso desesperanza. Pero tal vez no estaba haciendo más que mirarse en un espejo. El dolor de cabeza se hizo tan intenso que deseó cerrar los ojos.
–Tienes que tomar postre –dijo él–. Pastas de sésamo y almendra, una especialidad tunecina.
La joven llegó con un plato de pastas y una bandeja de plata con café y tazas.
Grace probó la pasta, pero no pudo con el café. El dolor de cabeza era insoportable, y sabía que si no se tumbaba en la oscuridad, estaría incapacitada durante horas, o incluso días. Sufría de migrañas con regularidad, desde el divorcio.
–Lo siento, pero estoy muy cansada. Creo que necesito irme a la cama.
–Por supuesto –Khalis se levantó, preocupado–. Tienes mal aspecto. ¿Te duele la cabeza?
Grace asintió. Veía puntos negros y se levantó con cuidado, como si fuera a romperse.
–Ven –Khalis tomó su mano y puso el otro brazo sobre su hombro, guiándola.
–Lo siento –murmuró ella.